Después de aquella tarde decepcionante, nada hubiera complacido más a Miguel que el aislamiento y la tranquilidad del sótano de su hermano. A pesar de ser un lugar tan lóbrego, la casa constituía su refugio frente al mundo.
Habían pasado más de dos semanas y aún no había tenido noticia de ninguno de sus posibles agentes. Cierto, todavía era pronto, pero en dos semanas entraba ya dentro de lo posible que tuviera alguna noticia. Eso se había dicho para sí: «No esperes recibir respuesta alguna antes de dos semanas», aunque albergaba secretamente la esperanza de saber algo antes.
Ahora, si acaso algo pudiera tranquilizarlo, serían unas buenas velas, un vaso de vino… incluso puede que algo de café. Miguel se había pasado a ver al librero aquella tarde y encontró un nuevo cuento de Pieter el Encantador y su esposa Mary. Solo tenía dieciocho páginas, pero lo hojeó superficialmente por no estropear el misterio.
Miguel había recibido una segunda nota de su agente de Moscovia aquel día. El hombre tenía demasiadas deudas y demasiados acreedores presionándolo. Necesitaba recuperar los préstamos que él había hecho y si Miguel no podía cumplir, tal vez habría consecuencias.
Siempre había consecuencias, dijo Miguel para sí, si bien él nunca hacía caso de tales comunicaciones. Salvo cuando trataba con holandeses, los cuales bien pudieran llevarle ante los tribunales… y eso era algo que no podía permitirse ahora que sus asuntos empezaban a arreglarse. De modo que pasó el día buscando a Ricardo, pero no hubo suerte. En lugar de eso, acabó en el Urca, bebiendo con Isaías Nunes.
– ¿Qué sabéis de Ricardo? -le preguntó a su amigo.
– No más que vos. No es más que un corredor de dudosa capacidad.
– ¿No tenéis idea de quiénes son sus clientes?
– Eso sí que es algo que Ricardo hace bien: guardar silencio. Es muy popular entre los hombres que no desean pagar ni un minuto antes de lo que ellos decidan. No creo que Ricardo os engañara directamente, pero podría pasar un mes o incluso más antes de que os pague. He oído que una vez se escondió de un cliente durante más de un año.
Miguel no tenía intención de esperar un año.
– Le pondría un ojo morado si no pensara que va a ir corriendo al ma'amad. Lo que menos me interesa mientras arreglo este asunto del café es tener problemas con el Consejo.
– ¿Aún estáis metido en ese proyecto? -Nunes paseó la vista por el local.
Miguel sintió que el vello se le erizaba en la nuca.
– Por supuesto.
– Acaso no sea este el mejor momento -sugirió Nunes medio tragándose las palabras.
Miguel se inclinó hacia delante.
– ¿Qué me estáis diciendo…? ¿Que no podéis conseguir lo que prometisteis? Por los clavos de Cristo, si vos no podéis, ya me diréis quién puede.
– Por supuesto que puedo conseguir lo que prometo -se apresuró a contestar-. No prometería lo que no puedo cumplir. Ni aun la Compañía de las Indias Orientales osaría contrariarme. -Una fanfarronada ociosa, por supuesto.
– Pues yo estoy completamente seguro de que en la Compañía de las Indias Orientales no vacilarían en contrariarme -dijo Miguel-, pero espero que vos sí.
Nunes suspiró con nerviosismo.
– Solo pensaba si, ahora que habéis hecho algo de dinero con el aceite de ballena y os sentís confiado, no sería mal momento para invertir en algo tan arriesgado. ¿Por qué no poneros a cubierto?
– Mi hermano también ha querido disuadirme con el asunto del café.
– Yo no estoy tratando de disuadiros -le aseguró Nunes-. Si estáis sugiriendo que vuestro hermano me ha metido en esto, os engañáis. Ya sabéis que lo tengo en muy poca estima. De no ser Parido su amigo, no tendría ni dos ochavos para comprar pan. Solo que no quiero veros perder en una empresa tan arriesgada.
– Vos limitaos a hacer lo que os pago por hacer -dijo Miguel lo bastante alto para que su amigo se acobardara.
Cuando caminaba de regreso a su casa, Miguel empezó a arrepentirse de las palabras que había dicho a Nunes. Había perdido mucho dinero, y eso había perjudicado seriamente sus humores. Sus amigos hacían bien en preocuparse por él, y lo que le había dicho a Nunes del negocio del café no era del todo cierto. Mañana lo buscaría, se disculparía pagándole unos cuantos bocks de cerveza, y el asunto quedaría olvidado.
Al entrar en la casa de su hermano, Miguel echó de ver que sus planes para retirarse rápidamente se malograban. Daniel estaba sentado en la sala de recibir fumando en su pipa, junto a Hannah, que parecía ensimismada y no reparó en su llegada.
– Unas palabras -dijo Daniel con un tono más autoritario del que a Miguel gustaba-. Debo hablar contigo un momento. Mujer, sal de la habitación.
Hannah cogió su vaso de vino caliente con especias y se retiró a la cocina, lanzando una mirada furtiva a Miguel. Sus ojos se encontraron por un instante, pero ella los apartó enseguida. Siempre lo hacía.
Daniel se puso en pie para recibir a su hermano. Tenía en las manos unos papeles que parecían cartas.
– Hoy has recibido esto.
Miguel las cogió. En apariencia, las cartas no parecían cosa extraordinaria, pero Miguel reconoció enseguida la letra de una de ellas: Joachim.
– Esa es -dijo Daniel reparando en la cara de su hermano-. Por la letra se ve que la ha escrito un holandés. Me inquieta que recibas tales misivas, y que las recibas en mi casa. ¿Se trata acaso de un hombre para quien haces de corredor? Ya sabes que este tipo de transacciones con gentiles son ilegales.
Miguel quiso asegurarse de que la carta no había sido abierta, pero el sello era sencillo, de cera. Bien podían haberlo abierto y después vuelto a cerrar.
– No veo nada malo en recibir una carta en mi lugar de residencia. -Pronto controlaría todo el café de Europa; el solo hecho de tener aquella conversación no era digno de él-. ¿Acaso sugieres que tú nunca tienes necesidad de comunicarte con un holandés? ¿Todos tus asuntos, desde el banco a la adquisición de cuadros, pasan por manos judías?
– Por supuesto que no. Por favor, no me vengas con comentarios absurdos. De todos modos no creo que esta carta sea de igual naturaleza, y quiero saber lo que contiene.
– También yo, pero no la he leído. -Se inclinó hacia delante-. Me pregunto si tú podrías decir otro tanto. Me permito recordarte que ya no estamos en Lisboa -dijo Miguel al cabo de un momento-. Aquí no es menester recelar de un hermano.
– Esa no es la cuestión. Te pido que abras la carta en mi presencia a fin de que su contenido pueda ser revelado ante la comunidad.
¿Revelado ante la comunidad? ¿Había perdido Daniel el juicio y creía que Parido lo había convencido para que se presentara ante el ma'amad?
– ¿También deseas que te la traduzca? ¿Qué prefieres, el portugués o el español?
– ¿Acaso he de ser censurado por no hablar la lengua de los gentiles?
– Por supuesto que no. Continuemos esta conversación en hebreo. Estoy seguro de que tu dominio de esta lengua es superior al mío.
Daniel empezaba a enrojecer.
– Creo que te estás excediendo. Ahora abre esa carta, si no te importa, a menos que tengas algo que ocultar.
– No tengo más que ocultar que cualquier otro hombre de negocios -replicó Miguel, pues no pudo tener sus palabras, aun cuando sabía que debía callar-. Mis cartas son asunto mío.
– Mi esposa está encinta. No permitiré que extrañas cartas holandesas perturben su tranquilidad.
– Por supuesto. -Miguel bajó la vista para ocultar la risa. Sin duda, la tranquilidad de su esposa existía al margen de cualquier carta holandesa que llegara a la casa-. Si lo prefieres -propuso, consciente de que estaba siendo provocador-, haré que me manden mis cartas a una taberna, en cuyo caso será el tendero quien habrá de velar por la tranquilidad de su esposa.
– No -contestó Daniel presto-. No, tal vez no deba interferir. Todo hombre tiene derecho a poner en orden sus asuntos.
– Eres muy amable. -Miguel no pretendía que sus palabras sonaran tan amargas.
– Solo me intereso por tus negocios por curiosidad. Curiosidad fraternal. Por ejemplo, me gustaría saber más sobre ese asunto del café que mencionaste.
Miguel sintió una punzada de pánico.
– Te dije que no tengo ningún asunto con el café.
– Seamos sinceros. No hay ningún peligro en hablar de tales materias entre estas paredes.
– No tengo planes -dijo Miguel saliendo de la habitación-, pero si es cierto que el negocio del café te parece tan prometedor, sin duda lo consultaré.
Miguel pasó por la cocina, donde Hannah y Annetje se dedicaron a mover zanahorias y puerros de acá para allá por que se viera que habían estado ocupadas con la comida y no escuchando detrás de la puerta.
Una vez en su sótano, Miguel encendió algunas velas y luego machacó unos pocos granos en el mortero, que aún no había devuelto a la cocina, ni se habría echado en falta, y calentó un poco de vino. Cuando vertió la mezcla en un cuenco y dejó que se asentara, abrió por fin la carta de Joachim.
Senhor Lienzo:
Cuando hablamos antes, acaso mi actitud fuera un tanto encendida. De todos modos, estaréis de acuerdo conmigo en que mi cólera está justificada y que ciertamente me debéis más de lo que estáis dispuestos a admitir. Así pues, os ruego que aceptéis mis excusas. Quería haceros saber que me alegra que podamos colaborar en un asunto que pueda beneficiarnos mutuamente. Siempre a vuestro servicio,
Joachim Waagenaar
Miguel dio un trago a su brebaje, aunque bien hubiera podido tratarse de cerveza, pues estaba tan embebido que no reparó en su amargor. Sin duda, aquel hombre estaba más loco de lo que Miguel había imaginado. ¿Acaso Joachim no había entendido nada de la conversación, ni aun lo relativo a su parte?
Después de doblar la carta y echarla al fuego, Miguel comprobó el resto de su correspondencia, entre la que encontró más frases inquietantes del comerciante de Moscovia, que había tomado por costumbre escribirle dos veces al día. Miguel no estaba de ánimo para contestar a aquellas palabras y, en lugar de ello, sacó su nuevo panfleto. Pero las astucias de Pieter el Encantador no tenían ningún atractivo para él en aquellos momentos.
Luego oyó pasos en la escalera, y dejó la pipa y el cuenco. Pensó que acaso tendría que hacer frente a Annetje, cuya simpleza solo haría que irritarlo, mas a quien vio fue a Hannah, en mitad de la escalera, con una vela humeante en la mano, tratando de ver algo en la habitación escasamente iluminada.
– ¿Estáis ahí, senhor? -dijo con suavidad.
Miguel no supo qué contestar. Hannah nunca antes había bajado al sótano, y que hiciera aquello sin haber llamado antes era inconcebible. ¿Y si hubiera estado desnudo? Recordó que no había cerrado la puerta, y acaso Hannah lo había interpretado como una invitación a recibir visitas. Un error semejante, decidió, no debía repetirse.
– Aquí estoy, senhora. -Dejó su cuenco de café y fue hasta el pie de la escalera-. ¿Me necesitáis?
– He olido algo extraño -le dijo ella, bajando unos cuantos escalones-. Quería cerciorarme de que todo iba bien.
Ningún olor, aparte del fuego o el vómito, podía provocar tal respuesta. Sin duda, el café era el responsable. Desde que recibió el grano de Geertruid, se había acostumbrado a su aroma, pero es cierto que, para quien no estuviera familiarizado con él, sin duda parecería algo extraño.
– Oh, el suelo está mojado -comentó Hannah-. ¿Habéis derramado algo?
– Es el canal, senhora. Por la noche se desborda.
– Lo sé -dijo ella pausada-. Me preocupa que podáis enfermar.
– Me las arreglo bastante bien, senhora. Y mejor es dormir entre la humedad que en una habitación demasiado caliente y sin ventanas. Lo pregunté a un médico.
– Quería ver de dónde venía ese olor. -Parecía confusa, como si hubiera tomado demasiado vino. Y, ahora que reparaba en ello, le notaba la voz algo suelta e incoherente. Se conoce que estaba haciendo un esfuerzo por decir algo. Miguel sabía que Hannah se deleitaba indebidamente en su compañía, que le gustaba cuidarlo y hablar con él, pero bajar al sótano… ¿había descubierto en su persona una osadía ignorada?
– No hay necesidad de que os preocupéis, senhora. El olor no es otra cosa que una nueva clase de té. Lamento que os haya perturbado.
– ¡Una nueva clase de té! -dijo ella casi gritando, como si eso fuera lo que estaba deseando oír. Aunque Miguel no lo veía del todo claro. A él le pareció más bien que Hannah había visto la ocasión y había echado mano de ella. Hannah se aventuró a dar otro paso, hasta que estuvo apenas unos centímetros por encima del agua-. Daniel cree que el té es un derroche, pero a mí me encanta.
Miguel notó que el pañuelo de Hannah se había soltado y que un grueso mechón de pelo negro le caía sobre la frente. La mujer había vuelto hacía muy poco a la fe judía y acaso no entendiera la importancia de una ley que prohibía que una mujer casada mostrara sus cabellos a ningún hombre que no fuera a su esposo. A Miguel este mandato se le había antojado un tanto extraño cuando llegó a Amsterdam, pero hasta tal punto había asimilado su necesidad que difícilmente se hubiera sentido más violento si la mujer le hubiera mostrado los pechos… los cuales eran grandes y de considerable interés.
Así pues, el mechón de cabello le resultaba a Miguel extrañamente excitante.
– Tal vez podríais probarlo algún día -dijo Miguel con un aturullamiento excesivo. Sintió que el rostro se le enrojecía y el pulso se le aceleraba. Sus ojos se clavaron en aquel mechón. En un instante supo cómo sería al tacto: suave y frágil a la par; podía percibir su aroma húmedo. ¿Sabía ella que se estaba exponiendo de aquella forma? No, imposible. Miguel hubiera querido decir algo para ayudarla a rectificar su error antes de que Daniel se diera cuenta, pero si le decía que se había expuesto de aquella forma, sin duda se sentiría mortificada.
– Será un placer compartir mi té con vos en otra ocasión -le dijo-. Espero que cerraréis la puerta cuando salgáis.
Hannah entendió perfectamente.
– Lamento haberos molestado, senhor. -Y retrocedió subiendo las escaleras.
Miguel pensó en llamarla, en decirle que no lo molestaba. No podía dejar que se fuera sintiéndose una necia. Pero sabía que eso era exactamente lo que tenía que hacer: dejar que se sintiera como una necia. Que no vuelva a bajar. Ningún bien podría venir de ello.
Miguel volvió a su escritorio y terminó su bebida. No podía permitirse pensar en ella, pues ya tenía bastantes problemas sin necesidad de que la imagen de la mujer de su hermano lo confundiera también. Mejor haría en pensar la forma de sacar a Joachim Waagenaar de sus asuntos.
Miguel no fue capaz de hallar la solución, aun cuando pasó la noche en vela. Muchas horas después de que la casa hubiera callado, se escurrió hasta el ático para despertar a Annetje, y cuando se despachó con ella logró por fin hallar descanso.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Desde que Miguel Lienzo empezó a interesarse por el extraordinario fruto, me había estado reuniendo con él en una pequeña taberna de café del Plantage regentada por un turco llamado Mustafá. Ignoro si era este su nombre o no. Era el nombre de un turco al cual vi una vez en una representación, y el turco de la taberna me recordaba al mahometano ficticio de la obra. Si le molestaba que lo llamara por ese nombre, jamás lo dijo.
Una tarde, cuando me encontré con Lienzo, yo había tenido la buena fortuna de que Mustafá me sirviera una exquisitez inusual. Me hallaba sentado, disfrutando del bebedizo, cuando Lienzo se presentó muy impaciente. Él había conseguido mi ayuda en un asunto relacionado con el aceite de ballena que había tenido bastante buen final para él.
– He oído que os ha ido bien -le dije, haciendo una señal a Mustafá para que trajera una taza del extraño brebaje que me había servido-. Tenéis suerte de tener a Alferonda por amigo.
– Puede que me haya ido bien, pero todavía no tengo el dinero -dijo Miguel-. El corredor que lo compró, el tal Ricardo, se niega a pagarme.
Yo conocía a Ricardo seguramente mejor que Miguel, y no podía estar más sorprendido.
– ¿Cómo? ¿No os ha pagado nada?
– Nada. Me ha prometido que en el plazo de un mes, tal vez. Y entretanto, mi agente de Moscovia me exige que le pague todo lo que le tomé prestado.
– Yo, personalmente, recomiendo que uno pague siempre sus deudas, pero también es cierto que tengo un interés en todos estos asuntos.
Mustafá colocó la bebida delante de Miguel, servida en un pequeño cuenco blanco, no mayor que la cáscara vaciada de un huevo. La bebida era de color amarillo, de un dorado casi metálico, y había muy poco, pues era muy cara y muy rara. Por supuesto, no pensaba decirle aquello a Miguel. Yo pagué su bebida.
– ¿Qué es esto? -me preguntó.
– ¿Pensáis que solo hay una clase de café? El café es como el vino: cien variedades y sabores. Cien naciones por todo el orbe lo beben, cada una con sus preferencias, y cada una ofrece sus placeres al bebedor entendido. Mi amigo turco consiguió una pequeña cantidad de este tesoro de las Indias Orientales, y lo he convencido para que lo comparta con nosotros.
Miguel olfateó con la cautela de un gato y, tras decir una oración, se llevó el pequeño cuenco a los labios. Su frente se arrugó enseguida.
– Curioso -dijo-. Es más almizclado que los otros cafés que he probado, pero también más líquido. ¿Qué es?
– Lo llaman café de mono -dije yo-. En los bosques tropicales hay una bestia que se alimenta del fruto del café. Pero solo de los más perfectos, de suerte que los nativos han aprendido que puede hacerse un café muy gustoso con los excrementos de tales criaturas.
Miguel dejó el cuenco.
– ¿Me estáis diciendo que esto está hecho con excremento de mono?
– Yo no lo diría con tanta crudeza, pero sí.
– Alonzo, ¿cómo es posible que me hayáis hecho beber esta abominación? Además de ser repugnante, sin duda es una violación de nuestras leyes sobre los alimentos.
– ¿Y eso por qué?
– Porque procede de un mono, y la carne de mono no se puede comer.
– Pero ¿y las heces de mono? Jamás he oído que estuviera prohibido.
– Si no podemos comer su carne, ¿cómo habríamos de comer sus excrementos?
– Lo desconozco -dije yo encogiéndome de hombros-. Sin embargo, sé que el pollo es carne, y en cambio los huevos ni son carne ni son leche. De este modo podemos considerar que los sabios creían que lo que sale de las tripas de una criatura acaso no sea de igual esencia que la criatura en sí.
Miguel apartó el cuenco de su lado.
– Sois muy convincente, pero no creo que vuelva a beber brebaje de cacas.
Yo sonreí y di un sorbito a mi cuenco.
– He oído que la ayuda de Parido no es tan útil como cabría esperar.
– Sí -dijo él-, el brandy. No hay forma de saber si pretendía hacerme perder o si el cambio de precio le sorprendió a él también.
– Por supuesto que lo pretendía. Parido ha sido vuestro enemigo estos dos años, y cuando de pronto dice ser vuestro amigo y actúa en vuestro nombre, os cuesta dinero. No creo que sea por azar, Miguel. Se ha descubierto.
– Yo le arrebaté una cantidad semejante con el aceite de ballena.
– Es posible -comenté yo-. Pero si le arrebatasteis tal cantidad, está claro que aún no ha llegado a vuestras manos.
– ¿Me estáis diciendo que el cliente de Ricardo es Parido, que es él quien se niega a pagarme?
– No necesariamente. Acaso Parido se limita a utilizar su influencia para evitar que el dinero llegue hasta vos. Sugiero que presionéis a Ricardo con más empeño. No podéis llevarlo ante el ma'amad, pero podéis encontrar otra forma de doblegarlo.
– ¿Alguna sugerencia?
Me encogí de hombros.
– Si se me ocurre algo, no dudéis que os lo comunicaré.
– Eso no me ayuda. Siento que las cosas se me escapan de las manos. He ganado un dinero con el aceite de ballena pero no puedo hacerme con él. Empiezo en el negocio del café y todo el mundo me advierte que lo abandone.
– ¿Quién os ha advertido que abandonéis?
– Isaías Nunes y mi hermano.
– Nunes tiembla de oír sus bostas caer en el orinal. No debéis permitir que su cobardía os afecte. Y en cuanto a vuestro hermano, antes es hombre de Parido que vuestra sangre.
– ¿Qué queréis decir?
– Lo que digo es que acaso Parido sabe de vuestros esfuerzos con el café y teme que os salga bien. Debéis actuar con rapidez y aferraros a vuestro objetivo.
– No tengo intención de actuar de otro modo.
– Es justo lo que deseaba oír.