Entre las sombras engañosas del crepúsculo, una figura se escurrió detrás de él, ocultándose antes de que Miguel tuviera tiempo de girarse a mirar. Una figura imprecisa acechaba detrás de un árbol, fuera de su vista. Algo cayó al canal a unos pasos de sus zancadas apresuradas. Cada calle acercaba a Miguel un poco más a su mortal confrontación con Joachim. Por el rabillo del ojo vio la mueca, espantosa de un demente, el relumbre de la hoja de un cuchillo, dos manos que se lanzaban.
La muerte no era cosa nueva para Miguel. En Lisboa había vivido bajo el terror del poder arbitrario de la Inquisición y de las bandas de villanos sedientos de sangre que recorrían las calles impunemente. En los últimos años, Amsterdam había recibido el terrible azote de la peste: el rostro de hombres y mujeres se tornaba de un púrpura oscuro, aparecían sarpullidos y la muerte llegaba en unos pocos días. Gracias a Él, bendito sea, ahora la gente fumaba mucho tabaco, pues solo este evitaba que se propagara la enfermedad. Aun así, la muerte acechaba por doquier. Miguel sabía vivir con sus incursiones indiscriminadas como el que más, pero no sabía vivir acosado.
Fue así como Joachim empezó a vencer su guerra contra la tranquilidad de su enemigo. Miguel notaba que su pensamiento se dispersaba, aun en la Bolsa. Contemplaba indefenso cómo Parido se movía entre la multitud de mercaderes, comprando futuros de café, apostando a que el precio seguiría subiendo.
Si algo sucedía y Miguel no podía controlar el precio del café, perdería dinero con sus opciones de venta, y entonces Daniel sabría que había utilizado su nombre y su dinero. ¿Y si Nunes se negaba a entregar la mercancía hasta que le pagara sus deudas? Todo se le antojaba fútil cuando en cualquier momento podía sucumbir bajo la hoja de un asesino.
Miguel sabía que no podía vivir con aquella posibilidad. Aun si Joachim no pretendiera derramamiento de sangre, ya había hecho mucho daño. Nadie podía cuestionar que Miguel debía acabar con ello. Necesitaba vivir su vida sin temor a que algún demente lo acechara.
Aun hubieron de pasar algunos días antes de que decidiera qué camino seguir, pero una vez lo decidió, su idea se le antojó sórdida y astuta a la par. Sería un tanto desagradable, pero no podía esperar ocuparse de un sujeto como Joachim sin hacer algo desagradable. Ciertamente, ese había sido el problema desde el principio. Miguel había tratado de razonar con Joachim como si fuera un hombre cuerdo, como si pensara que podía hacerle entrar en razón, pero en cada ocasión Joachim no había podido o no había querido conducirse como un hombre juicioso. Recordó un cuento de Pieter el Encantador en el cual un rufián buscaba vengarse de Pieter. Este, a quien su enemigo superaba en fuerza, hubo de contratar a un rufián más peligroso para protegerse.
En la Carpa Cantarina le dijeron que Geertruid no aparecía por allí hacía días, lo que significaba que acaso estaría ausente unos días más. En ocasiones, Hendrick la acompañaba, pero no siempre, en cuyo caso no sería menester que Miguel esperara a su regreso. En realidad, quizá fuera mejor así. ¿Por qué había de conocer Geertruid todos sus asuntos?
Pasó la mayor parte del día recorriendo las tabernas que Hendrick frecuentaba, pero hasta ya tarde no halló a su hombre, sentado a una mesa con algunos de sus rudos amigos, fumando una larga pipa que olía a una mezcla de tabaco viejo y boñigas. Hendrick había mencionado alguna vez la taberna cuando pasaban, pero jamás pensó Miguel que nada le moviera a entrar en semejante lugar. En la boca notaba el sabor de la madera podrida de las mesas, y el agua del suelo se había cubierto con paja sucia. En la parte de atrás, una chusma de hombres se divertía viendo pelear a dos ratas.
Al ver a Miguel, Hendrick dio una risotada y dijo algo por lo bajo a sus amigos, los cuales también se echaron a reír.
– Vaya, vaya, pero si tenemos ahí al mismísimo judío. -Hendrick chupó la pipa con fuerza, como si esperara que las nubes de humo engulleran a Miguel.
– Os he estado buscando -dijo Miguel-. He de hablaros un momento.
– Bebed, amigos -gritó Hendrick a sus compañeros-. Debo ausentarme un rato. Como veis, tengo una reunión importante.
Fuera de la taberna, el olor a pescado muerto del canal se le metió a Miguel en la garganta. El calor del verano había empezado a caer sobre la ciudad, y con él habían llegado también las pestilencias. Miguel respiró hondo por la boca y condujo a Hendrick hacia el callejón, en el cual había un olor algo más agradable a tierra y cerveza vieja. Un gato nervioso con un sucio pelaje blanco y una oreja mutilada les bufó, pero Hendrick respondió con otro bufido, y la bestia desapareció entre las sombras.
– Mi señora se ha ausentado, y me he habituado a que cuando mi señora Damhuis no está, tampoco esté el senhor.
– ¿Ha ido a ver a su abogado de Amberes?
– Así que, después de todo, habéis venido en su busca. -Dio un puñetazo amistoso en el brazo de Miguel.
– No, no he venido en pos de ella. -Miguel le dedicó una mirada de connivencia-. Aunque tengo curiosidad.
– ¡Ja! -ladró Hendrick-. Habéis mantenido la curiosidad a raya, ¿no es cierto, mi buen judío? Mi señora es mujer de grandes secretos: secretos para mí, para vos, para el mundo entero. Hay quien dice que es ordinaria como el pan con mantequilla, pero que tiene tantos secretos como para aparentar otra cosa.
– ¿Pero vos sabéis la verdad?
Él asintió.
– Sé la verdad.
Miguel tenía tantas preguntas sobre su socia que jamás habría esperado que hallaran respuesta. Y ahora Hendrick insinuaba que acaso pudiera responderle a todas. Pero ¿podía confiar en que el holandés no hablara de sus preguntas? El hombre gustaba de beber en demasía y tenía fama de soltar su lengua con facilidad. Aquella conversación era prueba suficiente.
– Decidme solo lo que la dama me diría -dijo Miguel al fin-. No hurgaré en secretos que ella desee guardar.
Hendrick asintió.
– Sois hombre cauto, ¿no es cierto? Lo respeto. Os gusta la señora y no haréis nada que pueda molestarla. Y creo que os gustaría de todos modos aun cuando conocierais la verdad, pues en el mejor de los casos, se trata de una verdad algo insulsa, y bien pudiera hacer saber al mundo dónde va cuando se va. Una visita a su abogado, o a su hermana, o a la viuda de su hermano no es menester que sea tan gran secreto.
– No os he pedido que me contéis nada de esto.
– Pero yo he decidido contároslo -dijo Hendrick, perdiendo el tono de ligereza de la voz- porque aun cuando adoro a mi señora Damhuis, sé que puede ser muy cruel. Toma gran deleite en atormentar a los hombres. Toma deleite en llenarlos de deseo para después despacharlos sin nada. Y también de curiosidad. Ella muda en secreto lo mundano, y todos murmuran su nombre.
– Eso no es ningún crimen -concedió Miguel, cediendo al impulso de defenderla.
Hendrick asintió.
– Judío, si hubiereis dicho lo contrario, os hubiera rebanado el pescuezo. Nadie insultará a la señora estando yo presente, pues le debo más que mi vida. Pero si os cuento todo esto es porque sé que la amáis, y que no la amaríais menos sabiendo la verdad.
Miguel tendió una mano al estilo de los holandeses.
– Os agradezco vuestra confianza.
Hendrick sonrió y la estrechó con firmeza.
– No ha habido confianza entre nosotros durante demasiado tiempo. Y quiero que eso se acabe. Vos y mi señora sois amigos, y deseo serlo también yo.
Miguel se felicitaba por su buena fortuna.
– Me alegra oíros estas palabras pues acudo hoy a vos con un delicado problema, y esperaba que pudierais asistirme.
– Solo habéis de decirlo.
Miguel respiró hondo.
– Un demente me atosiga. Este sujeto cree que le debo dinero, lo cual no es cierto, pues los dos perdimos en la misma transacción, que se realizó justamente y dentro de la ley. Ahora me sigue y ha dado en amenazarme. He sido incapaz de disuadirlo con mis razonamientos y no puedo recurrir a la ley, pues aún no me ha hecho ningún daño ni a mí, ni a mi propiedad.
– Yo la ley me la paso por los pies. La ley no os ayudará -dijo Hendrick, chupando la pipa aún alegremente-. Cuando os abra en canal podréis buscar amparo en la ley. Y ¿de qué os servirá entonces? Solo habéis de decirme su nombre, y yo me ocuparé de que nunca vuelva a hacer daño a nadie.
– He visto que sois hombre que sabe defenderse -explicó Miguel con grandes trabajos, pues le dolía alabar a Hendrick su brutalidad-. Recuerdo cuán bien actuasteis en la taberna.
– No es menester que os excuséis, amigo. Comprendo que no podéis arriesgaros a entrar en brega con un sujeto ruin. Sé que, de no ser por la estrecha vigilancia a que se os somete, un hombre como vos podría atender sus asuntos sin ayuda. Bien, solo habéis de decirme quién es.
– Su nombre es Joachim Waagenaar, y vive junto a la Oude Kerk.
– Si como decís vive junto a la Oude Kerk, imagino que puede sufrir numerosos accidentes sin que nadie se aperciba de ello. Por supuesto, y puesto que entre nosotros los sentimientos son cuales son, estas cosas cuestan un dinero. Cincuenta florines bastarían.
Miguel pestañeó varias veces, como si el precio le hubiera pinchado en el ojo. ¿Qué esperaba que hiciera Hendrick? Joachim era un demente, entonces, ¿por qué le inquietaba tanto aquella transacción?
– Es mucho más de lo que pensaba.
– Es cierto que ahora somos amigos, pero debéis admitir que estoy corriendo un riesgo por vos.
– Por supuesto, por supuesto -dijo Miguel-. No he dicho que no pensara pagaros. Solo que es más de lo que pensaba.
– Pensad lo que os plazca. Cuando decidáis, venid a verme.
– Lo haré. Y, entretanto…
Hendrick sonrió.
– Por supuesto, no diré nada a mi señora. Os entiendo perfectamente y, ahora que conocemos los secretos del otro, no es menester que dudéis de mí.
Miguel le estrechó la mano una vez más.
– Os doy las gracias. Saber que puedo confiar en vos me hace estar más tranquilo.
– Me alegra poder seros útil. -Expulsó una nube de humo y volvió a la taberna.
Una leve neblina había empezado a extenderse: el tiempo perfecto para que un villano acechara entre las sombras. La llovizna se mezclaba con su sudor, haciendo que se sintiera torpe y pesado con sus ropas. Sin embargo, haber hablado con Hendrick le tranquilizaba. Tenía opciones, podía urdir una trama. Joachim no había ganado.
Acaso, pensó, no fuera menester que Hendrick descalabrara a Joachim. Ahora que casi había hecho el encargo, la brutalidad de una acción semejante se le hacía insoportable. Si era posible, lo evitaría. Al fin y al cabo, no había buscado a Hendrick para dañar a Joachim, solo para sentirse más seguro, y el simple hecho de haber hablado de descalabrarlo lo alivió grandemente. Podía hacer que Joachim sufriera un daño cuando quisiera, y, teniendo este poder, lo más correcto acaso fuere perdonarlo. Después de todo, la misericordia era uno de los siete atributos de Él, bendito sea. También Miguel podía tratar de ser misericordioso.
Esperaría. Sin duda, Joachim no pretendía matarlo de verdad, pero si volvía a amenazarlo, descubriría que Miguel conocía la justicia tanto como la misericordia.
Antes de que llegara al Vlooyenburg, la niebla se tornó en lluvia.
Miguel solo deseaba cambiarse las ropas y sentarse ante el fuego, y acaso también leer un poco la Torá… todas aquellas cavilaciones sobre la misericordia le hicieron ansiar la proximidad con la santidad del Altísimo. Primero, repasaría la historia en la que Pieter el Encantador había engañado al avaro chalán, de la cual siempre podía extraer contento.
Cuando entró en la casa se quitó sus zapatos, al estilo holandés, por no llenarlo todo de fango, aunque sus medias calzas estaban empapadas también y fue dejando sus huellas por el suelo. Cuando se dirigía a la entrada del sótano, vio a Hannah esperando junto a la puerta. Las sombras resaltaban la redondez de su vientre.
– Buenas tardes, senhora -dijo, con demasiada prisa. Ya no podía albergar dudas respecto a sus intenciones. Sus ojos, muy abiertos y humedecidos bajo el pañuelo negro, se clavaron en él con ansia.
– He de hablar con vos -dijo con voz muy baja.
Él contestó sin pensar.
– ¿Deseáis volver a beber mi bebida?
Ella negó con la cabeza.
– Ahora no. Debo hablaros de otra cuestión.
– ¿Podemos ir a la sala? -preguntó Miguel.
Ella volvió a negar.
– No, no debemos hacerlo. No puedo arriesgarme a que mi esposo nos encuentre allí juntos. Sospecharía.
¿Sospechar de qué?, estuvo a punto de decir. ¿Acaso se tenía ya por su amante? ¿Tan viva imaginación tenía que no le bastaba con mujeres que estudiaban? También Miguel se había deleitado en el exquisito crimen de los amoríos, pero no se sentía capaz de dar el siguiente paso, el de los encuentros secretos, ocultándose de su esposo, el de solazarse en uno de los peores pecados. Nadie apreciaba más que Miguel las delicias de la imaginación, pero un hombre -una persona- ha de saber dónde termina la fantasía y empieza la realidad. Sin duda apreciaba a Hannah, la tenía por una mujer bella y encantadora. Y aun puede que la amara, pero jamás se dejaría llevar por tales sentimientos.
– Debemos hablar aquí -dijo ella-. Pero en voz baja. Nadie debe oírnos.
– Acaso estáis confundida, y no es menester que hablemos en voz baja.
Hannah esbozó una sonrisa, ligera y dulce, como si ella estuviera bromeando con él, como si él fuera demasiado simple para comprender sus palabras. Que Él, bendito sea, me perdone por desatar el influjo del café sobre la humanidad, pensó Miguel. Este bebedizo pondrá el mundo al revés.
– No me confundo, senhor. Tengo algo que deciros. Y es algo que os concierne muy de cerca. -Respiró hondo-. Se trata de vuestra amiga, senhor. La viuda.
Miguel sintió un repentino mareo. Se apoyó contra la pared.
– Geertruid Damhuis -exhaló-. ¿Qué es? ¿Qué podéis decirme vos de ella?
Hannah meneó la cabeza.
– No lo sé con certeza. Oh, perdonadme, senhor, pues ignoro cómo debo decir esto y temo que, haciéndolo, ponga mi vida en vuestras manos, aunque también temo traicionaros si no lo hiciere.
– ¿Traición? ¿De qué estáis hablando?
– Por favor, senhor. Me estoy esforzando. Hace unos días, unas pocas semanas, vi a la viuda holandesa por la calle, y ella me vio a mí. Las dos teníamos algo que ocultar. Ignoro lo que ella quería ocultar, pero ella vio que yo también tenía un secreto y me amenazó para que no hablara de nuestro encuentro. Entonces no pensé que hubiera mal en ello, pero ya no estoy tan segura.
Miguel dio un paso atrás. Geertruid. ¿Qué podía querer ocultar y en qué le afectaría a él? Podía ser cualquier cosa: un amante, un negocio, una situación vergonzosa… o un asunto de negocios. No tenía sentido.
– ¿Y qué teníais vos que ocultar, senhora?
Ella meneó la cabeza.
– Quisiera no tener que decíroslo, pero he decidido que así había de ser. Sé que puedo confiar en vos, senhor. Y si acaso hubierais de enfrentaros a ella y le hacéis saber que ya conocéis mi secreto, quizá no lo dirá a nadie más y no será tan malo. ¿Puedo hablar y confiar en que no diréis una palabra a nadie?
– Por supuesto -dijo Miguel al punto, aun cuando deseaba con todo su corazón haber podido evitar todo aquello.
– Me avergüenza y al mismo tiempo no me avergüenza deciros esto, pero vi a la viuda mientras yo volvía de un lugar sagrado. Una iglesia de culto católico, senhor.
Miguel la miró con los ojos desenfocados hasta que Hannah se fundió con la pared. No sabía qué pensar. La mujer de su propio hermano, una mujer por quien se preocupaba y a quien deseaba, había resultado ser una católica en secreto.
– ¿Habéis traicionado a vuestro esposo? -preguntó con calma.
Ella tragó con dificultad. Las lágrimas no habían brotado aún, pero pronto llegarían. Se presentían en el aire como una lluvia inminente.
– ¿Cómo podéis hablar de traición? Nadie me dijo jamás que era judía hasta la víspera de mi casamiento. ¿Acaso no he sido yo traicionada?
– ¿Vos traicionada? -exigió Miguel, olvidando bajar la voz-. Vivís en la Nueva Jerusalén.
– ¿Acaso vos, o vuestro hermano, o los rabinos me habéis dicho lo que hay en esa Torá y ese Talmud vuestros, aparte de los trabajos que he de realizar para serviros? Cuando acudo a la sinagoga, las oraciones se dicen en hebreo y todos hablan en español, y sin embargo no se me permite estudiar esas lenguas. Si tuviere una niña, ¿acaso debo educarla para que adore a un Dios arbitrario que ni tan siquiera le mostrará su rostro solo porque es una niña? Para vos es fácil hablar de traición, pues el mundo os da cuanto deseáis. Pero a mí nada se me da. ¿Debo ser castigada por buscar consuelo?
– Sí -dijo Miguel, aun cuando no lo creía y al punto se arrepintió de sus palabras. Pero estaba enojado. No entendía por qué, pero se sentía herido, como si Hannah hubiera violado la confianza que había entre ellos.
Miguel no se había dado cuenta, pero de pronto las lágrimas estaban ahí, luciendo sobre el rostro de Hannah. Luchó por tenerse y no atraerla hacia sí, sentir sus senos contra su pecho, pero apenas podía resistirse así que prefirió insistir.
– No tengo más que deciros. Ahora retiraos para que pueda pensar en estas cosas que desearía no haber oído jamás.
La crueldad de sus propias palabras se le atrancó en la garganta. Sabía lo que aquello significaría para ella. Hannah no sabría si él sería capaz de guardar silencio. Ahora Miguel sabía que era papista, y eso podía destruir a Daniel. Miguel podía utilizar esa información para usurpar el lugar de su hermano en la comunidad o amenazarlo con ella para que le perdonara sus deudas.
Pero él no haría eso. Por repulsivo que fuera su pecado, no la traicionaría. Aun así, sentía tanta cólera que necesitaba castigarla, y las palabras fueron el único medio que encontró.
– He oído voces. ¿Sucede algo?
Daniel apareció en el vano de la puerta de la cocina, con la tez pálida. Sus pequeños ojos se clavaron en su esposa. Ella estaba demasiado cerca de Miguel, quien reculó.
– Solo es el necio de vuestro hermano -dijo ella ocultando el rostro en la escasa luz-. Lo vi llegar con las ropas empapadas, pero se niega a quitárselas.
– No corresponde a ninguna mujer decir si un hombre es necio -señaló Daniel, aunque no con brusquedad. Solo estaba dando una información que quizá ella hubiera olvidado-. De todos modos -le dijo a Miguel-, acaso tenga razón. No quisiera que cogieras la peste y nos mataras a todos.
– Parece que en esta casa todos tienen que opinar sobre mis ropas. -Miguel fingió desahogo lo mejor que supo-. Iré a cambiarme enseguida, antes de que se haga venir a la criada a decir su parte.
Hannah dio un paso atrás, y Miguel se volvió instintivamente hacia la escalera. Daniel no había visto nada, estaba casi seguro. De todos modos, ¿qué había que hubiera de ver? Y sin embargo, sin duda conocía bien las expresiones de su esposa y la que calzara en aquellos momentos no podía tenerse por la expresión de una mujer que aconseja sobre materias de uso doméstico.
Su confusión sobre las inclinaciones de Hannah hacia Roma era tan intensa que durante varias horas ni tan siquiera pensó en lo que había dicho de Geertruid. Sin embargo, cuando recordó sus palabras, le fue imposible conciliar el sueño y pasó la noche arrepintiéndose por su crueldad y deseando que hubiera una forma de ir hasta Hannah y preguntarle. Y acaso también disculparse.
Hannah fue la primera en aparecer a la mañana siguiente, pues salió al porche de entrada para esperar al panadero, cuyas voces oyó a través de las ventanas empañadas por el frío de la mañana. Antes de que su esposo abriera siquiera los ojos, antes de que Annetje se hubiera aseado y se hubiera puesto a preparar el desayuno para la casa, Hannah ya se había vestido y, tras ponerse su velo, había salido de la casa.
Ella encontró la cabeza de cerdo. Estaba en el porche, cerca de la puerta, colocada sobre un charco de sangre coagulada. Las hormigas ya habían empezado a trepar por ella, de suerte que a Hannah al principio le pareció negra y bullente.
Su grito despertó a los de la casa y las casas vecinas. Miguel había dormido mal y ya se había levantado, vestido y rezado, y estaba sentado, peleándose con la porción semanal de la Torá, cuando el agudo chillido traspasó las minúsculas ventanas del sótano. Fue él quien primero vio a Hannah en los escalones, cubriéndose la boca con la mano. La mujer se volvió hacia él, se arrojó a sus brazos, hundió la cabeza en su camisa y lloró.
Llamaron inmediatamente a un médico, quien les dio unas pócimas para ayudarla a dormir y les dijo que si lograban que estuviera calmada por un día, el riesgo para su vida habría pasado. Hannah insistió en que no necesitaba pociones, que solo se había asustado, mas el médico no creía que una mujer pudiera recibir una impresión tan grande sin que sus humores se alteraran y, lo más importante, los humores del niño. Daniel miraba a Miguel de mala manera, pero no dijo nada, no pronunció ninguna acusación. Sin embargo, Miguel no podía seguir ignorando la verdad: entre él y su hermano las cosas jamás volverían a ser lo mismo.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Una noche, volvía yo a casa después de las oraciones de la tarde -sí, oraciones… gracias a Dios, había aún algunas pequeñas sinagogas que desafiaban al ma'amad y me permitían rezar entre los suyos, siempre que cuidara de no dejarme ver-, cuando noté que alguien me aferraba del brazo. Cuando alcé los ojos, lo que vi no fue un desesperado deudor que, temiendo por su vida, hubiera determinado de golpear a Alferonda antes de que este lo golpeara a él, era Salomão Parido.
– Senhor -dije yo, tragándome la sensación de alivio-. No esperaba volver a veros tan pronto.
Parido pareció vacilar. No se deleitaba en verme más de lo que yo me deleitara en verlo a él. O acaso menos. Yo nada tenía que perder en estos encuentros, pero él era hombre orgulloso.
– No esperaba buscaros.
– Y sin embargo -observé-, aquí estáis, acechando en las calles, aguardándome.
Yo temía que acaso supiera que venía de rezar, pero no dijo nada y finalmente decidí que no hubiera dejado de jugar una carta tan valiosa. Mis amigos de la pequeña sinagoga estaban a salvo.
Por el gesto de Parido eché de ver que se preparaba para decir algo.
– Deseo saber más sobre lo que habéis planeado con Miguel Lienzo.
Yo, que eché a andar más deprisa, aunque solo un poco. Era un truco que había aprendido hacía tanto tiempo que las más de las veces ni siquiera me daba cuenta de lo que hacía. Mudar el paso es una forma de forzar a quien os acompaña. Ha de concentrarse en cosas más triviales de las que le convienen, y es por ello que su cabeza no está donde debiera.
– Me maravilla vuestra presunción -dije yo-. ¿Qué os hace pensar que, aun teniendo algo planeado, hubiera de decirlo a mi enemigo?
– Acaso yo sea vuestro enemigo, como decís, pero Lienzo no. Y lo estáis manipulando.
Me dio una gran risa.
– Si eso pensáis, ¿por qué no decírselo?
– Las cosas han ido demasiado lejos, no me creería. He pedido a su hermano que lo prevenga contra vos, pero dudo que con ello logre nada.
– Yo también lo dudo. Acaso hubiera sido más efectivo pedir a su hermano que lo animara a hacer negocios conmigo. -Le guiñé un ojo-. He oído que alguien dejó una cabeza de cerdo ante la puerta de la casa de su hermano. ¿Lo sabíais?
– ¿Cómo os atrevéis a acusarme de acción tan ruin? Escuchadme bien, Alferonda. Si alguna amistad os une a Lienzo, acabaréis con esto enseguida. Si me afrenta, lo destruiré.
Yo hice que no con la cabeza.
– Vos creéis que podéis destruir a quien os plazca. Creéis que podéis obrar milagros de destrucción. Vuestro poder como parnass os ha corrompido completamente, Parido, y ni siquiera os dais cuenta. Os habéis convertido en una caricatura del hombre que fuisteis. Me amenazáis a mí, amenazáis a Lienzo… Veis intrigas por doquier. Os compadezco. Ya no sois capaz de distinguir entre lo que es cierto y lo que es fantasía.
Por un momento, Parido se me quedó mirando, y por su gesto eché yo de ver que había dado en el blanco. Este era el truco más viejo de todos, pero yo lo conocía bien. Lo había puesto en práctica muchas veces. La semblanza de sinceridad acobarda al enemigo más pintado.
– Pensad si no -dije yo, deseando aprovechar mi ventaja- de qué me habéis acusado, de qué habéis acusado a Miguel. ¿Realmente pensáis que es posible que los hombres participen en tales intrigas? ¿No es acaso más probable que vuestros recelos y vuestra avaricia os hayan inducido no solo a sospechar de asuntos que no son ciertos, sino a hacer daño a los demás?
– Veo que estoy perdiendo mi tiempo -dijo y se dio la vuelta.
Pero no soy yo persona que deje escapar un pez cuando pica.
– No habéis perdido vuestro tiempo -grité tras de él-. Pensad en lo que os he dicho. Os engañáis, Parido. Os engañáis sobre mí y os engañáis sobre Lienzo, y aún no es demasiado tarde para que os arrepintáis de vuestros pecados.
El hombre echó a andar con gran prisa y encogió los hombros como para protegerse de lo que yo pudiera arrojarle. Y arrojé: le arrojé mentiras, poderosas mentiras que semejaban piedras pues tan claramente se parecían a la verdad.
De igual modo puede hacerse creer a un pobre campesino que te ha entregado su última moneda que cualquier patán que pase y tenga demasiado pelo en su espalda es un hombre lobo. El hombre lleva ese miedo en su interior y no es menester más que señalar y sugerir, y el campesino oirá el aullido él solito.