34

Con la panza llena de arenque ligeramente curado, servido con nabos y puerros, Miguel se recostó contra la silla por observar la Urca. Aquel era su momento de gloria. Todos los hombres de la Nación Portuguesa hablaban de su maravillosa e incomprensible manipulación del mercado del café, pues era tan insignificante que ni los hombres más reputados le habían dedicado jamás sino una mirada fugaz. Lienzo había demostrado ser persona de sustancia, decían todos. Parido se había propuesto destruirle, pero Lienzo había hecho que sus fechorías se volvieran contra él. Brillante. Ingenioso. Aquel hombre a quien en otro tiempo se tuvo por un necio jugador había demostrado ser un gran comerciante.

Media docena de mercaderes del más alto nivel acompañaban a Miguel en la mesa, bebiendo su parte del vino que él había pagado. En cuanto pasó por la puerta, gran número de sujetos deseosos se habían arremolinado a su alrededor, y a Miguel se le hizo difícil abrirse paso hasta sus nuevos amigos. Senhores de más edad que antaño miraran a Miguel con desdén ahora deseaban hacer negocios con él. ¿Le interesaría al senhor Lienzo considerar cierto asunto sobre el jengibre? ¿Le interesaría al senhor Lienzo escuchar las oportunidades que ofrece la Bolsa de Londres?

El senhor Lienzo tenía gran interés en tales materias, y tenía aún más grande interés en el hecho de que los tales hombres buscaran ahora su colaboración. Pero, pensaba, a los hombres de comercio es mejor tratarlos como a rameras holandesas. Si ahora las descuido un poco, más tarde estarán más deseosas. Que esperen. Miguel aún no tenía una idea clara de lo que quería hacer con su recién encontrada solvencia. No era tan rico como hubiera esperado, pero sí lo bastante, y pronto tendría una esposa y -antes de lo que esperaba- un hijo.

No pudo evitar reír por la ironía. El ma'amad expulsaba de la comunidad a un hombre justo por ofrecer unas monedas a un mendigo vetado, pero Miguel podía robarle la esposa a su hermano siempre que lo hiciera legalmente. Tendría su divorcio y entonces sería suya. Entretanto, Miguel había alquilado para ella unas habitaciones en una bonita casa del Vlooyenburg. Había contratado a una moza que ella misma eligió, bebía café, se distraía con amigas que nunca creyó tener, mujeres que corrían a su sala de recibir ahora que sabían que era el objeto de un escándalo tan delicioso y maravillosamente resuelto. Y había ido a visitar a Miguel en su nueva casa. Por supuesto. No había razón para esperar la aprobación legal del matrimonio.

Miguel bebió en abundancia con estos amigos y volvió a relatar la historia de su triunfo. La cara de sorpresa de Parido cuando Joachim empezó a vender. El gusto cuando los mercaderes tudescos hicieron bajar los precios. El sorprendente interés de aquellos extranjeros del Levante. ¿De verdad era un indio oriental quien compró cincuenta barriles de café al francés?

Pudieran haber proseguido con la celebración durante horas o cuando menos en tanto Miguel siguiera pidiendo vino, pero Salomão Parido entró y todos guardaron silencio. Miguel sintió una extraña mezcla de placer y miedo. Esperaba ver allí a Parido. Un hombre como él, tan embebido de poder, no podía ocultarse en la derrota. Había de mostrarse públicamente, demostrar a la Nación que aquellas pequeñas pérdidas nada significaban para él.

Parido se inclinó hacia delante y habló a unos amigos con especial cordialidad. Miguel esperaba que el parnass permanecería con ellos, que daría la espalda a su enemigo y haría caso omiso de su presencia, pero no era ese su plan. Tras hablar con sus hombres, se acercó a la mesa de Miguel. Aquellos que unos momentos antes estuvieran riendo del fracaso de Parido ahora se daban empellones por mostrarle sus respetos, pero el parnass no tenía ningún interés en aquel despliegue.

– Una palabra -le dijo a Miguel.

Miguel sonrió a sus compañeros y siguió a Parido a un rincón tranquilo. Todos los ojos estaban sobre ellos, y Miguel tuvo la desagradable sensación de que estaba siendo objeto de mofas.

Parido se detuvo y se inclinó sobre él.

– Puesto que soy un hombre bueno -dijo el hombre muy tranquilo-, os he concedido estas semanas por que disfrutarais de vuestra gloria. Me pareció un gesto muy cruel aplastaros demasiado pronto.

– ¿Quién, entre los hijos de Israel, es tan sabio y bueno como vos?

– Podéis reíros, pero los dos sabemos que jamás he hecho cosa que no fuera por el bien de la Nación y nada de cuanto hice merecía las maquinaciones que arrojasteis en mi contra. Y ¿qué me decís de vuestro pobre hermano? Os protegió y os prestó su dinero cuando estabais más solo, y vos le correspondisteis malbaratando sus finanzas, poniéndole los cuernos y robándole a su esposa.

Miguel no podía convencer al mundo de que no había puesto los cuernos a su hermano sin traicionar con ello a Hannah, así que dejó que el mundo pensara cuanto pluguiere.

– Vos y mi hermano sois igualitos. Intrigáis en mi contra y buscáis mi ruina, y cuando vuestros métodos fracasan me culpáis a mí como si fuere yo quien ha obrado en vuestra contra. Sin duda se trata de un disparate digno de la mismísima Inquisición.

– ¿Cómo podéis mirarme a la cara y decir que fui yo quien intrigó contra vos?¿Acaso no buscasteis arruinar mi plan con el aceite de ballena en vuestro propio provecho?

– Yo no buscaba arruinar nada, tan solo beneficiarme de vuestras manipulaciones. Nada que no haga todo hombre diariamente en la Bolsa.

– Sabíais perfectamente que vuestra interferencia me costaría dinero, aun cuando yo había intercedido en vuestro favor con los futuros de brandy.

– Una intervención que me costó dinero -señaló Miguel.

– No parecéis entender que no obré en vuestra contra. Yo había apostado por la bajada del precio del brandy, y mis actividades en ese sentido amenazaban con transformar vuestros futuros en deudas, de suerte que hice cuanto estuvo en mi mano por rescataros. Yo quedé tan sorprendido como el que más cuando el precio subió en el último minuto. A diferencia de vos, que sacasteis un pequeño beneficio, yo perdí por mis intentos.

– Estoy convencido de que no teníais sino la mejor de las intenciones con vuestras intrigas en contra de mis planes con el café.

– ¿Cómo podéis hablarme de esa forma? Sois vos quien interferisteis en mis negocios con el café… Vos y vuestro amigo hereje.

Miguel dio en reír.

– Podéis decir que sois el ofendido si gustáis, pero eso no cambiará las cosas.

– Olvidáis que tengo un gran poder con el cual efectuar cambios, y cuando presente este caso ante el Consejo, ya veremos si se os ve tan satisfecho.

– ¿Y por qué razón habría de presentarme ante el ma'amad? ¿Por haceros quedar como un necio o por negarme a dejarme arruinar por vuestras intrigas?

– Por conducir negocios impropios con un gentil -anunció-. Vos contratasteis a Joachim Waagenaar intencionadamente para provocar una caída en el precio del café. Da la casualidad de que está en mi conocimiento que es el mismo holandés a quien arruinasteis haciendo de corredor para él e imponiéndole vuestro absurdo plan con el azúcar. Se echa de ver que el tal hombre aún no ha tenido bastante, pero se me hace que el ma'amad no verá las cosas de igual modo. Habéis transgredido la ley de Amsterdam y por tanto estáis poniendo a vuestro pueblo en peligro.

Miguel escrutó el rostro de Parido. Quería saborear el momento cuanto fuera posible, pues acaso sería el más satisfactorio de su vida. Luego, sabiendo que no podía esperar demasiado, habló.

– Cuando sea llamado ante el ma'amad, ¿creéis que debería contar que pedí a Joachim que trabajara conmigo cuando él vino a mí y me confesó que vos habíais intentado obligarle a descubrir la naturaleza de mis diligencias en el negocio del café? Vos, en otras palabras, utilizasteis a un gentil como espía, y no fue ni tan siquiera por asuntos relacionados con el ma'amad, sino con la esperanza de arruinar a un judío contra el que lleváis a cabo vuestra venganza. Me pregunto qué dirían los otros parnassim ante tal información. ¿Debo mencionar también que conspirasteis con Nunes, un mercader a quien yo había hecho un encargo, y que utilizasteis vuestra posición como parnass para obligarle a traicionarme y de esa forma prevalecer sobre mí? Creo que sería una sesión muy interesante.

Parido se mordió el labio inferior un momento.

– Muy bien -dijo.

Pero Miguel no había terminado.

– Debo añadir que está el asunto de Geertruid Damhuis, una holandesa a quien contratasteis con el único propósito de arruinarme. ¿Cuánto hacía que era vuestra sierva, senhor? Casi un año, diría.

– Geertruid Damhuis -repitió Parido, con aire algo más alegre-. Algo he oído de eso. Era vuestra socia, pero vos la traicionasteis.

– Simplemente, no le permití que me arruinara. Sin embargo, lo que nunca he acabado de comprender es para qué necesitabais a Joachim si ya la teníais a ella. ¿Acaso no os lo contaba todo? ¿Acaso esperaba la mujer sacar beneficio de su pequeña trampa, y vos no pudisteis soportar la certeza de que no podríais controlar a vuestra propia criatura?

Parido soltó una risotada.

– Estáis en lo cierto salvo por una cosa. No puedo llevaros ante el ma'amad. En eso me habéis derrotado. Admito, entre nosotros, que pedí a ese sucio holandés que descubriera cierta información sobre vos. Pero habéis de saber que nada tengo que ver con esa ramera a quien arruinasteis. Que yo sepa, no era más que una honrada mujerzuela que solo pretendía ayudaros, y vos la destruisteis.

– Sois un mentiroso -dijo Miguel.

– No lo creo. Hay una cosa que admiro de vos, Lienzo. Algunos hombres son fríos en materia de negocios. Endurecen su corazón frente a quienes perjudican. Pero vos sois hombre de conciencia, y sé que habréis de sufrir sinceramente por cuanto le hicisteis a vuestra socia.


Miguel encontró a Geertruid en el Tres Sucios Perros, tan borracha que nadie se hubiera sentado con ella. Uno de los clientes le advirtió que se anduviera con cuidado. Ya había mordido la mejilla de un hombre que había tratado de tocarle los pechos y le había hecho sangre. Pero se conoce que de tanto beber estaba más allá de la cólera, pues cuando vio a Miguel hizo un débil esfuerzo por ponerse en pie y entonces tendió los brazos como si quisiera abrazar a su antiguo socio.

– Es Miguel Lienzo -balbuceó-. El hombre que me arruinó. Esperaba que os vería aquí, y habéis venido. Donde esperaba veros. ¿Queréis sentaros conmigo?

Miguel se sentó con cuidado, como si temiera que el banco se rompiera. Miró a Geertruid, la cual estaba sentada frente a él en la mesa.

– ¿Para quién trabajabais? Debo saberlo. Os prometo que no tomaré ninguna acción cuando lo sepa. Necesito saberlo por mí. ¿Era Parido?

– ¿Parido? -repitió ella-. Jamás trabajé para Parido. Ni tan siquiera sabría de su existencia de no ser por vos. -Le dio risa y señaló a Miguel-. Yo sabía que eso es lo que pensabais. En cuanto me dijisteis que me habíais arruinado, supe que pensabais que era agente de Parido. Si hubiera sido agente de Parido -explicó-, hubiera merecido que me arruinarais.

Miguel tragó con dificultad. Esperaba poder oír algo muy distinto.

– Me engañasteis para que confiara en vos. ¿Por qué?

– Porque quería ser rica -dijo Geertruid golpeando la mesa con la mano-. Y ser una mujer respetable. Nada más. No trabajaba para nadie. No tenía ningún plan para destruiros. Solo quería hacer negocios con un hombre influyente que me ayudara a hacer mi fortuna. Y cuando perdisteis vuestro dinero permanecí a vuestro lado porque me gustasteis. No soy más que una ladrona, Miguel. Soy una ladrona, pero no una villana.

– ¿Ladrona? -repitió él-. Entonces, ¿robasteis ese dinero, robasteis los tres mil florines?

Ella negó con la cabeza, y lo hizo con tal fuerza que Miguel temió que se golpeara la cabeza contra la mesa.

– Lo pedí prestado. A un prestamista. Un prestamista muy desagradable. Tanto que ni tan siquiera los judíos lo quieren.

Miguel cerró los ojos.

– Alferonda -dijo.

– Sí. Fue la única persona que encontré dispuesta a dejarme lo que había menester. Sabía para qué lo quería y sabía quién soy.

– ¿Por qué él no me dijo nada? -exigió Miguel en voz alta-. Nos puso el uno en contra del otro. ¿Por qué había de hacer tal cosa?

– No es un buen hombre -dijo ella con tristeza.

– Oh, Geertruid. -Le tomó la mano-. ¿Por qué no me dijisteis la verdad? ¿Cómo pudisteis permitir que os arruinara?

Ella dejó escapar una pequeña risa.

– ¿Sabéis, Miguel, dulce Miguel? No os culpo a vos. ¿Qué podíais haber hecho? ¿Enfrentaros a mí? ¿Preguntarme por mis planes? Ya sabíais que era una estafadora y deseabais hacer vuestro dinero como mejor pudierais. No puedo culparos. Pero tampoco hubiera podido deciros la verdad, pues tampoco habríais confiado. Temíais a ese Consejo vuestro simplemente porque estabais haciendo negocios con una holandesa. ¿De veras hubierais pensado que podía salir algún bien de hacer negocios con una holandesa proscrita? Sobre todo, una como yo.

– ¿Como vos?

– Debo abandonar la ciudad, Miguel. Debo dejarla esta noche. Alferonda me ha estado buscando y no tendrá compasión conmigo. Corren ciertas historias sobre su cólera, ¿sabéis?

– ¿Y qué le importa a Alferonda? ¿No podéis darle el dinero que transferí a vuestra cuenta? Os he devuelto los tres mil florines que me prestasteis.

– Le debo otros ochocientos florines en intereses.

– Ochocientos -espetó Miguel-. ¿Es que ese hombre no tiene vergüenza?

– Es un usurero -dijo ella con pesar.

– Dejad que hable con él. Es mi amigo y sé que podemos llegar a un entendimiento. No es menester que os cargue con un interés tan alto. Negociaremos una tarifa más razonable, y os ayudaré a pagarle.

Ella le oprimió la mano.

– Pobre y dulce Miguel. Sois demasiado bueno para mí. No puedo dejar que hagáis tal cosa, pues estaríais malgastando vuestro dinero y no ganaríais salvo vuestra ruina. Acaso Alferonda será vuestro amigo, pero no mío, y no permitirá que su reputación quede maltrecha por mí. Y ¿realmente es tan buen amigo cuando os engaña de esta forma? Aun si pudierais satisfacer sus exigencias, sigo debiendo dinero a los agentes de Iberia. Tienen mi nombre, no el vuestro, y vendrán a Amsterdam a buscar a Geertruid Damhuis. Si me quedo, tarde o temprano estaré perdida. Debo partir esta noche, de modo que no os daré más que lo que merecéis diciéndoos la verdad, por fin.

– ¿Hay más?

– Oh, sí. Hay más. -A pesar de la bruma de la borrachera, Geertruid esbozó una de aquellas sonrisas que siempre embebecían a Miguel-. Preguntabais qué he querido decir cuando he dicho una ladrona. Pues os lo voy a decir. -Se inclinó más cerca-. No soy una ladrona corriente, debéis saberlo. No vacío bolsillos ni arranco bolsas o entro a sisar en las tiendas. Muchas veces os habéis preguntado por mis viajes al campo y, necio de vos, habéis leído todos los relatos y los habéis leído porque yo os los di a conocer.

Miguel hubo de recordarse que había de respirar.

– ¿Qué me estáis diciendo? Que vos y Hendrick… -No fue capaz de terminar la frase.

– Sí -dijo ella muy serena-. Somos Pieter el Encantador y su comadre Mary. En cuanto a quién es quién, no sabría deciros. -Le dio risa-. Mi pobre Hendrick es más necio que vos, me temo, pero siempre hacía cuanto yo decía y hacía creer a todos que él estaba detrás de los heroicos robos de Pieter. Poco importaba. Había llegado a convencerme de que, en esta época de novelas y aventuras, si podíamos hacer que la gente tuviera a Pieter el Encantador por héroe, nadie lo delataría, y la leyenda solo haría que confundir cualquier intento por atraparlo. Poco sabíamos nosotros cuán bien iba a salir todo. Yo esperaba oír de nuestras aventuras, pero jamás pensé que viera tales relatos impresos. La mitad de las historias que leísteis eran falsas y la otra mitad grandes exageraciones, pero nos han hecho muy buen servicio.

– ¿Dónde está Hendrick ahora?

– Ha huido. -Suspiró-. Es un hombre simple, pero no tanto como para no saber qué significa no poder pagar a un cruel usurero. No le he visto desde que perdí todo en la Bolsa. Nunca le gustaron mis tratos con Alferonda ni mis planes para hacer fortuna con los negocios. No acertaba a comprender cómo funcionaba todo ello y pensó que acaso estuviera maldito. Temo que, fuera cual fuese la conclusión de todo esto, las aventuras de Pieter el Encantador estaban destinadas a acabarse.

– ¿Cómo he sido capaz de haceros esto? -dijo él, y ocultó el rostro entre las manos.

– Es culpa mía. Os puse en peligro. Y esa pobre joven… la esposa de vuestro hermano… decidle que lamento haber tenido que asustarla.

– Pronto será mi esposa -dijo Miguel, pues sentía que había de ser honrado.

– ¿De verdad? Bueno, no puedo decir que comprenda las costumbres de los israelitas, pero no me corresponde a mí comprenderlas.

– ¿Qué fue lo que Hannah vio? Ni tan siquiera lo sabía.

Geertruid rió.

– Ni tan siquiera lo sabía. ¡Qué divertido! Me vio hablando con Alferonda, y temí que si os enterabais, recelaríais de mí. Pero -dijo, poniéndose en pie-, basta de charlas, senhor. Debo ponerme en camino.

– Estáis demasiado borracha para partir esta noche, señora. Dejad que os lleve a casa.

Ella rió, aferrándose a su brazo por no caer.

– Oh, Miguel, ¡seguís tratando de meteros en mi cama!

– Solo quiero veros segura…

– Shh. -Ella se llevó un dedo a los labios-. No es menester decir nada. Ya no. Debo irme, y ha de ser esta noche. Estando borracha todo será más fácil, no más difícil. -Y sin embargo no se movió-. Senhor, ¿os acordáis de la noche que tratasteis de besarme?

Miguel pensó en mentir, hacer que no había tenido importancia para él y que no se molestaba en recordarlo. Pero no mintió.

– Sí, lo recuerdo.

– Yo deseé devolveros el beso -dijo ella-, y más. Si jamás lo permití, no fue porque no quisiera, sino porque sabía que seríais más manejable si os daba solo lo justo para despertaros el apetito. Una mujer como yo ha de saber cómo emplear sus encantos, aun si eso significa retenerlos.

– Dejad que os lleve a casa -dijo Miguel de nuevo.

– No -dijo ella apartándose con una inesperada sobriedad-. He dicho que debo irme y debo irme. Separémonos ya, pues de lo contrario jamás nos despediremos. -Y dicho esto se fue, salió a la oscuridad de la calle. Sin una luz. Si alguna vez hubo una mujer capaz de burlar a ladrones y serenos, esa era Geertruid Damhuis.

Miguel permaneció inmóvil largo rato. Estuvo con la mirada perdida hasta que una hermosa moza se acercó y preguntó si quería algo.

– Vino -susurró él-. Mucho vino. -Cuando lo bebiera, cuando llevara tanto vino encima que no acertara a distinguir lo que está bien de lo que está mal… entonces iría en busca de Alferonda.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

No pensaba yo que tras la victoria de Miguel Lienzo en la Bolsa todo estuviera arreglado. Yo había ganado, Parido había perdido, y la victoria tenía un dulce sabor, pero aún estaba Miguel. Yo le había pasado por encima, y no habría de tomarlo él a la ligera. Había pensado engañarlo cuando viniera a mí, desconcertar sus ojos con trucos e ilusiones hasta que aun dudara de que hubiera existido nadie llamado Alonzo Alferonda y más aún de que lo hubiere utilizado. Pero siempre me había gustado Miguel y estaba en deuda con él. De primero no era mi intención causarle ningún mal ni a él, ni a sus amigos, sino solo utilizarlos como instrumento para mis propósitos a la par que él hacía unos pocos florines.

Sin duda, no podía resultar ningún mal de aquello. Con algunas mentiras, si algunas monedas se birlaban y luego aparecían mágicamente, ¿qué mal haría en ello? A todo hombre le gustan las trampas y los fulleros. Por eso que campesinos medio muertos de hambre sacrifican sus salarios duramente ganados cuando pasan por los pueblos saltimbanquis y gitanas. A todo el mundo le gusta que lo engañen… pero solo si ha consentido antes en el engaño.

Una noche, estando yo sentado en mis habitaciones sumergido en el estudio de la sagrada Torá -digo palabras ciertas, pues el cherem no había mermado mi amor por el conocimiento ni una pizca-, oí que alguien golpeaba fuertemente la puerta de la calle. Unos momentos después, mi sirviente, el viejo Roland (pues, a pesar de lo que se estile entre los holandeses, me gusta tener a un hombre a mi servicio y no permitiré que una nación de comedores de queso me diga a quién he de contratar), llamó con unos toquecitos a la puerta de mi aposento privado y dijo que había «un hebreo del género portugués muy borracho» que llamaba y que, al preguntarle qué quería, dijo que venía a matar al hombre que allí vivía.

Yo señalé con cuidado el lugar del libro y cerré el volumen con reverencia.

– De todos modos -dije yo-, haz pasar a ese hombre.

Pronto tuve ante mí a un Miguel Lienzo aturdido por el beber, tambaleándose para acá y para allá. Pedí a Roland que nos trajera vino. Dudaba que Miguel quisiera beber más de cuanto había bebido, pero aún tenía yo la esperanza de que el encuentro terminara con él dormido. Cuando el sirviente se retiró ofrecí asiento a mi visitante y le dije que esperaba sus palabras.

Él se dejó caer torpemente en el duro asiento, pues en aquella habitación solo recibía visitas que no quería que se quedaran largo rato.

– ¿Por qué no me dijisteis que prestasteis dinero a Geertruid Damhuis? -preguntó con la boca pastosa.

– Presto a tantas personas… -dije yo-. No podéis esperar que siga los pasos de cada cual.

Con aquella pequeña ofuscación no pretendía engañarle. En realidad, no estoy seguro de lo que pretendía. Pero sí sé lo que consiguió: encolerizarlo grandemente.

– ¡Maldito seáis! -gritó medio incorporándose de la silla-. Si jugáis conmigo, os mataré.

Empecé yo a creer sus palabras, aun cuando él no llevaba arma alguna a la vista y no parecía difícil eludir sus intentos de borracho si las cosas se ponían feas. De todos modos, alcé la mano por detenerlo y esperé a que tomara asiento de nuevo.

– Tenéis razón. No os lo dije porque me convenía que creyerais que estaba compinchada con Parido. Ya debéis saber que estoy más que complacido de que vuestro plan haya arruinado a Parido, pero lo cierto es que he participado yo en ello mucho más de lo que podíais imaginar.

Miguel asintió como si recordara algo.

– Parido ya había invertido en el café antes de que yo iniciara mi empresa, ¿no es cierto? No era él quien pretendía malbaratar mis planes. Era yo quien habría de malbaratar los de él. ¿Es así?

– Sí -confesé-. Parido entró en el negocio del café unos meses antes que vos. Fue algo complicado conseguir que no os enterarais, pero mi hombre en la taberna de café sabía que debía negaros la entrada si Parido estaba allí. Una simple precaución. Veréis, Parido no tenía en las mientes nada tan complejo como vuestro plan de haceros con el monopolio. Él solo quería poner en movimiento opciones de compra y de venta, y cuando vos empezasteis a comprar café de aquella forma, amenazasteis sus inversiones, igual que habíais hecho con el aceite de ballena.

Miguel meneó la cabeza.

– ¿De modo que hicisteis que Geertruid me sedujera para entrar en el negocio del café con el solo propósito de perjudicar a Parido y luego la traicionasteis?

– Me halaga que me tengáis por persona tan ingeniosa, pero mi participación fue mucho menos importante. Vuestra señora Damhuis descubrió el café ella solita y os sedujo porque pensó que seríais un buen socio. Cuando supe de vuestro interés, reconozco que os animé porque sabía que sería en perjuicio de Parido y fui dándoos pequeños indicios de cómo Parido intrigaba contra vos. Pero eso fue todo.

– ¿Cómo fue que Geertruid acudió a vos para pediros su dinero?

– No sé si estaréis al tanto de la historia de esta mujer, pero debéis saber que es una ladrona, y yo soy el hombre a quien acuden los ladrones cuando necesitan grandes sumas de dinero. Dudo que hubiera podido encontrar a otra persona que le prestara ese dinero.

– No recuperaréis ese dinero. Ha huido de la ciudad.

Yo me encogí de hombros, pues esperaba algo semejante.

– Ya veremos. Tengo agentes en cualquier lugar adonde quiera ir. Todavía no he perdido la esperanza de recuperar mis florines, pero, si están perdidos, es un precio que habré de pagar gustoso por haber perjudicado a Parido. El hombre no solo ha perdido una gran cantidad de dinero, ha quedado como un necio ante la comunidad. Jamás volverá a ser elegido para el ma'amad, y sus días de poder se han acabado. ¿Acaso no merece eso las molestias que pueda causarse a una ladrona como Geertruid Damhuis?

– Es mi amiga -dijo Miguel con tristeza-. Podíais haberme dicho lo que sabíais. Solo era menester que me lo contarais, y yo hubiera podido evitar todo esto.

– ¿Y qué más habríais evitado? De haber sabido que los intentos de acercamiento de Parido eran sinceros, que él se había interesado por el café primero y que vos amenazabais sus inversiones, ¿hubierais seguido adelante? ¿Os hubierais empeñado en vencerle en aquella contienda u os hubierais retirado? Se me hace que los dos sabemos la verdad, Miguel. Sois un intrigante, pero no tan bueno como para hacer lo que había que hacer.

– No era menester hacer todo eso.

– ¡Sí lo era! -Golpeé la mesa con la mano-. Ese retorcido de Parido hizo que se me expulsara de la comunidad porque yo no le gustaba. Empleaba débiles excusas para justificarse, pero no era más que un déspota insignificante que utilizaba el escaso poder que tenía para sentirse importante. Así que, ¿y qué si trató de acercarse a vos, el hermano de un socio, para hacer las paces? ¿Disculpa eso el daño que ha hecho y que seguirá haciendo? He hecho a nuestro pueblo un gran servicio al quitarlo de en medio, Miguel.

– ¿Y poco importa que hayáis destruido a Geertruid, que era mi amiga?

– Oh, ella no está acabada, Miguel. Es una ladrona y una fullera. Conozco a las de su calaña y os puedo asegurar que se las arreglará muy bien. Es una astuta mujer que aún goza de gran belleza. El año próximo, por estas fechas, será la esposa de algún burgués de Amberes o la amante de algún príncipe italiano. No debéis preocuparos por ella. Después de todo, soy yo quien ha perdido los tres mil florines. Hubiera podido devolverme algo.

Miguel se limitó a menear la cabeza.

– Estáis furioso por otra cosa, imagino. Habéis ganado algo de dinero. Os habéis librado de las deudas y aún os quedan unos bonitos beneficios, y sois el mercader más popular del Vlooyenburg… al menos de momento. Pero estáis enojado porque no habéis conseguido la opulencia que esperabais.

Miguel lo miró. Acaso le avergonzaba reconocer que, ciertamente, estaba enojado por no haber ganado cuanto creyó poder ganar.

– Entre los dos acaso hubierais logrado haceros con el mercado del café en Europa -dije yo-, pero no lo creo. Ese plan vuestro era demasiado ambicioso; la Compañía de las Indias Orientales no lo hubiera permitido. Mi intención era rescataros antes de que os excedierais. De no haberlo hecho así, en medio año hubierais vuelto a quedar arruinado. Pero, en vez de eso, habéis salido muy bien parado. ¿Acaso pensáis que porque vuestro plan con Geertruid Damhuis ha fracasado no tendréis más que ver con el café? Tonterías. Vos habéis hecho famosa esta mercancía, Miguel, y ahora la ciudad entera está pendiente de vos. Aún podéis hacer una gran fortuna. Queríais un negocio que os permitiera acabar con tantas maquinaciones, y en cambio tenéis uno que solo es un principio. Utilizadlo con sabiduría y tendréis vuestra opulencia a su debido tiempo.

– No teníais derecho a engañarme como lo hicisteis.

Yo me encogí de hombros.

– Quizá, pero os he hecho un gran bien. Tenéis vuestro dinero y, según he oído, pronto habréis de casaros. Mi enhorabuena para vos y la hermosa novia. Decíais que queríais una esposa y familia, y ahora tendréis ambas cosas por mí. Acaso no habré sido vuestro amigo más sincero, pero siempre he sido el mejor que teníais.

Miguel se levantó de la silla.

– Un hombre ha de hacer su propia fortuna, no ser utilizado como una pieza del ajedrez. Jamás os perdonaré.

Dado que se había presentado en mi casa con la intención de matarme, que nunca me perdonara se me antojó una notable victoria.

– Algún día me perdonaréis -dije yo- y aun me daréis las gracias. -Pero ya se había ido, bajaba ya las escaleras con paso tan apresurado que casi cayó. Estaba tan borracho que tardó unos minutos en encontrar la puerta. Oí ruido de botellas que se rompían y un mueble caer, pero eso poco significaba para mí. Cuando se fue le pedí a Roland que dijera a la moza que ya podía salir de su escondite. Annetje estaba mucho más hermosa ahora que yo cuidaba de ella. Sabía que era mejor que Miguel no la viera en mi casa, pues su rostro radiante era un testimonio inconfundible de que yo era mejor amante, y era esta una información de la que acaso fuere mejor proteger a sus frágiles sentimientos en tan delicado momento.

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