Durante su breve exilio, Miguel considero que haría mejor en evitar a los otros judíos del vecindario. Sus miradas y cuchicheos le hubieran agriado la victoria. Los hombres que sufrían destierros temporales con frecuencia se escondían en sus casas hasta que volvían a ser libres para llevar sus asuntos. Acechaban como ladrones, cerraban los postigos, comían sus alimentos fríos.
Miguel tenía mucho que hacer y no podía permitirse pasar el día escondido en el sótano. Envió una nota a Geertruid, diciendo que deseaba reunirse con ella por la tarde. Sugirió el Becerro de Oro. Aquel desagradable tugurio donde hablaron por vez primera del café no era de su agrado, pero al menos sabía que el primo de Geertruid no servía a otros judíos, y en su día de cherem necesitaba intimidad. Geertruid le envió otra nota proponiendo otra taberna próxima a los almacenes. Como prometía ser igualmente oscuro, Miguel mandó una nota aceptando.
Después de mandar notas a sus agentes, Miguel preparó un cuenco de café y por un instante consideró sus necesidades más apremiantes: cómo conseguir quinientos florines para completar la cantidad que Isaías Nunes quería. En lugar de reunir el dinero que faltaba, acaso podría transferir a Nunes los mil que le quedaban para el final de la semana. Nunes no se daría cuenta o al menos no podría hablar de ello hasta que empezara la siguiente semana. Siendo hombre de natural cobarde cuando se trataba de asuntos tan desagradables como una deuda, no sería capaz de plantar cara a Miguel y le mandaría una nota pidiendo la cantidad pendiente, y entonces -puesto que Miguel no tenía intención de hacer caso de la misiva- mandaría otra nota unos días más tarde. Miguel contestaría dando a Nunes la vaga esperanza de que el dinero llegaría en cualquier momento. Mientras no se encontrara con él podía alargar la fecha de pago durante semanas antes de que Nunes estuviera lo bastante enojado para amenazarle con un juicio o con el ma'amad. Sin duda, el asunto de los quinientos florines no era tan apremiante como había creído.
Ya de mucho mejor talante, se solazó con un panfleto de Pieter el Encantador que solo había leído un par de veces. Ni tan siquiera había tenido tiempo de poner a hervir el agua para el café cuando Annetje apareció en la escalera con la cabeza ladeada en un gesto impío que Miguel tomó por lujuria. No estaba de un humor particularmente amoroso, pero tenía toda la mañana por delante y no había razón para no animarse un poco. Sin embargo, Annetje solo había bajado a decirle que la senhora lo esperaba en el salón.
¿Y por qué no había de mandar llamar a Miguel para que hablara con ella? Nunca lo había hecho antes, pero no veía nada impropio en tener una relación de amistad con el hermano de su esposo. Daniel estaría en la Bolsa, y no era menester que supiera nada aun si hubiere sido impropio, que no lo era. Y, por supuesto, fiaba en el silencio de Annetje. Si acaso la criada estuviera pensando en una traición, tenía pozos más hondos adonde acudir.
Miguel entró, ataviado con sus austeras ropas holandesas, e hizo una ligera reverencia. Sus ojos estaban hundidos y, bajo ellos, la piel se veía oscura, cual si no hubiera dormido desde hacía días.
– ¿Sí, senhora? -dijo con voz hastiada, pero encantadora-. ¿Me honráis pidiendo mi presencia?
Annetje permaneció a su espalda, sonriendo como una alcahueta.
– Moza -le dijo Hannah-, trae mi cofia amarilla, la de las piedras azules.
– Senhora, hace un año que no usáis esa toca. No sé dónde pueda estar.
– Entonces harás bien en empezar a buscarla -contestó ella. Seguramente, Annetje la reprendería por aquello, le diría que no estaba bien hablarle de esa forma, amenazarla y burlarse de ella. Pero Hannah ya pensaría en ello cuando pasara. Por el momento, la moza no osaría desobedecer delante de Miguel.
– Si, senhora -replicó con un tono que sonó del todo sumiso, antes de retirarse dócilmente de la habitación.
– Es mejor encomendarle una tarea por que no se quede pegada a la cerradura -dijo Hannah.
Miguel tomó asiento.
– Es una buena moza -contestó Miguel distraído.
– Estoy convencida de que vos lo sabéis mejor que yo. -Hannah notó que se ruborizaba-. Debo agradeceros que hayáis aceptado sentaros en mi compañía, senhor.
– Soy yo quien debiera daros las gracias. La conversación con una bella dama me ayudará a pasar el tiempo mejor que con libros y papeles.
– Había olvidado que tales cosas están a vuestro alcance. Pensé que acaso estuvierais solo y en silencio, pero vuestro saber os libera del aburrimiento.
– Debe ser terrible no poder leer -dijo él-. ¿Lamentáis que haya de ser así?
Hannah asintió. Le complacía la suavidad de su voz.
– Mi padre no consideraba apropiado que yo y mis hermanas adquiriéramos conocimientos, y sé que Daniel piensa otro tanto, si acaso tuviéramos una niña, aun cuando he oído decir al rabino senhor Mortera que una hija puede aplicarse a unas lecciones para las cuales la esposa no tiene tiempo. -Alzó la mano para colocarla sobre su pecho, pero acaso lo pensó mejor. Hannah era consciente de que sus carnes se apretaban contra las ropas y, aun cuando era una sensación que de ordinario la reconfortaba, no deseaba que Miguel la viera solo como una mujer que se hincha por causa de su preñez.
– Dicen que no es así entre los tudescos -continuó Hannah, esperando no parlotear como una necia-. Sus mujeres aprenden a leer y se les permite estudiar los libros sagrados traducidos a las lenguas vulgares. Creo que es mejor.
Una extraña emoción le recorría todo el cuerpo, como si se hubiera arrojado desde lo alto de un puente o al paso de una carreta veloz. Jamás había osado expresar cosas semejantes en voz alta. Por supuesto, Miguel no era su esposo, pero era el hermano de su esposo, y eso solo parecía ya bastante peligroso.
Él la miraba. De primero, Hannah creyó ver ira en sus ojos así que se recostó con rigidez contra la silla pensando que la reprendería, pero lo había malinterpretado. Las cejas de Miguel se alzaron levemente, con una leve sonrisa en los labios. Hannah vio sorpresa, humor, puede que incluso deleite.
– Jamás habría pensado que tuvierais tales opiniones. ¿Las habéis discutido con vuestro esposo? Bien pudiera ser que os permitiera aprender un tanto.
– Lo he intentado -dijo ella-, pero vuestro hermano no desea oírme hablar de materias de las que nada sé. Me preguntó cómo puedo opinar sobre algo cuando soy una completa ignorante.
Miguel soltó una risa desabrida.
– No podéis culparle por sus ideas.
El rostro de Hannah se tornó encarnado, pero enseguida echó de ver que Miguel no se mofaba de ella, sino de Daniel, y rió también.
– ¿Puedo pediros un favor? -dijo ella, y el sonido de sus propias palabras la incomodó. Había pensado esperar antes de mencionarlo, pero estaba impaciente y nerviosa. Mejor decirlo ya.
– Por supuesto, senhora.
– ¿Podría probar una vez más ese café-té que me dejasteis probar? -¿Qué otra cosa podía hacer? No osaba robar más de la menguante bolsa de Miguel, y ya se había comido todo el grano que cogió. Además, ahora que sabía que era una bebida y no un alimento, no le parecía tan placentero triturar los granos con los dientes.
Miguel sonrió.
– Será un placer, siempre que recordéis que habréis de guardar silencio. -Y entonces, sin esperar respuesta, tocó la campanilla y Annetje acudió con mayor presteza de la que cabría esperar de quien andaba buscando entre los arcones de Hannah. La moza miró a los ojos a Hannah, pero solo Miguel se dirigió a ella, y le recordó cómo preparar la bebida. Cuando la moza se fue, Hannah se notaba la cara ardiendo, pero casi estaba convencida de que Miguel no lo había notado… o si acaso, hacía que no lo notaba, lo cual era casi igual de bueno.
Hannah se solazaba en el calor de las atenciones de Miguel. Él le sonreía, la miraba a los ojos, la escuchaba cuando hablaba. Así es como sería tener un marido que la amara, pensaba. Así es como deben de sentirse las mujeres de las obras literarias cuando hablan con sus amados.
Aun así, Hannah sabía que aquello no era sino fantasía. ¿Cuánto tiempo podría seguir hablando con él? ¿Cuánto antes de que Miguel se recuperara de su mal paso y se mudara a una nueva casa, dejándola sola con su esposo? Bueno, sola no, claro. Estaría, si Dios quiere, su hija, y esta hija -su hija- sería su salvación.
– Si hubiereis de casaros de nuevo -le preguntó-, ¿permitiríais que vuestras hijas aprendieran?
– Voy a seros sincero, senhora, jamás lo he pensado. Siempre he leído que al género femenino no le interesaba el saber y se alegraba de poder ahorrarse los grandes trabajos del estudio, pero ahora que me decís que no es así, vería esta cuestión con nuevos ojos.
– Entonces vos y yo somos de un mismo parecer.
Cuando se mudaron a Amsterdam, Daniel estuvo muy ocupado con sus estudios, aprendiendo su antigua lengua y la Ley, y Hannah pensó que ella haría otro tanto. Si era judía, había de saber lo que significa ser judía. No podía saber cómo vería aquello su esposo, pero tenía la esperanza de que el interés que demostraba lo predispondría en su favor. Estuvo pensando en las palabras durante días, imaginando conversaciones en su cabeza. Finalmente, una noche de sabbath, cuando ya se habían entregado al mitzvah de las relaciones maritales, Hannah decidió que no encontraría a su marido más somnoliento, saciado y de mejor humor en ningún otro momento.
– ¿Por qué no se me ha instruido en la Ley, senhor? -preguntó.
La respiración de Daniel solo se alteró muy levemente.
– He pensado -prosiguió hablando apenas en un susurro- que acaso también yo podría aprender a leer y entender el hebreo. Y aun el portugués.
– Y a transformar varas en serpientes y a dividir las aguas del mar -repuso él, dándole la espalda en el lecho.
Hannah se quedó inmóvil, rechinando los dientes por la ira y la vergüenza. Acaso Daniel sintió cierto remordimiento por despreciarla pues unos días más tarde le puso en las manos dos brazaletes de plata.
– Eres una buena esposa -le dijo-, pero no debes desear más de lo que corresponde a la esposa. El saber es cosa de hombres.
– Debe de ser -decía en aquellos momentos a Miguel- que el saber no está vedado a la mujer, pues de ser así, los tudescos no lo permitirían. Y tienen nuestra misma Ley, ¿no es cierto?
– No está vedado -explicó Miguel-. He sabido que incluso hubo grandes talmudistas entre las mujeres en el pasado. Algunas cosas pertenecen a la Ley; otras, a la costumbre. Está escrito que la mujer puede sentir la llamada de la Ley, pero su modestia debiera impedirle acudir a ella. Pero ¿qué es modestia? -preguntó él, como si descalificara la pregunta ante sí mismo-. Estas mujeres holandesas nada saben de ella, y sin embargo no parecen inmodestas.
Annetje llegó en ese momento con los cuencos de café. Hannah aspiró su aroma y la perspectiva de beber le hizo salivar. Más que el sabor, lo que le gustaba era la forma en que le hacía sentirse. De haber sido ella estudiosa, habría podido desentrañar cualquier punto de una ley. De haber sido mercader, hubiera superado en arrojo a cualquier hombre en la Bolsa. En aquel momento, se llevó de nuevo el cuenco a los labios y probó aquella deliciosa amargura que invariablemente llevaba su pensamiento a Miguel. Este es el sabor de Miguel, dijo entre sí: amargo y acogedor.
Hannah esperó a que Annetje, que lanzó toda suerte de miradas de connivencia, saliera antes de volver a hablar.
– ¿Puedo preguntar qué ha sucedido entre vos y el Consejo?
Miguel abrió la boca sorprendido, como si hubiera dicho cosa prohibida, pero también pareció complacido. Acaso su descaro le resultara excitante. ¿Cuánto descaro debiera mostrar?
– No ha sido nada importante. Se me ha interrogado sobre conocidos de los negocios. En el Consejo hay a quien no agrada la gente con quien hago tratos, de modo que me han impuesto este cherem de un día como amonestación. Demasiadas preguntas viniendo de tan bella mujer.
Hannah volvió el rostro para que él no viera el rubor que cubría sus rasgos.
– ¿Acaso sugerís que una mujer no debiera hacer tales preguntas?
– En modo alguno. Me deleita la curiosidad en la mujer.
– Acaso -sugirió ella- os deleitáis en la curiosidad de la mujer de igual forma que os deleitáis en desafiar al Consejo.
Miguel sonrió cordialmente.
– Puede que tengáis razón, senhora. Jamás me he preocupado por la autoridad y me complace desafiarla… ya se trate de la autoridad de un marido, o del ma'amad.
Hannah sintió que se sonrojaba de nuevo, pero esta vez sostuvo su mirada.
– Cuando estuvisteis casado, ¿os gustaba que vuestra esposa os desafiara?
A Miguel le dio risa.
– Las más de las veces -dijo-. Si he de ser sincero, soy hombre tan dado a ceder ante la autoridad como cualquier otro. Lo que no es razón para que no cuestione las cosas. De no haber pensado esto, acaso hubiera seguido el ejemplo de mi padre y nunca hubiera estudiado los caminos de nuestra raza, pues eso es lo que más admiro de las enseñanzas de los rabinos. Todo debe cuestionarse y discutirse, mirarse desde todos los ángulos posibles, examinarse y verse a la luz. Los parnassim y hombres como… bueno, muchos hombres que conozco olvidan esto. Quieren ver las cosas como siempre las han visto y jamás preguntan si podría ser de otra forma.
– ¿Y es vuestro aprecio por desafiar las cosas la razón por la que se os convocó ante el ma'amad? Mi esposo dice que profanasteis la Ley.
– Según lo veo yo, senhora, está la Ley y está la costumbre, la cual la mayoría de las veces no es sino fábula. En tanto que diga a los parnassim lo que desean oír, todo irá bien.
– ¿Y qué quieren oír? -preguntó Hannah, permitiéndose la más leve de las sonrisas-. ¿Les habéis mentido?
Él rió.
– Solo un poco. No desean oír mentiras importantes.
– ¿Pero acaso mentir no es pecado?
– Os burláis de mí, senhora. Es pecado, sí, pero de naturaleza insignificante. El hombre de negocios miente continuamente. Miente para hacer tratos que lo beneficien o para propiciar unas circunstancias que le beneficien. Un hombre puede mentir para que parezca en mejor posición de la que está o peor, depende de sus objetivos. Ninguno de estos casos es igual que mentir de una forma que pueda hacer daño a otro. Estas mentiras son solo las reglas de los negocios, y esas reglas sin duda valen también cuando se trata con el ma'amad.
– Pero ¿no aplicarían esas reglas también a la esposa que habla con su marido? -Hannah solo pretendía aclarar un punto, pero en cuanto pronunció estas palabras comprendió que podían dar a entender algo que no pretendía.
– Depende del marido -señaló él.
A Hannah el estómago le dio un vuelco de miedo. Se estaba excediendo.
– Esta diferencia entre Ley y costumbre es muy confusa -dijo apresurada, esperando que la conversación volviera a materias más seguras.
– El ma'amad es un cuerpo político -dijo Miguel-. Entre los tudescos, hay rabinos que dejan los asuntos de la Ley a los políticos, pero aquí es al revés. A veces olvidan la gloria de la sagrada Torá. Olvidan por qué estamos aquí, el milagro de que seamos judíos vivos en lugar de muertos o papistas vivos. -Dio un último sorbo a su café y dejó el cuenco-. Os agradezco vuestra compañía -dijo-, pero ahora debo irme. Tengo una cita.
– ¿Cómo podéis tener una cita cuando estáis bajo el destierro?
Él sonrió cordialmente.
– Tengo muchos secretos. Como vos.
Acaso lo sabía todo… la iglesia, la viuda, todo. Mientras lo veía marchar, pensó que debía decírselo. A pesar de las consecuencias, debía decírselo. Y entonces podría hablarle también de la viuda, y su vida estaría en sus manos. Mientras daba sorbitos a su café, consideró que tener su vida en manos de Miguel no sería tan terrible.
El primero a quien Miguel vio cuando entró en la Carpa Cantarina fue a Alonzo Alferonda, su figura achaparrada estirada en un banco cual sapo, conferenciando tranquilamente con dos holandeses. Al ver a Miguel, el hombre se incorporó y se dirigió hacia él con grandes prisas sobre sus cortas piernas.
– Senhor -dijo-, me alegra saber de vuestra victoria.
Miguel miró en torno, aun cuando pensara que no había menester de preocuparse por los espías del ma'amad en un día en el cual él no formaba parte de la comunidad.
– No esperaba veros aquí.
– Desearía que bebiéramos algo para celebrar vuestra victoria sobre los fariseos.
– En otra ocasión. Tengo una reunión.
– ¿Algún recado relacionado con el negocio del café, quizá? -preguntó Alferonda.
– Este asunto del café será mi ruina. Parido me arrinconó en la Bolsa y exigió saber qué negocios tenía yo con el café. Me negué y, antes de que pudiera darme la vuelta, estaba ante el ma'amad.
– Oh, es gran fullero, pero la mejor manera de derrotarle será sin duda que prosperéis en vuestro negocio.
Miguel asintió.
– Dejad que os haga una pregunta, Alonzo. Vos sabéis del café más que yo; lleváis años bebiéndolo. He leído en un panfleto escrito por un caballero inglés que el café elimina las necesidades de la carne y, sin embargo, he estado proporcionando un poco a la esposa de mi hermano y la veo bastante exacerbada.
– ¿La esposa de vuestro hermano, decís? No os hacía yo tan pícaro. Os felicito, pues que es mujer hermosa, henchida de carnes por su preñez, así que no temáis que haya algún desafortunado resultado.
– No es mi propósito el poner los cuernos a mi hermano. Ya tengo bastantes problemas. Pero me pregunto si acaso no será el café lo que la altera.
– No podéis poner los cuernos a un hombre cuya esposa no podéis dejar encinta, pero dejemos ese asunto por el momento. Os aconsejo que no pongáis demasiada fe en esos panfletos ingleses. Esa gente escribiría lo que fuere con tal de vender pamplinas. Sin embargo, os diré una cosa que sé. Cuando la reina de Saba visitó la corte del rey Salomón, entre los presentes que le ofreció se contaba un gran arcón cargado con las más exóticas especias de Oriente. Aquella noche, cuando en palacio todos dormían, el rey Salomón estaba tan poseído de deseo que la tomó a la fuerza.
– He oído esa historia -dijo Miguel.
– Entre los turcos se cuenta que en el arcón estaba el fruto del café y que fue este el que espoleó su lujuria. Si yo fuere vos, no diera más de estos granos a la esposa de vuestro hermano a menos que deseéis seguir los pasos de Salomón.
– Solo en sabiduría.
– Siempre es sabio tomar a una bella mujer cuando no puede haber consecuencias.
– Ignoro si pudiera tenerse por sabio. Solo sé que es deseable.
– Entonces lo confesáis -dijo Alferonda dándole alegremente con el dedo en el pecho.
Miguel se encogió de hombros.
– Solo confieso saber ver la belleza cuando hay belleza y sentir un gran pesar al ver que se la ignora.
– Cristo misericordioso -gritó Alferonda-. Estáis enamorado.
– Alonzo, no sois más que una comadre chismosa que viste barbas. Bueno, dejemos a un lado estos cuentos, tengo asuntos que atender.
– Ah, esa otra amante, la viuda holandesa -dijo Alferonda-. Comprendo vuestras prisas, Lienzo. Sin duda, en vuestro lugar también yo me desairaría gustoso por ella.
Geertruid se abrió paso entre la chusma y le sonrió como si estuviera agasajándolo en su mesa. Miguel pestañeó. Por algún motivo le desagradaba la idea de presentar a Geertruid a Alferonda. Una presencia ilícita no debía coincidir con otra.
– Buenos días, senhor -dijo Miguel e hizo ademán de alejarse.
– ¡Jo, jo! -gritó Alferonda a sus espaldas-. ¿Es que no vais a presentarme a esta dama? -Y saltó hacia delante por ponerse al lado de Geertruid. Se quitó su ancho sombrero de la cabeza e hizo una profunda reverencia-. Alonzo Alferonda a vuestro servicio, señora. Si acaso hubierais de menester la ayuda de un caballero, solo tenéis que mandar en busca de vuestro humilde servidor.
– Os doy las gracias. -Geertruid esbozó una cordial sonrisa.
– Estoy seguro de que la señora dormirá mejor esta noche sabiéndolo -dijo Miguel apartándola.
– Me complacería grandemente saber más de su sueño -gritó Alferonda, pero no fue en pos de ellos.
– Qué encantadores amigos tenéis -dijo ella tomando asiento. Sí algún embarazo sentía por haber tenido que descubrir su secreto la noche antes en la fiesta de la guilda de cerveceros, no lo demostró.
– No más que vos. -Miró al otro lado de la taberna y vio que Alferonda se había ido.
Geertruid tomó una pequeña pipa de una bolsa de cuero y empezó a llenarla de tabaco.
– Bien -dijo-, vayamos a lo que nos ocupa. ¿Habéis encontrado la forma de que se nos devuelvan nuestros dineros?
Miguel no daba crédito a lo que oía.
– Apenas si he tenido tiempo de dedicarme a tal asunto. ¿No pensáis preguntar por mi actuación ante el Consejo?
La mujer encendió la pipa con la llama de la lámpara de aceite.
– Estoy segura de que triunfasteis. Tengo plena confianza en vos. Y no estaríais de tan buen ánimo de no haber salido airoso. Bueno, sobre el asunto de mis inversiones…
Miguel suspiró, enojado porque ella le agriara la victoria con su obstinación en el dinero. ¿Quién le mandaba liarse con la holandesa, con sus secretos y su capital robado?
– Sé que acordamos aguardar dos semanas -dijo ella-, pero si no halláis solución a nuestros problemas en Iberia, hemos de recuperar el dinero.
Miguel estaba decidido a no manifestar su preocupación.
– Señora, ¿dónde está vuestro espíritu aventurero? Empiezo a sospechar que antes desearíais recuperar el dinero que ver la fortuna que pudiere reportaros. Debéis confiar en que sabré resolver estas nimias dificultades.
– No confío en que las resolváis. -Y negó lentamente con la cabeza. Semejaba mismamente una Madonna en un cuadro, con el rostro gacho y los cabellos apenas colgando sobre su frente. Entonces alzó la vista y sonrió-. Y no confío en que las resolváis porque yo, necia mujer, he hallado la solución.
Demasiadas cosas habían acontecido en un solo día, y a Miguel empezaba a dolerle la cabeza. Se llevó una mano a la frente.
– No os comprendo -se quejó.
– De no apreciaros tanto, os pediría otro cinco por ciento por hacer vuestro trabajo, pero os aprecio, así que dejaremos pasar el asunto. Como suele decirse, el buen granjero se hace su propia lluvia. De modo que, mientras vos jugabais al gato y al ratón con vuestro absurdo Consejo, yo misma encontré un agente que trabajará por nuestra causa en Iberia.
– ¿Vos? ¿Habéis mandado a un agente a la nación más perniciosa de la tierra? ¿Y dónde encontrasteis a persona semejante? ¿Cómo podéis estar segura de que no nos traicionará?
– No temáis. -Ella chupó su pipa con visible satisfacción-. Lo encontré a través de mi abogado en Amberes, ciudad que, como bien sabéis, mantiene fuertes vínculos con España. Se me ha asegurado que puedo fiarle mi propia vida.
– Vuestra vida no corre peligro, esperemos que podáis confiarle vuestro dinero. Si la Inquisición sospecha que es agente de un judío, habrán de torturarlo hasta que lo confiese todo.
– Eso es lo mejor. Desconoce por completo que trabaja para un judío, tan solo sabe que trabaja para una encantadora viuda de Amsterdam. No puede traicionar lo que no sabe, y sus movimientos no habrán de suscitar sospechas pues incluso a sus ojos no hace nada reprensible.
La mujer se había embarcado sin miramientos en un plan sin consultarle, pero Miguel no acertaba a ver fallo alguno en sus acciones. Hacía apenas unos instantes se lamentaba de haber trabado relación con ella, pero en aquel momento recordó por qué la apreciaba tanto.
– ¿Os fiáis de ese hombre?
– Jamás le he visto, pero confío en mi abogado, y él dice que podemos confiar en él.
– ¿Y cuáles son sus instrucciones?
– Las mismas que disteis a los otros. -Se pasó la lengua por los labios, lentamente, como si pensara-. Asegurar agentes en Lisboa, Oporto, Madrid… hombres que seguirán nuestras órdenes al pie de la letra, aunque en este caso las órdenes serán solo mías. Estos agentes habrán de esperar mis instrucciones y comprar como se les indique en un momento y un lugar concretos. -Estudió la expresión de Miguel-. No podéis objetar.
No podía objetar. Y sin embargo, lo hacía.
– Por supuesto que no. Solo estoy sorprendido. Habíamos quedado que dichos planes me correspondían a mí.
Geertruid puso una mano sobre las de él.
– No os sintáis abatido -dijo con suavidad-. Os prometo que os tengo por más grande hombre que nunca, pero vi la oportunidad y hube de aprovecharla.
Él asintió.
– E hicisteis bien. -Siguió asintiendo-. Sí, todo está muy bien. -Acaso su reacción hubiera sido excesiva. ¿Qué importancia pudiera tener de dónde hubiera salido el agente? Geertruid, a pesar de sus defectos, no era mujer necia. Miguel suspiró, percibiendo el sabor del tabaco barato en el aire y saboreándolo como si fuera perfume. Un pensamiento se le vino de pronto a las mientes y se sentó muy derecho-. ¿Os dais cuenta de lo que nos ha acontecido en este momento?
– ¿Qué nos ha acontecido? -preguntó ella. Y se acomodó ociosamente en el banco, como una ramera satisfecha que espera su dinero.
– Había un obstáculo entre nosotros y nuestra riqueza, y lo acabamos de eliminar.
Geertruid pestañeó.
– Aún hemos de colocar a nuestros agentes en su lugar y confiar en que cumplan nuestras órdenes -dijo ella, como si no entendiera en absoluto el plan de él.
– Una mera formalidad -le aseguró Miguel-. Acaso el banco de la Bolsa nos ofrecerá un crédito ilimitado puesto que somos ricos. Ahora solo hemos de esperar a que el resto del mundo reconozca lo que nosotros sabemos. -Se inclinó y acercó sus labios a los de ella tanto como no osara hacerlo desde la noche que ella lo rechazó. No le importaba el cherem, ni Joachim, ni tan siquiera haber perdido el dinero de ella. Aquello no eran más que detalles, y los detalles pueden encontrar arreglo-. Ya somos ricos, señora. Hemos ganado.