29

Miguel sabía que las finanzas de su hermano no iban bien, pero ignoraba hasta qué punto. Todas sus burlas, todas sus insinuaciones sobre las maldades que hiciera Miguel cuando él hacía otras tantas… eso podía perdonarlo; podía perdonar su altanería y las miradas de censura. Pero lo que no le perdonaba era que le hubiera aceptado el dinero -robado el dinero- sabiendo que él habría menester de él.

Pero, aun lleno de resentimiento, Miguel no osaba hablar de ello. No se atrevía a quejarse porque, hasta que no resolviera aquel asunto del café de una forma u otra, no podía arriesgarse a salir de la casa de su hermano, pues un movimiento tal hubiera llamado demasiado la atención.


Unos días más tarde, Annetje bajó de nuevo al sótano de Miguel con un anuncio que hubiera sido mucho más sorprendente de no ser porque había de él precedentes. Joachim Waagenaar estaba en la puerta y deseaba entrevistarse con él.

Joachim bajó la angosta escalera ayudándose con una mano y aferrándose con la otra el sombrero. Cuando llegó abajo perdió pie y dio en tambalearse como un borracho.

– Bien, senhor, veo que el círculo se ha cerrado. Como se suele decir, el pájaro siempre vuelve al nido.

Joachim no estaba tan borracho como primero pareciera. Una idea se le pasó a Miguel por las mientes: Joachim había bebido solo lo justo para reunir el valor. Pero valor ¿para qué? Una vez más, Miguel buscó alguna cosa con la que poder protegerse.

– ¿Es este vuestro nido? -preguntó Miguel-. Se me hace a mí que no.

– No estoy de acuerdo. -Joachim se sentó sin esperar a que le invitaran-. Siento que esta es la mismísima habitación en la cual nací… en la cual nació la persona en quien me he convertido. Y en qué me he convertido… yo mismo apenas lo sé.

– ¿Es eso lo que venís a decirme?

– No. Solo que he estado pensando, y en cierto modo creo que acaso vos seáis el mejor amigo que tengo en estos momentos. Curioso, ¿verdad? En otro tiempo fuimos… bueno, si no amigos, sí estábamos al menos en buenos términos. Luego fuimos enemigos. Y acaso haya yo la más culpa de ello, aun cuando mi cólera estaba bien fundada; estoy seguro de que lo sabéis. Y ahora por fin somos amigos de nuevo. Verdaderos amigos. De los que se preocupan el uno por el otro.

– ¿Y cómo habéis llegado a tan inusual conclusión?

– Muy simple, senhor. Tengo una información que vos queréis. Tengo información de la que podéis obtener gran cantidad de dinero. De hecho tengo información que os salvará de la ruina. Si acaso temo algo es que seáis demasiado necio para creerla. Pero lo cierto es que la tengo y deseo compartirla con vos.

– ¿Y a cambio de tal información queréis los quinientos florines de los que tanto os he oído hablar?

El holandés rió.

– Lo que quiero es una parte de vuestros beneficios. Espero que sepáis ver la chanza. Deseo que mi éxito, mi fortuna, vuelvan a estar ligados al vuestro.

– Ya veo. -Miguel respiró hondo. Ya casi no reconocía ni su propia vida. Allí estaba, sentado en su sótano, negociando con Joachim Waagenaar. Si hubieren de atraparlo haciendo aquello, con toda probabilidad, Salomão Parido defendería ante el ma'amad que se le perdonara el delito. El mundo se había vuelto loco.

Joachim negó con la cabeza.

– No, no veis, Lienzo, pero lo haréis. Esto es lo que propongo: acepto daros una información de la que sacaréis sorprendentes beneficios. Si estoy en lo cierto, me daréis el diez por ciento de lo que saquéis por la información… la tasa habitual de un corredor, podríamos decir. Si me equivoco, no me deberéis nada, y jamás volveréis a saber de mí.

– ¿No os olvidáis de un importante detalle?

– ¿Qué detalle es ese?

Miguel tragó.

– Que sois un demente y no se puede confiar en nada de cuanto digáis.

Joachim asintió, como si Miguel hubiera pronunciado un sabio punto de la Ley.

– Os pido que confiéis en mi palabra. Nunca he sido un demente, tan solo un hombre en la ruina. ¿Podéis decirme qué sería de vos, senhor, si lo perdierais todo, si no tuvierais dinero, ni casa, ni alimentos? ¿Podéis asegurar que vos no caeríais en la locura de la desesperación?

Miguel no dijo nada.

– Jamás he deseado venganza -continuó Joachim-, solo quería lo que es mío, y no procuro permanecer al margen viendo como un hombre destruye a otro porque sí. Como bien sabéis, ya he aprendido qué cosa es la ruina. Y no deseo acarrearla sobre otra persona.

Ahora Joachim había conseguido atraer la atención de Miguel.

– Os escucho.

– Habréis de hacer más que escuchar. Habréis de estar de acuerdo.

– Suponed que escucho lo que queréis decirme y no os creo.

– Pues muy bien, pero si decidís que sí me creéis y actuáis guiándoos por esa información, habréis de darme el diez por ciento de lo que ganéis.

– ¿O…?

– Nada de «os» -dijo Joachim-. No puede haber más amenazas entre nosotros. No os haré firmar ningún contrato; sé bien que escribir algo sobre papel os expondría a la ruina. Dejaré a vuestro buen juicio el decidir cómo conviene obrar a un caballero.

Miguel dio un trago a su vino. Joachim ya no hablaba como demente. ¿Acaso sería suficiente el dinero de Parido para eliminar los vapores perniciosos de su cabeza o solo la claridad y determinación del propio Joachim podían hacer eso?

– Os escucharé.

Joachim respiró hondo.

– ¿Tenéis más de ese vino para mí? ¿O cerveza?

– No soy vuestro anfitrión, Joachim. Hablad ya o marcharos.

– No es menester ser descortés, senhor. Sin duda cuando escuchéis lo que vengo a deciros me serviréis cuantas bebidas quiera. -Hizo una pausa-. De acuerdo. Veréis, la última vez que vine a vos, no fui del todo sincero. Resulta que me había puesto de acuerdo con aquel hombre que me envió.

– Salomão Parido -dijo Miguel-. Acaso hubierais podido traerlo con vos, pues en ningún momento me engañasteis.

– Supuse que así era, pero nada le dije a él. Yo ya meditaba entonces en lo que pudiere pasar con nuestra triste amistad e imagino que dijisteis cuanto dijisteis porque deseabais que él lo creyera. Había empezado a odiarle a él más de lo que os odiaba a vos, de modo que tuve mi lengua.

– A ver, a ver, vayamos por partes. ¿Cómo fue que disteis en acabar al servicio de Parido?

– Es hombre astuto. Vino a mí y dijo que había llegado a su conocimiento que os había estado siguiendo por toda la ciudad, y que sabía por qué. Dijo que acaso pudiéramos hacer ciertos tratos juntos. Fue muy amable. Hasta me dio diez florines y dijo que vendría a verme al cabo de una semana. Pasó la semana y quiso que viniera yo a hablar con vos. Yo que le digo que tal cosa es imposible, que entrambos las cosas han tomado un giro muy malo. Reconozco que lo único que deseaba era saber lo que hubiera por ofrecerme. Pero no ofreció nada. Él me dice que si tal es mi pensamiento, que no he menester salvo pagar el préstamo y los intereses, y entrambos todo quedará saldado. Yo no podía saldar el préstamo, y él me amenazó con el Rasphuis. Él conoce a gente en el Consejo Ciudadano, me dijo, que me encerrará sin causa ni remordimiento, y acaso demuestren cierto interés por saber cómo fue que salí tan pronto después de mi detención anterior. Yo no deseaba volver a aquel calabozo, os lo aseguro.

– Proseguid.

– Así que hago lo que me dice un tiempo, pero no dejo de considerar aquello que pueda hacer por mí mismo, lo cual, según se es visto, tiene mucho que ver con lo que puedo hacer por vos. Por cierto, me gustó lo que tratabais de hacer, aunque él no lo creyó. Cuando le dije lo que habíais dicho, me dijo que de todos los conversos que conocía, vos erais el más gran mentiroso.

Miguel no dijo nada.

Joachim se frotó la nariz con la manga.

– De todas formas he conseguido encajar algunas piezas. ¿Conocéis a un tal Nunes, que comercia con mercancías de las Indias Orientales?

Miguel asintió, esta vez convencido realmente de que acaso Joachim pudiera tener algo importante que contarle.

– Pues el tal Nunes trabaja para Parido. Hay cierto asunto relacionado con un cargamento de café, el cual, por cierto, probé en una ocasión, y que se tiene por cosa repugnante por su sabor a orines.

¿Nunes trabajando para Parido? ¿Cómo era posible? ¿Por qué habría de traicionarle su amigo?

– ¿Y qué hay del cargamento? -Miguel habló tan quedo que casi ni él mismo se oyó.

– Nunes os mintió… os dijo que el barco va con retraso, que no lo consiguieron o alguna simplería semejante, pero todo es falso. Cambiaron el barco, así que el cargamento viaja en un navío llamado Lirio del Mar, el cual puedo deciros que atracará la semana que viene en el puerto. No sé mucho más, salvo que Parido no desea que sepáis esto y que trama hacer algo con los precios.

Miguel se puso a andar arriba y abajo, sin apenas fijarse en que Joachim lo observaba. ¡Parido y Nunes juntos! Jamás hubiera tenido a Nunes por tan gran traidor, pero ello explicaba muchas cosas. Si Nunes era hombre de Parido, le habría informado de la venta de Miguel, y el parnass habría empezado a conspirar por bien de hallar la forma de arruinarlo a la par que ganaba un buen dinero. Pero Parido solo tenía noticia del café en sí, y desconocía que Miguel hubiera apostado por la caída de los precios. Acaso tampoco supiera del plan para crear un monopolio. El conjunto de la trama se le escapaba, pero una cosa estaba clara: si Geertruid trabajaba también para Parido, no le había dicho todo lo que sabía.

– Mencionasteis con anterioridad a Geertruid Damhuis. ¿Trabaja ella para Parido? -preguntó Miguel, con la esperanza de aclarar por fin la pregunta.

– Haríais bien en manteneros alejado de esa mujer.

– ¿Qué sabéis de ella?

– Solo que es una ladrona y una fullera, ella y ese compañero suyo.

– Eso ya lo sabía. ¿Qué tiene que ver Parido con ella?

Joachim entrecerró los ojos.

– Nada que yo sepa. Dos chacales de semejante calaña jamás se harían compañía. Pero he oído que Parido sabe que tenéis cierto asunto con ella.

Miguel volvió a su silla. Si Geertruid no trabajaba para Parido, ¿cuál era su plan y por qué engañarle haciéndole creer que eran amigos? Acaso Joachim no conociera todos los secretos de Parido. Acaso la hubiera contratado y después hubiera echado de ver que le estaba engañando lo mismo que engañaba a Miguel. No acababa de entenderlo, pero lo que sí parecía es que, en el mejor de los casos, Parido solo tenía una idea muy vaga de cuáles eran sus planes con Geertruid.

– ¿Y mi hermano? -preguntó Miguel al fin, barboteando las palabras aun antes de darse cuenta.

– ¿Vuestro hermano?

– Sí. ¿Qué sabéis de su relación con Parido? ¿Le habéis oído pronunciar el nombre de Daniel Lienzo?

Joachim negó con la cabeza.

– Es bien triste que un hombre no pueda confiar ni en su propio hermano. Supongo que siempre ha sido así, aun entre vuestra gente. Pensad si no en Caín y Abel.

– Caín y Abel no eran judíos -dijo Miguel con gesto gruñón-, solo eran los hijos de Adán y Eva, y por tanto, son tan antepasados vuestros como lo puedan ser míos.

– Procuraré no volver a mencionar vuestras Escrituras. Pero, por lo que se refiere a vuestro hermano, nada os puedo decir. Sé que pasa mucho tiempo con Parido, pero eso ya lo sabéis. Queréis saber si actúa en contra de vuestros intereses, y eso es algo que ignoro.

– ¿Y la cabeza de cerdo? ¿Fue cosa de Parido o fuisteis vos?

Los labios de Joachim apenas se separaron.

– De los dos.

Miguel calló un instante para saborear la sensación. Daniel lo había tenido a él por villano por acarrear tales horrores sobre su casa y, en cambio, el villano había sido en todo momento el parnass.

– ¿Cómo ha sido Parido tan necio para hablar de todas estas cosas ante vos? Hubiera hecho el mismo servicio enviándoos directamente a mí con la información.

– Pudiera ser, sí -dijo Joachim-. Si yo fuera vos, acaso me hiciera la misma pregunta. Pero no acierto a ver qué hubiera podido sacar él dándoos esa información. Cuando el Lirio del Mar llegue a puerto, será fácil pagar a un marino para que abra una barrica y os diga lo que hay dentro.

– No habéis contestado a mi pregunta. ¿Por qué revelaros todas estas cosas?

– No lo hizo -contestó Joachim-, al menos no era esa su intención. Después de todo, ¿quién habría de pensar que un holandés medio loco conoce la lengua de los judíos portugueses?

A Miguel le dio risa.

– En una ciudad como Amsterdam -dijo, repitiendo lo que el mismo Joachim le dijera en una ocasión-, nunca se debe dar por sentado que el otro no entiende la lengua que hablas.

– Es un buen consejo -concedió Joachim.

– He de pensar cuidadosamente en cuanto me habéis dicho. -Acaso todo fuera una mentira, se dijo entre sí. Otra de las trampas de Parido. Pero ¿qué trampa? ¿Qué suerte de trampa haría menester revelar ante Miguel toda aquella trama de engaños? Podía llevar a Nunes ante los tribunales si quería; nadie culparía a Miguel por no confiar aquel asunto al ma'amad. ¿Hubiera puesto Parido a sabiendas una información tan importante en manos de Joachim?

Miguel miró a Joachim, el cual volvía a ser el que fuera: un hombre inquieto y nervioso, pero no un demente. Acaso sea cierto, se dijo entre sí. Un hombre cuerdo pudiera fingir locura, pero un demente jamás podría hacer creer al mundo que está cuerdo. El dinero había devuelto a Joachim el sentido común.

– Pensad, pues -dijo Joachim-. Pero os pediría que me dierais vuestra palabra. Si decidís actuar basándoos en lo que he dicho y tales acciones mudan en beneficios, ¿me daréis el diez por ciento de lo que ganéis?

– Si descubro que me habéis dicho la verdad y actuado con honor, lo haré gustoso.

– Entonces me tendré por satisfecho. -Se puso en pie. Por un momento, se quedó mirando a Miguel.

Miguel abrió su bolsa y le entregó unos pocos florines.

– No lo gastéis todo en las tabernas.

– Lo que haga con él solo es de mi incumbencia -dijo Joachim desafiante. A mitad de las escaleras se detuvo-. Y podéis descontarlo del diez por ciento si os place.

Tras dar por zanjado el asunto, Joachim deseó a Miguel una buena tarde, pero Miguel lo siguió hasta arriba sin otra razón que su desconfianza a dejar que anduviera solo por la casa. En lo alto de la escalera, Miguel oyó el susurro de unas faldas y vio entonces que era Hannah, que se alejaba con grandes prisas. El pánico que le atenazó el pecho se disipó casi al punto. Hannah no sabía una palabra de holandés; podía escuchar cuanto quisiera, pero difícilmente extraería de ello algún sentido.

Sin embargo, cuando Joachim salió de la casa, la encontró esperándolo en el vestíbulo.

– Ese hombre -dijo en voz baja-. Era el que nos atacó en la calle.

– No os atacó -dijo Miguel con hastío, mirando entre medias su vientre hinchado-, pero sí, es el mismo hombre.

– ¿Qué asuntos podéis tener con semejante demonio?

– Tristemente -le dijo-, un asunto demoníaco.

– No os comprendo. -Hablaba con suavidad, pero se manejaba con una confianza nueva-. ¿Acaso creéis que porque conocéis mi secreto podéis cuestionar mi buen juicio?

Miguel dio un paso adelante, lo justo para sugerir cierta intimidad.

– Oh, no, senhora. Jamás os trataría de tal forma. Tal vez os parezca extraño, pero el mundo… -Dejó escapar un suspiro-, el mundo es un lugar más complicado de lo que parece.

– No me habléis así -dijo ella alzando un poco la voz-. No soy una niña a quien podáis engañar con vuestros cuentos. Sé perfectamente cómo es el mundo.

Cómo había mudado aquella mujer… Su café la había hecho holandesa.

– No es mi intención despreciaros. El mundo es mucho más complicado de lo que yo imaginaba hasta unos sucesos recientes. Mis enemigos se han tornado en aliados, y temo no poder confiar en mis aliados. Curiosamente, este hombre extraño y amargo se ha colocado en posición de poder ayudarme y así lo ha decidido. Y yo he de permitir que lo haga.

– Debéis prometerme que jamás permitiréis que vuelva a entrar en esta casa.

– Lo prometo, senhora. No fui yo quien le pidió que viniera o quien planeó que las cosas fueran por tal camino. Y haré cuanto esté en mi mano por protegeros -dijo, con un ímpetu que no pretendía- aun a costa de mi propia vida. -Las hipérboles del hidalgo le venían con facilidad a la boca, pero enseguida echó de ver que se había excedido pues esas eran las palabras que un hombre dice a su amada, no a la esposa de su hermano.

Miguel no podía desdecirse. Hacía un instante se había comprometido a convertirse en su amado, y eso es lo que haría.

– Senhora, tengo un presente para vos.

– ¿Un presente? -El repentino cambio en el tono de su voz rompió el hechizo.

– Sí. Volveré con él en un instante. -Miguel corrió al sótano y cogió el libro que había comprado para ella: la lista de Mandamientos en portugués. Poco provecho le haría sin una enseñanza, pero esperaba que supiera apreciarlo de todos modos.

Corrió de vuelta a la sala de recibir, en la cual ella esperaba con expresión preocupada, como si Miguel pudiera ofrecerle un gran collar de diamantes que acaso ni podría rechazar, pero tampoco usar. El presente que él le ofreció era casi tan precioso y peligroso como pudiera serlo el otro.

– ¿Un libro? -Hannah tomó el librillo en octavo, pasando sus dedos por la tosca cubierta de cuero. A Miguel se le ocurrió que acaso ni siquiera supiera cortar las páginas.

– ¿Os mofáis de mí, senhor? Sabéis que no sé leer.

Miguel sonrió.

– Acaso yo pueda ayudaros. Estoy seguro de que seréis una buena estudiante.

Entonces lo vio en sus ojos. Solo tenía que pedirlo. Podía llevarla consigo al sótano y allí, en la estrecha cama, tomar a la esposa de su hermano. No, era una afrenta pensar en ella como la esposa de su hermano. Ella era mujer por sí misma, y así habría de verla. ¿Qué le retenía, la pertenencia? ¿No merecía acaso Daniel ser traicionado después de haber cogido el dinero de Miguel de aquella forma?

Estaba a punto de tender la mano, de tomar la mano de ella y llevarla al sótano. Pero sucedió algo.

– ¿Qué es esto? -La voz de Annetje los sobresaltó. Estaba en el umbral, con los brazos cruzados y una sonrisa perversa en los labios. Miró a Miguel, luego a Hannah y alzó los ojos al techo-. Se me hace que la senhora os está molestando. -Annetje se adelantó y puso una mano en el hombro de Hannah-. Y vos, ¿qué tenéis ahí? -Le cogió el libro de las manos-. Ya sabéis que sois demasiado necia para los libros, querida senhora. Sin duda os molesta, senhor Lienzo. Me aseguraré de que no vuelva a suceder.

– Devuelve eso a tu senhora -dijo él-. Te estás excediendo, moza.

Annetje se encogió de hombros y devolvió el libro a Hannah, la cual lo metió en el bolsillo de su delantal.

– Senhor, estoy segura de que no pretendíais levantarme la voz. Después de todo… -Sonrió con malicia- vos no sois el señor de la casa, y acaso a vuestro hermano no le guste escuchar algunas cosillas. Debéis pensar en ello mientras me llevo a la senhora donde no os pueda molestar. -Y tiró con brusquedad del brazo de Hannah.

– Suéltame -dijo Hannah en portugués, casi gritando. Se soltó y se volvió a la moza-. ¡No me toques!

– Por favor, senhora. Dejad que os lleve a vuestras habitaciones antes de que os avergoncéis.

– ¿Quién eres tú para hablar de vergüenza?

Miguel no acertaba a comprender aquella escena. ¿Por qué pensaba la criada que podía dirigirse a Hannah en aquel tono? Ni tan siquiera sabía que la moza hablara, pues para él no era más que una hermosa criatura que solo servía para algún retozo ocasional. Pero se conoce que había intrigas, ardides y planes que jamás hubiera imaginado. Abrió la boca, dispuesto a hablar, pero en estas Daniel apareció en el umbral.

– ¿Qué está pasando aquí?

Daniel miró a las dos mujeres, demasiado próximas entre sí para pensar que no pasaba nada. El rostro de Hannah había enrojecido, y el de Annetje había mudado en una severa máscara de cólera. Se miraron con frialdad entrambas, pero al oír la voz de Daniel, las dos se volvieron y se recogieron como niñas que han sido descubiertas en un peligroso juego.

– ¿Qué está pasando?, digo -repitió Daniel, pero esta vez miraba a Miguel-. ¿Le ha puesto la mano encima a mi esposa?

Miguel trató de pensar en cuáles mentiras pudieran hacer mejor servicio a Hannah, pero nada le vino a las mientes. Si acusaba a la criada, acaso ella traicionaría a su señora, pero si no decía nada, ¿cómo podría explicar Hannah aquel atropello?

– Los criados no se conducen de esta forma -dijo.

– Sé que estas holandesas no tienen sentido del decoro -gritó Daniel-, pero esto es demasiado. He dejado a mi esposa en compañía de esta impúdica ramera demasiado tiempo y no habré de prestar oídos a sus súplicas nunca más. La moza debe irse.

Miguel trató de encontrar alguna palabra para aplacar los ánimos de todos, pero Annetje habló primero. Dio un paso hacia Daniel y le dijo con desdén en sus mismas barbas.

– ¿Creéis que no entiendo vuestra palabrería portuguesa? -le preguntó en holandés-. Le pondré las manos encima a vuestra esposa cuando me plazca. Vuestra esposa… -rió-. Ni siquiera conocéis a vuestra esposa, que acepta regalos de amor de vuestro hermano y luego los oculta en el delantal. Y su lascivia no es el menor de sus pecados. Vuestra esposa, poderoso senhor, es católica, tan católica como el Papa y acude cuantas veces puede a la iglesia. Se confiesa… bebe la sangre de Cristo y come su cuerpo. Hace cosas que horrorizarían a esa demoníaca alma judía que tenéis. Y no pienso quedarme en esta casa ni un día más. Hay otros trabajos, y con gentes cristianas, así que me voy.

Annetje se dio la vuelta sacudiendo las faldas como había visto hacer a las mujeres en un escenario, con el mentón bien alto. Al llegar a la puerta se detuvo un momento.

– Mandaré un mozo a por mis cosas -dijo, y esperó a ver la respuesta de Daniel.

Todos permanecieron inmóviles, mudos. Hannah se abrazó a su cuerpo, sin atreverse casi a respirar, hasta que los pulmones empezaron a quemarle y hubo de tragar el aire como si hubiera estado bajo el agua. Miguel se mordía el labio. Daniel estaba quieto como un cuadro.

Era una situación trepidante, vertiginosa, como Miguel solo conociera dos veces en su vida: la una en Lisboa, cuando le advirtieron que la Inquisición lo buscaba para interrogarle; y en Amsterdam, cuando supo que sus inversiones en el azúcar lo habían arruinado.

Pensó en todos los pequeños detalles que habían llevado a aquel momento: las miradas furtivas, las conversaciones secretas, el café. Él le había tomado la mano, se había dirigido a ella como si fuera un amante, le había dado un regalo. Si al menos hubiera sabido lo que pasaba entre la moza y Hannah… Pero no podía borrar el pasado. Ahora no podía haber dobleces. Un hombre puede llevar su vida entre engaños, pero hay momentos, siempre ha de haber momentos, en que el engaño queda al descubierto.

Annetje se solazaba en el silencio. Cada momento que pasaba desafiando a Daniel para que hablara la excitaba más, pero él se limitaba a mirarla completamente asombrado.

– ¿No tienes nada que decir, cornudo? -le escupió-. Eres un necio, que te aproveche la mala baba. -Y dicho esto, le dio un empujón y se fue.

Daniel miró a su esposa, ladeando la cabeza levemente. Miró a Miguel, que no se atrevía a mirarle a los ojos. Se quitó el sombrero y se rascó la cabeza pensativo.

– ¿Es que hay alguien capaz de entender las palabras de esa zorra? -preguntó, volviendo a ponerse con esmero el sombrero-. Su holandés es la cosa más complicada que conozca, y suerte tiene de ello, pues la expresión de su rostro era de impudicia. Tengo por seguro que de haber comprendido sus palabras, le hubiera tenido que golpear.

Miguel echó una mirada a Hannah, la cual miraba al suelo, tratando de no llorar, de alivio, sospechaba Miguel.

– Ha dicho que abandona vuestro servicio -aventuró Miguel con cautela, no del todo certificado en que Hannah hubiera escapado-. Está cansada de trabajar para judíos; acaso prefiera una señora holandesa… una viuda.

– Pues que le vaya bien. Espero -dijo Daniel a Hannah- que no te haya trastornado en exceso. Hay otras mozas en el mundo, y mejores. No la echarás en falta.

– No la echaré en falta. Acaso la próxima vez dejes que sea yo quien elija a la sirvienta -sugirió ella.


Aquel mismo día, Miguel recibió un mensaje de Geertruid expresando su preocupación porque hacía ya tiempo que no hablaban y solicitaba una entrevista lo antes posible. Por bien de encontrar una excusa para el retraso, le escribió una nota diciendo que no sería posible reunirse hasta después del sabbath. Sus palabras eran lo bastante confusas para no tener sentido, ni aun para él mismo, y a punto estuvo de romper la nota. Pero lo pensó mejor y decidió que acaso sacara algún provecho de su incoherencia. Sin releer lo que había escrito, envió la nota.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Por supuesto, las tales casas se encuentran por cientos en el Jordaan, edificios de tres o cuatro pisos construidos con grandes prisas, con habitaciones exiguas, estrechas ventanas, poca luz y demasiado humo. Esta en particular, pertenece, como parecen pertenecer todas, a una viuda con cara de estreñida, la cual no ve nada y todo lo juzga. La viuda de expresión estreñida había alquilado recientemente unas habitaciones a una joven moza. Eran dos habitaciones, una más de lo que la moza había pagado nunca, pues ahora le pagaban mejor de cuanto le pagaran en el pasado. Tenía ropas nuevas y algunos pequeños lujos: manzanas, peras, dátiles secos.

Había estado la moza disfrutando de tales lujos, junto con el olor de su perfume de algalia, sus nuevas sábanas y lazos, cuando la viuda de expresión estreñida le informó que había un hombre -un mercader, parece- que deseaba verla. A la viuda no le gustó cuando la moza dijo que lo hiciera subir, pues no le agradaba que las mozuelas recibieran hombres en sus habitaciones, pero difícilmente hubiera podido evitarlo, y puesto que algunos de ellos eran cristianos y otros no, poco podía hacer. De modo que hizo subir al hombre.

Llamaron a la puerta, y la moza abrió, ataviada con un vestido azul nuevo y ceñido. Harto seductor, os doy palabra, y realzaba grandemente su figura. ¿Qué hombre fuera capaz de resistirse a semejante belleza con semejantes ropas? Ella sonrió al visitante.

– Hola, senhora. ¿Me habéis echado en falta?

Dudo que el hombre sonriera y, con toda probabilidad, no la habría echado en falta.

– Necesito hablarte un momento, Annetje.

Entró y cerró la puerta, pero se mantuvo alejado de ella. He aquí un hombre que conoce los peligros de un vestido azul.

– ¿Qué? -preguntó ella-. ¿Ni un beso para vuestra vieja amiga?

– Tengo algo que preguntarte.

– Por supuesto. Preguntad cuanto queráis.

– Quiero saber si, estando al servicio de mi hermano, se te pagó para que vigilaras los movimientos de la casa.

A la moza le dio fuerte risa.

– ¿Queréis saber si os espiaba?

– Sí.

– ¿Por qué habría de decíroslo? -preguntó con descaro, en tanto movía sus faldas por la habitación como una niña sobre un escenario. Tal vez disfrutaba haciendo chanza de su visitante. O deseaba que él viera lo que tenía ella por gran refinamiento: su mobiliario, sus lazos repartidos por la habitación como si tuviera ella las tales cosas por cientos, la abundante fruta… Podía comer una manzana o una pera cuando le pluguiera. Y después otra. No parecía haber fin al suministro del que disponía. Vivía la moza en aquellas dos habitaciones -¡dos!- en la zona más nueva de la ciudad, cuando había hombres que moraban en sótanos húmedos en mitad de islas húmedas en mitad de un repulsivo canal.

– Debieras decírmelo -contestó él con voz más recia-, pues te lo he preguntado. Pero si lo prefieres, puedo pagarte por tus respuestas, pues se conoce que requieren un gran esfuerzo.

– Si me pagáis -repuso ella-, entonces acaso os conteste aquello que crea os haga tener vuestro dinero por bien empleado. Me gusta complacer a quienes dan dinero. -Ciertamente, en eso decía la verdad.

– Entonces dime lo que te pido porque siempre he sido amable contigo en el pasado.

– Oh, sí, tan amable… -y dio en reír de nuevo-. Tan amable como puedan serlo los calzones de cualquier hombre de esta ciudad, pero es normal, supongo. Queréis saber si alguien me pagó para que os espiara. Y os diré que sí. No es traición que lo confiese… al menos no lo tengo yo por traición, puesto que no se me ha pagado como se me prometió. Y puesto que no he de tener mi dinero, al menos podré tener mi venganza.

– ¿Quién te pagó?

– Bueno, fue vuestra amiga la viuda -dijo-, la adorable señora Damhuis. Me prometió diez florines si os tenía vigilados a vos y esa zorra obstinada de senhora. ¿También habéis sido amable con ella?

El visitante no podía dejarse intimidar.

– Y te pagaba por hacer qué.

– Solo había de escuchar cuanto se hablara en la casa. Había de convencer a la senhora de no hablar de sus encuentros con madam. Decía que vos no sospecharíais… mientras yo os mostrara mis favores. En cuyo caso, me dijo, seríais tan necio como un toro que llevan al degüello.

– ¿Cuáles son sus fines? -preguntó él-. ¿Por qué quería que hicieras tales cosas?

Annetje se encogió de hombros de forma harto exagerada, con la cual cosa el cuello de su vestido se abrió deliciosamente.

– No sabría deciros, senhor. Ella nunca me lo dijo. Solo me dio unos pocos florines y me prometió más, que era mentira. En mi opinión, esa mujer da en mentir mucho. Haríais bien en recelar de ella.

Annetje le ofreció a su visitante el cuenco de dátiles.

– ¿Probaríais una de mis exquisiteces?

El mercader declinó el ofrecimiento. Dio las gracias a la moza y se fue.


De esta guisa transcurrió la última conversación entre Miguel Lienzo y la que fuera criada de su hermano. Es bien triste cómo a veces resultan las cosas. Miguel y la moza conocieron una bonita intimidad durante largos meses, pero nunca hubo un verdadero amor. Él solo buscaba la carne, ella el dinero. Triste fundamento para una relación entre hombre y mujer.

Y ¿cómo sabe Alferonda de esto? ¿Cómo puede escribir las palabras que privadamente se pronunciaron en una oscura casa de huéspedes del Jordaan? Alferonda las conoce porque lo oyó todo… pues que estaba en la habitación contigua… tendido en el tosco lecho de la moza.

Poco antes había estado yo disfrutando de las exquisiteces que ella había ofrecido a Miguel. Ella dijo al visitante exactamente lo que yo le dije que dijera, si acaso se presentaba. Madam Damhuis, por supuesto, jamás le había pagado a la moza ni un ochavo, ni le prometiera hacer tal cosa. La viuda no habló sino en una ocasión con ella, la cual fue cuando la viuda paró a la senhora en el Hoogstraat.

Annetje estaba a mi servicio, y fue decisión mía que la senhora de Lienzo no pudiera hablar de la viuda a Miguel. Que al cabo lo hiciera, se demostraría cosa inconsecuente.

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