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En el cuenco, un líquido más consistente que el agua o el vino, oscuro, caliente, poco atractivo, con espesas ondas en la superficie. Miguel Lienzo lo cogió y se lo acercó tanto que casi metió la nariz dentro. Sostuvo un instante el recipiente y aspiró, llevando el aroma hasta los pulmones. El acre olor a tierra y hojas le sorprendió, pues más parecía cosa que hubiera de estar en alguna desportillada urna de porcelana de una botica.

– ¿Qué es esto? -preguntó, estirando la cutícula de uno de sus pulgares con la uña tratando de contener su irritación. Aquella mujer sabía que él no podía andar perdiendo el tiempo; así pues, ¿por qué llevarlo hasta allí por una tontería semejante? Miguel sentía borbotear en su interior un agrio comentario tras otro, pero no expresó ninguno de ellos en voz alta. Y no porque temiera a la mujer, aun cuando las más de las veces se descubría haciendo grandes esfuerzos por no disgustarla.

Echó un vistazo y vio que Geertruid había reaccionado a la mutilación silenciosa de su cutícula con una mueca. Él conocía esa sonrisa irresistible y su significado: se sentía intensamente complacida consigo misma, y cuando tenía aquel aspecto, a Miguel se le hacía difícil no estar también intensamente complacido con ella.

– Es algo extraordinario -le dijo, señalando el cuenco con el gesto-. Bebedlo.

– ¿Que lo beba? -Miguel miró pestañeando aquella negrura-. Parecen los orines del demonio, lo que ciertamente sería extraordinario, aunque no Tengo el menor deseo de averiguar cómo saben.

Geertruid se inclinó sobre él, rozando casi su brazo.

Tomad un sorbo y os lo contaré todo. Los orines del demonio nos ayudarán a hacer una fortuna a ambos.


Todo había empezado una hora antes, cuando Miguel notó que alguien lo cogía del brazo.

En el instante que transcurrió antes de que volviera la cabeza, descartó las posibilidades más desagradables: un rival o un acreedor, una amante abandonada o un pariente furioso de la susodicha, el danés a quien había vendido aquellos cargamentos de grano del Báltico, acaso recomendándoselos con demasiado entusiasmo… Hacía no tanto, cuando un desconocido se le acercaba, siempre auguraba algo bueno. Mercaderes, conspiradores, mujeres, todos buscaban a Miguel, pedían su consejo, anhelaban su compañía, buscaban sus florines. Ahora lo único que deseaba era descubrir bajo qué nueva forma había de presentarse el desastre.

No se le ocurrió dejar de caminar. Era parte de la procesión que se formaba cada día cuando las campanas de la Nieuwe Kerk tocaban las dos, señalando el final de la jornada de comercio en la Bolsa. Cientos de corredores inundaban el Dam, la gran plaza del centro de Amsterdam. Se repartían por los callejones, las calles, junto a los canales. Los tenderos salían ocupando todo el largo de la Warmoesstraat, la vía más rápida para llegar a las tabernas más populares, poniéndose sombreros de cuero de ala ancha para resguardarse de la humedad que llegaba del mar del Norte. Fuera colocaban sacas de especias, rollos de lino, barriles de tabaco. Sastres, zapateros y sombrereros hacían señas a los hombres para que entraran; los vendedores de libros y plumas y fruslerías exóticas pregonaban su mercancía.

La Warmoesstraat se convertía en una riada de sombreros y trajes negros, con el único aderezo del blanco de los cuellos, las mangas y las calzas o el destello plateado de las hebillas de los zapatos. Los comerciantes pasaban ante mercancías procedentes de Oriente o del Nuevo Mundo, de lugares de los que, cien años atrás, nadie sabía nada. Entusiasmados como niños que quedan libres de sus lecciones, hablaban de sus negocios en una docena de idiomas diferentes. Se reían, gritaban, señalaban; se agarraban a cualquier mujer joven que se cruzara en su camino. Sacaban sus bolsas y devoraban las mercancías de los tenderos, dejando solo monedas a su paso.

Miguel Lienzo no reía ni admiraba los objetos expuestos ante él ni echaba mano a las carnes de las voluntariosas y jóvenes tenderas. Caminaba en silencio, con la cabeza gacha para protegerse de la llovizna. Según el calendario cristiano, estaban a 13 de mayo de 1659. En la Bolsa, las cuentas se cerraban el veinte de cada mes; que cada hombre hiciera las transacciones que gustase, nada de ello importaría hasta el veinte, cuando los créditos y los débitos del mes quedaban registrados y el dinero cambiaba por fin de manos. Ese día a Miguel las cosas le habían ido muy mal en un asunto relacionado con unos futuros de brandy y tenía menos de una semana para ponerse a cubierto si no quería encontrarse con otros mil florines de deuda.

Otros mil. Ya debía tres mil. En una ocasión ganó el doble en un año, pero seis meses atrás el mercado del azúcar se había derrumbado llevándose la fortuna de Miguel con él. Y entonces… bueno, fue un error detrás de otro. Le hubiera gustado ser como los holandeses, pues ellos no consideraban la bancarrota como algo vergonzoso. No tiene importancia, decía él entre sí, un poco más de tiempo y desharía el entuerto. Pero para creer tal cosa cada vez le hacía falta más fe. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que en su rostro ancho e infantil se trasluciera el cansancio? ¿Cuánto antes de que sus ojos perdieran la chispa del mercader y adoptaran la mirada desesperada y perdida del jugador? Rezaba para que eso no le pasara a él. No, él no se convertiría en una de esas almas perdidas, de esos fantasmas que pululaban por la Bolsa, yendo de un día de cuentas al otro, luchando por asegurar los beneficios mínimos y así mantener las cuentas a flote un mes más, pues sin duda mañana todo sería más fácil.

En aquel momento, mientras sentía aquellos dedos desconocidos rodeando su brazo, Miguel se dio la vuelta y vio a un holandés de clase media elegantemente vestido, que no tendría mucho más de veinte años. Era un hombre musculoso y de hombros anchos, con el pelo rubio y un rostro, más que atractivo, guapo, aunque el mostacho caído le daba un aire masculino.

Hendrick. Un nombre corriente. El hombre de Geertruid Damhuis.

– Saludos, judío -dijo, sujetando aún a Miguel por el brazo-. Espero que todo os vaya bien esta tarde.

– Las cosas siempre me van bien -contestó él, a la par que volvía el cuello para comprobar que no hubiera algún charlatán aguador por allí. El ma'amad, el consejo rector de los judíos portugueses, prohibía la relación entre judíos y gentiles «inadecuados», y aun cuando dicho calificativo pudiera resultar engañosamente ambiguo, nadie hubiera tomado a Hendrick, con su jubón amarillo y las medias calzas rojas, por persona adecuada.

– Mi señora Damhuis me envía a buscaros -dijo.

Geertruid había jugado a aquello antes. Sabía que Miguel no podía arriesgarse a ser visto en una calle tan transitada como la Warmoesstraat con una holandesa, más cuando hacía tratos con ella, así que en vez de eso mandaba a su hombre. No por ello corría un riesgo menor la reputación de Miguel, pero así ella podía presionarlo sin necesidad de mostrarse abiertamente.

– Decidle que no tengo tiempo para tan adorable diversión -dijo él-. En este momento, no.

– Claro que lo tenéis. -Hendrick esbozó una amplia sonrisa-. ¿Qué hombre podría decir que no a mi señora Damhuis?

Miguel no. Al menos no era fácil. Él había de hacer grandes esfuerzos para decir que no a Geertruid o a la persona que fuere -incluido él mismo- que propusiera algo divertido. Miguel no tenía estómago para la mala suerte; el desastre le venía grande. Cada día había de obligarse a desempeñar el cauto papel de un hombre al borde de la ruina. Eso, y él lo sabía, era su verdadera maldición, la maldición de todo antiguo converso: en Portugal se había familiarizado demasiado con la falsedad pues hacía ver que seguía el culto de los cristianos que despreciaba a los judíos y respetaba a la Inquisición. Jamás pensó si acaso sería correcto ser una cosa mientras hacía creer al resto del mundo que era otra. El engaño, aun a uno mismo, llevaba la mayoría de las veces a excesos.

– Dadle las gracias a vuestra señora, pero ofrecedle mis excusas. -El día de cuentas se le echaba encima, y tenía nuevas deudas que lo abrumaban, así que debía moderarse, al menos por un tiempo. Y había recibido otra nota aquella mañana, un extraño anónimo garabateado sobre un pedazo de papel. «Quiero mi dinero.» En el último mes había recibido una media docena. «Quiero mi dinero.» Espera tu turno, pensaba Miguel con ánimo sombrío cuando abría cada uno de aquellos anónimos, pero aún estaba inquieto por el tono cortante y la letra irregular. Solo un demente hubiera enviado un mensaje semejante sin firmar porque… ¿cómo había él de responder, suponiendo que tuviera el dinero y aun la inclinación de utilizar lo poco que tuviere en algo tan absurdo como pagar deudas?

Hendrick miró a Miguel como si no entendiera su holandés, bueno pero con un marcado acento.

– Hoy no es el día -dijo Miguel con algo más de contundencia. Evitaba ser demasiado brusco con Hendrick, pues en cierta ocasión lo había visto descalabrar a un carnicero contra las piedras de la Damplatz por vender a Geertruid tocino rancio.

Hendrick miró a Miguel con la piedad especial que los hombres de rango medio reservaban a sus superiores.

– La señora Damhuis me ha encargado que os diga que hoy es el día. Me dice que os mostrará algo y que cuando vuestros ojos lo vean, dividiréis por siempre más vuestra vida entre un antes y un después de este momento.

La imagen de la mujer desnudándose ante él le vino a las mientes. Esa sería una adorable forma de separar pasado y futuro y, ciertamente, valdría la pena dejar a un lado sus asuntos de la tarde por semejante menester. Sin embargo, poco pluguían a Geertruid tales juegos. No es probable que tuviera intención de quitarse nada, como no fuere la cofia. Pero no lograba desembarazarse de Hendrick y, por apremiantes que fueran sus problemas, pocos negocios haría Miguel con el holandés siguiéndole los pasos. Le había sucedido otras veces. Seguiría a Miguel de taberna en taberna, del callejón al canal, hasta que Miguel se rindiera. Mejor zanjar esto ahora, decidió. Así pues, suspiró y dijo que iría.

Con un gesto brusco del cuello, Hendrick lo guió lejos de las antiguas calles adoquinadas, a través de los empinados puentes, hacia la parte nueva de la ciudad, rodeada por los tres grandes canales: el Herengracht, el Keizersgracht y el Prinsengracht. Luego fueron hacia el Jordaan, la zona de la ciudad que crecía con mayor rapidez, en la cual se oían resonar el martillo contra el yunque, el cincel contra la piedra.

Hendrick lo llevó siguiendo las aguas del Rozengracht, donde las barcazas surcaban la espesa niebla del canal en su camino hacia los muelles para descargar sus mercancías. Las flamantes casas de los nuevos ricos se alzaban a ambos lados de las aguas lóbregas, de cara al canal bordeado por robles y tilos. Miguel había alquilado en una ocasión la mejor parte de una refinada casa de ladrillo rojo rematado por una cubierta de tejas a dos aguas. Pero entonces la producción de azúcar del Brasil excedió con mucho sus expectativas. Él había contado con que la producción sería baja durante años, pero de pronto los agricultores pusieron en el mercado una cosecha inesperada y los precios se desmoronaron rápidamente. De pronto un gran hombre de la Bolsa se convertía en deudor y tenía que conformarse con vivir de la caridad de su hermano.

Una vez salieron de la calle principal, el Jordaan perdió su encanto. El barrio era nuevo -la zona donde estaban era tierra de granjas hacía solo treinta años- pero los callejones ya habían adquirido el aire decrépito de los barrios bajos. En vez de adoquines allí había tierra, y chabolas hechas con paja y trozos de madera que se apoyaban contra casas chatas, ennegrecidas con brea. En los callejones resonaba el sonido hueco de los telares, pues los tejedores tejían del alba hasta bien entrada la noche, con la esperanza de ganar suficiente para llenar la panza un día más.

En momentos de debilidad, Miguel temía que la pobreza lo reclamara como había reclamado a los desposeídos del Jordaan, que caería en un pozo de deudas tan hondo que hasta perdería la esperanza de recuperarse. ¿Sería entonces el mismo hombre, el mismo aunque sin dinero, o se convertiría en alguien tan vacío como los mendigos o los infortunados que veía por las calles y que se ganaban la vida en trabajos infames?

No, eso no pasaría. Un verdadero mercader nunca cedía al pesar. Un hombre que ha vivido secretamente como judío siempre tenía un último recurso. Al menos hasta que caía en las zarpas de la Inquisición, se recordó, y no había Inquisición en Amsterdam. Solo el ma'amad.

Pero ¿qué estaba haciendo él allí con el inescrutable holandés? ¿Por qué había permitido que doblegara su voluntad cuando tenía asuntos, importantes asuntos que resolver?

– ¿A qué clase de lugar me lleváis? -preguntó Miguel, esperando encontrar alguna razón para excusarse.

– A un lugar miserable -dijo Hendrick.

Miguel abrió la boca para quejarse, pero era demasiado tarde. Ya habían llegado.

Él no era hombre dado a supercherías, al contrario de los holandeses, pero, según recordaría más tarde, su aventura se había iniciado en un lugar llamado Becerro de Oro, sin duda un nombre poco prometedor. Bajaron por una escalera empinada y con el techo espantosamente bajo al sótano, una pequeña habitación que hubiera podido albergar sobradamente treinta almas, pero que en aquellos momentos albergaba tal vez a cincuenta. El humo asfixiante del tabaco barato de las Antillas y de las viejas estufas de turba casi disimulaba el olor a cerveza y vino derramados, a queso rancio, y el olor de cincuenta hombres sin asear -o más bien, cuarenta hombres y diez rameras- que expulsaban tufaradas de cebolla y cerveza por sus bocas.

Al pie de la escalera, un hombre inmenso, con una figura que recordaba extrañamente una pera, les cerraba el paso pero, intuyendo que alguien quería pasar, desplazó su mole hacia atrás para evitar que entraran. Tenía un bock de cerveza en una mano y una pipa en la otra, y gritó algo incomprensible a sus compañeros.

– Quitad esa sucia mole del camino, amigo -le dijo Hendrick.

El hombre volvió la cabeza lo justo para ver que le torcían el gesto y apartó la mirada.

– Amigo… -Hendrick lo intentó otra vez-, sois como una boñiga atascada en el culo de esta jornada. Acaso tenga que aplicar un purgante para expulsaros.

– Pues como si os queréis aliviar de orines en las calzas -contestó el otro, y escupió una risa en las caras de sus amigos.

– Amigo -dijo Hendrick-, daos la vuelta y veréis a quién le estáis hablando tan rudamente.

El hombre se dio la vuelta y, cuando vio a Hendrick, la sonrisa se esfumó de su angulosa cara con barba de tres días.

– Os pido perdón -dijo. Se quitó la gorra y se apartó, chocando torpemente con sus compañeros.

Aquella novedosa humildad no fue suficiente para Hendrick, el cual alargó el brazo cual látigo y cogió al hombre por sus sucias ropas. El bock y la pipa cayeron al suelo.

– Dime -dijo Hendrick-, ¿debo o no debo partirte el cuello?

– No debéis -sugirió el borracho impaciente. Sus manos se agitaban como las alas de un pájaro.

– ¿Qué decís, noble judío? -preguntó Hendrick a Miguel-. ¿Debo o no debo?

– Oh, dejadle ir -contestó Miguel con hastío.

Hendrick lo soltó.

– El noble judío dice que te deje. Recuérdalo, amigo, la próxima vez que arrojes un pez muerto o una col podrida a un judío. -Se volvió hacia Miguel-. Por aquí.

Un gesto de la cabeza de Hendrick bastó para que la multitud se apartara a su paso igual que el mar Rojo se abrió para Moisés. Al otro lado de la taberna, Miguel vio a Geertruid, sentada en la barra, hermosa como un tulipán sobre un montón de excrementos. Cuando Miguel se acercó, la mujer se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa amplia, radiante, irresistible. Miguel no pudo tenerse y le devolvió la sonrisa, como un joven necio, pues así es como ella le hacía sentirse. Tenía el encanto de lo ilícito. Y estar con ella era como ayuntarse con la esposa de un amigo (algo que él nunca había hecho, pues el adulterio es un pecado terrible, y ninguna mujer que hubiera conocido le había parecido lo suficientemente tentadora para seguir por tal camino) o dar a una virgen su primer beso (que era algo que sí había hecho, pero solo una vez y con la virgen que habría de convertirse en su esposa). Geertruid parecía estar siempre envuelta en un halo de deseo prohibido y escurridizo. Acaso fuera porque Miguel nunca había dado en pasar tan largo espacio de tiempo con una mujer que no fuera pariente sin ayuntarse con ella.

– Señora, me honra que desearais verme, pero me temo que no tengo tiempo para diversiones en estos momentos.

– Se acerca el día de cuentas -dijo ella con gesto comprensivo. Negó con la cabeza con una tristeza que estaba en algún punto entre el sentimiento maternal y la burla.

– Se acerca, y yo tengo muchas cosas que poner en orden. -Pensó en decirle más, que las cosas habían ido muy mal y que, a menos que pudiera idear un plan notable, en una semana debería otros mil. Pero no lo dijo. Después de seis meses de endeudamiento brutal, implacable y paralizante, Miguel había aprendido un par de cosas sobre la manera de vivir como deudor. Hasta había pensado escribir un pequeño tratado sobre el asunto. La primera norma era no comportarse como deudor y no anunciar sus problemas ante cualquiera que no debiera saberlos.

– Venid y sentaos conmigo un momento -dijo ella.

Miguel pensó en negarse, prefería quedarse de pie, pero sentarse junto a ella era aún más delicioso que permanecer cerca, de suerte que, antes de darse cuenta, su cabeza ya había hecho que sí.

Geertruid no era más hermosa que otras mujeres, aunque no le faltaba belleza. De entrada no parecía mujer excepcional, era una viuda próspera de treinta y tantos años, alta, aunque muy bella, sobre todo si se la miraba desde la distancia adecuada o con la suficiente cerveza en las tripas. Pero aun cuando ya le había pasado la juventud, conservaba parte de sus encantos y había sido bendecida con uno de esos rostros suaves y redondeados del norte, terso como la mantequilla de Holanda. Miguel había visto a jóvenes veinte años más jóvenes que Geertruid mirándola furiosas.

Hendrick apareció detrás de Miguel y apartó al hombre que estaba sentado junto a Geertruid. Miguel se instaló en su sitio mientras Hendrick se lo llevaba.

– Solo puedo concederos unos minutos -le dijo.

– Creo que me concederéis más que eso. -La mujer se inclinó hacia delante y lo besó, justo por encima del borde de su elegante barbita.

La primera vez que lo besó estaban en una taberna y Miguel, que nunca antes había tenido una mujer por amiga, menos aún una holandesa, se sintió obligado a llevarla a un aposento de la parte de atrás y levantarle las faldas. No hubiera sido la primera vez que una holandesa confesaba sus intenciones a Miguel, pues a todas les gustaban sus maneras desenvueltas, su sonrisa pronta, sus grandes ojos negros. Miguel tenía el rostro redondo, suave y juvenil. En ocasiones las holandesas preguntaban si podían tocarle la barba. Le sucedía en las tabernas y lugares de mala nota donde se comía acompañado de música, y en las calles de las zonas menos elegantes de la ciudad. Decían que querían tocar su barba, tan bien cuidada y bonita, aunque Miguel sabía que no era eso. Les gustaba su rostro porque era suave como el de un niño y duro como el de un hombre.

Sin embargo, Geertruid no quiso ir más allá de apretarle los labios contra la barba. Hacía ya tiempo que había dejado muy claro que no quería que le levantaran las faldas, al menos, no Miguel. Aquellas holandesas besaban a quien les placía por cualquier razón que les pluguiera y lo hacían con mayor empeño del que ponían las mujeres judías de la nación portuguesa en besar a sus esposos.

– Es que, veréis -le dijo al apartarse-, si bien hace años que estáis en esta ciudad, aún tengo cosas que mostraros.

– Temo que vuestro repertorio de cosas nuevas se esté agotando.

– Al menos no tendréis que preocuparos de que ese Consejo vuestro nos vea en este lugar.

Cierto. A judíos y gentiles se les permitía hacer sus negocios en tabernas, pero ¿qué judío entre los portugueses elegiría un antro semejante? Sin embargo, nunca se era lo bastante cauto. Miguel echó un rápido vistazo a su alrededor buscando los reveladores signos de la presencia de espías del ma'amad: hombres que pudieran ser judíos ataviados como sirvientes holandeses, solos o en parejas, sin probar la comida; barbas, las cuales nadie llevaba sino los judíos, bien recortadas por que parecieran recién afeitadas (la Torá solo prohibía el uso de cuchillas en la cara, no recortarse la barba, pero las barbas estaban tan en desuso en Amsterdam que aun la más leve señal de una delataba al hombre como judío).

Geertruid deslizó su mano junto a la de Miguel, un gesto que estaba lejos de ser amoroso. Adoraba la liberalidad con los hombres por encima de todo. Su esposo, de quien hablaba como del más cruel de los bellacos, llevaba ya años difunto, y se conoce que no había terminado aún de celebrarlo.

Ese saco de grasa que hay detrás de la barra es mi primo Crispijn -dijo.

Miguel miró al hombre: pálido, corpulento, de párpados pesados… en nada diferente de otros diez mil de la ciudad.

– Gracias por dejarme ver a vuestro hinchado pariente. Espero que al menos se me permitirá pedirle que me traiga un bock de su cerveza menos repulsiva para ahuyentar el hedor.

– Nada de cervezas. Para hoy tenía pensada otra cosa.

Miguel no hizo ningún esfuerzo por contener la sonrisa.

– ¿Otra cosa? ¿Es aquí donde finalmente habéis decidido darme a conocer vuestros secretos encantos?

– Tengo muchos secretos, podéis estar seguro, pero no de los que estáis pensando. -Le hizo una señal con la mano a su primo, y este, asintiendo con gesto solemne, desapareció en la cocina-. Quiero que probéis una nueva bebida… un lujo extraordinario.

Miguel se la quedó mirando. Hubiera podido estar en media docena de tabernas, hablando del negocio de la lana, el cobre, la madera. Luchando por reparar sus cuentas maltrechas, encontrando alguna ganga que solo él hubiera podido reconocer o convenciendo a algún borracho para que pusiera su nombre a los futuros de brandy.

– Señora, pensé que habíais entendido que mis asuntos son urgentes. No tengo tiempo para lujos.

Ella se acercó más, lo miró directamente y, por un instante, Miguel pensó que iba a besarlo. No con un besillo furtivo en la mejilla, sino un beso de verdad, furioso y salvaje.

Se equivocaba.

– No os hubiera hecho venir por nada, y descubriréis que lo que os ofrezco no es cosa ordinaria -le dijo la mujer, con los labios tan próximos a su rostro que podía sentir su suave aliento.

Y entonces el primo Crispijn les llevó algo que cambió su vida.

Dos cuencos de barro humeaban con un líquido más negro que los vinos de Cahors. Bajo aquella luz pobre, Miguel cogió su cuenco algo desportillado con las dos manos y dio su primer sorbito.

Tenía una amargura rica, casi embriagadora… algo que Miguel no había sentido nunca antes. Tenía cierta semejanza con el chocolate, el cual había probado en una ocasión, hacía años. Quizá pensó en el chocolate porque los dos brebajes eran oscuros, calientes y se servían en gruesos cuencos de barro. Aquel tenía un sabor menos voluptuoso, más áspero, más limitado. Miguel dio otro sorbito y dejó el cuenco. Cuando probó el chocolate se había sentido lo bastante intrigado para beberse dos tazones, que inflamaron de una forma tal su ánimo que aun después de haber visitado a dos complacientes rameras le fue menester visitar a su médico, el cual restituyó el desequilibrio de sus humores con una sólida combinación de eméticos y purgantes.

– Se hace con el fruto del café -le dijo Geertruid, cruzando los brazos como si hubiera inventado el bebedizo ella misma.

Miguel ya había topado con el café una o dos veces, pero solo como parte de la mercancía de las Indias Orientales. En la Bolsa, los negocios no requerían que el hombre conociera la naturaleza de cada objeto, solo su demanda… y a veces, en el calor del negocio, ni tan siquiera eso.

Miguel recordó que debía pronunciar una bendición ante las maravillas de la naturaleza. Algunos judíos se daban la vuelta ante sus amigos gentiles cuando bendecían la comida o la bebida, pero Miguel se deleitaba en las oraciones. Gustaba de pronunciarlas en público, pues en aquellas tierras no podían perseguirlo por hablar la lengua sagrada. Deseó que se le presentasen más ocasiones para bendecir cosas. Pronunciar aquellas palabras le producía una satisfactoria sensación de vértigo; se imaginó cada palabra hebrea pronunciada abiertamente como un cuchillo clavado en las tripas de algún inquisidor.

– Es una nueva sustancia… totalmente nueva -explicó Geertruid cuando Miguel terminó-. No se toma para deleite de los sentidos, sino para despertar el intelecto. Sus defensores lo toman en el desayuno por bien de recobrar el sentido y por la noche para mantenerse despiertos más tiempo.

El rostro de Geertruid se tornó sombrío como el de un predicador calvinista que despotrica desde un púlpito improvisado en la plaza de una ciudad.

– El café no es como el vino o la cerveza, que bebemos para divertirnos o porque ataja la sed o incluso porque es delicioso. Esto os dará más sed, nunca os pondrá alegre y el sabor, seamos sinceros, puede resultar curioso, pero no placentero. El café es algo… algo mucho más importante.

Miguel conocía a Geertruid lo suficiente para estar al tanto de sus hábitos descabellados. Podía reír toda la noche y beber tanto como cualquier holandés vivo, podía descuidar sus asuntos y corretear descalza por los campos como una niña. Pero con los negocios era tan seria como cualquier hombre. Que una mujer se dedicara a los negocios como ella hubiera sido impensable en Portugal, pero entre los holandeses aun cuando no eran cosa común, las de su género podían encontrarse.

– Esto es lo que pienso -dijo ella con una voz que a duras penas se oía entre el bullicio de la taberna-: la cerveza y el vino pueden provocar el sueño, pero el café hará al hombre estar despierto y despejado. La cerveza y el vino lo mudan en un ser meloso, pero el café le hará perder el interés por la carne. El hombre que bebe el fruto del café solo se preocupa por los negocios. -Hizo una pausa para tomar otro sorbo-. El café es la bebida del comercio.

¿Cuántas veces, llevando un asunto en una taberna, no había vacilado el ingenio de Miguel con cada bock de cerveza? ¿Cuántas veces no había deseado tener la concentración necesaria para otra hora de claridad con las listas de precios de la semana? Una bebida que ayudara a mantenerse sobrio era justamente lo que necesitaba un comerciante.

Miguel empezaba a sentirse exaltado y se dio cuenta de que golpeteaba el suelo con el pie con impaciencia. Los sonidos e imágenes de la taberna se desvanecieron. Solo estaba Geertruid. Y el café.

– ¿Ahora quién lo bebe? -preguntó.

– No puedo saberlo -reconoció Geertruid-. He oído decir que hay una taberna de café en la ciudad… frecuentada por turcos, según dicen, pero nunca la he visto. No conozco holandés que tome este café, a menos que se lo mande el médico, pero se correrá la voz. En Inglaterra ya han abierto algunas tabernas que sirven café en lugar de vino y cerveza, y los comerciantes corren a ellas en tropel para hablar de negocios. Estas tabernas de café se están convirtiendo en pequeñas Bolsas en sí mismas. Sin duda, en breve espacio, empezarán a abrirse aquí también, porque ¿qué ciudad ama los negocios más que Amsterdam?

– ¿Estáis sugiriendo que queréis abrir una taberna? -preguntó Miguel.

– Las tabernas no importan. Debemos ponernos en posición de poder suministrarles el café. -Le cogió de la mano-. Pronto habrá demanda, y si nos preparamos para responder a esa demanda, podemos hacer mucho dinero.

El aroma del café empezó a marear su cabeza con algo semejante al deseo. No, no deseo, sino avaricia. Geertruid había dado con algo, y Miguel sentía su ansia contagiosa hinchándose en su pecho. Era como el pánico, o el júbilo, o alguna otra cosa, pero hubiera querido saltar de su asiento. ¿Venía aquella energía de la fuerza de la idea o era efecto del café? Si el fruto del café hacía que un hombre no pudiera tenerse, ¿cómo había de ser la bebida del comercio?

El café era algo maravilloso y, si en Amsterdam nadie planeaba sacar provecho de aquel nuevo brebaje, podía ser exactamente lo que lo salvara de la ruina. Durante seis terribles meses, Miguel se había sentido a veces como si estuviera soñando despierto. Su vida había sido sustituida por una triste imitación, por la vida exangüe de un hombre inferior.

Miguel adoraba el dinero que venía del éxito, pero veneraba más el poder. Le gustaba el respeto que inspiraba en la Bolsa y el Vlooyenburg, el barrio vecino donde vivían los judíos portugueses. Le gustaba ofrecer pingües comidas sin preocuparse por el dinero. Le complacía dar dinero a obras de caridad. Ahí iba, dinero para los pobres… ¡que coman! Ahí iba ese dinero para los refugiados… ¡Que puedan encontrar casa! Ahí iba ese dinero, para los eruditos de Tierra Santa… ¡Que trabajen para traer la venida del Mesías! El mundo podía convertirse en un lugar más sagrado si Miguel tenía dinero para dar y lo daba.

Ese era Miguel Lienzo, no aquel despojo de cuyos fracasos se mofaban los niños y las orondas esposas. No podría soportar mucho más las miradas inquietas de los otros comerciantes, que se alejaban de él a toda prisa por miedo a que su infortunio se extendiera corno una plaga, ni la mirada compasiva de la mujer de su hermano, cuyos ojos humedecidos delataban que encontraba cierta semejanza entre su desdicha y la de él.

Tal vez ya había sufrido bastante y Él, bendito sea, había puesto la oportunidad ante él. ¿Cómo osaba pensar cosa semejante? Miguel deseaba aceptar cualquier cosa que Geertruid propusiera, pero había perdido demasiadas veces en los meses pasados como para dejarse llevar por una corazonada estúpida. Sería necedad seguir adelante, más aún con un socio cuya sola existencia lo pondría en una posición vulnerable ante el ma'amad.

– ¿Cómo es que esta poción mágica no se ha extendido aún por Europa?

– Todo debe tener un principio. ¿Hemos de esperar a que otro ambicioso mercader sepa de este secreto? -añadió la mujer con tono conspirador.

Miguel se apartó de la mesa y se sentó más derecho.

– Decidme lo que proponéis. -Esperó con sorprendente hambre las palabras de Geertruid; la mujer no contestaba con la suficiente rapidez, y Miguel quería responder antes incluso de que las palabras hubieran sido pronunciadas.

Geertruid se frotó sus largas manos.

– He decidido hacer cierta clase de negocio con el café y tengo un capital, pero ignoro cómo he de proceder. Vos sois hombre de negocios, y yo necesito vuestra ayuda… y vuestra asociación.

Una cosa era llamar a aquella animosa viuda amiga cuando estaban en privado, beber y apostar con ella, hacer de intermediario en la Bolsa y realizar pequeños acuerdos de vez en cuando, a pesar de que el ma'amad había prohibido ejercer de corredor para los gentiles so pena de ser excomulgados. Otra muy distinta aceptarla como socia. Algunos judíos tal vez pudieran salir airosos de aquella inusual disposición, pero Miguel no podía contar con su buena suerte, al menos sin un dinero o unas influencias que lo protegieran.

En otro tiempo Miguel se había mofado de la falta de humor de la censura del consejo, pero el ma'amad había empezado a cumplir sus amenazas. Enviaba a sus espías en busca de quienes violaban el sabbath y comían alimentos impuros. Y expulsaba a quienes, como el usurero Alonzo Alferonda, quebrantaban sus normas arbitrarias. Perseguía a quienes, como el pobre Benito Spinoza, proferían herejías tan imprecisas que nadie hubiera podido imaginar que sus palabras eran herejía. Es más, Miguel tenía un enemigo en el consejo que, sin duda, esperaba la más mínima excusa para golpear.

Tantos riesgos… Miguel se mordió el labio para contener las ganas de sonreírse. Podía vivir con el riesgo si se prometía no pensar en ello con demasiada frecuencia.

Miguel comenzó a dar golpecitos en la mesa. Quería actuar enseguida. Podía empezar inmediatamente a asegurarse los contactos y los agentes para cualquier intercambio importante en Europa. Podía hacer malabarismos con el café por barriles, llevándolo de un puerto a otro. Tal era la verdadera esencia de Miguel Lienzo; tratos, conexiones, arreglos. No era un cobarde que renunciase a una oportunidad porque unos amargados hipócritas creyeran saber mejor que los sabios lo que estaba bien y lo que estaba mal.

– ¿Cómo hemos de hacerlo? -dijo él por fin, cayendo de pronto en la cuenta de que hacía varios minutos que no decía nada-. El comercio del fruto del café pertenece a la Compañía de las Indias Orientales, y no podemos esperar arrebatárselo a hombres con su poder. No entiendo qué me proponéis.

– ¡Yo tampoco! -Geertruid levantó las manos exaltada-. Pero propongo algo. Debemos hacer algo. No permitiré que el hecho de no saber lo que propongo se interponga en mi camino. Como dicen incluso el ciego tropieza con el cielo. Os preocupáis por el día veinte… ¿Debéis dinero? Yo os ofrezco riquezas. Una nueva e importante empresa con la que reconstruir y hacer que vuestra deuda actual parezca nimia.

– Necesito tiempo para pensarlo -le dijo, aunque no necesitaba nada parecido. Pero Geertruid tendría que esperar. Un hombre no tiene muchas oportunidades como esa en su vida, y arruinar sus posibilidades por impaciencia hubiera sido necedad-. Hablaremos de esto después del veinte. En una semana.

– Una semana es mucho tiempo -dijo la viuda con tono reflexivo-. En una semana se hacen fortunas. Imperios se levantan y caen.

– Necesito una semana -repitió Miguel suavemente.

– Una semana, entonces -dijo ella en tono amistoso. Sabía que no debía presionar más.

Miguel se dio cuenta de que había estado toqueteándose los botones del capote.

– Y ahora debo marchar para atender otros asuntos de importancia.

– Antes de iros, dejad que os dé algo que os ayudará a considerar la empresa. -Geertruid hizo una señal a Crispijn, que acudió rápidamente y colocó ante ella un tosco saco de lana.

– Me debe cierto dinero -explicó Geertruid en cuanto su primo se hubo retirado-. Estuve de acuerdo en aceptar un poco de esto como pago y quería daros algo en lo que pensar.

Miguel miró en el interior del saco, en el cual acaso habría unos doce puñados de bayas marrones.

– Café -dijo Geertruid-. He hecho que Crispijn tueste los frutos para vos, pues sé que no se puede pedir a un hidalgo portugués que los tueste él mismo. Ahora solo tenéis que molerlos, mezclarlos con leche caliente o agua dulce y después filtrarlo o dejar que se asiente en el fondo, como gustéis. No bebáis demasiado, si no queréis agitar vuestros intestinos.

– No mencionasteis la alteración intestinal cuando me cantasteis sus alabanzas.

– Aun los mejores productos de la naturaleza hacen daño si se toman en demasía. No os hubiera dicho nada, pero un hombre con los intestinos alborotados no es buen socio en los negocios.

Miguel dejó que la mujer lo besara de nuevo, y luego se escabulló por la taberna saliendo al frío y la niebla de media tarde. Después del hedor del Becerro de Oro, el aire salado del Ij resultaba tan maravillosamente purificador como la mikvah, [1] y Miguel dejó que la niebla le bañara el rostro hasta que un niño que no tendría ni seis años empezó a tirarle de la manga, llorando lastimeramente por su madre. Miguel le arrojó al mocoso medio ochavo, saboreando ya la riqueza que el café habría de darle: nada de deudas, una casa propia, la oportunidad de volver a tomar esposa y tener hijos.

Un instante después se reprendió a sí mismo por permitirse aquellas fantasías a la luz de los reveses de la jornada. Otros mil florines de deuda. Ya debía tres mil por todo el Vlooyenburg, incluidos los mil quinientos que tomó prestados a su hermano cuando el mercado del azúcar se vino abajo. Había permitido que la Oficina de Bancarrotas del Ayuntamiento llevara las deudas que había contraído con los cristianos, pero los judíos de su barrio llevaban sus propias cuentas.

La marea había empezado a subir y las aguas habían rebasado los límites del Rozengracht y cubrían las calles. Del otro lado de la ciudad, en la casa de su hermano, en el cavernoso sótano donde Miguel dormía pronto empezaría su inundación particular. Aquel era el precio de vivir en una ciudad construida sobre pilares encima de las aguas, pero Miguel ya no se preocupaba por las incomodidades de Amsterdam que tanto le molestaron cuando llegó. Ahora apenas reparaba en el hedor a pescado muerto del agua del canal ni en el agua que pisaba al caminar. El olor a pez muerto era el perfume de la riqueza de Amsterdam, y el sonido del agua al pisarla, su melodía.

Lo más prudente era volver a casa enseguida y escribir una nota a Geertruid explicando que los riesgos de trabajar con ella eran demasiado grandes y podían llevarlo a la ruina. Pero nunca se libraría de las deudas siendo prudente y ya estaba arruinado. Solo unos meses atrás, su azúcar atestaba almacenes enteros a los lados del canal y él paseaba por el Vlooyenburg como un burgués. Estaba dispuesto a superar la pérdida de Catarina, a tomar nueva esposa y tener hijos, y las alcahuetas se lo disputaban. Pero ahora estaba endeudado. Su posición había quedado poco menos que en nada. Recibía notas amenazadoras de algún demente. ¿Cómo podía cambiar su suerte si no era haciendo algo osado?

Había corrido riesgos toda su vida. ¿Acaso tenía que dejar de hacerlo por temor al poder arbitrario del ma'amad, unos hombres a quienes se había encargado hacer respetar la Ley de Moisés y que valoraban su poder por encima de la Palabra de Dios? La Ley no tenía nada que decir sobre las viudas holandesas. ¿Por qué había de evitar hacer fortuna con una de ellas?

Hubiera querido cerrar algún negocio más aquel día, pero tenía la sospecha de que su agitación no le hubiera llevado a hacer nada de provecho, de modo que fue a la Talmud Torá para las plegarias de la tarde y la noche. Aquella liturgia ahora tan familiar lo amansaba como vino especiado de modo que, para cuando salió de allí, se sentía renovado.

Mientras recorría la escasa distancia que separaba la sinagoga de la casa de su hermano, manteniéndose pegado a las casas del lado del canal para evitar a ladrones y serenos, Miguel no dejó de oír el sonido de las ratas sobre los tablones colocados sobre las alcantarillas. Café, canturreó para sí. No necesitaba una semana para darle una respuesta a Geertruid. Solo necesitaba tiempo para convencerse de que si hacía negocios con ella, no acabaría de forjar su ruina.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Mi nombre es Alonzo Rodrigo Tomás de la Alferonda. Yo traje la bebida llamada café a los europeos, podría decirse que inicié su andadura por estas tierras. Bueno, acaso sea un tanto vanidoso, pues sin duda el café hubiera recorrido el mismo camino turbio sin mis esfuerzos. Digamos más bien que yo fui la partera que lo ayudó a pasar de la oscuridad a la gloria. No, diréis, tampoco fui yo, que fue Miguel Lienzo. Entonces, ¿qué papel pudo tener Alonzo Alferonda en el triunfo de este gran fruto? Más del que se supone, os lo aseguro. Y para quienes dicen que no hice sino maldades, que no hice sino entorpecer, poner trabas, zaherir, solo puedo decir que yo sé más que mis detractores. Yo estuve allí… y vos, con toda probabilidad, no.

Mi verdadero nombre es Abraham, como lo fuera el nombre de mi padre y el del padre de mi padre. Todo primogénito varón nacido de un Alferonda ha llamado secretamente a sus primogénitos varones Abraham desde que los judíos tienen nombres secretos; y antes de esto, cuando los moros gobernaban en Iberia, los llamaban Abraham abiertamente. Durante la mayor parte de mi vida no se me ha permitido pronunciar mi nombre salvo en oscuras habitaciones, y aun entonces solo en voz baja. Aquellos que cuestionen mis acciones debieran recordarlo. ¿Quién seríais vosotros, pregunto a aquellos que tan duramente me juzgan, si vuestro propio nombre fuera un secreto que pudiera costaros la vida y hasta la de vuestros amigos y familiares?

Nací en la ciudad portuguesa de Lisboa, en el seno de una familia judía a la que no se permitía orar según el rito judío. Nos llamaban cristianos nuevos, o conversos, pues nuestros antepasados habían sido obligados a elegir entre la fe católica o entregar sus propiedades… y a menudo sus vidas. Por temor a la tortura, la ruina e incluso la muerte, públicamente rezábamos como católicos, pero entre las sombras, en los sótanos, en sinagogas secretas que iban de una casa a otra, orábamos como judíos. Los libros de oraciones eran raros y preciosos para nosotros. A la luz del día, un hombre medía su riqueza en oro, pero en la oscuridad de aquellas sombrías habitaciones, medíamos la riqueza en páginas y conocimiento. Entre nosotros, raros eran los que podían leer en hebreo en los pocos libros que teníamos. Raros los que conocían las oraciones para el día sagrado del sabbath.

Mi padre era uno de ellos, o cuando menos algo sabía. Había pasado parte de su mocedad en Oriente, se había criado entre judíos a quienes la ley no prohibía practicar su religión. Era dueño de libros de oraciones que prestaba libremente. Poseía algunos volúmenes del Talmud de Babilonia, pero no conocía el arameo y poco sentido podía extraer a sus páginas. Los Judíos Secretos de Lisboa acudían a él para que les instruyera en los rudimentos de la lectura de la lengua sagrada, de las oraciones para el sabbath, del ayuno para los días de ayuno. Y él les enseñó a comer al aire libre en la fiesta de Succot, [2] y por supuesto, les enseñó a beber hasta caer en un alegre sopor en Purim. [3]

Permitid que sea directo: mi padre no era hombre santo ni sabio. Nada más lejos de la realidad. Lo admito sin coacción alguna y no lo tengo por un insulto a su nombre. Mi padre tenía por oficio la fullería; en sus manos, el engaño era cosa hermosa y digna de ver.

Habiendo sido instruido en los caminos de nuestra fe -aun sin ser erudito, como digo, solo un hombre con cierta educación-, la presencia de mi padre se toleraba entre los Judíos Secretos de Lisboa cuando de otro modo no se hubiera permitido, pues atraía sobre su persona mucha más atención de la que convenía a un cristiano nuevo. Allí donde hubiera un mercader con unas pocas monedas, aparecía mi padre, con sus pócimas para prolongar la vida, aumentar la virilidad o curar toda suerte de males. Sabía de trucos con cartas, dados y bolas. Hacía juegos de manos, funambulismo y volteretas. Podía enseñar a un perro a sumar y restar números simples, y a un gato a bailar sobre las patas traseras.

Mi padre había nacido para guiar a otros y atraía a su lado a gentes que se ganaban la vida mediante un sinnúmero de entretenimientos extraños y engañosos. Dirigía un ejército de tramposos en el manejo de las cartas y los dados, faquires que tragaban fuego y espadas. Y bajo su estandarte se reunían también quienes se ganaban la vida mostrando las formas con que la naturaleza los había castigado. Entre los primeros compañeros que tuve en mi niñez se contaban enanos y gigantes, gentes monstruosamente gordas y terriblemente deformes. Yo jugaba con el encantador de serpientes y la adiestradora de cabras. Y cuando me fui haciendo mayor, despertó en mí una sucia curiosidad por una persona conocida de mi padre con anatomía de hombre y de mujer. Por unas monedas, este infortunado permitía a cualquiera ver cómo fornicaba consigo mismo.

Cuando yo tenía diez años, en una ocasión mi padre recibió a una hora tardía de la noche la visita de un joven algo mayor, Miguel Lienzo, a quien reconocí de la sinagoga. Era este Miguel un pendenciero, tan interesado por la compañía de tramposos y bichos raros de mi padre como por su saber. Y digo que era pendenciero porque siempre gustaba de desafiar a una autoridad u otra. Cuando yo lo conocí en Lisboa, las autoridades a quienes más se empecinaba en desafiar no eran otras que su familia y la Inquisición.

El tal Lienzo procedía de una familia relativamente sincera de cristianos nuevos. En este género no había escasez: personas que, por verdadera fe o por bien de evitar la persecución, se hicieron a los caminos de los cristianos, rehuyendo a quienes queríamos vivir como judíos. El padre de Lienzo era un comerciante de fortuna y poseía demasiados bienes como para arriesgarse a ser blanco de las iras de la Inquisición. Acaso por esta sola razón, acudía Miguel de tan buena gana a nuestros lugares secretos de oración y se esforzaba por aprender cuanto podía enseñarle mi padre.

Más aún, el joven Miguel utilizaba los contactos que su padre tenía entre la vieja comunidad cristiana para descubrir cuanto pudiera de la Inquisición. Su oído siempre estaba al tanto de los rumores y se deleitaba en advertir del peligro cuando podía. Yo sabía de media docena de familias que habían huido de sus casas una noche antes de que los inquisidores llamaran a su puerta… y todo porque Lienzo había sabido estar al acecho y escuchar. Estoy convencido de que realizó estas grandes proezas por un afán de justicia, pero acaso también por el placer de pisar allá donde no le correspondía. Años después, cuando volví a verlo en Amsterdam, él no me reconoció ni tan siquiera recordaba lo que había hecho por mi familia. Yo nunca he olvidado su bondad, por mucho que otros insistan en lo contrario.

Miguel vino a prevenirnos después de ofrecerse a ayudar a nuestro cura a limpiar sus aposentos privados en la iglesia (siempre se ofrecía para las tareas ingratas con la esperanza de aprender cosas de provecho) y por azar escuchó una conversación entre aquel miserable y un inquisidor que tenía interés en mi padre.

Y así, en la oscuridad de la noche, dejamos el único hogar que yo había conocido, llevándonos a muchos de nuestros amigos con nosotros. Había entre nosotros judíos, cristianos, moros y gitanos, y viajamos a más ciudades de las que puedo ahora contar. Durante años vivimos en Oriente, y tuve la fortuna de pasar varios meses en la ciudad santa de Jerusalén. Ya no es sino una sombra de lo que fue, pero ha habido momentos, en esta vida mía de infortunios, en que el recuerdo de aquellos días, de mis paseos por las calles de la antigua capital de mi pueblo y las visitas al lugar donde en otro tiempo se alzaba el Santo Templo, han sido mi sustento cuando nada tenía sentido. Si es la voluntad del Santo, algún día he de volver a ese lugar sagrado para pasar allí los días de vida que me resten.

En nuestros viajes también cruzamos Europa, y estábamos en Londres cuando mi padre murió de una fiebre cerebral. Tenía yo entonces veinticinco, y era ya hombre, pero no un hombre de la disposición de mi padre. Mi hermano menor, Mateo, quería ponerse al frente del ejército de proscritos, y yo sabía que tenía carácter para ello. Sin embargo yo, aunque llevaba años errando, no era persona errante. Podía hacer trampas con las cartas y trucos con los dados, pero no tan bien como Mateo. No era capaz de conseguir de un perro sino que me mostrara la panza, y de un gato que se sentara en mi regazo. Mi padre siempre hablaba de la importancia de que un judío viviera como judío y entre judíos, y de una visita que hicimos a Amsterdam años antes recordaba yo que en dicha ciudad los judíos gozaban de un grado de libertad sin par en el resto del mundo cristiano.

Así pues, crucé el mar del Norte y fui acogido en el seno de la gran comunidad de judíos portugueses de Amsterdam. Fui acogido, cuando menos al principio. Y este es el motivo de que escriba esta relación de los hechos. Quiero que se sepa que fui injustamente expulsado de un pueblo al que amaba. Quiero que el mundo sepa que no soy el villano por quien se me tiene. Y quiero dejar por escrito la verdad sobre Miguel Lienzo y sus diligencias en el comercio del café, pues también él ha sido acusado y culpado injustamente. Es mi voluntad describir mis acciones en Amsterdam, las circunstancias de mi expulsión, mi vida posterior en la ciudad y el papel que desempeñó exactamente en los asuntos de Lienzo.

Cierto es que antes de caminar aprendí a ocultar una carta en mis ropas y hacer que los dados cayeran a mi conveniencia, pero prometo que no he de hacer uso de ningún subterfugio en estas páginas. Seré como el Hombre Barbudo, petulante sujeto en cuya compañía viajé unos años. Me desprenderé de mis vestiduras para mostraros la obra de la naturaleza. Y si el lector lo desea, puede incluso tirar de mi piel y verá que bajo ella no se esconde engaño ni falsedad.

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