En la cocina, Hannah a punto estuvo de cortarse el dedo cuando troceaba unos espárragos. No atendía a lo que hacía, y el cuchillo, embotado después de meses de descuido de la criada, se le escurrió de la mano y fue a clavarse despiadadamente en su carne. Pero el mismo embotamiento que lo hacía peligroso le quitaba su fuerza, y el metal húmedo apenas le arañó la piel.
Hannah levantó la vista por ver si Annetje se había dado cuenta. No. La moza estaba ocupada gratinando queso, tarareando entre sí alguna cancioncilla de bebedores… muy apropiado pues había estado dándole al vino otra vez. De haber reparado en el pequeño accidente de Hannah, sin duda hubiera dicho algo. «¡Oh, qué torpe sois!» o «¡Cuánta finura, que no podéis ni manejar un cuchillo!». Y lo habría hecho con una risa, volviendo su linda cabeza, como si con reír y volver la cabeza todo quedara en cosa amable. Y Hannah la hubiera dejado fingir que su comentario era cortés, aunque se muriera de ganas de estamparle el queso en la cara.
Hannah oprimió la lengua contra la herida y empujó el espárrago al cuenco, donde había de mezclarlo con el queso y pan duro, y cocinarlo para hacer un flan como los que hacían en Portugal, aunque en Lisboa utilizaban verduras y quesos distintos. A Annetje le parecía que los flanes eran repugnantes… malsanos, palabra que utilizaba para describir cualquier alimento ajeno al lugar donde ella se crió, en Groninga.
– Algún día… -decía la moza en aquellos momentos- vuestro marido echará de ver que solo preparáis comidas elaboradas cuando su hermano os acompaña.
– Dos personas comen poco -repuso Hannah sin ponerse apenas colorada-. Tres comen mucho más. -Su madre se lo había enseñado, pero en el caso de su esposo era doblemente cierto. Si Daniel hacía según su antojo, no comían más que pan, queso viejo y pescado encurtido, cualquier cosa con tal que fuera barata. Y era él quien insistía en que preparara comidas de mayor sustancia cuando su hermano los acompañaba, sin duda por que no lo tuviera Miguel por avaro, que lo tenía.
Pero a ella también le gustaba alimentarlo bien. Miguel no comía adecuadamente cuando estaba solo, y a Hannah no le gustaba que pasara hambre. Además, a diferencia de Daniel, él siempre parecía disfrutar de la comida, como si fuera un placer y no una mera necesidad para pasar con vida otra jornada. Miguel le daba las gracias, la elogiaba. Se apartaba de su camino para decirle pequeñas cosillas, como que la nuez moscada con la que había preparado el arenque daba lumbre al plato o que la salsa de ciruela que había servido sobre los huevos estaba más deliciosa que nunca.
– Hay que cocer las zanahorias en ciruelas y uvas pasas -dijo Annetje al ver que Hannah se había tomado un momento de descanso.
– Estoy cansada -y suspiró para recalcar sus palabras. Detestaba mostrarse débil ante la moza, pero estaba encinta y eso hubiera de ser excusa bastante. Habría de serlo, pero nada lograría pensando en lo que habría de ser. Habría de ser, por ejemplo, que la esposa de un hidalgo portugués no estuviera en una cocina bochornosa y casi sin ventanas troceando espárragos con su criada. Sin embargo, eso era lo que él le exigía, y ella había de hacerlo. Mantener la casa en orden, mostrarse sin tacha a sus ojos, le producía una agria satisfacción.
Cuando se mudaron a Amsterdam, Daniel le permitió contratar muchos sirvientes, pero en pocas semanas descubrió que era costumbre entre los holandeses que las esposas, aun las de los más altos heren, compartieran las tareas domésticas con sus sirvientas. Una casa sin hijos jamás tenía más de una sirvienta. Y Daniel, ansioso por ahorrar su dinero, despidió a casi todo el mundo y conservó a la moza, por ser católica, para que ayudara a Hannah con sus tareas.
– Estáis cansada -repitió Annetje agriamente. Luego se encogió de hombros.
Hannah conocía de forma muy limitada el holandés, y Annetje sabía aún menos portugués, por lo que sus intercambios solían ser escuetos y limitados. Pero no lo bastante. Hannah -estúpida, estúpida Hannah- había confiado demasiado en la moza aquellos primeros días. Había confiado en su bonita sonrisa, su dulce carácter y sus ojos verde mar. En las horas que pasaban juntas, trajinando como hermanas -fregando suelos, lavando el porche de la entrada, recogiendo el agua del suelo de la cocina-, Hannah había llegado a apreciar a la moza y acabó por confiar en ella. Annetje le enseñó tanto holandés como Hannah pudo aprender y con paciencia ella a su vez trató de aprender portugués. Le enseñó a Hannah cómo fregar los escalones de la entrada de una casa (cosa que nadie hacía nunca en Lisboa), cómo escoger los mejores productos de los mercaderes del Dam y a adivinar cuándo un panadero añadía tiza para blanquear su pan.
Hannah había llegado a verla como su única aliada. Encontró pocas amigas entre las otras mujeres judías del Vlooyenburg y, con tanto trabajo, apenas tenía tiempo para solazarse. Fregar suelos, lavar ropa, cocinar. El desayuno antes del amanecer, la comida cuando Daniel regresaba de la Bolsa -entre las dos y las seis, de modo que siempre tenía que estar a punto- y después, dependiendo de dónde cenara, un pequeño refrigerio. Además, estaban las comidas con invitados del sabbath, y los encuentros del havdalah. [5] A veces, cuando invitaba a amigos o a otros caballeros que trabajaban en la Bolsa, supervisaba el trabajo de Hannah y Annetje en la cocina, haciendo sugerencias absurdas y estorbando.
Hannah nunca había trabajado tanto en su vida. En Lisboa se le había pedido que cosiera y zurciera, y que ayudara en la cocina para las fiestas. Había cuidado a los hijos de parientes mayores, se había ocupado de enfermos y ancianos. Nada que ver con aquello. Al cabo de una semana, Annetje se la encontró acurrucada en un rincón, so Hozando tan fuerte que casi golpeaba su cabeza contra el muro de ladrillo que tenía detrás. La moza le había suplicado que le dijera que tenía, pero ¿por dónde empezar? ¿Cuál era el problema? Amsterdam Los judíos. La oración. La sinagoga. Cocinar. Fregar. Y Daniel Todo estaba mal, pero no podía decir nada de ello, así que dejó que la moza la consolara y le llevara vino caliente y le cantara nanas como si fuera una criatura.
Y entonces empezó a contarle secretos, como que había acudido a escondidas de su esposo a una bruja en las afueras de la ciudad para que le hiciera un conjuro que la ayudara a quedar encinta. Le habló de las manías y caprichos, y de la frialdad de Daniel. Por ejemplo, que nunca, bajo ninguna circunstancia, aceptaba quitarse todas las ropas. O que, después de utilizar el orinal, volvía hora tras hora a olerlo.
Y le contó otras cosas, las cuales deseó haber podido recuperar. Incluso cuando las decía, Hannah sabía que estaba hablando en demasía. Quizá esa fue la razón que la movió a hacerlo. La emoción de hablar de cosas prohibidas, de pedir ayuda para aquello que no ha de hacerse… Había sido demasiado bonito. Y seguramente sería su perdición.
– ¿Iremos mañana? -preguntó Annetje como si intuyera sus pensamientos.
– Sí -dijo Hannah. Aquellas visitas furtivas fueron divertidas al principio. Agradables, bienvenidas, pero también emocionantes, como suele ser todo lo vetado. Pero se había convertido en una terrible obligación que no podía evitar sin ver una pequeña chispa en los ojos de la mozuela, una chispa que decía «Haced lo que os digo o le diré a vuestro esposo cosas que no querríais que supiera». Solo en una ocasión pronunció aquella amenaza en voz alta, furiosa porque Hannah no quería subirle los diez florines de más que le pagaba a escondidas de lo que le pagaba su marido. Y con una vez fue suficiente. Ahora se limitaba a insinuar. «No me gustaría tener que decir cosas que es mejor callar», le decía a su señora; o «A veces temo que mi lengua sea demasiado suelta y si vuestro marido está por allí… bueno, mejor no hablar de eso».
Hannah volvió a mirar el cuchillo embotado. En Lisboa hubiera sentido la tentación -auténtica tentación- de clavarlo en el corazón de la moza y dar cuenta de ella. ¿Quién iba a preguntar nada si una cocinera moría en la casa de un rico mercader? Pero en la mercantil Amsterdam las cosas eran distintas, y una mujer de su casa difícilmente hubiera salido indemne del asesinato de una sirvienta. Y tampoco es que Hannah hubiera sido capaz de matar a otro ser humano, por mucho que lo odiara. Aunque hubiera preferido tener esa opción.
A Daniel los dientes le molestaban. Hannah se dio cuenta en cuanto se sentaron a comer. Tenía las dos manos ocupadas en la boca, buscando sabe Dios qué. También hacía aquello por las noches, hurgarse en la boca durante horas, sin atender a los movimientos de su codo ni a quién golpeaba.
Después de meses viendo esto, Hannah trató de hacer que visitara al cirujano, un asunto delicado, pues Daniel se ofendía grandemente si ella sugería algo. Si tuviera la mano ardiendo y ella sugiriera que la metiera en una palangana de agua, seguro que la miraría enojado y dejaría que se le quemara. Esta vez trató de disfrazar sus palabras.
– La esposa de Jerónimo Javeza me dice que su marido fue a un dentista que trabaja cerca del Damrack a que le sacara un diente malo. Dice que hacía cinco años que no lo veía tan a gusto.
Así que Daniel fue y volvió con el mismo diente malo con el que salió de casa por la mañana.
– ¡El muy ladrón quería quince florines por arrancar cinco dientes! -dijo-. Tres florines por diente. Por quince florines se pueden conseguir dientes nuevos.
En aquel momento, mientras la moza servía el vino y Miguel lo bendecía, Daniel parecía listo para echar mano de un cuchillo con el cual ayudarse en su excavación. Miguel rezaba por todo lo que comían, por cualquier cosa que no se moviera. Acaso también rezara cuando hacía uso de las necesarias. Cuando Daniel comía solo con ella, musitaba las palabras en hebreo, o al menos algunas, si no lo recordaba todo. Y a veces hasta se olvidaba de decir nada. Y cuando comía él solo, siempre lo olvidaba, pues no tenía que impresionar ni instruir a nadie. Sin embargo, Miguel bendecía los alimentos siempre. Hannah había visto hacerlo a otros hombres del Vlooyenburg, y a menudo le parecían furiosos, extraños, atemorizadores. En las palabras de Miguel, en cambio, veía deleite, como si estuviera recordando algo hermoso cada vez que pronunciaba sus oraciones. Era difícil no oír aquellas palabras extrañas cuando salían de su boca… No las decía entre murmullos como hacían algunos, él las articulaba claramente, como un discurso. Hannah percibía la musicalidad de las palabras, sus cadencias y repeticiones, y sabía que las cosas hubieran sido distintas si en vez de a Daniel tuviera por marido a Miguel.
No era esto una mera fantasía nacida de sus cavilaciones constantes sobre el hecho de que Miguel era más bien parecido y recio que su hermano. Allá donde Daniel era enjuto y semejaba un mendigo con ropas de mercader, Miguel se veía orondo, sonrosado, saludable. Aunque Miguel era el hermano mayor, parecía más joven y sano. Sus grandes ojos negros siempre miraban aquí y allá, buscando, no con nerviosismo como los de Daniel, sino con deleite y asombro. ¿Cómo sería, se preguntaba, estar casada con un hombre que amaba las risas en lugar de recelar de ellas, que abrazaba la vida en lugar de mirarla con desconfianza?
Una pequeña ironía del destino. Hannah sabía que su padre había estado buscando la alianza con los Lienzo y quería casarla con el hijo mayor. En aquel entonces, Hannah no conocía a ninguno de los dos, así que no le dio mayor importancia, pero entonces, sin el consentimiento de la familia, el hijo mayor tomó por esposa a una joven sin dinero, de modo que su padre optó por el siguiente Lienzo de la lista. Para cuando la esposa de Miguel murió, cuatro meses más tarde, ella ya estaba casada con Daniel.
¿Qué significarían aquellas oraciones para ella si se hubiera casado con Miguel? Daniel no sabía apenas nada de la liturgia. Iba a la sinagoga porque era lo que los parnassim esperaban de él, sobre todo su amigo Salomão Parido (que a Hannah le desagradaba por su acre actitud hacia Miguel). A ella le había evitado muchas veces el tedio de tener que acompañarle, pero ahora que la había dejado encinta, la obligaba a ir para que los hombres de la congregación tuvieran un recordatorio de su virilidad. Más de uno le había deseado que fuera varón para que pudiera decir un kaddish por él cuando muriera.
Daniel ni siquiera había hablado con Hannah en privado sobre los ritos judíos hasta que empezaron a hacer los preparativos para mudarse a Amsterdam. Su padre y sus tres hermanos eran devotos judíos en secreto, pero a ella nadie le dijo nada hasta la víspera de su boda. Esa noche, cuando no tenía más que dieciséis años, su padre le explicó que, puesto que su madre era conocida por la ligereza de su lengua, había supuesto que también ella adolecería de ese rasgo traicionero y femenino y, por eso, decidieron no confiarle la verdad. Por el bien de la familia, se le había hecho creer que era católica, se le hizo practicar como católica y odiar a los judíos como católica. En aquel momento, mientras se preparaba para casarse con un desconocido a quien habían elegido sin pedir su opinión (había comido con la familia en un par de ocasiones y, como su padre señaló, Hannah había correspondido educadamente a las sonrisas tensas y torpes de él, que más semejaban la mueca de un hombre con fuertes padecimientos), su padre decidió revelarle el secreto de la familia.
El secreto: ella no era la persona que le habían hecho creer que era; aun su nombre era falso.
– Tu verdadero nombre no es Bernarda -le dijo-. Tu nombre es Hannah, que también es el verdadero nombre de tu madre. A partir de este momento te llamarás Hannah, pero no en público, pues eso nos delataría a todos, y espero que no serás tan necia para hacer tal cosa.
¿Cómo era posible que fuera judía? ¿Era posible que ella perteneciera a la raza de asesinos de niños y envenenadores de pozos? Sin duda su padre había cometido algún error que su marido aclararía, de modo que se limitó a asentir y trató de no pensar en ello.
Pero ¿cómo no pensar? Su padre le había ocultado su propio nombre, y ahora se veía obligada a practicar extraños rituales que el hombre le explicó con grandes prisas, asegurándole que su esposo le aclararía cualquier pregunta absurda que tuviera la imprudencia de hacer. Ella nunca preguntaba, y él nunca le explicaba nada. Más adelante llegaron a sus oídos historias extrañas: que solo los circuncidados pueden entrar en el Reino de los Cielos (¿significaba eso que a las mujeres les estaba vedada su recompensa eterna?); que en primavera solo debía comerse pan ázimo; que había que extraer toda la sangre de la carne antes de comerla…
En la víspera de su boda, a su padre no le preocupaban los conocimientos de Hannah o su capacidad para atenerse a las leyes, solo le preocupaba su lengua.
– Supongo que tu silencio será ahora problema de tu esposo -le dijo-, pero si la Inquisición te arrestara, espero que tengas el buen juicio de traicionar a la familia de él, no a la tuya.
Hannah a veces lamentaba no haber tenido ocasión de traicionar a ninguna de las dos.
Enseguida supo que la comida no iría bien. Annetje derramó parte del flan sobre la mesa y a punto estuvo de arrojar otro montón humeante sobre el regazo de Daniel.
– Jovencita, aprende a comportarte -le espetó Daniel, en su holandés casi ininteligible.
– Aprended a ponerme la boca en el culo -contestó la moza.
– ¿Cómo? -exigió Daniel-. ¿Qué ha dicho? Con ese acento que tiene no le entiendo una palabra.
Cierto es que la moza hablaba a la extraña manera de los holandeses del norte -y exageraba el acento cuando hablaba con impertinencia-, pero Daniel lo utilizaba como excusa para justificar que apenas conocía el idioma, aun cuando llevaba casi dos años en el país, ignoraba lo que la moza pudiera haber dicho, pero vio la risa envarada de Miguel, y eso fue suficiente.
Miguel, quien Hannah tenía por seguro habría puesto la boca en todo tipo de lugares sobre la anatomía de Annetje, trató de relajar la tensión alabando la comida y el vino, pero no había cosa capaz de aplacar el orgullo herido de su anfitrión.
– He oído -dijo Daniel- que vas a perder mucho en el negocio del brandy.
Daniel jamás había manifestado afecto por su hermano. Entre ellos siempre hubo rivalidad. Hannah sabía que, siendo chicos, su padre les dijo que entre los hermanos Lienzo nunca había entendimiento, no desde que su tatara-tatara-abuelo mató a su tatara-tatara-tatara-tío en una disputa por la cuenta de una taberna. Y siempre que veía a sus hijos jugando alegremente les recordaba la tradición. Miguel prefería evitar a su hermano siempre que podía, pero Daniel exhibía una actitud más violenta, la cual se había acentuado en los últimos meses. Acaso a Daniel le incomodaran las dificultades que Miguel estaba teniendo con los negocios, o lamentara haberle prestado una cantidad tan importante, o tal vez fuera por su amistad con Salomão Parido.
Hannah no acababa de comprender la relación que había entre su esposo y el parnass, pero se inició prácticamente en el momento en que llegaron a Amsterdam. Siempre había algún miembro de la comunidad que cuidaba de los recién llegados (se le había pedido a Miguel que lo hiciera, pero él se negó, alegando que es bien sabido que los refugiados siempre llevan extraños olores a una casa ya hecha), y fue Parido quien socorrió a Daniel. A los pocos meses, ya estaban trabajando juntos, y Parido aprovechó los contactos portugueses de Daniel para comerciar principalmente con vinos, pero también con higos, sal, olivas y, a veces, limón seco. Durante aquel primer año, Hannah oyó por azar una conversación -fue por azar, ciertamente- en la que Daniel se lamentaba de tener esposa, y preñada por añadidura, pues Parido tenía una hija en edad casadera y una alianza entre los dos hubiera sido la cosa más beneficiosa del mundo. Fue entonces cuando se les ocurrió unir las dos familias a través de Miguel.
Si este matrimonio se hubiera realizado como deseaban, tal vez los sentimientos entre los hermanos se hubieran suavizado, pero las cosas salieron espantosamente mal. Y no es que a Hannah le molestara (a ella la joven no le agradaba), pero Miguel merecía una esposa mejor. Sin embargo, aquel desastre le hizo sentir a Daniel con derecho a hablarle a su hermano de cualquier manera, sentimiento que vinieron a acentuar las pérdidas de Miguel en el mercado del azúcar.
Cuando menos, Miguel mantenía una calma aparente. Mientras su hermano lo acosaba a preguntas sobre sus futuros de brandy, él se limitó a dar un sorbo a su vino y a medio sonreír.
– El día de cuentas aún está por llegar. Ya veremos cómo están las cosas entonces.
– Por lo que he oído, tu deuda aumentará en otros mil o más.
Daniel había prestado a Miguel mil quinientos florines cuando sus asuntos empezaron a torcerse y, aun cuando nunca aludía al dinero directamente, conocía un centenar de maneras de aludir a él indirectamente.
Miguel trató de poner la misma media sonrisa, pero no dijo más.
– ¿Y qué es eso que ha llegado a mis oídos sobre el negocio del café? -insistió Daniel.
Miguel mantuvo la mueca desdeñosa, pero al punto adoptó un deje rabioso y forzado, como si hubiera probado una carne amarga y hubiera menester de algo donde escupirla discretamente.
– ¿Qué te hace pensar que pueda tener intereses en el negocio del café?
– Pues que anoche, cuando llegaste a casa, estabas bebido y con el ruido me despertaste y te oí decir cosas sobre el café.
– No recuerdo haber hecho tal cosa -contestó Miguel-, pero supongo que tal es la naturaleza de las palabras que uno dice estando borracho… nunca las recuerda.
– ¿Qué interés tienes en el café?
– Ninguno. Mis humores se me hacían húmedos en exceso, así que tomé el café que se me había prescrito para secarme. Probablemente lo que oíste fuera de puro asombro ante sus poderes curativos.
– No te aconsejo que entres en el negocio del café -dijo Daniel.
– No tengo intención de hacerlo.
– Creo que descubrirías que es una mercancía menos agradecida de lo que imaginas. Después de todo, no es más que una medicina que utilizan algunos boticarios y prescriben unos cuantos médicos. ¿Qué provecho puede darte comerciar con una mercancía tan poco solicitada?
– Estoy seguro de que tienes razón.
– Comerciar con algo que nadie quiere solo puede acarrear una ruina mayor.
Miguel dejó su vaso de vino sobre la mesa con demasiada fuerza, y unas gotas le salpicaron la cara.
– ¿Estás sordo? -Se limpió el vino de un ojo-. ¿Tienes los oídos en los dientes? ¿Acaso no me has oído? He dicho que no tengo interés en el negocio del café.
– Solo quería dejar claro lo que pienso -dijo Daniel malhumorado, mareando la comida en el plato mientras esperaba que alcanzara la temperatura de su boca para comérsela sin dificultad.
– Sin embargo -añadió Miguel al cabo de un momento-, tu insistencia despierta mi curiosidad. ¿Por qué habría de temer un hombre, quienquiera que fuere, meterse en el negocio del café?
Pero ahora fue Daniel quien no quiso hablar más del asunto.
Tomaron el resto de la comida mayormente en silencio. Daniel, con la vista clavada en su comida; Miguel, intercambiando miradas con Hannah cuando sentía que podía hacerlo sin que el marido se diera cuenta. Si alguna vez se le venía a las mientes que hubiera podido casarse con ella, no daba muestras de ello aunque siempre era amable. Miguel rara vez estaba en la casa, salvo para dormir en aquel sótano húmedo y oscuro, así que eran pocas las ocasiones en que podían hablar sin la presencia de Daniel. Sin embargo, en esas ocasiones, Miguel se dirigía a ella con cordialidad, como si fueran viejos amigos, como si apreciara su opinión.
En una ocasión, Hannah hasta se atrevió a preguntarle por qué dormía en el sótano. Cuando se instalaron en Amsterdam, Daniel le había cedido una habitación pequeña y sin ventanas en el tercer piso -lo que los holandeses llamaban la habitación del cura-, pero Miguel decía que si quemaba turba hacía demasiado calor y había humo, y si no, hacía demasiado frío, así que se cambió al sótano. Hannah sospechaba que el motivo era otro. La habitación del cura estaba situada justo debajo de la habitación donde ella y Daniel dormían, y los sábados por la mañana, después de que ella y su marido hubieran cumplido con sus deberes conyugales (una de las pocas reglas de los hebreos que Daniel mostraba interés por seguir, al menos hasta que ella quedó encinta), Miguel siempre parecía incómodo y abochornado.
Así que ahora vivía en un sótano húmedo, en una cama armario donde incluso el hombre más pequeño habría de dormir encogido. Por la noche, cuando la marea subía, el agua del canal entraba por las ventanas e inundaba el suelo, pero él seguía prefiriendo aquello a la habitación del cura. Eso cuando no se escabullía por las escaleras hasta la habitación de Annetje.
Hacia el final de aquella triste comida, unos golpes en la puerta vinieron a rescatarlos de su miseria. Resultó ser el parnass, el senhor Parido, el cual entró e hizo una reverencia excesivamente formal. Al igual que su esposo, Parido vestía como portugués, y aunque Hannah se había educado sin pensar nada en particular sobre los hombres que vestían con brillantes colores y llevaban grandes sombreros, allí, en Amsterdam, aquellos ropajes se le antojaban algo ridículos. Aunque al menos Parido iba a un buen sastre, y los llamativos rojos, dorados y azules de sus ropas parecían más adecuados que los de su marido. Parido tenía los hombros anchos y era musculoso, sus rasgos eran duros y sus ojos mortecinos.
Irradiaba una sensación de melancolía que Hannah no había logrado comprender hasta el día que lo vio por la calle, llevando a su único hijo de la mano. El chico tenía la misma edad que ella, pero bamboleaba la cabeza y emitía los mismos sonidos que un mono que una vez viera en un espectáculo ambulante. Parido no tenía más hijos varones, y su esposa ya era demasiado mayor.
Para Daniel la tristeza de Parido nada significaba. Seguramente ni tan siquiera lo habría notado. Daniel solo veía la grandeza de la casa de Parido, lo costoso de sus ropas, el dinero que daba a las casas de caridad. Parido era uno de los pocos hombres de la ciudad, judíos o gentiles, que poseía un carruaje, y guardaba sus propios caballos en unos establos de las afueras. A diferencia de Lisboa, en Amsterdam no se permitían los desplazamientos a caballo, y cada salida requería la aprobación expresa de una cámara del ayuntamiento. Y, aunque el carruaje en realidad no era muy útil, Daniel envidiaba sus relucientes dorados, los asientos acolchados, las miradas de envidia de los que iban a pie. Eso era lo que Daniel quería. La envidia. Quería ser objeto de la envidia de los demás y no sabía cómo conseguirla.
Daniel recibió al parnass en los términos más ceremoniosos que se pueda imaginar. Casi se cayó al levantarse de la mesa para poder corresponder a la reverencia. Y entonces le dijo a Hannah que él y el senhor Parido se retirarían a la sala de recibir. La sirvienta debía llevarles vino -una botella de su mejor portugués- y retirarse inmediatamente antes de que los obsequiara con alguna de sus palabras.
– Tal vez el senhor Lienzo mayor querría acompañarnos -sugirió Parido. Se acarició la barba, la cual siempre llevaba adecuadamente corta y algo afilada, como una versión en pintura de su tocayo.
Miguel levantó la vista de su plato de arenque estofado. Apenas había respondido con un gesto de la cabeza a la reverencia de Parido. Ahora siguió mirando como si no entendiera su portugués.
– Estoy seguro de que mi hermano tiene otras cosas que hacer con su tiempo -sugirió Daniel.
– Sin duda -concedió Miguel.
– Por favor, ¿por qué no nos acompañáis? -volvió a sugerir Parido con una suavidad inusitada. Miguel no podía rehusar sin parecer grosero, y acaso a Hannah le hubiera gustado ver aquello.
En lugar de eso, Miguel asintió bruscamente, como si quisiera sacudirse algo del pelo, y los tres hombres desaparecieron en la sala de recibir.
Hannah había empezado a escuchar a pesar de su determinación de obedecer los deseos de su marido. Un año antes, había descubierto a Annetje, siguiendo con la tradición de las sirvientas holandesas, con la oreja pegada a la pesada puerta de roble de la antecámara. Dentro, la voz nasal de Daniel vibraba, amortiguada e incomprensible, a través de las paredes. Ya no recordaba lo que la moza escuchaba. ¿Daniel con un comerciante? ¿Daniel con un compañero de negocios? O tal vez fuera Daniel con aquel desagradable y pequeño pintor de retratos que, en una ocasión, cuando se quedó a solas con ella, trató de besarla. Ante sus protestas, el hombre dijo que no tenía importancia y que de todas formas era demasiado rolliza para su gusto.
En aquella ocasión, al entrar en el vestíbulo, Hannah se encontró a Annetje con la cara pegada a la puerta y la cofia medio torcida en su afán por escuchar.
Hannah se llevó las manos a las caderas. Y se puso una máscara de autoridad.
– No debieras escuchar de esa forma.
Annetje se apartó un momento de la puerta, y en su pálido rostro de holandesa no apareció ni una sombra de sonrisa.
– No -dijo-. No debiera -y siguió con lo suyo.
Hannah no podía hacer nada, así que pegó también ella la oreja a la puerta.
Ahora oía la voz amortiguada de Parido desde la otra habitación.
– Esperaba poder intercambiar unas palabras con vos.
– Podíais haberlo hecho anoche, os vi en la Talmud Torá.
– ¿Y por qué no había de estar en la sinagoga? -preguntó Daniel-. Es un parnass.
– Por favor, Daniel -dijo Parido con calma.
Un silencio, luego Parido siguió hablando.
– Senhor, solo puedo deciros una cosa: entre nosotros las cosas no han ido bien desde hace un tiempo. Después del asunto de Antonia, vos me enviasteis una nota de disculpa, y en aquel momento yo no mostré ningún interés. Ahora lamento haberme mostrado tan frío. Vuestro comportamiento fue absurdo y desconsiderado, pero no malicioso.
– Estoy de acuerdo -dijo Miguel tras un momento.
– No espero que nos hagamos amigos enseguida, pero desearía que hubiera menos animosidad entre nosotros.
Una breve pausa, luego un sonido, como si bebieran vino. Luego:
– Sentí un particular desasosiego cuando me llevasteis ante el ma'amad.
Parido dejó escapar una risotada.
– Sed honesto y admitid que jamás os he acusado injustamente, y que no habéis sufrido ningún castigo serio. Mis deberes como parnass exigen que guíe el comportamiento de la comunidad y, en vuestro caso, he tratado de mostrar misericordia por el afecto que le tengo a vuestro hermano en lugar de dejarme llevar por el resentimiento y ser cruel.
– Es curioso que jamás se me haya ocurrido.
– ¿Veis? -dijo Daniel-. No tiene interés en reconciliarse.
Parido no pareció hacerle caso.
– Durante estos dos años hemos estado furiosos el uno con el otro. Sé que no puedo esperar que nos hagamos amigos solo porque yo lo diga. Os pido únicamente que no os esforcéis por aumentar las hostilidades, y yo haré otro tanto; con el tiempo quizá lleguemos a confiar el uno en el otro.
– Aprecio vuestras palabras -dijo Miguel-. Me alegraría mucho si entre nosotros las cosas pudieran ser más fáciles.
– La próxima vez que nos veamos -insistió Parido-, nos encontraremos, si no como amigos, al menos sí como compatriotas.
– Acepto -dijo Miguel, con algo más de cordialidad-. Y agradezco vuestro gesto.
Hannah oyó como si rascaran, sonido de pies acercándose a la puerta, y no se atrevió a permanecer en la sala más tiempo.
A las mujeres no se les informaba de los asuntos de negocios, pero Hannah sabía que durante mucho tiempo Parido había hecho lo posible por perjudicar a Miguel. ¿Podía confiar ahora en la amistad que le ofrecía, viniendo además de una forma tan inesperada? A Hannah le hizo pensar en los cuentos de niños, en brujas que engañaban a los niños para que las siguieran a sus casas prometiéndoles dulces o en duendes que tentaban a viajeros avaros con oro y joyas. Pensó en advertir a Miguel, pero él no necesitaba de sus consejos. Él sabía reconocer muy bien a una bruja o un duende cuando los veía. No lo engañarían tan fácilmente.