9

El lunes la Bolsa abrió normalmente. Miguel se acercó al Dam algo alborotado, pues por fin habría de saber cómo se zanjaban sus asuntos y, además, se había bebido tres cuencos de café aquella mañana. Bien merecía una recompensa por haberse librado de sus futuros de brandy y no había podido resistirse al olor seductor del café, el cual empezaba ya a inundar su habitación. Aquella mañana se había escurrido hasta la cocina para coger el mortero y la mano. Cuando volvió al sótano, quitó la bolsa y encontró menos café en su interior del que recordaba. No importa, se dijo para sí, y machacó el café hasta convertirlo en un grano más pequeño, luego lo mezcló con licor, sin dejar de remover, esperando que los granos se disolvieran. Y entonces recordó que aquello no era azúcar o sal, así que dejó que los posos se asentaran en el fondo y dio un buen trago.

No era tan bueno como el que había tomado con Geertruid, ni siquiera como él de la taberna turca, pero a pesar de todo la combinación de dulce y amargo seguía resultando de su agrado. Tomó un sorbo y sintió el café como un beso en la boca. Aspiró su olor y lo observó a la luz de la lámpara de aceite. Y antes de terminar, supo que no saldría del sótano sin preparar un poco más.

Mientras vertía el agua, casi se echó a reír. Se había preparado un cuenco, solo uno, y lo había hecho mal -eso lo sabía porque lo había probado mejor- y aun así no se había resistido a la tentación de beber otro. Geertruid tenía razón. Aquello podía hacerlos ricos a los dos, si acaso encontraban la forma de actuar con rapidez y contundencia. Pero ¿cómo? ¿Cómo, cómo, cómo? Miguel se alteró tanto que arrojó uno de sus zapatos al otro lado de la bodega y lo vio caer al suelo con satisfacción.

– Café -musitó entre sí. Pero por el momento habría de conformarse con beberlo. Todavía le quedaba mucho que hacer.


Miguel permaneció ante el edificio del ayuntamiento, el gran palacio de piedra blanca construido gracias a la opulencia del comercio. En todas las Provincias Unidas no podía encontrarse ni un pedazo de mármol y, sin embargo, el interior del edificio estaba enteramente recubierto de mármol, una cantidad incalculable de mármol… mármol, oro, plata, por todas partes. Las mejores pinturas colgaban de sus paredes, las más finas alfombras cubrían los suelos, exquisitos primores, en maderas y baldosas. En otro tiempo, a Miguel le había deleitado pasear por su interior, con su banco, sus tribunales y sus celdas, explorando los espacios públicos, soñando con la opulencia oculta en las cámaras de los burgueses. Pero desde que conoció en sus carnes los secretos que se ocultaban en las cámaras privadas de la Cámara de la Bancarrota, el ayuntamiento había perdido su encanto.

Miguel alzó la vista y vio una sombra que se cruzaba en su camino. Pestañeó unas pocas veces y vio una figura: escasa estatura, oronda, pelo largo y barba cuidada. El hombre iba ataviado con ropas de un azul encendido, del color del cielo, y llevaba un enorme sombrero de ala ancha de idéntico color, calado hasta por encima de los pesados párpados que caían sobre sus ojos: Alonzo Alferonda.

– ¡Lienzo! -exclamó el hombre, como si se hubieran encontrado por azar. Le echó un brazo al hombro a Miguel y siguió caminando, arrastrándolo con él.

– Jesús, María y José! ¿Acaso habéis perdido la razón que os acercáis a mí en semejante lugar? Podrían vernos.

– No, Miguel, no estoy loco, solo soy vuestro más ferviente amigo. No había tiempo para arriesgarse con notas y recaderos. El asunto de Parido y el aceite de ballena será hoy.

– ¿Hoy? -Ahora fue Miguel quien lo arrastró a él, llevándolo por la estrecha senda que pasaba detrás de la Nieuwe Kerk-. ¿Hoy? -repitió cuando se detuvieron en el callejón húmedo y cerrado. Una rata los miró con gesto desafiante-. ¿Cómo que hoy? ¿Qué significa que hoy?

Alferonda se inclinó hacia delante y olfateó.

– ¿Habéis estado bebiendo café?

– Lo que haya podido beber no tiene importancia.

Alferonda volvió a olfatear.

– Lo habéis mezclado con vino, ¿no es cierto? Malgastáis vuestros granos. Mejor mezcladlos con agua dulce.

– ¿Y qué se os hace a vos si lo mezclo con la sangre de Cristo? Habladme del aceite de ballena.

El usurero dejó escapar una pequeña risa.

– Desde luego, os ha metido el demonio en el cuerpo, ¿no es cierto? No me miréis así. Os diré lo que sé. Mi contacto en la Compañía de las Indias Orientales, un sujeto rubicundo que me debe cuarenta florines, me mandó una nota esta mañana.

– No es necesario que me contéis todos los detalles. Hablad.

– Bueno, pues el caso es que el asunto del aceite de ballena será hoy.

Miguel sintió un dolor en el cráneo que aumentaba, hasta que estalló como la detonación de un mosquete.

– ¿Hoy? Si todavía no he comprado mis futuros de aceite de ballena. Esperaba a que pasara el día de cuentas. -Escupió al suelo-. ¡Maldita sea mi suerte! Estaba todo planeado y para nada… Por un miserable día. Pensaba comprar los futuros mañana por la mañana.

– Olvidaos de los futuros por un momento. -Alferonda meneó la cabeza-. Lleváis tanto tiempo negociando con etéreos pedazos de papel que descuidáis el comercio corriente. Id y comprad aceite de ballena… no los futuros, sino el aceite en sí. Tal vez así recordaréis que el resto del mundo sigue haciendo sus transacciones de esa singular forma. Y entonces, antes del cierre de la Bolsa, podríais daros la vuelta y vender lo que habéis comprado por un bonito beneficio. Es muy sencillo.

Miguel dejó escapar una risotada y aferró a Alferonda por los hombros.

– Tenéis razón. Supongo que es sencillo. Gracias por el aviso.

– Oh, no es nada. Siempre es un placer echar una mano a los amigos.

– Sí, sois un buen amigo -dijo Miguel estrechándole la mano, al estilo de los holandeses-. Sois un buen hombre, Alonzo. El ma'amad erró al trataros de forma tan espantosa. -En aquellos momentos lo que más deseaba Miguel era quedar libre y ponerse a trabajar en la Bolsa. Geertruid tenía razón: el café era la bebida del comercio, puesto que el que había bebido aquella mañana, combinado ahora con la avaricia, estaba resultando ser impulso demasiado poderoso para no hacerle caso.

– Antes de que me os escapéis -dijo Alferonda-, quería preguntaros una cosa. He oído decir que Parido os ayudó a deshaceros de los futuros de brandy que os tenían atado como una soga.

– Así es. ¿Qué pasa?

– ¿Que qué pasa? ¿Que qué pasa, preguntáis? Miguel, permitidme que os diga que Salomão Parido nunca olvida un agravio. Si os ha ayudado, será porque trama algo, así que haríais bien en estar prevenido.

– ¿Acaso creéis que no lo he pensado? Parido es de Salónica, y yo de Portugal. Él se educó como judío; yo, fingiendo ser católico. En asuntos de fullería, él jamás podría derrotarme.

– A mí me derrotó -dijo Alferonda amargamente-. Tal vez no sea tan astuto como nosotros, los judíos secretos, pero cuenta con el poder del ma'amad, y eso se nota. Antes de desdeñarlo tan a la ligera, debierais pensar en la amargura de no poder pisar jamás una sinagoga en Yom Kippur [7] ni en asistir jamás al seder de la pascua judía, la amargura de no poder recibir jamás a la novia de sabbath. Y ¿qué me decís de vuestros negocios? ¿Os gustaría ver cómo se arruinan, cómo vuestros compañeros se muestran temerosos de negociar con vos? Si pensáis comerciar con café, haríais mejor en no perder de vista a Parido y aseguraros de que no echa a perder vuestros planes.

– Tenéis razón, por supuesto -dijo Miguel con impaciencia.

– No confiéis en ningún supuesto gesto de amistad -lo apremió Alferonda.

– Entiendo.

– Bien. Entonces os deseo suerte con vuestra empresa de hoy.

Miguel no necesitaba suerte. Solo él poseía aquel entendimiento nuevo. Y tenía café.


Cuando pasaba bajo la gran arcada de la Bolsa, Miguel cerró los ojos y musitó una oración casi olvidada en un intento de asegurar sus negocios de aquel día. Él, bendito sea, aún no lo había abandonado. Miguel estaba seguro. Casi seguro.

El asunto con Alferonda solo había tomado unos minutos, pero el tono alborotado que solía escucharse cuando la Bolsa abría sus puertas ya se había calmado. Los días de cuentas, los comerciantes deambulaban por la Bolsa, comprobando si sus precios aguantaban para proteger sus cuentas de cambios inesperados. En el primer cuarto de hora, los más de ellos habían averiguado ya cuanto necesitaban saber.

Miguel se dirigió con grandes prisas a la esquina noroeste de la Bolsa y encontró a un conocido holandés que comerciaba con Moscovia a quien comprar aceite de ballena. En aquel momento, el precio era de 37,5 florines por cada cuarto de tonelada, de modo que Miguel compró cincuenta cuartos por menos de mil novecientos florines… Una cantidad que difícilmente podía permitirse perder, sobre todo porque lo hacía sobre una deuda.

Después Miguel dio una vuelta por la Bolsa, sin quitar el ojo del reloj y del extremo más alejado de la plaza. Hizo algún pequeño negocio, pues compró madera barata a un sujeto que necesitaba desprenderse de ella para aumentar su capital, y luego estuvo charlando con unos amigos hasta que reparó en cinco holandeses vestidos de negro que se acercaban a la esquina donde se traficaba con aceite de ballena. Eran jóvenes, cara regordeta, bien afeitados y con la expresión segura de quien negocia con grandes cantidades de un dinero que no es el suyo. Eran agentes de la Compañía de las Indias Orientales y llevaban su afiliación como si fuera un uniforme. Los hombres interrumpían sus conversaciones para mirarlos.

Los cinco empezaron a la par. Dando grandes voces pedían aceite de ballena, se golpeaban las manos para sellar cada venta y pasaban al siguiente trato. En apenas un momento, Miguel oyó que alguien pedía a 39 el cuarto. Empezaron a oírse exclamaciones en holandés, latín, portugués: «Compro cien cuartos a cuarenta y medio». Otra voz contestaba: «Vendo a cuarenta».

A Miguel el corazón le latía con violencia por la emoción. Era exactamente como Geertruid había dicho: el café era como un espíritu que se había adueñado de su cuerpo. Oía todas las exclamaciones con claridad; calculaba todo nuevo precio con precisión. Nada escapaba a su vista.

Allí estaba él, con su recibo aferrado en una mano, adivinando el ánimo de la multitud con mayor claridad que nunca. Había presenciado aquello docenas de veces, pero jamás se había sentido capaz de ver las corrientes que se movían en el río de la Bolsa. Cada precio hacía moverse las aguas en una dirección distinta, y si un hombre observaba, con el ingenio aguzado por aquel maravilloso bebedizo, podía verlo todo perfectamente. Miguel comprendía ahora por qué había fracasado en el pasado. Siempre actuaba pensando en el futuro, cuando en realidad ello no cuenta para nada. Lo que importa es el presente, el instante. En la exaltación del momento, el precio subía a lo más alto, mañana caía en picado. Él ahora era lo único que importaba.

Cuarenta y dos florines por cada cuarto de tonelada. Cuarenta y cuatro florines. No parecía haber indicios de que fuera a aflojar. Cuarenta y siete…

Miguel siempre se había preguntado cómo saber cuándo había de moverse. Era menester habilidad, suerte y clarividencia para saber en qué momento los precios habían llegado a su techo. Lo mejor era vender justo antes de que llegaran al límite, no después, pues los precios bajaban mucho más deprisa de lo que subían, y un instante podía significar la diferencia entre los beneficios y las pérdidas. Ese día sabría cuál era el momento.

Miguel estuvo observando los rostros de los comerciantes, atento a cualquier señal de pánico. Entonces vio que los cinco agentes de las Indias Orientales empezaban a retirarse del alboroto que ellos mismos habían provocado. Sin su presencia, las compras se reducirían considerablemente, y el precio pronto empezaría a caer. Alguien sacó cincuenta cuartos por 53 florines cada uno. Había llegado el momento de actuar.

¡Ahora!, le gritó el café, ¡Hazlo!

– Cincuenta cuartos -exclamó Miguel-, por cincuenta y tres florines y medio.

Un corredor gordo y bajo llamado Ricardo, un judío del Vlooyenburg, chocó la mano de Miguel para aceptar el negocio. Y ya estaba.

El corazón le latía a toda prisa. Con la respiración agitada, Miguel vio cómo los precios empezaban a bajar a su alrededor: 50 florines, 48,45. Había vendido en el momento justo. Unos momentos más tarde y hubiera perdido cientos de florines. Las dudas que lo acosaban, la desgana, las negras ideas, todo había desaparecido. Había utilizado el café para disiparlos del mismo modo que un rabino utiliza la Torá para conjurar a los demonios.

Miguel se sentía como si hubiera ido corriendo hasta allí desde Rotterdam. Todo había sucedido muy deprisa, envuelto en el remolino del oscuro vapor del café, pero ya estaba hecho. Apenas unos momentos de frenesí le habían reportado un beneficio de 800 florines.

Miguel hubo de hacer un gran esfuerzo para contener la risa. Era como despertar de una pesadilla y tratar de convencerse a uno mismo de que los terrores del mundo de los sueños no son reales, que ya no tienes que preocuparte más. Aquella deuda que lo atormentaba bien podía disiparse con el viento; tan escasa importancia tenía.

No fue cosa premeditada, pero en aquel momento Miguel agarró a un corredor recién llegado de Portugal por los hombros.

– ¡Miguel Lienzo ha vuelto! -exclamó-. ¿Lo entendéis? Esconded vuestro dinero en el sótano, amigo. No está seguro en la Bolsa… no si Miguel Lienzo anda suelto por aquí.

Por el reloj de la torre, echó de ver que apenas faltaban unos momentos para que la Bolsa cerrara la sesión. ¿Por qué andar de un lado a otro con pequeñas fruslerías? Era hora de celebrarlo. La época más desafortunada de su vida había tocado a su fin. El Lienzo endeudado se había evaporado, y una nueva era de prosperidad acababa de iniciarse. Dejó escapar una carcajada, sin molestarse al ver que el joven corredor se alejaba como si Miguel hubiera de atacarle ni preocuparse por el corrillo de holandeses que lo miraron como si fuera un demente. No le importaba aquella gente, pero, lejos de olvidar al artífice de su buena fortuna, dio gracias a Él, bendito sea, por sustentarlo y concederle aquella bonanza.

Y entonces, como en respuesta a su agradecimiento, la idea se apoderó de él.

Llegó con una fuerza inesperada, y aun entonces fue como si le cayera del cielo, pues no salió de sus adentros, cayó sobre él desde fuera. Era un regalo.

Miguel se olvidó de los beneficios del aceite de ballena. Se olvidó de sus deudas y de Parido. En un glorioso momento supo, con total clarividencia, cómo haría fortuna con el café.

La idea lo paralizó. Miguel comprendió que, si realmente lograba mediar para llevar esa idea al mundo, tendría riquezas en un grado que solo había soñado. No dinero para comodidades o el dinero de la prosperidad: el dinero de la opulencia. Podría casarse con quien quisiera y llenar por fin los vacíos de su vida; podría llevar adelante a sus hijos judíos y situarlos como le pluguiera; no serían mercaderes que hubieran de luchar duramente por ganarse el pan como hubo de hacer él. Los descendientes de Miguel Lienzo serían caballeros, hacendados, lo que les placiera, y podrían dedicar cuanto tiempo quisieran al estudio de la Torá… o, si salían hembras, casarse con grandes eruditos. Sus hijos se dedicarían a la abogacía, darían dinero a obras de caridad, ocuparían puestos en el ma'amad y promulgarían sabias leyes, y expulsarían a personajes insignificantes como Parido a los márgenes de la sociedad judía.

Hubo menester de un momento para ordenar sus pensamientos, los cuales eran confusos y lentos. De suerte que, mientras mercaderes y corredores lo golpeaban al pasar como rachas de viento, Miguel repitió entre sí su plan por asegurarse de articularlo en todo su esplendor. Se enzarzó en un silencioso diálogo, en un interrogatorio tan intenso y despiadado como pudiera serlo uno del ma'amad. Si le golpeaban en la cabeza y perdía la conciencia y dormía hasta el día siguiente, quería tener la seguridad de que recordaría aquella idea con la misma prontitud con que recordaba su nombre.

Lo tenía. Lo entendía. Era suyo. Ahora solo tenía que empezar.


Con la espalda erguida y el paso comedido -se le vino a las mientes un asesino al cual viera en una ocasión avanzando hacia el cadalso que se levantaba cada año en la plaza del Dam-, Miguel se abrió paso hacia la zona de la Bolsa donde se congregaban los mercaderes de las Indias Orientales. Allí, entre un grupo de comerciantes judíos, encontró a su amigo Isaías Nunes.

Para ser tan joven, Isaías ya había demostrado ser un agente notablemente dotado. Tenía contactos de un valor incalculable en la Compañía de las Indias Orientales holandesa, los cuales le proporcionaban noticias y rumores y, sin duda, también comisiones. Él conseguía bienes con los que otros mercaderes tenían que limitarse a soñar, y lo hacía con una frecuencia y con un sentimiento de culpa tan grande como el amante que se oculta debajo de la cama en tanto el marido registra la habitación.

A pesar de su carácter nervioso, Nunes charlaba con soltura con un grupo de mercaderes, los más de los cuales le sobrepasaban hasta en veinte años la edad. Miguel se maravillaba de verlo, pues que era persona muy inquieta y a la par entusiasta. Cuando el precio del azúcar se desplomó, de todos sus amigos, Nunes fue el único que le ofreció su ayuda. Se ofreció espontáneamente a prestarle setecientos florines y, a las pocas semanas, Miguel le devolvió el dinero con una cantidad que pidió prestada a Daniel. Cierto es que Nunes hacía lo imposible por no llamar la atención de Parido y evitar el escrutinio del ma'amad, pero había demostrado quién era en un momento de dificultad.

Ahora Miguel se acercó a su amigo y preguntó si podían tener unas palabras. Nunes se excusó, y los dos hombres se dirigieron a un rincón tranquilo y fresco, a la sombra del edificio de la Bolsa.

– Ah, Miguel, he oído decir que habéis tenido un golpe de suerte con el aceite de ballena. Estoy seguro de que vuestros acreedores ya os están escribiendo alguna nota.

Nunca dejaba de sorprenderle el poder de los rumores. El negocio había tenido lugar hacía apenas unos momentos.

– Gracias por quitarme el sabor de la victoria de los labios -dijo con una sonrisa.

– Imagino que sabéis que los cambios en el negocio del aceite de ballena son obra de Parido. Su asociación de comerciantes estaba detrás de todo.

– ¿De veras? -preguntó Miguel-. Bueno, pues ha sido una suerte que tropezara con sus maquinaciones.

– Espero que vuestro tropiezo no haya perjudicado sus planes. No es menester que le deis ninguna excusa para que se ponga furioso con vos.

– Oh, ahora somos amigos -dijo Miguel.

– También lo había oído. ¡Qué mundo este! Pero ¿por qué habría Parido de desviarse de su camino para ayudaros? Yo en vuestro lugar no bajaría la guardia. -La voz de Nunes se perdió cuando alzó la cabeza para mirar el reloj de la torre-. ¿Habéis venido para probar suerte con las Orientales en estos últimos minutos?

– Tengo cierto proyecto en mientes y acaso necesite a alguien con vuestros contactos.

– Sabéis que podéis confiar en mí -repuso Nunes, aunque tal vez sin la cordialidad que Miguel hubiera deseado. Probablemente, Nunes no deseaba hacer muchos negocios con el enemigo de Parido, aun si ahora el parnass decía ser su amigo.

Miguel se tomó unos momentos para considerar cómo iniciar sus pesquisas, pero no supo encontrar palabras de especial agudeza, así que fue directo al grano.

– ¿Qué sabéis del fruto del café?

Nunes guardo silencio un instante, mientras caminaban.

– El fruto del café -repitió-. Algunos hombres de las Indias Orientales lo adquieren en Moca, y buena parte de él se destina a la venta en Oriente, donde los turcos lo beben como si fuera su vino. En Europa no es muy popular. La mayor parte de lo que pasa por esta Bolsa se vende a agentes de Londres, y una pequeña parte va hacia Venecia y Marsella. Ahora que lo pienso, también ha adquirido cierto renombre en cortes extranjeras.

Miguel asintió.

– Sé de ciertas facciones que han manifestado su interés por el café, pero es un asunto delicado. Es difícil explicarlo, pero hay quien desearía ver fracasar el negocio.

– Lo entiendo -dijo Nunes con cautela.

– Bien, ahora permitidme que sea franco. Deseo saber si podéis importar grano de café para mí. En grandes cantidades, el doble de lo que actualmente se trae en un año. Y deseo saber si podéis mantener en secreto esta transacción.

– Ciertamente, es posible. Creo que cada año llegan unos 45 toneles, cada uno con sesenta libras. En estos momentos el café se está vendiendo a algo más de medio florín la libra, lo que sumaría un total de treinta y tres florines cada tonel. Me estáis pidiendo noventa toneles, ¿cierto? ¿Justo por debajo de los tres mil florines?

Miguel trató de no pensar en lo desproporcionado de la cifra.

– Sí, exactamente.

– Las cantidades no son ilimitadas, pero creo que podré conseguir noventa barriles. Hablaré con mis contactos de las Indias Orientales y les encargaré que lo traigan para vos.

– Debo insistir en la importancia de mantenerlo en secreto. Preferiría que ni tan siquiera los marineros sepan lo que transportan, pues ¿cuántos acuerdos se pierden por la ligereza de sus lenguas?

– Oh, eso no es problema. Solo tengo que dar instrucciones a mis agentes para que pongan una mercancía más corriente en el manifiesto del barco. Hago este tipo de maniobras con cierta frecuencia. No duraría mucho en este negocio si no fuera capaz de mantener tales cosas en secreto.

Miguel sintió ganas de ponerse a dar palmas de contento, pero se tuvo. Muéstrate sereno, se dijo entre sí. Aparenta desinterés, como si todo esto apenas te importara.

– Suena prometedor. Una vez haya encargado la mercancía, ¿cuánto habré de esperar para tenerla en un almacén de aquí, en Amsterdam?

Nunes consideró la pregunta.

– Para estar seguro, necesitaría dos meses, acaso tres. Seguramente será menester algo de tiempo para reunir la cantidad que pedís. Y, Miguel, puedo mantener el secreto aquí, pero no puedo aseguraros con cuánta tranquilidad se mirará este asunto en la Compañía. Una vez que mis agentes empiecen a comprar café en grandes cantidades, alguien se dará cuenta y los precios subirán.

– Lo entiendo. -A punto estuvo de decir «No importa», pero se contuvo. Lo mejor sería no desvelar demasiado. Nunes era de fiar, pero no tenía por qué saber más de lo necesario-. El comprador ya contaba con esa posibilidad.

Nunes se pasó una mano por su barba bien recortada.

– Estaba pensando que también la Compañía está demostrando un inusitado interés por el café. El puerto de Moca, donde se compra ahora el café, está atestado de barcos procedentes de Oriente. Un barco puede tardar días en conseguir su envío.

– Pero ¿decís que podéis conseguir lo que os pido?

– A la Compañía le gusta acaparar. Y os diré algo más: los turcos, acaso ya lo sepáis, han convertido en un crimen castigado con la muerte el arrancar una sola planta de café de su imperio. No desean que nadie cultive y venda el grano salvo ellos. Todo el mundo sabe de su carácter taimado, pero os digo que son unos corderitos comparados con el holandés. Un capitán de barco llamado Van der Brock ha conseguido sacar una planta, y ahora la Compañía está poniendo en marcha sus propias plantaciones en Ceilán y Java. Espera producir lo suficiente para ponerse al nivel de sus compañeros orientales. Aun cuando se conoce que pudieran tener otros planes.

Miguel asintió.

– Una vez que la cosecha empiece a dar su fruto, la Compañía querrá crear un mercado aquí en Europa.

– Exactamente. No voy a preguntar cuáles son vuestros planes, pero creo que podemos hacer un trato. Con mucho gusto os informaré de cualquier noticia que me llegue sobre este negocio si me aceptáis como vuestro proveedor aquí en la Bolsa… siempre y cuando no lo mencionéis a nadie.

– Me parece una ganga -contestó Miguel.

Los hombres chocaron las manos para formalizar el acuerdo.

Ciertamente, Nunes debió de sentir que acaso ganaría algo de dinero con aquel acuerdo y aun es posible que esperara que el interés de su amigo significara un cambio en los mercados que pudiera reportarle algún provecho.

Miguel ya no recordaba la última vez que había sentido una exaltación semejante, de suerte que, cuando oyó que el precio del brandy había mejorado en el último minuto -y, de haber conservado sus futuros, hubiera ganado cuatro o cinco mil florines-, apenas le dio importancia. ¿Qué importancia tenían para él unas cantidades tan insignificantes? En unos años se convertiría en uno de los hombres más ricos de la comunidad portuguesa de Amsterdam.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Cuando fui expulsado de la comunidad, la mayoría de mis amigos y asociados no me dirigían la palabra. Muchos me evitaban por miedo al poder del ma'amad; otros, porque no eran más que borregos que confiaban en el Consejo y creían en sus decisiones hasta tal punto que jamás se les hubiera pasado por la imaginación que se me había impuesto el cherem injustamente. Y si, como he prometido, he de atenerme a la verdad, también los había que creían que yo los había engañado o había abusado de ellos y se alegraron de perder de vista a Alferonda.

Los hombres que me debían dinero se negaban descaradamente a pagarme, como si las decisiones del ma'amad hubieran borrado toda ley cívica y honor personal. Mis viejos contactos devolvían mis notas sin abrir. La influencia de Parido me dejó sin sustento, y aunque tenía algo de dinero ahorrado, sabía que no había de durarme mucho.

No puedo decir exactamente cómo di en el oficio del préstamo con intereses. Una petición aquí, una promesa allá, y una mañana me levanté y no pude seguir negando que me había convertido en prestamista. La Torá maldice de los usureros, pero el Talmud nos enseña que un hombre puede modificar la Ley para vivir y ¿de qué otra forma hubiera podido vivir si los responsables de mantener la Ley me privaban injustamente de mi sustento?

No faltaban los que eran como yo en Amsterdam. Y estábamos tan especializados como las tabernas, cada cual servía a un grupo determinado: este prestamista trabajaba con los artesanos; ese otro, con mercaderes; aquel de allá, con tenderos. Yo determiné no entrometerme jamás con amigos judíos, pues ese era un camino que no deseaba seguir. Me producía disgusto tener que imponer mi voluntad a mis compatriotas y luego ver que hablaban de mí como de quien se ha vuelto contra ellos. Así pues, prestaba a holandeses, y no a cualquiera. Una y otra vez me descubrí ejerciendo la usura con los más indeseables de ellos: ladrones y bandidos, proscritos y renegados. Yo jamás hubiera escogido tal oficio, pero el hombre ha menester de ganarse el pan, y así fue como me vi en esta situación en contra de mi voluntad.

Supe enseguida que yo mismo habría de convertirme en una suerte de villano si quería que me devolvieran mi dinero, pues yo prestaba a quienes viven de tomar lo que no les pertenece, y no tenía razón para pensar que mi capital hubiera de ser más sagrado para ellos que la bolsa de un viajero o la caja de caudales de un tendero. La única forma de hacer que cumplieran sus promesas era imbuir en ellos el temor a las consecuencias.

Tristemente, Alonzo Alferonda no es un villano. No es persona de natural cruel o violento, pero lo que le falta en crueldad le sobra en astucia.

Así pues, hice que todos supieran que no era yo hombre con quien se juega. Una vez en que se encontró flotando en el canal el cuerpo de un mendicante sin nombre, no fue difícil hacer correr el rumor de que era un infeliz que creyó poder engañar a Alferonda. Cuando algún pobre se rompía un brazo o perdía un ojo en algún desafortunado accidente, unas monedas bastaban para persuadirlo de que contara que deseaba haber pagado a tiempo a Alferonda.

Si bien creo que Él, bendito sea, me ha bendecido con un rostro afable y bondadoso, no pasó mucho tiempo antes de que los ladrones de Amsterdam temblaran en mi presencia. Un mal gesto o una ceja levantada eran suficiente para que el oro apareciera.

Cuando me enfrentaba a un deudor que en verdad no podía pagarme, le hacía creer que, por primera vez en su vida, Alferonda había decidido mostrarse misericorde, pero que mi piedad era tan vacilante y frágil que el solo hecho de pensar en aprovecharse de ello fuera gran necedad. Y el ladrón me pagaba antes de haber podido llevarse un mendrugo de pan a la boca.

Con estas pequeñas trampas engañaba yo a mi clientela con facilidad. Los ladrones son, por naturaleza, personas simples y crédulas, prontas a creer en monstruos y ogros. Algunos, cuando me pagaban, aun me revelaban el contenido de sus bolsas y el lugar donde escondían su dinero, como si fuera yo brujo, no prestamista. Y yo nada hice para convencerles de lo contrario. Alferonda no es ningún necio.

Yo sabía que mi nombre se pronunciaba en los términos menos halagüeños entre los otros judíos del Vlooyenburg, pero también sabía que ante el Señor permanecía sin tacha… al menos tan sin tacha como pueda esperar estarlo un hombre que presta su dinero a maleantes.

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