Hubiera debido saber que no debía pararse, pues en el momento en que dejó de moverse se vio asaltado por una docena de negociantes de baja estofa determinado cada uno de ellos a poner a prueba los límites de su gratitud.
– ¡Senhor Lienzo! -Un hombre a quien apenas conocía estaba a escasos pasos, casi gritando-. ¡Permitidme un momento para hablar de un cargamento de cobre procedente de Dinamarca!
Un segundo comerciante empujó al primero a un lado.
– Buen senhor, sois la única persona a quien podría confiar esto, pero tengo motivos para creer que el precio del comino cambiará drásticamente en los próximos días. Pero ¿subirá o bajará? Venid conmigo y sabréis más.
Un joven negociante con ropas portuguesas, que no habría ni veinte primaveras, trató de apartarlo de la multitud.
– Quiero explicaros cómo se ha extendido en los últimos tres meses el mercado del sirope.
Tras su inquietante encuentro con Joachim, Miguel no estaba de humor para aquellos carroñeros. Los había de todas las procedencias y naciones, pues la hermandad de la desesperación no sabe de lenguas ni fronteras, solo de la voluntad de sobrevivir saltando de un precipicio al siguiente. Miguel estaba tratando de abrirse paso cuando vio que su hermano se acercaba, acompañado por el parnass Salomão Parido. Detestaba que Daniel y Parido lo vieran en tan deshonrosa compañía, pero no podía escapar, puesto que lo habían visto. Todo es saber estar, se dijo entre sí.
– Caballeros, caballeros -dijo al cúmulo de infortunados-, se equivocan si creen que soy persona a quien interese hacer negocios con ustedes. Buenos días tengan.
Se adelantó a empellones y casi topó con su hermano, que estaba a escasos pasos.
– Te he estado buscando -dijo Daniel, quien, desde la caída del azúcar, no se había dignado ni mirar a su hermano durante las horas de Bolsa. Ahora estaba muy cerca, y se inclinaba hacia él para no tener que gritar ante la algarabía del lugar-. Sin embargo, debo decir que no esperaba verte haciendo tratos con gente tan miserable.
– ¿Qué es lo que desean, caballeros? -preguntó él, dirigiendo su atención sobre todo a Parido, que hasta el momento guardaba silencio. El parnass había tomado por costumbre aparecer con demasiada frecuencia para su gusto.
Parido hizo una reverencia.
– Vuestro hermano y yo hemos estado hablando de vuestros asuntos.
– Sin duda El me ha bendecido, cuando tan grandes hombres dedican su tiempo a discutir mis asuntos -dijo Miguel.
Parido pestañeó.
– Vuestro hermano mencionó que teníais dificultades. -Y esbozó media sonrisa, aunque no por ello pareció menos agrio.
Miguel lo miró con frialdad, sin saber muy bien cómo responder. Si ese necio hermano suyo había estado hablando del café otra vez, lo estrangularía allí mismo.
– Creo -dijo- que mi hermano no está tan bien informado de mis asuntos como él quisiera.
– Sé que aún recibes cartas de ese hereje de Alferonda -dijo Daniel alegremente, como si ignorara que estaba revelando una información que podía poner a Miguel bajo el cherem.
Parido negó con la cabeza.
– Vuestra correspondencia no es de mi incumbencia, y creo que vuestro hermano, en su afán por ayudaros, habla de asuntos familiares que es mejor callar.
– En eso estamos de acuerdo -dijo Miguel con cautela. ¿Qué significaba aquella inusitada generosidad? Cierto que la ira de Parido parecía haberse apaciguado un tanto desde que Miguel perdió dinero por la caída del azúcar. Ya no se acercaba a los mercaderes -a veces incluso cuando Miguel estaba hablando con ellos- para aconsejarles que pusieran sus asuntos en manos de un corredor más honrado. Ya no dejaba una estancia simplemente porque Miguel entraba en ella. Ya no se negaba a hablar con Miguel cuando Daniel invitaba al parnass a comer.
Sin embargo, Parido podía encontrar otras formas de hacerle daño. Se mofaba abiertamente de él con sus amigos, desde el otro extremo del Dam, señalando y haciendo muecas como si fueran mocetes. ¿Y ahora quería que fueran amigos?
Miguel no se molestó en disimular sus dudas, pero Parido se limitó a encogerse de hombros.
– Creo que mis acciones os parecerán más convincentes que ninguna sospecha. Venid a dar una vuelta conmigo, Miguel.
No tuvo más remedio que ir.
Los problemas de Miguel con el parnass empezaron cuando aceptó el consejo de su hermano de tomar a Antonia, la única hija de Parido, por esposa. Casi habían pasado dos años y en aquel entonces Miguel era un próspero mercader, de suerte que se le antojó que la joven sería una buena esposa y que con el casamiento podría afianzar la posición de la familia en Amsterdam. Daniel ya estaba casado, por lo que no podía entrar personalmente en la familia de Parido, pero Miguel sí. Llevaba demasiado tiempo sin esposa, le decían las esposas del Vlooyenburg, y Miguel ya estaba harto de casamenteras. Además, Antonia aportaría una buena dote y podría contar con los contactos comerciales de Parido.
No había motivo para que Antonia le desagradara, pero lo cierto es que tampoco le gustaba. Era una mujer hermosa, aun cuando estar con ella no se le hacía experiencia particularmente hermosa. Miguel había visto un retrato en miniatura de ella antes de conocerla y se había sentido muy complacido, pero si bien guardaba parecido, el pintor había dado a sus rasgos mayor animación de la que les diera la naturaleza. Miguel se sentaba en la sala de recibir de Parido, tratando de entablar conversación con la joven, que no lo miraba a los ojos, que no preguntaba nada que no estuviera directamente relacionado con la comida o la bebida que traían los sirvientes y no podía contestar nada que no fuera «Sí, senhor» o «No, senhor». Miguel pronto sintió curiosidad por hacer chanza con ella, y dio en preguntarle cuestiones relacionadas con la teología, la filosofía y el conservadurismo político del Vlooyenburg. Y las preguntas resultaron en el mucho más interesante «No sabría deciros, senhor».
Miguel sabía que no debía complacerse en torturar a su futura esposa, pero no había muchas más cosas interesantes que hacer con ella. ¿Cómo sería estar casado con una mujer tan insulsa? Sin duda podía moldearla para que fuera más de su agrado; enseñarle a decir lo que pensaba, a tener opiniones, puede que incluso a leer. De todos modos, una esposa solo sirve para dar hijos y mantener en orden la casa. La alianza con el patrón de su hermano sería buena para sus negocios y, si la mujer no servía para otras cosas, había rameras de sobras en Amsterdam.
Así pues, con toda la intención de ceñirse a su promesa, Miguel había sido sorprendido por Antonia en la habitación de su doncella… él con las calzas bajadas, ella con las faldas subidas. La impresión de entrar en la habitación y encontrarse mirando las posaderas desnudas de Miguel fue tal que Antonia se desmayó con un chillido, golpeándose al caer la cabeza contra la puerta.
El matrimonio ciertamente se arruinó, pero la desgracia podía haberse evitado, y Miguel consideraba que si el incidente se había convertido en escándalo había sido por culpa de Parido. Miguel le mandó una extensa carta pidiendo su perdón por haber abusado de su hospitalidad y haber provocado sin querer una situación tan embarazosa.
No puedo pediros que no penséis más en estos hechos o que los apartéis de vuestra mente. Lo único que os pido es que me creáis cuando digo que jamás quise haceros daño ni a vos ni a vuestra hija, y espero que algún día podré demostraros el grado de mi respeto y arrepentimiento.
Parido contestó con algunas líneas bruscas:
No os esforcéis por volver a poneros en contacto conmigo. No me importa en absoluto lo que vos consideréis respeto o cómo planeéis vuestro parco arrepentimiento. De ahora en adelante habremos de estar enfrentados en todas las cosas.
La carta, para deleite de las comadres del Vlooyenburg, no significó el final del conflicto. La doncella, según se supo muy pronto, estaba encinta, y Parido insistió públicamente en que Miguel mantu viera a la criatura una vez naciera. Parido tenía al pueblo de su parte porque había tenido las calzas bien puestas durante todo el asunto, así que durante una semana Miguel hubo de soportar que las viejas lo abuchearan y le escupieran, y que los niños le tiraran huevos podridos a la cabeza. Pero Miguel no estaba dispuesto a admitir las acusaciones. La experiencia le había enseñado un par de cosillas sobre la forma de hacerse los niños y sabía que ese niño no podía ser suyo. Se negó a pagar.
Parido, pensando más en la venganza que en la justicia, insistió en que Miguel fuera llevado ante el ma'amad, para el cual Parido aún no había sido elegido. El Consejo estaba acostumbrado a esas disputas de paternidad, y los investigadores descubrieron que el padre era el propio Parido, de suerte que, viéndose humillado públicamente, se rearó de la vida social durante un mes a la espera de que algún nuevo escándalo distrajera a los vecinos. Durante ese mes, pensando que acaso Antonia no pudiera encontrar marido en una ciudad donde todos sabían que había visto a Miguel Lienzo sin calzas, la mandó a Salónica a casar con el hijo de su hermana, un mercader de posición acomodada.
Todo el mundo conocía la historia: que Miguel tenía que casarse con Antonia Parido, que el compromiso se había roto, que Parido había hecho acusaciones que se habían vuelto en su contra. Pero había algo que no todos sabían.
Miguel no había querido quedarse sentado mientras el ma'amad decidía el caso, pues Parido era un hombre poderoso, destinado a llegar al Consejo, y Miguel no era más que un comerciante advenedizo. Así que fue a ver a la pequeña zorra y realizó su propia investigación. Después de azuzarla adecuadamente, ella confesó que no podía decir el nombre del padre. No podía decir su nombre porque no había niño. Había dicho que estaba embarazada solo por encontrar con qué sostenerse, pues se había de ver en la calle.
Miguel tal vez hubiera podido convencerla de que dijera la verdad y, con ello, limpiar un tanto su imagen a ojos de Parido, pero también era posible que Parido se riera de su gesto. De modo que, en vez de eso, explicó a la moza que si convencía al ma'amad de que Parido era el padre, sacaría un beneficio de su problema.
Finalmente, Parido dio a la moza cien florines y la despachó. Miguel pudo volver a caminar por las calles del Vlooyenburg sin miedo a que lo asaltaran abuelas y niños. Sin embargo, una nueva preocupación había ocupado el lugar de la anterior. Si alguna vez Parido se enteraba de su engaño, no tendría piedad.
El gran edificio abierto de la Bolsa se extendía ante ellos, con una estructura no muy distinta a la de las Bolsas de los otros edificios de comercio de Europa. La Bolsa de Amsterdam era un enorme rectángulo de ladrillo rojo, con tres pisos de altura y un pórtico a lo largo del perímetro interior. El centro quedaba expuesto a los elementos, como la llovizna que caía en aquellos momentos, tan ligera que no se distinguía de la niebla. En la zona resguardada, bajo el porche sostenido por columnas gruesas e imponentes, cientos de hombres congregados en decenas de grupitos gritaban en holandés, portugués, latín o una docena de otras lenguas europeas y de otros lugares, para vender o comprar, comerciar con rumores y tratar de predecir el futuro. Por tradición, cada sección de la bolsa tenía un sitio de reunión determinado. Siguiendo las paredes, los que comerciaban con joyas, propiedades, lana, aceite de ballena, tabaco… Un mercader podía conversar con intermediarios de mercancías de las Indias Orientales, las Indias Occidentales, el Báltico o el Levante. En la zona central, descubierta, menos prestigiosa, se concentraban los mercaderes de vino, pinturas, medicinas, los que comerciaban con Inglaterra y, más cerca ya del extremo sur, los que trataban con brandy y azúcar.
Miguel veía con regularidad a españoles, alemanes y franceses. Y, aunque con menos frecuencia, podía encontrarse con turcos e incluso gentes de las Indias Orientales. Era un misterio la manera en que aquella ciudad había emergido en los últimos cincuenta años como centro del comercio mundial, atrayendo mercaderes de cualquier lugar de importancia. Difícilmente hubiera podido considerarse ni una ciudad. Los de allí solían decir que Dios creó el mundo y los holandeses crearon Amsterdam. La ciudad, excavada en mitad de un cenagal, con un puerto que solo el piloto más experimentado podía abordar (y eso solo teniendo la suerte de su lado), carente de cualquier tipo de riqueza natural como no fueran el queso y la mantequilla, había alcanzado aquella grandeza por la pura determinación de sus ciudadanos.
Parido caminó en silencio durante unos instantes, pero Miguel no pudo evitar la sensación de que el parnass se deleitaba un tanto haciéndolo esperar.
– Sé que vuestras deudas son una grave carga para vos -dijo finalmente-, y sé que habéis estado comerciando con futuros de brandy. Habéis apostado a que los precios subirán. Sin embargo, a la hora de cierre, de aquí a dos días, sin duda permanecerán tan bajos como ahora. Si calculo correctamente, perderéis cerca de mil quinientos florines.
Le estaba hablando de brandy, no de café, a Dios gracias. Pero ¿qué sabía Parido de ellos… o qué le importaba?
– Cerca de mil -dijo Miguel, con la esperanza de controlar el tono de voz-. Veo que estáis bien informados sobre mis asuntos.
– La Bolsa es mal sitio para ocultar secretos cuando hay quien quiere descubrirlos.
Miguel lanzó una risotada.
– Y ¿por qué habríais de querer conocer mis secretos, senhor?
– Como he dicho, deseo suavizar las cosas entre nosotros, y si confiáis en mí, si me creéis cuando os digo que no utilizaré mi influencia como parnass para perjudicaros, veréis que actúo en vuestro favor. Bien, respecto al problema que nos ocupa, conozco un comprador, un francés, que os liberará de vuestros futuros.
Su irritación desapareció. Aquel era el golpe de suerte que no se atrevía ni aun a soñar. Basándose en los rumores de una inminente escasez, los cuales llegaron a conocimiento suyo por boca de un informante de confianza, había comprado los futuros de brandy con un margen del setenta por ciento, pagando solo el treinta por ciento del valor de la cantidad total por adelantado, aun cuando perdería o ganaría como si hubiera invertido la cantidad entera. Cuando llegara el día de cuentas, si el precio del brandy aumentaba, sus beneficios serían como si hubiera invertido una cantidad mucho mayor, pero si bajaba, como parecía que harían las acciones, debería mucho más de lo que había invertido.
Lo que necesitaba era justamente un comprador ansioso, un regalo del cielo. Acaso deshacerse de una nueva deuda fuera la señal de que su mala fortuna se acababa. ¿Podía creer de verdad que su enemigo, por la bondad de su corazón, había decidido ofrecerle la solución a su problema más acuciante? ¿Dónde había de encontrar un comprador para aquellos futuros, cuando todo el mundo sabía que solo podían acarrear deudas a su propietario?
– No acierto a imaginar que ningún hombre, francés o de donde fuere, sea tan necio como para comprar mis valores cuando el mercado se ha vuelto contra ellos. El valor del brandy poco ha de cambiar en los pocos días que restan hasta el día de cuentas mensual. -A menos, pensó Miguel, que una asociación comercial estuviera pensando manipular los precios. En más de una ocasión, Miguel había actuado, movido por el aparente cambio en la tendencia de los precios, y al cabo, se había descubierto víctima de las maquinaciones de una asociación.
– El precio cambiará o no. -Parido se encogió de hombros-. Es suficiente para que desee adquirir algo de lo que vos deseáis desprenderos.
Antes de que pudiera contestar a la propuesta, Miguel oyó que alguien gritaba su nombre y vio que se trataba de un feo mozalbete con los cabellos bermejos y la piel enrojecida. El tal mozuelo volvió a gritar el nombre de Lienzo, agitando una carta, con una voz más potente que chillona. Miguel lo llamó y le ofreció una moneda por la carta. Al punto reconoció la letra de Geertruid. Se retiró un poco antes de abrirla.
Senhor.
Deseo que todo os vaya bien en la Bolsa, pero cualquier beneficio que podáis obtener no será sino una sombra de las riquezas que el fruto del café puede reportaros. Mientras atendéis vuestros asuntos, dejad que el espíritu de este maravilloso fruto anime vuestra mente e incremente vuestros beneficios. Escribo estas palabras como persona que se considera vuestra amiga.
Geertruid Damhuis
Parido sonrió apenas.
– Se me hace que es letra de mujer. Espero que no permitiréis que las intrigas os distraigan durante las horas que dedicáis a los negocios. Sois hombre apasionado, pero estas puertas abren solo dos horas al día.
Miguel devolvió la falsa sonrisa.
– No hay ninguna intriga. Es algo sin importancia.
– Entonces hagamos algo que sea de importancia. Buscaremos al mercader que os decía y veremos si podemos arreglar las cosas.
Los dos hombres se abrieron paso hasta el extremo sur de la Bolsa, donde el brandy cambiaba de manos. Algunos negociantes iban allí para hacer pedidos o vender lo que sus barcos llevaban a puerto, pero cada vez eran más los que compraban opciones de compra, de venta y futuros, comerciando con unas mercancías que en ningún momento pretendían poseer y que jamás verían. Tal era la forma como se llevaban ahora los negocios, lo que convertía la Bolsa en una gran sala de apuestas donde el resultado no venía determinado por la suerte, sino por las necesidades de los diferentes mercados del mundo.
En sus primeros tiempos, Miguel creyó poseer una innata habilidad para predecir las necesidades de tales mercados. Tenía entonces conexiones entre los más influyentes mercaderes de las Antillas y podía adquirir azúcar a precios excelentes y venderla por mucho más. Los almacenes de ladrillo rojo del Brouwersgracht estaban a rebosar con sus adquisiciones, y todos en la Bolsa sabían que Miguel era el hombre del azúcar. Pero entonces la fortuna lo cogió por sorpresa y todo aquel azúcar se evaporó.
Cerca de la esquina donde los hombres compraban y vendían brandy, Parido presentó a Miguel a un pequeño y achaparrado francés -acaso no más alto que un niño- con el rostro regordete y nariz como una nuez. Llevaba una gorguera, como se estilaba cincuenta años atrás, y su capa roja había mudado casi a marrón con el fango de Amsterdam.
– Jamás juzguéis la riqueza por las vestiduras -le susurró Parido, poniéndose en su papel de gran sabio de la Bolsa-. Acaso un necio se deje engañar por fruslerías y vivos colores, pero ¿quién ignora que es mejor manjar el pollo que el petirrojo?
El francés, a quien Miguel hubiera tenido por un hidalgo apurado de medio pelo, dijo con su torpe acento que deseaba hacer negocios. Extendió las manos en dirección a Miguel.
– Vos sois el hombre que desea vender sus futuros de brandy -dijo en un holandés defectuoso-. Desearía hablar de esos valores, pero no penséis que podéis mofaros de mí, monsieur, o descubriréis que no hay venta.
– Siempre conduzco mis negocios como hombre de honor -le aseguró Miguel. El corazón le golpeaba furioso contra el pecho en tanto explicaba al francés que estaba en posesión de futuros por valor de 170 toneles [6] de brandy. Su voz estaba desprovista de toda inflexión, pues no quería apremiar al mercader. La situación requería cierta mano izquierda.
– ¡Eso tenéis! -gritó el francés, como si Miguel le hubiera ofrecido una limosna-. ¡Ja! No tanto como pensaba, ni tan bueno. Pero tiene un pequeño valor para mí. Seiscientos florines es más de lo que podéis esperar, pero los pagaré.
– Esa oferta es absurda -replicó Miguel, y ciertamente lo era, pero no por las razones que pretendía dar a entender. El francés debía estar loco si quería entrar en un negocio con el que perdería su dinero casi con total seguridad. O eso o conocía un gran secreto del que Miguel podía sacar provecho. Y sin embargo, Miguel había invertido poco más de quinientos florines, de suerte que no podía desdeñar la oferta ociosamente. Supondría un pequeño beneficio en lugar de una gran pérdida.
– No me desprenderé de ellas por menos de seis cincuenta -dijo.
– Entonces no os desprenderéis de ellas. No tengo tiempo para vuestros regateos de holandés. O lo acordamos así, o buscaré a quien ofrecer lo mismo y que me sea más agradecido que vos.
Miguel sonrió a modo de excusa y llevó a Parido aparte.
– No es necesario que diga que habéis de aceptar la oferta -anunció Parido.
Allí estaba, el gusano moviéndose deliciosamente, y Miguel era el pez. Bien podía coger el gusano, pero ¿valía la pena acabar con el anzuelo clavado en la mejilla?
– No estoy seguro -dijo Miguel uniendo índice y pulgar, cual si palpara el aire buscando algo sospechoso-. ¿Por qué tanto interés en esos futuros? Acaso fuera más sabio conservarlos yo mismo para aprovechar lo que sea que sabe.
– Los beneficios de la Bolsa son los tesoros de los duendes, que pasan de carbón a diamantes y vuelven al carbón. Debéis tomar los beneficios allá donde podáis encontrarlos.
– Yo veo las cosas de otro modo -dijo Miguel secamente.
– Hay un tiempo para la osadía y un tiempo para la prudencia. Pensad un momento. ¿Qué sabemos del francés? Es posible que quiera esos futuros para un plan suyo que en modo alguno podría beneficiaros. Quizá solo pretenda azuzar a un enemigo acaparando lo que este desea. O tal vez ha perdido el juicio. Quizá sepa que el precio triplicará su valor. No podéis saberlo. Lo único que sabéis es que si vendéis ahora os habréis ahorrado una deuda e incluso obtenido un pequeño beneficio. Así es como se hace la fortuna… con porciones pequeñas y gran cautela.
Miguel se volvió. Pocos hombres tenían tan buenos contactos en la Bolsa como Parido, y si había decidido que quería zanjar sus diferencias con Miguel, aquella transacción podía ser el primer paso en una amistad que tal vez le ayudara grandemente a saldar sus deudas. ¿Trataría Parido de empeorar los asuntos de Miguel ante todo el mundo? Aun así, Parido había sido muy rudo con él durante dos años, y Miguel intuía algo siniestro en aquel altruismo suyo.
Su instinto le decía que rechazara la oferta, que conservara esos futuros y viera lo que el mercado le ofrecía, pero ¿osaría hacer caso a sus instintos? La emoción de deshacerse de los futuros malditos era tentadora. Finalizaría aquel mes con beneficios. Y al siguiente comerciaría con aceite de ballena -otra ganancia asegurada- e iniciaría su aventura con el café. Acaso en aquellos momentos estuviera ante el punto de inflexión de su suerte.
Enfrentado a tan grave decisión, de la que bien podía depender su futuro, se hizo la que se había convertido en la única pregunta que le venía a las mientes en aquellas circunstancias. ¿Qué camino tomaría Pieter el Encantador en su lugar? ¿Desafiaría a Parido y se dejaría guiar por sus instintos o cedería ante el hombre que fuera su enemigo y que ahora decía ser su amigo? Pieter, Miguel lo sabía, jamás desaprovechaba una oportunidad, y mejor es hacer creer a quien pretende engañarte que lo ha logrado que desenmascararlo. Pieter seguiría el consejo de Parido.
– Aceptaré el trato -dijo Miguel al cabo.
– Es lo más sensato.
Quizá. Miguel hubiera debido estar eufórico. Tal vez dentro de unas horas lo estaría, cuando el inefable alivio de haberse librado de las venenosas acciones pareciera real. Rezó dando gracias pero, aun sabiendo de su suerte, notó un regusto amargo en la boca. Se había librado del problema con ayuda de un hombre que, dos semanas atrás, lo hubiera metido alegremente en un saco y lo hubiera arrojado al Amstel.
Quizá fuera como Parido decía, y solo deseaba zanjar sus desavenencias, así que se volvió hacia el parnass e hizo una reverencia dándole las gracias, aunque con gesto sombrío. Si se descubría que era un engaño, Miguel tendría su desquite.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
No es cosa sencilla explicar a mis lectores cristianos lo que significa exactamente el cherem, o excomunión, para un judío portugués. Para aquellos que hemos vivido bajo el yugo de la Inquisición o en tierras como las de Inglaterra, donde nuestra religión se prohibió, o en lugares tales como las ciudades de los turcos, donde apenas se tolera, morar en un lugar como Amsterdam parecía un pequeño anticipo de la Tierra Prometida. Éramos libres de reunirnos y observar nuestras fiestas, nuestros rituales y de estudiar los textos sagrados a la luz del día. Para nosotros, que pertenecíamos a una pequeña nación condenada a no tener tierra propia, la libertad de vivir como a cada cual le placiera era una bendición por la que nunca, ni uno solo de los días en los cuales conviví con mis hermanos en Amsterdam, olvidé dar las gracias a Dios.
Por supuesto, había a quien no le importaba la expulsión. Quien se alegraba de abandonar lo que tenía por una forma de vida en exceso escrupulosa y absorbente. Miraban a nuestros vecinos cristianos, que comían y bebían a su antojo, para quienes el sabbath, incluso su sabbath, no era sino un día más, y veían aquellas libertades como una liberación. Pero los más de nosotros sabíamos quiénes éramos. Éramos judíos, y el poder del ma'amad de despojar a un hombre de su identidad, de su persona y su comunidad, era verdaderamente aterrador.
Salomão Parido hizo cuanto estuvo en su mano por convertirme en proscrito, pero lo cierto es que yo hubiera podido irme muy lejos y cambiar mi nombre. Nadie hubiera sabido que yo era Alonzo Alferonda de Amsterdam. Yo conocía el engaño del mismo modo que otros conocen sus nombres.
Y ese era mi plan. Lo haría, pero no todavía. Tenía planes en relación con Parido y no partiría hasta que los viera finalmente cumplidos.