25

Aunque aún guardaba cama, aquella noche Hannah tomó su sopa y conversó pausadamente con su esposo. Miguel y Daniel mostraban ya alivio, aun cuando la tormenta todavía no había pasado. Miguel había hecho cuanto pudo por no cruzarse con Daniel, pero aquella noche Annetje bajó a decirle que su hermano deseaba verlo en su estudio. Lo encontró encorvado sobre su mesa, garabateando a la luz de una buena vela. Otras tres o cuatro velas parpadeaban por la corriente que entraba por una ventana abierta. Daniel había estado fumando un tabaco acre, y Miguel sintió un dolor que iba en aumento en su cabeza.

– ¿Cómo se encuentra tu esposa? -preguntó Miguel.

– Lo peor ha pasado, y ya no temo por su vida. Estos sustos, lo sabes, pueden ser fatales para los delicados humores de la mujer, sobre todo en su estado. Pero el médico dice que no hay peligro para su vida.

– Me alegro. Es terrible.

Daniel aguardó un momento. Tomó una pluma y volvió a dejarla.

– Es terrible, sí. ¿Qué sabes de ello, Miguel?

Aun cuando había considerado en cómo responder a tal pregunta buena parte del día, Miguel no sabía muy bien qué podía decir para suavizar las cosas. ¿Querría Daniel una confesión o solo que lo tranquilizara?

– No lo sé con certeza -dijo al fin.

– Pero tienes una idea. -Era una afirmación, no una pregunta.

– No puedo decir que no sepa nada, pero no tengo manera de saberlo con certeza.

– Tal vez debieras hablarme de tus sospechas.

Miguel negó con la cabeza.

– Sería impropio que especulara. No es correcto hacer acusaciones cuando no puedo demostrar nada.

– ¿Demostrar nada? -Daniel golpeó la palma contra la mesa-. ¿Acaso la cabeza de un cerdo no demuestra nada? Recuerda que estás viviendo en mi casa, y que tus acciones han puesto en peligro a mi familia. A punto he estado de perder a mi mujer y a mi hijo en el día de hoy. Insisto en que me comuniques tus sospechas.

Miguel suspiró. No quería aventurar sospechas descabelladas, pero no podía decirse que no lo hubieran obligado.

– Muy bien. Sospecho de Salomão Parido.

– ¿Qué? -Daniel lo miró con gesto incrédulo. Se olvidó de acabar de chupar la pipa y el humo salió flotando ociosamente desde su boca-. Debes de haber perdido el juicio.

– No, es justamente el tipo de ardid que puede esperarse de una mente vil como la de Parido, y creo que tú sospechas de él tanto como yo. Ha estado intrigando en mi contra, y ¿qué mejor modo de ensuciar mi nombre que dejando esa cosa en mi puerta como si yo fuera el responsable?

– Es ridículo. Tus conclusiones exigen una deformación excesiva de la razón. ¿Por qué había de hacer tal cosa el senhor Parido? ¿Dónde habría de conseguir un hombre recto como él un animal impuro?

– ¿Tienes alguna forma mejor de explicar este desatino?

– Sí -dijo Daniel, con el gesto solemne de un juez-. Creo que le debes a alguien una gran cantidad de dinero. Creo que esta deuda acaso sea resultado del juego o algún acto criminal, lo cual explicaría que la persona a quien debes el dinero no pueda acudir a un tribunal. Esta abominación en el porche de mi casa es una advertencia para que pagues o afrontes la más desagradable de las consecuencias.

Miguel se concentró en no dejar que su rostro reflejara nada.

– ¿Y cómo has llegado a una conclusión tan fantástica?

– Inevitable -dijo Daniel-. Hannah encontró una nota liada y colocada en el interior de la oreja del cerdo. -Hizo una pausa por estudiar acaso la reacción de su hermano-. La ocultó en su bolsillo por motivos que desconozco, pero el médico la encontró y me la mostró con gran preocupación. -Detrás de él había un estante del cual cogió un pequeño pedazo de papel que presentó a Miguel. El papel era viejo y estaba roto (se conoce que lo habían arrancado de algún documento) y en él había manchas de sangre. Miguel apenas si logró entender la letra, salvo unas palabras en holandés: «Quiero mi dinero» y, unas líneas más abajo: «mi esposa».

Miguel lo devolvió.

– Desconozco su significado.

– ¿Lo desconoces?

– Por completo.

– Tendré que informar del incidente al ma'amad, el cual sin duda querrá investigar. De todos modos no podemos mantenerlo en secreto, demasiados vecinos han visto a Hannah alterada.

– ¿Sacrificarías a tu propio hermano por ayudar a Parido a cumplir su venganza particular? -Miguel habló con tal vehemencia que por un instante olvidó que las circunstancias señalaban a Joachim como el culpable más probable-. He dudado de tu lealtad y siempre me he fustigado por pensar que pudieras favorecer a ese hombre por encima de tu carne y tu sangre, pero ahora veo que no eres más que una marioneta para él. Él tira de las cuerdas y tú bailas.

– Mi amistad con el senhor Parido nada tiene que ver con mi lealtad.

– Lo aprecias más que a tu hermano.

– No tiene por qué haber aquí competencia. ¿Por qué habría de escoger a uno u otro?

– Porque él te ha obligado a escoger. Me sacrificarías por ese hombre y lo harías sin vacilar.

– Entonces es que nada sabes de mí.

– Yo creo que sí -dijo Miguel-. Contéstame sinceramente. Si hubieras de elegir entre los dos, ponerte definitivamente del lado de uno o del otro, ¿considerarías siquiera un momento en ponerte de mi lado?

– Me niego a contestar a tu pregunta. Es un desatino.

– Entonces no contestes -dijo Miguel-. No te molestes.

– Exacto. No tengo por qué molestarme. ¿Para qué hablar de elegir? El senhor Parido me ha demostrado su bondad en la amabilidad con que ha tratado a nuestra familia, sobre todo después del agravio contra su hija.

– No hubo agravio alguno. No fue sino un asunto sin importancia y no hubiera tenido consecuencias tan duraderas de no ser porque Parido perdió el juicio. Jugueteé un poco con su criada, y la hija lo vio. ¿Por qué montar tanto alboroto por nada?

– Eso era un agravio, y un agravio importante -replicó Daniel secamente-. Si el senhor Parido siente cólera por la afrenta cometida contra su hija, no puedo culparle, pues a punto has estado de hacer ese mismo mal a mi hijo no nacido.

Miguel iba a contestar, pero se tuvo. Detrás de todo aquello había algo que él ignoraba.

– ¿Qué mal? -preguntó-. Tuvo un disgusto. Eso no es nada.

– No debiera haber hablado. -Daniel apartó la mirada.

– Si sabes algo debes decírmelo. Si fuera necesario, preguntaré al mismo Parido.

Daniel se llevó una mano a la frente.

– No, no hagas eso -insistió-. Te lo diré, pero no debes decirle que lo sabes o que lo has sabido por mí.

A pesar del miedo, Miguel hubiera podido sonreír. Daniel iba a traicionar a Parido, aunque solo fuera por salvar sus carnes de las llamas.

– Antonia sufrió un daño mayor del que el senhor desea que nadie sepa. Cuando la joven entró en la habitación y te vio en ese acto innombrable con la criada, se desmayó.

– Lo sé -dijo Miguel con malhumor-. Yo estaba allí.

– Sabes ya que se golpeó la cabeza. Lo que desconoces es que ella y su esposo de Salónica han tenido un hijo idiota, y que los médicos dicen que es por causa de aquella herida. Solo puede tener hijos idiotas.

Miguel se pasó una mano por la barba y respiró profundamente por las narices. ¿Antonia no podía alumbrar hijos sanos? No acertaba a ver la relación entre la caída y aquello, pero él, no era médico que pudiera resolver tales enigmas. Sin embargo, ya sabía lo bastante para adivinar el resto. El hijo idiota de Parido ya era bastante vergüenza para él, y Antonia era su única esperanza de perpetuar la familia, sobre todo porque la había casado con un primo de nombre Parido. El parnass era hombre de natural irascible. ¿Cuánta ira reservaría para el hombre al cual tenía por responsable de la ruina del futuro de su nombre?

– ¿Cuánto hace que sabes esto?

– No más de un año. Y te ruego que recuerdes que no debes decir que te lo he dicho.

Miguel hizo un gesto de desaire con la mano.

– Nadie me lo había dicho. -Se levantó de su silla-. ¡Nadie me lo había dicho! -repitió, esta vez mucho más fuerte-. Parido tiene muchos más motivos para odiarme de lo que hubiera podido pensar y, sin embargo, no dijiste nada. ¿Y dudas que él haya enviado a ese cruel mensajero para herirme? Tu lealtad es tan absurda como tus creencias.

– No deseo escuchar tales mentiras sobre Salomão Parido.

– Entonces no tenemos nada más que hablar. -Miguel bajó con prisa la estrecha escalera y casi cayó. En su cólera casi se había convencido a sí mismo de que la única explicación posible a la cabeza de cerdo era Parido. ¿Podía acaso quedar alguna duda de que, movido por su ira y su deformado sentido de la rectitud, haría cualquier cosa para perjudicar a Miguel? Maldito fuera su hermano por pensar otra cosa.

Desde el húmedo sótano escuchó el familiar crujido de las maderas del suelo cuando su hermano se vistió y salió de la casa. No haría más de un cuarto de hora que se había ausentado cuando Annetje bajó y le entregó una carta. Iba dirigida a Daniel y llevaba un círculo rojo en la esquina.

La nota era del corredor, y en ella pedía la confirmación de que Daniel deseaba apoyar el negocio de su hermano. Era una carta formal, pero al final había una línea que intrigó a Miguel.


Siempre habéis sido un hombre respetado en la Bolsa, y vuestra amistad con Salomão Parido es mejor garantía de la que un hombre pudiera desear. Debo decir que, debido a vuestros recientes reveses y los rumores de insolvencia, he vacilado antes de tener vuestra garantía por suficiente para respaldar el negocio de vuestro hermano. A pesar de ello apostaré por la inteligencia de Miguel Lienzo y vuestro honor.


Así que Daniel estaba endeudado. Eso explicaba por qué insistía en recuperar el dinero enseguida. Bueno, no importaba. Miguel escribió una respuesta y la entregó a la moza para que la enviara. Ella vaciló un momento y, al insistir Miguel, dijo que la senhora había solicitado su compañía.

Hannah estaba incorporada en la cama con la cabeza liada en un paño azulado, y la piel pálida y cubierta de sudor. Estaba cómodamente tumbada en esa cama suya, una cama como Dios manda, lo bastante larga para que cupiera en ella tumbada cuan larga era, no como esa miniatura que torturaba a Miguel. Aquella se había construido con una elaborada estructura de roble que se elevaba por encima del lecho. Entre los holandeses opulentos aquellas camas se estilaban mucho por entonces, y Miguel se prometió que compraría una para sí en cuanto dejara la casa de su hermano.

No había cortinas que apartar en el dosel, así que Hannah estaba a la vista, con los ojos muy abiertos y pesarosos.

– Deberíamos hablar enseguida -dijo con gesto grave, aunque no acusador-. Ignoro dónde pueda haber ido vuestro hermano o cuándo pueda volver.

– Creo que sé adónde ha ido -comentó Miguel-. Ha ido a ver a Parido.

– Pudiera ser.

Miguel dio un paso hacia ella.

– Solo quería decir que lamento lo que os ha pasado, y que os hayáis trastornado. Nunca quise que sufrierais ningún mal. Os lo juro.

Ella sonrió levemente.

– Vuestro hermano ha exagerado esto más de lo necesario. Tuve miedo un instante, pero enseguida me recuperé. He notado que la niña se movía todo el día, como hace siempre. Por eso ya no tengo ningún temor.

La niña, pensó Miguel. ¿Osaría especular sobre el género de su hijo ante Daniel? ¿Acaso se permitía hablar con Miguel en términos más íntimos que con su esposo?

– Siento un gran contento en saber que no habéis sufrido ningún daño importante.

Solo lamento no haber podido hacer más. Encontré una nota. Ignoro lo que pudiera decir, pero la escondí pensando que acaso pudiera perjudicaros. Vuestro hermano me la quitó.

– Lo sé. No tiene importancia.

– ¿Sabéis quién ha dejado esa cosa espantosa ahí fuera?

Miguel negó con la cabeza.

– Ojalá lo supiera, pero aun así, os doy las gracias por vuestros esfuerzos. Siento haberme portado tan mal -dijo respirando con dificultad-. Desearía discutir ese asunto con vos. Acaso en otra ocasión. Cuando hayáis reposado. -No lo había planeado, pero en aquel momento le tomó la mano y la sujetó con fuerza. La piel estaba fría, y era suave.

Miguel esperaba que ella lo rechazaría, que lo castigaría por aquella imperdonable presunción, pero en cambio lo miró como si aquel gesto de devoción fuera la cosa más normal del mundo.

– Yo también siento… haber sido tan débil… pero no sé hacerlo mejor.

– Entonces tendremos que enseñaros aquello que queréis saber -le dijo afablemente.

Hannah volvió la cabeza un momento, ocultándola en la almohada.

– Debo preguntaros una cosa más -dijo Miguel, acariciando la mano de ella- y os dejaré descansar. Mencionasteis a la señora Damhuis. ¿Qué más queríais decirme?

Hannah permaneció inmóvil, acaso haciendo que no lo había oído. Finalmente, volvió el rostro hacia él, con los ojos enrojecidos.

– Ni yo misma lo sé. Ella estaba hablando con unos hombres cuando la vi, y apenas miré. Pero pareció pensar que yo había visto algo que no debiera haber visto.

Miguel asintió.

– ¿Conocíais a los hombres? ¿Os parecían hombres de la Nación, o portugueses, o alguna otra cosa?

Ella negó con la cabeza.

– Ni siquiera sabría deciros eso. Creo que eran holandeses, pero acaso uno de ellos fuera de la Nación. No estoy segura.

– ¿No los conocíais? ¿Jamás los habíais visto?

– Creo que uno de ellos era su sirviente, pero no estoy segura. -Negó con la cabeza-. Senhor, estaba demasiado asustada para ver nada.

Miguel conocía muy bien aquella sensación.

– Os dejaré que durmáis -dijo. Sabía que no debía hacerlo, se dijo que no debía hacerlo, que se arrepentiría, que solo le traería problemas. Pero lo hizo. Antes de dejar suavemente la mano de Hannah sobre la cama, se la llevó con dulzura a los labios y la besó-. Y gracias, senhora.

Miguel no esperó una respuesta y salió con gran prisa de la habitación, temiendo encontrarse con su hermano por la escalera, aunque no sucedió tal cosa.


Hannah cerró los ojos, sin saber qué pensar, ni cómo. Miguel la había perdonado. Él la entendía. Había tomado su mano y la había besado. ¿Acaso osaría esperar más que aquello? Oh ¿qué había hecho ella para merecer tanta bondad? Deslizó una mano sobre el reconfortante vientre, acariciando a su hijo no nacido, su hija, a la cual protegería de todos los malos que la amenazaban.

Cuando abrió los ojos, vio a Annetje inclinada sobre ella. Su rostro estaba inmóvil, con el mentón alzado, los ojos apenas dos estrechas líneas. ¿De dónde había salido? Hannah no la había oído subir las escaleras. Esa moza siempre lo hacía, siempre entraba y salía de las habitaciones como un fantasma.

– Se lo habéis dicho -dijo Annetje, tan bajo que Hannah apenas pudo oírla.

Por un momento pensó en mentir, pero ¿qué bien le haría eso?

– Sí -dijo-. Se me antojó importante que lo supiera.

– Zorra estúpida -siseó-, os dije que cerrarais la boca.

– No debes enojarte conmigo -dijo Hannah, odiándose a sí misma por su voz suplicante, pero había cosas mucho más importantes que ese insignificante orgullo suyo-. El médico dijo que debía calentarme un poco si no deseo perder al niño.

– Que el diablo se lleve a ese niño -dijo Annetje-. Que se lleve a esa criatura junto con todos vosotros, paganos judíos. -Se acercó un paso más.

Hannah se aferró a la colcha para protegerse.

– Él no nos traicionará.

Annetje estaba muy cerca y la miraba con sus fríos ojos, verdes como los de un espíritu maligno.

– Aun si no lo hiciera, ¿acaso creéis que la viuda hará honor a su silencio? Y ¿acaso pensáis que él es tan sabio que pudiera no traicionaros, aun sin querer? Sois una necia, y no debiera permitirse que tengáis un hijo a vuestro cuidado. He venido aquí con la intención de clavaros este cuchillo y matar a ese hijo podrido que lleváis.

Hannah abrió la boca con espanto y se encogió.

– Oh, tranquila. Sois miedosa como un conejo. Vine aquí con esa intención, pero he cambiado de idea, así que no es menester que os mováis de esa forma. Solo espero que sabréis agradecerme que no me cobre un castigo más severo. Y mejor será que el senhor demuestre igual maña guardando secretos que descubriéndolos, porque si os traiciona, podéis estar segura de que no os ayudaré. Si es menester, le diré a vuestro marido cuanto sé, y así os iréis todos al infierno.

Annetje salió apresuradamente de la habitación. Hannah escuchó sus pies golpear torpemente contra los escalones y luego un portazo.

Hannah respiró hondo. Notaba la sangre latirle en las sienes y trató de aplacar su angustia. Pero, mucho más que el miedo, sentía gran confusión. ¿Por qué había de importarle tanto a Annetje si Miguel sabía lo de la viuda? ¿Qué podía importarle a ella?

Hannah se estremeció. ¿Cómo no lo había visto antes? Annetje estaba al servicio de la viuda.


Dos días más tarde, el médico permitió a Hannah levantarse del lecho, pero se respiraba una atmósfera terriblemente tensa en la casa. Cruzaban muy pocas palabras entre sí, y Miguel procuraba ausentarse en lo posible. El día de sabbath se invitó él mismo a la casa de un mercader de las Indias Occidentales con quien mantenía una relación amigable.

Sin embargo, no todo fue tan amargo. Miguel había recibido un mensaje de Geertruid diciendo que se ausentaba para visitar a unos parientes de Frisia. Volvería pronto, pero entretanto había sabido que su hombre en Iberia se había asegurado agentes en Oporto y Lisboa, y se dirigía ahora a Sevilla, donde tenía por seguro que sus diligencias culminarían con éxito. La noticia era buena, aun cuando a la luz de la historia de Hannah resultara un tanto turbadora. ¿Qué secreto pudiera tener Geertruid que debiera ocultar a su socio? ¿Podía confiar en ella? ¿Tenía otra alternativa?

Había recibido unas pocas notas de Isaías Nunes, a quien empezaba a resultar dificultoso encontrar palabras que expresaran adecuadamente su irritación. Quería sus quinientos florines, y los lazos de amistad que lo frenaban estaban cada vez más maltrechos. En cambio, Miguel redactaba sus respuestas sin dificultad, haciendo vagas promesas de acción inmediata.

Entretanto, el precio del café seguía subiendo, a causa, suponía Miguel, de la influencia de Salomão Parido. Adquiría acciones de compra anticipando una subida y hacía correr la noticia. En la Bolsa de Amsterdam eso bastaba para mover los precios. Comerciantes que apenas sabían ni qué era el café empezaban a apostar por su aumento continuado.

Pero Miguel aún ignoraba cuál pudiera ser el plan de Parido. ¿Convencería a su asociación de negociantes para que ejecutaran sus acciones de compra y compraran grandes cantidades de café, haciendo así más difícil aún conseguir el monopolio? Un movimiento semejante destruiría el valor de las acciones de venta de Miguel, arruinando la oportunidad de que saldara sus deudas y endeudándolo más con su hermano. Pero la estrategia de Parido habría de ser aprobada por todos los miembros de su asociación, y los más de ellos no estaban dispuestos a hacer planes con el solo propósito de avergonzar a un rival. La adquisición de acciones de compra haría subir más los precios y, puesto que el mercado se habría hinchado artificialmente, la asociación tendría grandes trabajos para vender consiguiendo algún beneficio. Acaso Parido no tendría el respaldo de su asociación, aunque sin duda saber que Miguel había perdido sus inversiones sería suficiente contento para él.


Aquella tarde, en el Urca, Miguel topó con Isaías Nunes, el cual le sonrió a la manera de un niño culpable. Miguel había dado en beber café casi toda la jornada y se sentía capaz de cualquier cosa, de suerte que se acercó al mercader y lo abrazó cordialmente.

– ¿Cómo estáis, amigo mío?

– Justo el hombre que andaba buscando -dijo Nunes, sin el menor rastro de irritación.

– Oh, ¿para qué?

A Nunes le dio risa.

– Quisiera poder tener vuestro desparpajo, Miguel. Pero venid conmigo un momento, quiero que veáis una cosa. -Condujo a Miguel a la parte más recogida de la taberna, cerca de una ventana, y bajo la débil luz extendió un pedazo de papel que se sacó de su capote. Era su contrato con Miguel.

– Detesto ser tan puntilloso con vos -dijo-, pero he de llamar vuestra atención sobre algunos detalles.

Miguel había estado paseando junto al canal lleno de optimismo: ya tenía sus acciones de venta (aunque las había adquirido de forma ilícita con dinero de su hermano), Joachim ya no era problema (si se decidía a soltar a Hendrick), los agentes ya estaban donde debían (si acaso pudiera confiar en su socia)… pero en aquel instante, confinado en la oscura taberna, la energía del café empezó a obrar en su contra. Quería moverse, pero le costaba respirar. Las palabras no brotaban de su boca con la prontitud de otras veces.

– Sé lo que deseáis decirme, amigo mío, pero si solo quisierais…

– Escuchad primero lo que tengo que deciros y luego yo os escucharé a vos. Es lo justo, ¿no os parece? -Nunes no esperó la respuesta-. Veis lo que aquí está escrito, por supuesto. -Alisó el contrato y señaló unas cuantas líneas pulidas y redactadas apretadamente-. Dice que pagaréis la mitad del coste de la entrega a petición del agente, que soy yo, cuando dicho coste sea exigido por el proveedor, el cual es la Compañía de las Indias Orientales.

Miguel asintió con impaciencia.

– Entiendo los términos…

– Por favor. Dejadme hablar. -Nunes cogió aire-. Habéis visto lo que pone. Aquí pone que el dinero ha de pagarse cuando la Compañía lo exija, no en la fecha de entrega. La Compañía puede exigir el pago cuando acepta vender la mercancía y entregarla en la fecha más cercana posible. ¿Lo entendéis?

– Por supuesto, lo entiendo -dijo Miguel-, y tengo toda la intención del mundo de conseguiros esos quinientos florines que faltan. Sé que ha sido menester que adelantéis ese dinero de vuestra bolsa, pero no dudéis que llegará.

– Estoy seguro. Solo quería que comprendierais bien los términos del contrato porque he recibido ciertas noticias inquietantes.

Aquel asunto del contrato le había irritado, pero Miguel comprendió que Nunes iba por otro camino.

– ¿Cuán inquietantes?

– Espero que no demasiado. -Su voz era firme y mantenía la espalda muy recta, como quien espera un golpe-. Temo que vuestro cargamento se retrase.

Miguel golpeó la mesa.

– ¿Retrasarse? ¿Por qué? Pero ¿cuánto tiempo?

– Un asunto desafortunado, pero sabéis que solo puedo plantear mis peticiones a hombres embarcados en navíos de la Compañía de las Indias Orientales. El barco que se nos había prometido cambió sus planes por voluntad de la Compañía. No irá hacia Moca y por tanto no podrá conseguir el café. ¿Qué hacer ante tamaño infortunio?

Miguel se llevó las manos a la cabeza. Por un instante temió que acaso se desmayaría.

– Retrasado -musitó, y entonces se quitó las manos de la cara y se aferró a los bordes de la mesa. Miró a Nunes y se obligó a esbozar una sonrisa desencajada-. ¿Retrasado, decís?

– Sé que os parecerá muy mala señal, pero acaso no sea tan malo como pensáis -dijo Nunes enseguida-. Mi hombre en la Compañía me dice que nos conseguirá la mercancía. Solo que habrá menester algo más de tiempo. Yo solicité que se pospusiera el pago, pero el contrato, tal y como os he mostrado, solo dice que deben enviar la mercancía en el primer barco que consideren apropiado, y es la Compañía quien decide lo que más le interesa.

– ¿Cuánto tiempo? -la voz se le quebró, y hubo de repetir la pregunta, de nuevo forzando una sonrisa. No se atrevía a manifestar sus miedos, pero sintió que una sensación hormigueante de pánico se extendía rápidamente por sus extremidades. Los dedos se le entumecieron, y se puso a flexionar las manos como si se le hubieran dormido.

Nunes ladeó la cabeza haciendo como que calculaba.

– Es difícil precisarlo. Son tantos los detalles que han de tomarse en consideración cuando se trata de organizar un cargamento… Han de encontrar un barco que haga la ruta en cuestión y asegurarse de que tiene el suficiente espacio en las bodegas. Os preocupaba mantener en secreto la mercancía, cosa que imagino no habrá cambiado, y eso es algo que no todos los barcos aceptan. Cada detalle ha de planificarse con el mayor cuidado.

– Por supuesto, lo comprendo. -Alzó su mano y se la pasó con torpeza por la cabeza-. Pero podéis haceros una idea. -Su sombrero cayó al suelo, y Miguel se agachó para recogerlo.

– Hacerme una idea -repitió Nunes, tratando de no alterarse ante el evidente nerviosismo de Miguel-. En estas circunstancias, en ocasiones puede llevar incluso un año hacer todas las diligencias, pero he escrito ya algunas cartas y he pedido que se me compense por ciertos favores. Espero tener vuestro cargamento dos o tres meses después de la fecha original. Acaso algo más.

Dos o tres meses. Acaso aún pudiera evitar el desastre. Teniendo ya a los agentes dispuestos, sin duda podría retrasarlo todo ese tiempo. Sí, no había razón para que no pudieran retrasarlo. Unos meses no tenían importancia en el plan general, no si al cabo conseguían su café. Y, dentro de unos años, se reirían de esos dos o tres meses.

Pero estaba también el asunto de sus inversiones, las opciones de compra, que dependían de la llegada del cargamento, las cuales había adquirido con dinero de su hermano.

Miguel había apostado mil florines por la bajada del precio del café y, si no había ningún café que desbordara el mercado, no tendría forma de manipular los precios. Si perdía el dinero del café meses antes de que llegara el cargamento, en comparación con lo que se le echaría encima, su ruina anterior se le antojaría un mero inconveniente. Y cuando todos supieran que había comprometido a su hermano sin su consentimiento, su nombre se convertiría en sinónimo de engaño. Aun cuando lograra evitar un juicio, jamás podría volver a hacer negocios en la Bolsa.

– Hay otra cosa. -Nunes suspiró-. Como sin duda sabréis, desde que iniciamos este negocio, el precio del café ha subido. El café ha subido a 0,65 florines la libra, lo que suman treinta y nueve florines por tonel. Por supuesto, ya lo sabéis; vos comprasteis opciones de compra y demás. En cualquier caso habréis de pagar otros quinientos diez florines, la mitad de los cuales necesitaré de forma inmediata junto con los quinientos que ya me debíais. En caso contrario habréis de reducir el pedido de noventa a setenta y siete barriles para cubrir la diferencia de precios.

Miguel agitó la mano en el aire.

– Muy bien -dijo. Aunque se arriesgara a contraer una deuda mayor ya no podía perder nada más-. He de conseguir esos noventa barriles al precio que fuere.

– ¿Y el dinero? Detesto insistir tanto, pero yo mismo me hallo un tanto desbordado, no sé si me entendéis. Si acaso tuviere yo un pequeño espacio para mis propios asuntos, no os molestaría, pero en estos momentos 755 florines significan demasiado para mí.

– Justamente acababa de hablar con mis socios. -Le pareció que farfullaba, pero había pronunciado semejantes mentiras en tantas ocasiones que tenía la certeza de poder decirlas de nuevo, y de forma convincente, aun en sueños, si ello fuera menester. Dio una palmada y se frotó las manos vigorosamente-. Por supuesto, habré de hablar con ellos de nuevo. Van a llevarse una gran decepción, pero les gustan los desafíos acaso tanto como a mí.

– ¿Y el dinero?

Miguel apoyó una mano en el hombro de Nunes.

– Me prometieron poner el dinero en mi cuenta no más tarde de mañana. O pasado. Os prometo que recibiréis vuestro dinero.

– Muy bien. -Nunes se desembarazó de los brazos de Miguel-. Lamento el retraso. Estas cosas a veces suceden. Sin duda tuvisteis en cuenta la posibilidad de un retraso al hacer vuestros planes…

– Por supuesto. Por favor, tenedme informado si hubiera cualquier novedad. Tengo muchos asuntos que atender.

De pronto, a Miguel la taberna se le hacía insoportablemente calurosa, así que salió de allí con grandes prisas y no vio a Joachim hasta que lo tuvo a unos pocos metros. Si acaso fuera posible, el hombre tenía peor semblante que la última vez que se vieron. Llevaba las mismas ropas, las cuales estaban más sucias. La manga de su capote estaba rota del puño hasta casi el hombro, y el cuello estaba manchado de sangre.

– Siento no haber tenido mucho tiempo para vos últimamente -dijo Joachim-, pero he estado ocupado. -Se tambaleó un tanto, y su rostro se tornó bermejo.

Miguel no se detuvo a considerar, contemplar o medir. Negras nubes de odio enturbiaban su visión. Sentía una gran rabia, espoleada por el café, que mudaba sus humores en cosa negra y maligna. En aquel instante dejó de ser él para transformarse en una bestia, ajena a todo pensamiento racional. Se abalanzó sobre Joachim y lo empujó con fuerza con las dos manos, sin detenerse.

Aquello le hizo sentirse bien. La sensación de tener un frágil cuerpo contra sus manos… y entonces Joachim ya no estaba, había dejado de existir. Miguel se sintió dichoso, jubiloso. Se sintió como un hombre. Con un simple empujón había hecho desaparecer a Joachim de su vida.

Solo que Joachim no estuvo desaparecido mucho tiempo. Miguel pretendía seguir camino, pero por el rabillo del ojo echó de ver que su enemigo había caído al suelo con más dureza de la que pretendía. Estaba caído de costado, como un pescado sobre una cubierta resbaladiza.

Miguel se detuvo. Joachim estaba muerto. Solo un hombre muerto podía estar en aquella postura, flácido, inmóvil, derrotado.

Miguel luchó por liberarse de la bruma de incredulidad. Todas sus esperanzas se habían esfumado en una única acción. ¿Qué podía esperar ahora? Juicio y ejecución, escándalo y vergüenza. Él, un judío, había matado a un holandés; y la ruindad del holandés no lo eximiría.

Entonces Joachim se movió. Se movió brevemente y, con la espalda hacia Miguel, se incorporó. Una multitud de curiosos se había congregado en torno, y todos contuvieron la respiración cuando vieron su rostro, el cual se había golpeado con dureza contra la calle de ladrillo. Se volvió lentamente para mostrar la herida a Miguel.

La piel de su nariz parecía desgarrada, también en la punta. No había grandes cantidades de sangre, pero brotaba esta de forma continuada, y la visión de suciedad y sangre hizo que Miguel se mareara. Joachim miraba directo al frente y permanecía inmóvil, cual si estuviera ante un grupo de jueces. Luego, tras unos momentos, escupió sangre y lo que acaso fuera la parte mayor de uno de los preciosos dientes que le quedaban en su boca.

– El judío ataca al pobre mendigo y sin motivo -oyó que decía una mujer-. Llamaré a los guardias.

La sensación de alivio se evaporó. Si lo arrestaban por atacar a un holandés sin motivo -y había muchos testigos que testificarían que así fue-, el ma'amad no tendría más remedio que dictar el cherem, y esta vez no sería temporal. Todo estaba arruinado.

Con la salvedad de que Joachim lo salvó. Joachim tuvo el poder de destruirlo en sus manos y no lo usó. Miguel no se hizo ilusiones. Sabía que su motivo era solo poder seguir torturándolo. Un Miguel destruido no le haría ningún servicio.

– No es menester que venga nadie -gritó Joachim con palabras lentas y torpes. Estaba borracho, sin duda, aun cuando era evidente que la herida de la boca le dificultaba considerablemente el habla-. Me contentaré con arreglar este asunto en privado. -Dio un paso al frente algo vacilante y escupió otra masa espesa de sangre-. Creo que debiéramos marcharnos rápidamente -le dijo a Miguel- antes de que alguien decida llamar a la ley a pesar de mis esfuerzos por protegeros. -Puso un brazo sobre los hombros de Miguel, como si fueran compañeros heridos recién llegados del campo de batalla.

Joachim hedía a vómito, excrementos, orines y cerveza, pero Miguel lo pasó por alto. No osó manifestar repugnancia ante la multitud en tanto que ayudaba al pobre tullido.

Caminaron en dirección a la Oude Kerk con paso lento y decidido. Miguel no podía permitirse la tensión de temer por que alguien los viere. Solo deseaba seguir moviéndose.

Cuando estuvieron bajo la sombra de la iglesia, Joachim se apartó de Miguel y se apoyó contra el edificio, sujetándose a las ranuras de la piedra.

– No era menester que me atacarais -le dijo. Se llevó la mano libre a la mejilla y luego miró la sangre.

– ¿Acaso no me habéis amenazado con matarme en repetidas ocasiones? -repuso Miguel tajante.

– Yo solo os había salido al encuentro, y vos me derribasteis. Me pregunto qué diría ese ma'amad vuestro de llegar a oídos suyos este incidente.

Miguel miró en derredor, como si la inspiración pudiera hallarse por allí escondida. Solo veía ladrones, rameras y obreros.

– Estoy cansado de vuestras amenazas -dijo Miguel débilmente.

– Tal vez, pero ¿qué importancia puede tener ello ahora? Tratasteis de ayuntaros con mi esposa. Me habéis atacado. Acaso debiera ir directamente al hombre que mentasteis, Salomão Parido.

– No estoy de humor para esto -dijo Miguel con hastío-. Jamás he tocado a vuestra esposa. Decidme lo que queréis, y así podremos concluir esta conversación lo antes posible.

– Quiero lo que siempre he querido… mis quinientos florines. Hubierais podido dármelos por ser lo más justo, pero ahora que tengo algo que deseáis, estoy dispuesto a tomar el dinero a cambio.

– ¿Y qué tenéis vos que desee?

Joachim se limpió algo de sangre con la manga.

– Mi silencio. Habéis hecho de corredor para un gentil y habéis tratado de ayuntaros con una cristiana. Y aún más, os he visto con vuestra amiga. Sé dónde ella consigue su dinero, y me pregunto si ese tal ma'amad no estaría interesado en saberlo.

Joachim acaso lo hubiera visto con Geertruid, pero ¿cómo podía saber que quitaba el dinero a los hijos de su esposo? No tenía sentido, pero no tenía ánimo para tratar de averiguar cómo sabía Joachim lo que sabía… Solo deseaba que aquella conversación se acabara.

– No discutiré con vos.

– Tenéis mucho que perder -dijo Joachim con voz neutra-. Estoy seguro de que encontraréis la forma de conseguir el dinero. Lo tomaréis prestado, lo robaréis… no me importa, mientras me lo deis.

– Vuestras amenazas no tienen ningún valor y no cambiarán nada.

Miguel se dio la vuelta y echó a andar con rapidez, pues por alguna razón intuía que Joachim no le seguiría. Las manos le temblaban, y hubo de concentrarse para asegurarse de que caminaba bien. Aquella jornada su suerte no podía haber sido más negra, pero a pesar de todo estaba totalmente seguro de que Joachim no acudiría al ma'amad. De haber querido arruinarle, hubiera dejado que la mujer llamara a la guardia. Pero si castigaban a Miguel, el juego se acababa, y echaba de verse que Joachim le había cogido el gusto. Se había alimentado de sus heridas, había revivido pronunciando nuevas amenazas. Era lo único que le quedaba.

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