20

Miguel ignoraba dónde vivía Joachim y sabía que le tomaría un tiempo encontrarle, pero aún era posible. El sujeto había dicho que él y su esposa habían tenido que mudarse a una de las peores zonas de la ciudad, a un barrio de casuchas ruinosas que se resguardaban a la sombra de la Oude Kerk, donde las sórdidas tabernas de música atraían a rameras, marineros y ladrones. Alguien tenía que conocer a Joachim; un hombre tan desarreglado siempre llama la atención.

Antes de entrar en la zona más indeseable de la ciudad, Miguel cogió su bolsa y contó sus dineros. Llevaba más de lo que conviene a un hombre en semejantes andurriales, de suerte que lo dividió, dejando una parte en la bolsa, otra en el bolsillo y una tercera envuelta en un pañuelo.

Conforme avanzaba hacia la Oude Kerk, los edificios se veían cada vez más sombríos y ruinosos. La gente que veía por la calle parecía pertenecer a una raza distinta de la del resto de la ciudad. Los extranjeros escribían con frecuencia que una de las mayores maravillas de Amsterdam era la ausencia de mendigos. Falso, aunque Miguel sabía bien que, en comparación con otras ciudades de Europa, ciertamente había pocos mendigos, al menos en la mayor parte de la ciudad. Sin duda, aquellos extranjeros no habían pasado por aquel distrito pues allí hubieran encontrado suficientes cojos y leprosos para satisfacer a cualquiera.

Miguel caminaba con prisas entre los pobres, entre las rameras que esperaban con desgana en las jambas de las puertas, echadas a un lado o al otro como ahorcados hasta que veían a algún hombre de su agrado. En más de una ocasión, durante su breve paseo, Miguel hubo de apartar a alguna sedienta diabla que saltaba desde su antro y trataba de arrastrarlo al interior.

Estaba por pedir razón de Joachim a un hombre que empujaba una carreta con verduras podridas, cuando vio a una mujer con una bandeja de dulces en la esquina, pregonando su mercancía. Aunque vestía con ropas anchas y sucias, y tenía el rostro tiznado, Miguel estaba seguro de conocerla. Y entonces comprendió dónde la había visto: era la esposa de Joachim, Clara. Aunque ya no era tan hermosa como la recordaba, seguía siendo lo bastante hermosa como para que los marineros le gritaran cumplidos obscenos. Uno se llegó a ella, tambaleante y lascivo, y Miguel pensó en acercarse a socorrerla, pero Clara le dijo un par de palabras amables al hombre de modo que este se quitó el sombrero y se alejó.

Miguel fue para allá.

– ¿Tenéis pasteles sin carne? -preguntó. No creyó que la mujer recordase su rostro, así que no dijo nada que pudiera delatarle.

El pañuelo que llevaba al cuello estaba roto y manchado de amarillo, pero la cofia que le cubría la coronilla era nueva. ¿Dónde la habría conseguido? Miguel recordó las aprensiones de Joachim respecto a que su esposa se hiciera ramera.

– Tengo un pastel de cebolla y rábano, señor -dijo ella, observándolo con evidente desconfianza.

Hace bien en desconfiar, pensó Miguel. ¿Qué podía llevar a un judío a buscar su comida de la noche a aquella parte de la ciudad?

– Lo cataré gustoso.

No debía comer tal cosa. Nada sabía sobre su preparación y, ciertamente, en la bandeja había estado demasiado cerca de alimentos elaborados con cerdo y otras carnes impuras. Pero allí no había ningún ma'amad. Si aquel pastelillo le permitía conseguir riquezas y, por tanto, ser mejor judío, poco podía importar su preparación. Dio un bocado y descubrió que estaba hambriento. A él le gustaba la cubierta más hojaldrada, las verduras menos cocidas… Los holandeses no consideraban que las verduras estaban hechas hasta que casi se deshacían.

– ¿Lo habéis preparado vos misma? -preguntó.

Ella lo miró de arriba abajo haciendo que miraba al suelo.

– Sí, señor.

Miguel sonrió.

– ¿Cuál es vuestro nombre, amiga mía?

– Mi nombre -repuso ella, extendiendo la mano a fin de que él pudiera ver su anillo de peltre- es Esposa de Otro.

– No parece un buen nombre -dijo Miguel-, pero temo que hayáis malinterpretado mis intenciones. Si desease ese tipo de compañía, podría fácilmente encontrarla sin haber de comprar un pastel.

– Hay a quien le gusta el riesgo. -La mujer sonrió, y sus ojos se dilataron un tanto-. Pero os entiendo. Mi nombre es Clara, y siento curiosidad por saber cuál es vuestra intención, señor. Pues parecéis haber comprado el pastel como un medio y no como un fin en sí.

Miguel sintió un repentino interés. De haberle llevado allí asuntos de otra índole, no hubiere sido difícil convencerla para que continuasen la conversación en una taberna. Pero ¿en qué clase de hombre lo convertiría eso? A pesar de la traición de Joachim, lo cierto es que él lo había agraviado -por bien que involuntariamente- y no sabía si poner los cuernos a un demente fuera lo más acertado.

– Tal vez ni yo mismo sé cuáles son mis intenciones -le dijo-. Es solo que… bueno, si se me permite ser franco… ni vuestra apariencia, ni vuestra voz son las que esperaría de una mujer que vende pastelillos cerca de la Oude Kerk.

– Y vos no sois hombre a quien yo esperaría ver comprando uno.

Miguel hizo una reverencia.

– Os hablo muy en serio. Sois una bella mujer que creo está acostumbrada a cosas mejores. ¿Cómo os permite vuestro esposo practicar tal oficio?

El buen humor desapareció en parte del rostro de Clara.

– Mi esposo pasa por malos momentos -dijo al fin-. En otros tiempos, tuvimos un bonito lugar donde vivir y buenas ropas, pero perdió su dinero, ay…, por los engaños de uno de vuestra propia raza. Ahora no tiene más que deudas, senhor.

Miguel sonrió.

– Veo que sabéis cómo dirigiros a los nuestros. Eso me complace. ¿Cuánto ha que perdió vuestro marido su dinero?

– Varios meses, senhor. -Esta vez, no hubo ironía en el «senhor». La mujer echaba de ver que acaso la conversación tuviera su importancia.

– ¿Y aún tenéis deudas?

– Sí, senhor.

– ¿Cuánto debéis?

– Trescientos florines, senhor. No es ni mucho menos tanto como teníamos, pero ahora es bastante.

– Espero que cuando menos aceptaréis mi caridad. -Miguel sacó su pañuelo, cargado de monedas-. Aquí tenéis cinco florines.

Ella sonrió cuando Miguel le puso el pañuelo en las manos. Sin apartar los ojos de su benefactor, la mujer metió el pequeño paquete en su bolsa.

– No sabéis cuánto os lo agradezco.

– Decidme -preguntó Miguel animado-, ¿dónde puedo encontrar a ese marido vuestro?

– ¿Encontrarlo? -La mujer entrecerró los ojos y frunció el ceño.

– Decís que uno de nuestra raza lo agravió. Tal vez yo pueda hacerle un bien en su nombre. Encontrarle algún oficio o presentarlo a alguien que pueda.

– Sois muy amable, pero no creo que desee hablar con vos e ignoro en qué podríais ayudarle. Está más allá de actos de caridad tan simples.

– ¿Más allá? ¿Qué decís?

Clara se volvió.

– Ha sido prendido, senhor, por negarse a trabajar y por yacer borracho en mitad de la calle. Ahora está en el Rasphuis.

Miguel notó un ligero regocijo, el placer de la venganza, cuando pensó en el Rasphuis, un lugar que hacía gala de una cruel disciplina y de donde pocos volvían, y aun así ninguno de ellos sin quebrantar. Pero no había ido allí por venganza, y en aquellas circunstancias el sufrimiento de Joachim no le hacía ningún servicio.

– Debo encontrarlo -dijo Miguel más fuerte de lo que debiere, frotándose ya las manos de la emoción-. Lo veré enseguida.

– Verlo enseguida -repitió Clara-. ¿Qué puede importaros si nunca lo habéis visto?

– No importa, no importa -repuso él. Miguel quiso marchar, pero Clara lo aferró por la muñeca. Sintió sus uñas afiladas desgarrarle la piel.

– No me habéis dicho la verdad, senhor. Y creo que os conozco. Vos sois el hombre que arruinó a mi esposo.

Miguel negó con la cabeza.

– No, no lo arruiné, sino que compartí su ruina. Sus asuntos y los míos sufrieron por igual.

Ella echó una ojeada a sus ropas, algo sucias tal vez, pero llevadas con distinción.

– ¿Y qué queréis ahora de él? -A Miguel, el tono de su voz no se le antojó protector, ni preocupado… sino más bien de curiosidad, mucha curiosidad. Ella se acercó más, dejando que Miguel percibiera su aroma sudoroso y femenino.

– Tengo unos asuntos de la mayor gravedad… y no pueden esperar a mañana.

– Creo que descubriréis que en el Rasphuis tienen horarios menos liberales que en nuestras tabernas de música -le dijo con una pequeña risa.

– Y yo creo -repuso Miguel con una arrogancia que ni él podía creerse- que descubriréis que cualquier edificio está abierto las horas que sea si uno tiene la llave adecuada.

Clara volvió ligeramente la cabeza y dilató los ojos lo suficiente como para que Miguel supiera que le agradaba tanta decisión. Le gustaban los hombres fuertes; Miguel lo supo enseguida. Joachim, si acaso alguna vez lo fuera, había perdido hacía ya mucho su fuerza, permitiendo que sus pérdidas desbarataran su hombría. Una pena para una mujer tan refinada como aquella.

– Debo irme -dijo Miguel, soltando suavemente su mano-. Espero que volvamos a vernos -dijo, aunque solo fuera por el placer de flirtear.

– ¿Quién puede saber lo que nos depara el futuro? -Clara bajó la vista. Miguel se alejó con el paso decidido del hombre que podía haber tomado a una mujer, pero determina de no hacerlo. Mas, si Joachim insistía en incurrir en su ira, si proseguía con su absurdo programa de agravios y venganza, no tendría más remedio que volver a por Clara. Si plantaba un cuco en el desdichado nido de Joachim, ya se vería entonces quién tenía la venganza y quién era el necio.


El Rasphuis, situado en el angosto Heiligeweg, un callejón al norte del Singel en el centro antiguo de la ciudad, se alzaba como monumento a la reverencia que los holandeses sentían por el trabajo. Desde el exterior, desde la vieja calle adoquinada, no se diferenciaba de otras grandes casas con su pesada puerta de madera y un dintel sobre el cual aparecía representada una efigie de la justicia presidiendo sobre dos prisioneros. Por un momento, Miguel examinó la imagen bajo la luz menguante. Pronto oscurecería, y no tenía deseo de andar vagando por las calles sin una luz, ni de estar solo en una zona plagada de fantasmas como el Heiligeweg.

Miguel hubo de golpear tres o cuatro veces la puerta antes de que un individuo con aire hosco y el rostro grasiento abriera la hoja superior. El guarda, con el rostro endurecido por la luz de una vela que había dejado en un banco junto a él, permaneció mirando con su estudiado ceño a Miguel. Era hombre de corta estatura, pero corpulento y con un cuello ancho. La mayor parte de su nariz había sido rebanada en lo que parecía un pasado no muy lejano, y la piel inflamada relucía bajo la tenue luz del crepúsculo.

– ¿Qué queréis? -preguntó, con tal hastío que aun mover la boca le costaba.

– Debo tener unas palabras con uno de los prisioneros que se encuentran entre estos muros.

El hombre profirió un sonido ronco y gorgoteante. La luz de la vela daba mayor lumbre a la punta de su nariz.

– No son prisioneros. Son penitentes. Y hay unas horas para visitar a los penitentes y horas que no. Estas son las que no.

Miguel no tenía tiempo para tonterías. ¿Qué haría Pieter el Encantador?, se preguntó.

– Esas horas debieran ser más flexibles -sugirió, mostrando una moneda entre índice y pulgar.

– Supongo que tenéis razón. -El guarda tomó la moneda y abrió para dejar pasar a Miguel.

La entrada principal no hacía sospechar los horrores que se escondían abajo. El suelo era de pesadas losas ajedrezadas, y una serie de arcos situados a ambos lados separaban la entrada de un bonito patio descubierto. Aquello más parecía el jardín de la casa de algún gran hombre que la entrada a un asilo de pobres conocido por sus tormentos.

En verdad, Miguel poco sabía sobre las cosas que allí sucedían, pero lo poco que había oído era suficiente: vagabundos y mendigos, el perezoso y el criminal, todos juntos y obligados a hacer las más crueles tareas. A los más incorregibles se les imponía la tarea de raspar palo de Brasil, serrando hasta extraer el tinte rojizo. Y aquellos que no querían hacerlo, que se negaban a trabajar, descubrían que les aguardaba un destino aún más funesto.

Se decía que el Rasphuis tenía una cámara subterránea llamada Celda de Ahogo, adonde arrojaban a aquellos que no querían trabajar. El agua inundaba la cámara, donde había bombas, de suerte que sus inquilinos podían salvar la vida con su esfuerzo. Y los que no achicaban agua perecían. Los que aprendían el valor del duro trabajo se salvaban.

El holandés guió a Miguel, que aguzó los oídos pendiente del sonido del agua, por un tramo de escalones fríos de piedra y lo hizo pasar a una cámara, en modo alguno agradable, aunque tampoco parecía el calabozo de los horrores. Cuando salieron del patio, las losas del suelo se habían convertido en tierra, y el único mobiliario de la cámara consistía en unas sillas de madera y una vieja mesa a la que le faltaba una de sus cuatro patas.

– ¿Quién es el hombre a quien buscáis?

– Su nombre es Joachim Waagenaar.

– Waagenaar. -El holandés rió-. Vuestro amigo se ha hecho una reputación en muy poco tiempo. Lo tienen raspando incluso cuando la mayoría ya han acabado por la noche, y si no cumple con lo que le exigen, pronto irá a la cámara de los ahogados.

– Estoy seguro de que es muy duro, pero he de hablar con él. -Miguel puso otra moneda en la palma del holandés. Mejor tener las ruedas engrasadas.

El sujeto dejó la vela sobre la tosca mesa de madera.

– ¿Hablar con él? -preguntó-. Eso no es posible. Hay horas de visita y horas que no son de visita. Perdonadme, quería decíroslo antes. Debo haberlo olvidado.

Miguel suspiró. El dinero, pensó entre sí, no era nada. En unos pocos meses se reiría de aquellos pequeños gastos.

Metió la mano en el bolsillo y sacó la última moneda de las que allí pusiere: cinco florines. El holandés desnarigado la guardó en su bolsillo y salió de la estancia, la cual cerró desde fuera. Miguel sintió pánico y, cuando al cabo de un cuarto vio que nadie venía, pensó si acaso no habría caído en alguna terrible trampa. Pero entonces oyó el cerrojo, y el holandés entró, empujando a Joachim delante.

Cada vez que Miguel veía a Joachim el hombre estaba más desmejorado. Desde su último encuentro, había perdido peso y se le veía terriblemente demacrado. Sus manos y brazos, y la mayor parte del rostro estaban manchados de rojo por el brasil, y más parecía un asesino que un penitente en un asilo.

– Supongo que no os importará que escuche vuestra conversación -dijo el holandés-. He de certificar que no sucede nada impropio.

A Miguel le importaba, pero enseguida pudo ver que no lograría echar al sujeto, así que asintió.

– ¿A qué debo el placer de esta visita, senhor? -La voz de Joachim sonaba uniforme, desprovista de sarcasmo. Quería jugar a la formalidad.

– He de saber lo que habéis dicho al ma'amad. ¿Habéis enviado una nota? ¿Es así como os habéis comunicado con ellos desde el interior de estos muros? Debo saberlo.

Los labios de Joachim se curvaron levemente.

– ¿Y hasta qué punto deseáis saberlo?

– He de tener una respuesta. Decidme exactamente lo que revelasteis, cada palabra. No tengo tiempo para juegos.

– Nada de juegos. Pero no tendréis respuesta mientras yo esté aquí. Me han arrojado a este lugar, y desconozco el tiempo que haya de estar preso y aun mi crimen, salvo que no deseaba trabajar como su esclavo. Así pues os digo, si podéis sacarme de esta prisión, os diré cuanto sé.

– ¿Sacaros? -Miguel casi gritaba-. No soy magistrado para sacaros. ¿Cómo sugerís que haga tal cosa?

El holandés desnarigado carraspeó contra el puño cerrado.

– Estas cosas pueden arreglarse. No en todos los casos, claro, pero sí cuando aquellos a quienes se ha traído no han cometido más crimen que el de la vagancia.

Miguel suspiró.

– Bien -dijo-. Hablad sin ambages.

– Oh, creo que veinte florines bastarán.

Miguel no podía creer que hubiera de pagar veinte florines a un guarda para liberar del Rasphuis a un enemigo por quien, no hacía mucho, hubiera pagado una cantidad mucho mayor para que lo metieran preso. Pero Joachim sabía por qué lo había convocado el ma'amad, y esa información bien valía veinte florines.

Miguel echó una ojeada a su bolsa, incómodo porque el guarda viera que había repartido sus dineros en diferentes lugares. Tenía apenas un poco más de lo que había pedido.

El guarda contó las monedas.

– ¿Qué es esto? ¿Veinte florines? He dicho cuarenta. ¿Acaso me tomáis por necio?

– Sin duda uno de los dos es un necio -replicó Miguel.

El guarda se encogió de hombros.

– Entonces me llevaré a este hombre y no se hable más.

Miguel abrió su bolsa una vez más.

– Solo me restan tres florines y medio. Debéis tomar esto o nada. -Y se los entregó al guarda, confiado en que con ello quedaran de acuerdo.

– ¿Estáis seguro de que no os quedan más bolsas o faltriqueras o montoncicos?

– Es cuanto tengo, os lo prometo.

Sus palabras debieron de parecerle ciertas, pues el holandés asintió.

– Id, pues -dijo-. No os haré perder más tiempo.

Dieron unos cuantos pasos en silencio.

– No sabéis cuán agradecido estoy -dijo entonces Joachim- por vuestra amabilidad.

– Con gusto hubiera dejado que os pudrierais allí -musitó Miguel cuando cruzaban el patio-, pero he de saber lo que dijisteis al ma'amad.

Salieron al Heiligeweg, y el guarda cerró la puerta tras ellos. Las sucesivas cerraduras y aldabas resonaron por la calle.

– Antes he de preguntaros una cosa -dijo Joachim.

– Por favor, no tengo mucha paciencia. Espero que tendrá relación con el asunto que me ocupa.

– Oh, la tiene. No podría ser más relevante. Mi pregunta es -se aclaró la garganta-: ¿Qué diablos es el ma'amad?

Miguel notó un dolor en el cráneo que iba en aumento, y su rostro se tiñó de rojo.

– No juguéis conmigo. Es el Consejo de los judíos portugueses.

– ¿Y por qué había de hablar yo con tan augusto elemento?

– ¿Acaso no dijisteis que me diríais cuanto supierais?

– Lo prometí y he mantenido mi promesa. Nada sé de vuestro Consejo Rector. Pero sé que teméis que hable con ellos.

– Maldito seáis, vil demonio -escupió Miguel. Notó que apretaba el puño con fuerza y el brazo se le ponía rígido.

– Aunque no deja de ser vergonzoso que sea menester engañaros para que salvéis a un viejo socio del horrible destino del Rasphuis. Pero veréis que no me falta la gratitud. Os daré las gracias y seguiré mi camino. -Y, dicho esto, Joachim hizo una profunda reverencia y echó a correr en la noche.

Miguel tardó un momento en ordenar sus pensamientos. Ni tan siquiera se podía permitir pensar en cómo se había humillado ante aquel demente enemigo suyo. Lo importante es que el ma'amad lo había llamado a su presencia y él aún ignoraba el motivo. Si Joachim no había hablado, sin duda sería cosa de Parido. Los espías que enviara a Rotterdam no vieron nada que pudieran utilizar. ¿Era por el asunto de Joachim con Hannah y Annetje? Quizá, pero difícilmente podrían excomulgarlo si daba una buena razón. Y estaba seguro de que podría encontrar una antes de la mañana.

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