10

Miguel se reunió con Geertruid en el Tres Sucios Perros, una taberna cercana al muelle donde atracaban grandes barcos cargados con codiciadas mercancías. El día era cálido e inusualmente soleado, de modo que Miguel se detuvo a contemplar el resplandor de los barcos a la luz del puerto. Algunos de los navíos eran grandes monstruos procedentes de puertos de todos los lugares del mundo, barcos cuyos capitanes se arrodillaban a rezar mientras sus pilotos maniobraban por las aguas traicioneras del puerto de Amsterdam. Eran gigantes que se contemplaban con reverencia, mas no tanta como la que un holandés sentía al contemplar los vlieboots, urcas, navíos pequeños y elegantes que manejaba con mucha más destreza una tripulación menos numerosa y que, sin embargo, llevaba cargamentos más pesados que los enormes barcos de otras naciones. Gracias en parte a estos milagros marítimos, los holandeses no solo dominaban en el comercio, sino también en el transporte, pues ¿quién no hubiera de querer que sus mercancías se transportaran en urcas holandesas cuando este tipo de transporte reducía los costes hasta un tercio?

El Tres Sucios Perros rara vez era frecuentado por judíos -su clientela la formaban las gentes que trabajaban en los depósitos de mercancías y sus propietarios- y Miguel sabía que cualquier hombre de la Nación que lo viera allí sin duda tendría sus propios secretos. Aquel lugar se había convertido en residencia habitual para Geertruid, cuyo marido había sido copropietario de uno de aquellos grandes edificios del Brouwersgracht.

Las ventanas de la taberna se habían orientado estratégicamente hacia el techo así que los rayos luminosos y marcados del sol cruzaban el oscuro interior. La mayoría de las mesas estaban ocupadas, pero el lugar no se veía abarrotado; había hombres sentados en pequeños grupos. Cerca de la puerta, alguien leía un pasquín con voz atronadora mientras una docena de hombres escuchaba y bebía.

Geertruid estaba sentada al fondo, con faldones grises y corpiño azul, modesta y anodina. Ese día no había ido a la taberna a divertirse, sino para hacer negocios, por lo que no llevaba colores vivos que pudieran llamar la atención. Chupaba una pipa y se sentaba muy arrimada a su hombre, Hendrick, que le susurró con gesto conspirador cuando vio a Miguel.

– Buenas tardes, judío -dijo el holandés con lo que hubiera podido ser una cordialidad sincera. Era un hombre astuto; podía presentarse como un villano en un momento, y al siguiente, ser el hombre más noble del mundo-. Sentaos con nosotros. ¿Cómo hemos podido arreglarnos todo este tiempo sin vos? Sin vuestra compañía estábamos tan secos como el desierto.

Miguel tomó asiento. El conocimiento de su inminente riqueza se debatía en su corazón con la irritante sensación de que Hendrick se burlaba de él.

– Parecéis contento -le dijo Geertruid-. Espero que hayáis cerrado el mes bien.

– Maravillosamente bien, señora. -Miguel no pudo contener la sonrisa.

– Oh, espero que la sonrisa de vuestro rostro signifique que pensáis hacer negocios conmigo.

– Podría significar eso también, sí -contestó Miguel. Con Hendrick allí, no se sentía inclinado a dar siquiera su nombre ni aun la hora del día-. Pero no es necesario que hablemos de tales asuntos ahora.

– ¿Qué es eso que oigo? -Hendrick se sonrió y se inclinó hacia un lado aplicando una mano a su oreja-. ¿Alguien ha dicho mi nombre? Bueno, entonces dejaré que sigan con sus cosas, pues no tengo ningún interés en asuntos de negocios. Esto es cosa de judíos, y yo tengo asuntos de cristianos de los que ocuparme.

– ¿Ir con mujerzuelas o beber? -inquirió Geertruid.

– Eso queda entre yo y el Creador.

– Entonces os veré mañana -le dijo Geertruid oprimiendo su mano con suavidad.

Hendrick se puso en pie y su cuerpo se inclinó violentamente sobre Geertruid. Se aferró a un lado de la mesa para recobrar el equilibrio.

– Sujetad esos suelos, ¿me oís, judío? Sujetadlos, digo. -Y calló por un momento, como si esperara que Miguel sujetara los suelos.

Una mujer que viera a su sirviente o su amante en semejante estado hubiera gritado de ira o enrojecido de vergüenza, pero Geertruid ya se había vuelto hacia otro lado, atraída por la historia que en esos momentos leía el hombre del pasquín. Por ello no vio que Hendrick, tras dar unos pasos vacilantes en dirección a la puerta, se volvió tan bruscamente que, por no caer, hubo de aferrarse al hombro de Miguel.

El aliento de aquel hombre musculoso era notablemente dulce para haber estado bebiendo cerveza y comiendo cebolla, pero su mostacho estaba cubierto de grasa, de suerte que Miguel reculó ante aquella perturbadora proximidad.

– La última vez que os vi -dijo directamente al oído de Miguel en un susurro-, cuando me iba, un hombre me preguntó si era conocido vuestro. Diría que era judío. Me preguntó si me interesaría ayudarlo.

Miguel miró a Geertruid, pero ella no les prestaba atención. Se estaba riendo abiertamente de algo del pasquín, junto con buena parte de la taberna.

– Diría que ese hombre era un granuja que quería rimarnos a vos y a mí -mintió Miguel. ¿De quién estaría hablando? ¿De Parido? ¿De alguno de sus espías? ¿Daniel? ¿Joachim, haciéndose pasar por judío?

– Lo que yo pensé. Además, no me gusta poner la soga al cuello de los amigos de mis amigos. No soy persona de esa calaña.

– Me alegra saberlo -musitó Miguel.

Hendrick le dio otra palmadita en el hombro, pero esta vez con más fuerza, casi como un golpe, luego se fue dando tumbos hacia la salida, derribando una mesa y luego otra.

Miguel pensó si acaso no debiera haberle dado las gracias por la información y, como tan amenazadoramente había dicho él, por no haberle puesto la soga al cuello. Pero Miguel no tenía intención de andar dando las gracias a gente de la calaña de Hendrick por el daño que no hacían.

– Bueno, bella dama -dijo Miguel para llamar la atención de Geertruid-. Tenemos mucho de qué hablar, ¿no es cierto?

Ella se volvió hacia Miguel, sonriendo con expresión sorprendida, como si hubiera olvidado que había alguien más sentado a la mesa.

– Oh, senhor, estoy deseando oír lo que tenéis que decirme. -Geertruid unió las manos. De pronto su ojo izquierdo empezó a agitarse por puro nervio-. Con un poco de fortuna, habréis estado pensando en el café tanto como yo.

Miguel pidió una cerveza mientras Geertruid sacaba una pequeña bolsita de cuero que contenía el tabaco dulce que le gustaba.

– Lo he hecho -dijo él-. Me habéis seducido con vuestra propuesta.

Ella le sonrió.

– ¿De verdad?

– No he podido dormir pensando en ello.

– No sabía que mis ideas tuvieran tan gran efecto sobre vos.

El mozo colocó una jarra ante Miguel.

– Bien, entonces hablemos de los detalles.

Geertruid terminó de cargar la pipa, la encendió con ayuda de la lámpara de aceite de la mesa y se inclinó hacia delante.

– Me encanta hablar de detalles -dijo con voz susurrante. Chupó de la pipa, expulsando blancas nubes de humo hacia delante-. Sin embargo, no fingiré que me sorprende teneros de mi lado. Supe desde el principio que erais mi hombre.

Miguel rió.

– Bien, antes de proceder creo que deberíamos aclarar algunos detalles. Si he de hacer negocios con vos, me gustaría conocer antes las condiciones.

– Las condiciones dependerán de vuestro plan. Porque tenéis un plan, ¿no es cierto? Sin una idea fundada, mi capital difícilmente podrá tener buen uso.

Una risotada sincera brotó de la garganta de Miguel, aunque sus emociones eran mucho más intensas de lo que demostraba. Geertruid tenía el capital. Aquello era exactamente lo que quería oír.

– Señora, he diseñado un plan tan ingenioso que no daréis crédito a vuestros oídos. Esta idea mía… -Negó con la cabeza-. Yo mismo casi no puedo creerlo.

Geertruid dejó la pipa a un lado. Apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia Miguel.

– Contádmelo todo.

Así que Miguel se lo contó todo. Le habló de su idea con una lucidez que desconocía en su persona: desde los primeros detalles del plan hasta las diferentes facetas de su ejecución y su conclusión, en extremo compleja y, sin embargo, elegantemente simple. Su lengua hablaba con fluidez, acaso a causa de la cerveza, pero lo cierto es que en ningún momento tartamudeó o se atascó. Tenía la elocuencia de un orador así que, antes de haber llegado siquiera a la mitad de su exposición, supo que se la había ganado.

Cuando terminó, Geertruid permaneció en silencio unos momentos. Finalmente, se recostó contra su silla.

– Notable. -La mujer se aventuró a dar un sorbo a su cerveza. Luego otro sorbo y levantó la vista como quien se ha quedado dormido sin querer y de pronto despierta-. Habéis dejado chicas mis expectativas más optimistas. ¿Creéis que algo semejante pueda funcionar? Porque… bueno, habláis en unos términos tan descomunales… Me cuesta hacerme a la idea.

Miguel se descubrió sonriendo como un imbécil. Su vida se estaba transformando ante sus propios ojos. ¿Cuántas veces permanece un hombre estúpidamente al margen mientras su vida cambia de forma, sin sospechar siquiera que esté sucediendo nada fuera de lo normal? Pero que un hombre consiguiera la gloria con un plan propio y supiera el momento preciso en que esa gloria se iniciaba… era algo que gustaba saborear.

– Tenemos un importante acuerdo entre manos, es cierto. Tenemos que planificarlo todo al detalle. Será menester contratar agentes, al menos una docena, para que actúen en nuestro nombre allí donde nosotros no podamos intervenir. Se trata de coordinación. Pero, una vez hecho, el negocio se cuidará solo.

Ella dio una palmada sobre la mesa… no demasiado fuerte, pero sí lo bastante para que la jarra vacía de Miguel se tambaleara.

– Por la gracia de Dios, este plan vuestro es… ¡Oh, ni siquiera sabría decirlo!

– Sin embargo… -Miguel se aclaró la garganta antes de continuar, haciendo un gran esfuerzo por borrar la sonrisa de su rostro. Después de todo, aquello era un tema muy serio-. Sin embargo, hará falta dinero. Es necesario que aclaremos esta parte del acuerdo. -Aquel era el momento que había estado temiendo. ¿Habría hablado Geertruid solo para impresionarlo o tenía realmente acceso a tanto capital como insinuaba? Sin dinero no podían hacer nada.

La mujer tomó su mano con suavidad, como si tuviera miedo de que cayera y se hiciera añicos.

– Llevo el suficiente tiempo siendo mi propia dueña para saber que el dinero solo es uno más de los elementos del negocio. No penséis que, por el hecho de que yo ponga el dinero, eso repercutirá en vos. Propongo que vayamos al cincuenta por ciento. Incluso invirtiendo todo el capital del mundo, no podría hacerlo sin vos. ¿No es así como se hacen las cosas en esta ciudad, no es eso lo que la ha convertido en lo que es? Si dominamos el mundo es porque hemos diseñado sociedades anónimas, empresas y asociaciones comerciales para compartir el riesgo. -Oprimió la mano de Miguel con fuerza-. Y la riqueza.

– El caso -terció Miguel algo vacilante- es que yo no puedo hacer ningún movimiento en mi nombre… debido a ciertas pequeñas deudas. Si esos molestos acreedores supieran del negocio, podrían plantearme ciertas exigencias que acaso nos acarrearan gran daño.

– Entonces utilizad mi nombre, puro y limpio como el de un niño. No importa el nombre que usemos.

– Por supuesto -concedió él-. Quizá deberíamos ser muy francos en cuanto al grado de unidad y comprometernos a no revelar este asunto a nadie, ni siquiera a nuestros amigos más íntimos.

– Os referís a Hendrick. -Geertruid rió-. Él apenas comprende la naturaleza de una transacción tan simple como comprar un pastel de ciruela. Jamás pondría a prueba su intelecto con un asunto como este, aun si no fuera un secreto. No tenéis que preocuparos por eso. E incluso si se enterara de algo y lograra entenderlo, nunca se lo diría a nadie. No encontraré hombre más leal que él.

Miguel calló unos momentos pensando cómo expresar adecuadamente su siguiente preocupación.

– Todavía no hemos hablado de las exigencias de este plan ni del alcance de vuestros medios.

– Mis medios tienen sus límites -concedió Geertruid-. ¿Cuánto necesitamos?

Miguel habló con rapidez, deseando resolver cuanto antes esta parte, la más difícil.

– Creo que, para realizar estas tareas, no serán menester más de tres mil florines.

Miguel esperó. Un hombre podía vivir muy cómodamente durante un año con tres mil florines. ¿Es posible que Geertruid tuviera tanto a su disposición? Su marido le había dejado una herencia de cierto valor, pero ¿llevaba la vida de una mujer que puede reunir tres mil florines con solo pedirlos?

– No es fácil -contestó Geertruid después de reflexionar unos momentos-, pero puede hacerse. ¿Para cuándo los necesitaréis?

Miguel se encogió de hombros, tratando con todas sus fuerzas de contener su alegría.

– ¿Un mes? -Lo mejor era actuar como si tres mil florines no fueran gran cosa. De hecho, viendo la rapidez con que Geertruid accedía, lamentó no haber pedido más. Con cuatro mil florines, habría utilizado el dinero de más para saldar algunas deudas y permitirse una cierta tranquilidad… sin duda un gasto legítimo del negocio.

Geertruid asintió muy seria.

– Haré las disposiciones necesarias para que el Banco de la Bolsa transfiera los fondos a vuestra cuenta, de modo que podáis proceder sin que nadie sepa que yo estoy en el negocio con vos.

– Sé que nunca es agradable hurgar en los asuntos de los demás, pero ahora que somos socios, y no simples amigos, comprenderéis que muestre cierta curiosidad por un par de cosillas.

– Me sorprendería si no fuera así -contestó Geertruid con alegría-. Os estáis preguntando cómo puedo disponer de una suma tan grande con tanta facilidad. -La mujer no dejó que Miguel advirtiera la menor señal de amargura. Después de todo, la pregunta era muy apropiada.

– Ya que habéis sacado el tema, debo reconocer que siento curiosidad, sí.

– No lo tengo enterrado en el sótano. He pensado desprenderme de algunos valores. Quizá necesite unas pocas semanas para asegurarme de conseguir el mejor precio, pero puedo reunir el dinero sin graves trastornos.

– ¿Queréis que sea vuestro corredor en este asunto?

Ella dio una palmada.

– Sería un placer. Me libraríais de una pesada carga. -Pero entonces entrecerró los ojos-. Aunque me pregunto si debo. Sé que teméis a vuestro perverso Consejo. ¿Realmente deseáis hacer algo en público que pueda poner de manifiesto nuestra asociación más de lo necesario?

– El Consejo no es perverso, solo peca por exceso de celo. Pero entiendo a qué os referís. ¿Tenéis alguna otra persona a quien recurrir?

– Yo me encargaré de todo. -Geertruid echó la cabeza hacia atrás y miró al techo, luego volvió a Miguel-. Debe de ser la voluntad de Dios la que nos ha reunido, senhor. Me tenéis admirada.

– Pronto el mundo se admirará de los dos -repuso él.


Este plan, este fruto de su mente, a Miguel se le antojaba tan simple que no acertaba a creer que nadie hubiera pensado en ello antes. Por supuesto, se necesitaban ciertas condiciones. Un hombre tiene que moverse en el momento preciso en la vida de una mercancía, y aquel era el momento -eso lo sabía con una feroz certeza- para el café.

Primero, Miguel lo arreglaría todo para que trajeran por mar un gran cargamento de café a Amsterdam -un cargamento tan grande que desbordaría el mercado, que en aquellos momentos era escaso y especializado-, en este caso, noventa barriles. Nadie sabría nada de tal envío, de modo que el elemento sorpresa era fundamental. Para sacar provecho del secreto, Miguel compraría una gran cantidad de opciones de venta que le garantizarían el derecho a vender a un precio predeterminado de unos 33 florines por barril.

Cuando se corriera la noticia de la existencia del cargamento, el precio del café caería en picado, y Miguel sacaría unos buenos beneficios por la diferencia de precios. Aun cuando eso únicamente serviría para ir abriendo boca, sería solo el primer plato del gran festín que le esperaba. Para entonces Miguel y Geertruid ya habrían contratado agentes que llevaran sus asuntos en la docena aproximadamente de Bolsas europeas más activas en la importación de mercancías: Hamburgo, Londres, Sevilla, Lisboa, Marsella y varias otras que habría de seleccionar cuidadosamente. Cada agente conocería su trabajo, pero ignoraría que formaba parte de un entramado más amplio.

Unas semanas después de que su cargamento llegara a Amsterdam, cuando el resto de Europa supiera que el mercado del café estaba desbordado y los precios hubieran caído en todas las Bolsas, sus agentes actuarían. Cada uno de ellos compraría todo el café del mercado a aquellos precios bajados artificialmente. Actuarían todos a la vez -aquella parte del plan era tan brillante que solo de pensarlo le daban ganas de vaciar la vejiga-. Si a Londres llegaba la noticia de que un solo hombre estaba tratando de comprar todo el café de Amsterdam, allí los precios subirían vertiginosamente y resultaría excesivamente caro hacerse con él. Era imprescindible que actuaran todos a la vez. Antes de que nadie comprendiera lo que estaba pasando se habría hecho con todo el café de Europa. Él podría fijar los precios que quisiera, y estarían en disposición de imponer las normas a los importadores. Tendrían el poder más buscado, un raro regalo sobre el que se construyen fortunas incalculables: un monopolio.

Para mantener el monopolio era menester una cierta pericia, pero podía hacerse, al menos durante un tiempo. Sin duda, la Compañía de las Indias Orientales, que importaba el café, podría romper el monopolio de Miguel sobre el café, pero solo si conseguía incrementar de manera importante la presencia de café en los mercados europeos. Es cierto, la Compañía tenía plantaciones en Ceilán y Java, pero aún habrían de pasar varios años antes de que las cosechas les permitieran disponer de cantidades importantes, y vaciar sus almacenes de Oriente hubiera significado sacrificar un mercado de mucha más importancia. La Compañía no tendría ningún motivo para entrar en acción durante un tiempo; se contentaría con mirar y esperar. Plantaría, acumularía. Y solo cuando tuviera el suficiente café para romper su monopolio, golpearía.

Que golpee, pensó Miguel. Antes tendrían que pasar cinco, diez, puede que incluso quince años. La Compañía tenía la paciencia de una araña; y para cuando actuara, Miguel y Geertruid serían inmensamente ricos.

Pero, acaso el ma'amad se enteraría de la asociación entre Miguel y Geertruid mucho antes. ¿Qué podía decir si Miguel había donado antes decenas de miles de florines a la caridad? Solo unos meses separaban a Miguel de una riqueza con la que la mayoría de los hombres solo pueden soñar, pero ya podía sentirla en su mano y conocer su sabor. Y era delicioso, desde luego.

Tan grande era su entusiasmo que, aquella misma noche, cuando estaba tumbado en su lecho y recordó que había olvidado por completo reunirse con Joachim Waagenaar como tenía pensado, solo sintió una débil punzada de pesar.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Hablo demasiado de mí mismo. Lo sé. He revisado las páginas escritas y ¿qué veo salvo Alferonda y Alferonda? A semejante objeción mis lectores sin duda dirán «Pero, mi querido Alonzo, ¿qué materia puede haber más interesante que vuestra vida y vuestras opiniones?». Bien cierto, lectores. Me habéis convencido con vuestros gentiles argumentos. Pero hay otras materias sobre las que escribir y que fueron las que me impulsaron a escribir estas memorias.

Esto es: el café.

No hace tanto, cuando yo era un muchacho, el café era como cualquier otra esencia o fruto exótico que pudiera encontrarse en los estantes polvorientos de un boticario. Se mandaba en pequeñas dosis para enfermedades de la sangre y los intestinos. En demasía es un veneno, te decían. Incluso ahora que este elixir se extiende como una oscura marea sobre Europa, los boticarios piden a los consumidores que se moderen. En grandes cantidades, esta medicina debilita, dicen ellos. Seca la sangre, conduce a la impotencia y la infertilidad. Pero el café no hace tal cosa, os lo aseguro. Yo lo consumo en grandes cantidades, y mi sangre es tan fuerte como la de un hombre con la mitad de mis años.

Siempre se ha mirado con cierto recelo a este pobre brebaje, el mayor deseo del cual no es sino mejorarnos, hacernos más de lo que somos. Primero se conoció entre las gentes de Oriente, que recelaban de sus fantásticos efectos. Los hombres que siguen la fe mahometana rehúyen el alcohol, de suerte que no tenían conocimiento de aquellos bebedizos que mudan la disposición del hombre. Hace más de cien años, en la tierra de Egipto, el bajá convocó a los grandes imames para debatir si, de acuerdo con las enseñanzas sagradas, había que permitir o prohibir el consumo del café. El café es como el vino, declaró un imam, y por tanto está prohibido. Pero ¿quién podía estar en disposición de opinar, cuando todos ellos eran hombres que jamás habían probado el vino y no podían más que suponer? Sabían que el vino produce somnolencia en el hombre, y sin embargo el café le hace estar más despierto. Por tanto, el café no podía ser como el vino.

El café es negro, exclamó otro, y su grano, cuando se tuesta, parece fango. Mahoma prohibía comer fango, y por tanto el café estaba también prohibido. Y aun hubo otro que argumentó diciendo que, puesto que el fuego purifica, el proceso de tostar el grano no lo embrutece, sino que elimina cualesquier impurezas que pudiera tener. Al cabo, no fueron capaces de decidir si debían o no prohibir el café y lo declararon mekruh, indeseable.

Por supuesto, se engañaban. El café no es sino cosa deseable. Todo hombre desea el poder que este otorga, y cuando apareció, hubo hombres que desearon la riqueza que podía reportarles. Uno de estos, ciertamente, fue Miguel Lienzo, benefactor mío en mis años mozos. Cuánta bondad manifestó para con mi familia, previniéndonos en contra de la Inquisición cuando nadie pensaba en salvarnos. ¿Lo hizo a cambio de algún beneficio? No, no hubo beneficio alguno. ¿Actuó por amor? Apenas si nos conocía. Lo hizo, así lo creo, porque es un hombre recto y se regocija desbaratando los planes de los malfactores.

Yo no tenía ningún deseo de incomodarlo, de suerte que cuando entablé amistad con él en Amsterdam, no lo abochorné recordando el bien que había hecho a mi familia. En lugar de eso, hacía algunos pequeños negocios con él, lo acompañaba en tabernas y comedores, y estudiaba con él en la Talmud Torá.

Cuando lo veía, hablábamos de temas de poca importancia. Y entonces un día me confesó que pensaba entrar en el negocio del café. Yo sabía del café por los años que había vivido en el Oriente. Sabía que el hombre que bebe café es el doble de fuerte, el doble de sabio y el doble de astuto que el hombre que de él se abstiene. Sabía que el café abre puertas en la mente.

Y sabía de otros asuntos también. Sabía cosas que aún no estaba preparado para revelar a mi amigo el senhor Lienzo. Y no porque deseara su fracaso, oh, no. Nada parecido. Si guardé para mí mis secretos fue porque quería que triunfara, y tenía muchas razones para pensar que aquella nueva empresa del café era justo lo que yo necesitaba.

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