26

Miguel necesitaba a Geertruid. Poca importancia tenían ya los secretos que pudiera ocultarle… ¡que tuviera sus secretos, él también tenía los suyos! Necesitaba su dinero, no su honradez. Si lograba sacarle otros mil florines, acaso fuera suficiente para salvarse. Podía pagar a Nunes y comprar más opciones de venta para contrarrestar las opciones de compra de Parido. Con un poco de suerte, aún podía hacer cambiar la marea sobre el precio del café. Y entonces utilizaría esos beneficios, no para saldar sus deudas como había planeado, sino para restituir la inversión original de Geertruid. No era todo lo que hubiera querido, pero con otros mil florines o aun mil quinientos si fuera posible, acaso el terreno se allanaría.

Aunque hubo una suerte de desacuerdo, Miguel pensó que su mejor oportunidad la tenía en el repulsivo Becerro de Oro. De modo que se encaminó hacia allí con grandes prisas y encontró al gordo tendero, Crispijn, casi solo, sentado en una banqueta detrás de la barra, sorbiendo de un cuenco de sopa de cerveza y ayudándola a pasar con una redundante jarra de cerveza.

– Buenos días, Crispijn -exclamó Miguel alegremente, como si fueran viejos amigos-. ¿Cómo ha ido el día?

– ¿Quién demonios eres tú? -Crispijn estudió a Miguel un momento y perdió luego el interés, rodeando nuevamente con sus grandes manazas el cuenco de sopa.

– Nos conocimos hace muchas semanas -explicó Miguel, tratando de conservar el buen tono-. Yo estaba con Geertruid Damhuis.

La frente de Crispijn se arrugó.

– ¿Ah, sí? -Inexplicablemente, el hombre escupió en su propia sopa-. Bueno, no tendré más relación con esa perra si puedo evitarlo.

– Seamos educados. -Miguel dio un paso al frente-. Ignoro qué puede haber pasado entre los dos, pero debo ponerme en contacto con ella y pensé que acaso sabríais cómo puedo encontrarla o sabríais de alguien que pudiera darme razón.

– ¿Cómo voy yo a saber la manera de ponerme en contacto con esa arpía? He oído que se ha ido al sur, y aun cuando no es lo mismo que si se hubiera ido al infierno, me tendré por satisfecho.

– Dejando las diferencias a un lado -insistió Miguel-, seguís siendo familia.

A Crispijn le dio tan fuerte risa que el cuerpo se le sacudía.

– Esa no es parienta mía, ni ganas. Cada mañana me salen del culo parientes mucho mejores que ella.

Miguel se apoyó el índice y el pulgar en la frente.

– No sois pariente suyo, ¿decís?

Otra risa, pero no tan estruendosa. Esta vez el dueño del local mostró algo semejante a la compasión.

– Se me hace que estáis confuso. No sé nada ni de mi padre, ni de mi madre. No tengo ninguna familiar en este mundo, ni primos. Quizá esa mujer sería más amable con un hombre que fuera su familia, pero no tengo yo la suerte de llamarla así.

En más de una ocasión, Geertruid lo había llamado primo. Acaso el término fuera propio de una nueva jerga que ella usara con liberalidad. Poco podía importar, y Miguel no tenía fuerzas para aclarar la confusión.

Podía intentarlo de nuevo con Hendrick. El holandés había dejado muy claro que podía encontrar a Geertruid, aun cuando no parecía dispuesto a decir cómo.

– ¿Sabéis dónde puedo encontrar a su hombre?

– ¿Hendrick? Mejor haréis huyendo de ese hombre que buscándolo -dijo el tendero-. No os entiendo, amigo. No sois rufián para andar buscando a gente como ese Hendrick, y no parece que entendierais que estáis pisando terreno resbaladizo. ¿Qué se os ha perdido con semejante bazofia?

Crispijn encogió sus pesados hombros.

Miguel comprendió perfectamente, aunque en su estado de ánimo hubiera preferido que lo pidiera directamente. Le entregó medio florín.

Crispijn sonrió.

– He oído que tiene algo planeado en el Caballo Cojo Español, una taberna de música en el extremo más apartado del Warmoesstraat. Allí estará esta noche, me han dicho, pero no muy tarde. Y si conozco a Hendrick, que lo conozco más de lo que quisiera, irá, y se habrá esfumado en un abrir y cerrar de ojos. Debéis estar allí no más tarde de la hora en que la torre toque las siete, creo. Entonces acaso podáis atraparlo, aunque creo que lo mejor sería que no.

Miguel dio las gracias en un murmullo y salió, deseando que no fuera ya tarde para hacer una visita a la Bolsa. Detestaba la sensación de haber perdido un día entero de negocio. Maldita la Compañía de las Indias Holandesas, musitó entre sí. ¿Acaso no podían haber cambiado de ruta con otro barco que no fuera el suyo? Su café hubiera podido estar de camino, y él no habría golpeado a Joachim.

Sin ningún negocio que atender, Miguel prefería no ser visto, sobre todo por Joachim. Visitó a un vendedor de libros, el cual le fió unos cuantos panfletos y un libro escrito en un portugués muy simple sobre los elementos fundamentales de la Ley sagrada que Miguel tuvo el impulso de comprar. Se lo llevaría como regalo a Hannah. No sabía leer, pero acaso aprendería alguna vez.

Tras pasar el día de taberna en taberna, leyendo sus exagerados relatos de crímenes, decidió seguir el consejo de Crispijn y fue al Caballo Cojo Español. Miguel por lo general, evitaba las tabernas de música de aquel género, las cuales servían a gentes de muy mala calaña. Una banda de tres músicos de cuerda tocaba melodías sencillas mientras las rameras iban de mesa en mesa buscando clientela. Miguel suponía que habría habitaciones en la parte de atrás y por un momento pensó en inspeccionarlas acompañado de alguna de aquellas bellezas de voluminosa delantera, con cabellos morenos y bonitos ojos oscuros, pero había ido allí a buscar a Hendrick y no se le antojó ninguna ganga perder su oportunidad por hacerse con unas purgaciones.

En una hora, las rameras ya sabían que no sacarían nada de él y se mantenían a distancia, sin hacerle caso, salvo para mirarle con el gesto torcido alguna vez. Miguel bebía con prisa y pidió repetidas veces, pensando acaso que debía pagar su sitio en cerveza por que el dueño no lo echara.

Llevaba ya casi dos horas bebiendo, y Hendrick no aparecía. Adormecido por la cerveza, Miguel pensó si no sería mejor que abandonara; aquel no era lugar para quedarse dormido, a menos que quisiera uno despertar despojado de todos sus bienes.

Levantó su jarra y la volvió a dejar. Una conversación de unas mesas más allá le llamó la atención. Algo de un cargamento, ruina, un barco perdido llamado el Abundante Providencia con un cargamento de esclavos.

Entonces algo sucedió. Un borracho se puso en pie y se volvió hacia los marineros.

– ¡El Abundante Providencia! -La saliva se le escapó de la boca-. ¿Estáis seguro?

– Ay -dijo uno de los marinos-. Lo han capturado los piratas. Malvados piratas españoles. Unos bastardos sedientos de sangre. De la peor calaña. Mi hermano era uno de los marinos que viajaban en el barco y casi no sale con vida. ¿Conocéis el barco, amigo? ¿O tenéis algún familiar a bordo?

– Lo conozco. -El hombre se llevó las manos a la cara-. Tenía acciones en él. Dios, Dios, estoy arruinado. ¡He hundido mi fortuna en un barco hundido!

Miguel miraba. Incluso en el sopor de la cerveza, la escena le resultaba conocida. No solo le recordaba su reciente infortunio con el café, sino algo más, de muchos meses antes. Era como ver su propia vida pasar ante él.

– Tal vez no esté todo perdido -dijo uno de los compañeros del marino con voz esperanzada, como la que uno usaría con un niño asustado-. Veréis, la noticia no ha llegado todavía a la Bolsa, y eso podría jugar en vuestro favor.

El accionista se volvió a este nuevo personaje. Era el único del grupo que no parecía marino. No era exactamente un hombre de clase, pero estaba por encima de sus compañeros.

– ¿Qué me decís? -preguntó el accionista.

– Que podéis sacar provecho de la ignorancia que hallaréis aún en la Bolsa. O cuando menos alguien podría. Yo estaría encantado de hacerme con esas acciones vuestras, señor, por un cincuenta por ciento de su valor. Eso sería mucho más lucrativo que perderlo todo.

– ¿Y venderlas a precio de saldo mañana en la Bolsa? -preguntó el accionista, con las palabras trabando la lengua en su boca-. ¿Y por qué no habría de hacerlo yo mismo?

– Podéis intentarlo, amigo, pero estaréis asumiendo un gran riesgo. Cuando se sepa que os habéis deshecho de vuestras acciones unas horas antes de que se difunda la noticia, todos desconfiarán de vos. Yo, en cambio, no me dejo ver apenas por la Bolsa, y podría salir de la aventura sin grandes trastornos.

El hombre nada dijo, pero Miguel echaba de ver que estaba al borde del precipicio.

– También he de añadir -dijo el futuro comprador- que no cualquiera sería capaz de vender una mercancía echada a perder con mirada de honradez. Acaso podríais encontraros dispuesto a vender y no hallaríais a nadie que os comprara por no saber conduciros como quien nada tiene que ocultar.

– Y en cambio tú lo haces muy bien eso de parecer honesto -anunció una nueva voz, heroica-, aunque tan cierto como que estoy aquí que eres un sinvergüenza.

Y allí estaba Hendrick, vestido de negro, como un hombre de negocios. Estaba en pie detrás del futuro comprador, con los brazos cruzados, con un aire de lo más caballeresco.

– Te conozco, Jan van der Dijt -anunció Hendrick-. Eres un mentiroso y un granuja. -Se volvió hacia el accionista-. Nada le ha sucedido a vuestro barco, señor. Esta gente son tramposos que se aprovechan del miedo de los inversores. Tratan de despojaros de vuestras acciones a la mitad de su precio y después hacerse con la recompensa cuando el barco llegue sano y salvo.

Los marineros y sus acompañantes se levantaron de la mesa y fueron con grandes prisas hacia la salida. El accionista se puso tenso y pareció que acaso iba a echar a correr en pos de los timadores, pero Hendrick le pasó la mano por los hombros y lo retuvo.

– Dejad que huyan -dijo tranquilizándolo-. Habéis desbaratado su plan y no podríais con tantos. Venid. -Llevó al hombre a la mesa y presionó sobre su hombro para que se sentara.

Miguel acababa de presenciar la misma escena que tuvo lugar cuando él conoció a Geertruid y se hizo su amigo. Pero su amistad era una farsa, todo era mentira. Los hombres que se habían ofrecido a comprar sus acciones no habían sido desenmascarados por Geertruid, estaban a su servicio. No había sido más que un truco para ganarse la confianza de Miguel.

Después de asegurarse de que Hendrick le daba la espalda, Miguel pagó rápidamente sus cervezas… ciertamente, pagó de más, pues quería salir de allí enseguida y sin más palabras. Buscó la puerta y se escurrió al exterior sin ser visto.

En el frío de la noche, Miguel encendió su lámpara, la cual apenas si penetraba la espesa niebla del Ij. ¿Qué significado tenía aquello? ¿Cómo había de explicarlo?

En unos momentos, lo vio todo con claridad. Geertruid había urdido algún plan que no solo implicaba ganarse su confianza por una sola noche, sino durante un período de días o semanas. Luego Miguel lo perdió casi todo cuando el azúcar cayó. Sin duda eso explicaba por qué Hendrick parecía tan inquieto cuando estaba cerca… pues no comprendía qué podía querer Geertruid de un judío que ya no tenía dinero y no les servía de nada.

De modo que Geertruid había urdido algo en lo que él les pudiera ser útil. Había urdido aquel plan del café con el fin de… de hacer ¿qué? ¿Cuál era su plan? No podía ser que hubiera planeado quitárselo todo a Miguel. Ella había puesto el dinero que, según ella misma había dicho, no le pertenecía.

Acaso tampoco perteneciera a los hijos de su difunto marido. Aquella historia, ahora lo veía, tenía el timbre falso de una mentira. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Él, que se ganaba la vida discerniendo verdad de falsedad, aun cuando ahora fuera una forma ruin de ganarse la vida. Y el café, que había de salvarle de la ruina, se revelaba ahora como un nuevo desastre. Pero ¿por qué? ¿Por qué había de adelantar dinero esa mujer o cualquier otra persona, con el fin de engañar a un hombre arruinado y hacer que se arruinara aún más?

Solo podía haber una respuesta. Solo podía haber una persona dispuesta a gastar un dinero en la destrucción de Miguel. Geertruid, concluyó con total claridad, servía a Salomão Parido.

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