14

En la cocina, Annetje troceaba cebollas mientras Hannah limpiaba el pescado maloliente. Introdujo el cuchillo en el vientre grisáceo y blando del animal tratando de vencer la resistencia e hizo más fuerza de la que era menester. El pescado se abrió con facilidad, y Hannah echó las vísceras en un cuenco de madera. Annetje las utilizaría para preparar un hutsepot con ingredientes permitidos a los judíos… joodspot lo llamaba ella.

– He estado pensando en vuestro encuentro con la vieja viuda -dijo Annetje.

Hannah no levantó la vista de las vísceras. Tenía unos cuantos granos de café en el delantal, pero no quería tocarlos con las manos oliéndole a pescado. Aun así, el grano la llamaba. Hacía horas que no comía ninguno. Horas. Sus existencias se estaban acabando y, después de su embarazosa visita al sótano la noche antes, pensó que acaso lo mejor fuera racionar lo poco que tenía.

– No debéis decir nada al senhor Lienzo, al senhor Miguel Lienzo. Por supuesto, ya sabéis que tampoco debéis decir nada a vuestro esposo.

– Yo también he pensado en todo esto -confesó Hannah-, y no sé si debo o no guardar silencio. Esa mujer dice ser su amiga. Él debe saber que le oculta secretos.

– La gente tiene derecho a tener sus secretos -dijo Annetje, con algo más de generosidad esta vez. Echó una pizca de comino en el cuenco con la cebolla-. Vos tenéis vuestros secretos, y vos estáis mejor, vuestro marido está mejor y el mundo está mejor por ello. ¿Quién puede asegurar que no sucede lo mismo con la viuda?

En otro tiempo, estas palabras la hubieran hecho callar, pero ahora las cosas eran distintas.

– Pero no sabemos si eso es cierto. -Su dedo oprimió la carne bajo la piel del pescado-. ¿Y si pretende hacerle daño?

– Estoy segura de que no se trata de nada que deba preocuparnos y, aun si así fuera, nosotras nada podemos hacer. Después de todo, no querréis que ella hable de vuestros secretos…

Hannah consideró esa posibilidad un momento.

– Pero el senhor Miguel no es mi esposo. Podemos confiar en su silencio.

Ella cerró los ojos.

– Tal vez no.

Annetje dio un mordisco a una cebolla como si de una manzana se tratara y masticó abriendo mucho la boca. Hannah le había pedido en muchas ocasiones que no comiera cebollas. Si Daniel se enteraba de que tomaba con tanta liberalidad su comida, se enojaría.

– Vuestro comportamiento le resulta curioso. Me dijo que anoche os presentasteis ante él en el sótano con el pañuelo medio abierto y los cabellos descubiertos.

Esa moza se iba a enterar de lo que era un pañuelo abierto cuando Hannah la estrangulara con él.

– Ignoraba que estaba abierto hasta que me fui.

– Creo que lo excitó -dijo ella con la boca llena de cebolla.

– Oh algo en el sótano.

– Y yo estoy oliendo algo ahora, y es repugnante. No podéis decírselo, os traicionará. Su religión le preocupa mucho más que vos, os lo aseguro. Piensa que sois una necia, y si habláis con él, verá que tenía toda la razón.

– ¿Por qué habría de considerarme una necia por querer ayudarle?

– No lo ayudéis. Os traicionará por el puro placer de hacerlo. Os lo advierto, no confiéis en él. Si habláis con él, me consideraré traicionada. ¿Me habéis entendido?

– Te entiendo -dijo Hannah muy pausada, pensando en el café de su delantal.


Las cartas empezaron a llegar enseguida. Miguel se sentó en el sótano, encendió dos lámparas de aceite y abrió la correspondencia del día, sin atreverse a esperar nada. Pero allí estaba: una carta del primo de un amigo que ahora vivía en Copenhague. No entendía por qué Miguel necesitaba comprar en un momento determinado de un día determinado, pero aun así estaría encantado de ayudarle, dada la comisión que ofrecía.

Miguel preparó un cuenco de café para celebrarlo y leyó el resto de cartas. Nada de posibles agentes, pero al día siguiente tuvo noticias de un conocido de Marsella y del marido de una prima lejana de Hamburgo. A mediados de la semana siguiente ya sabía de tres personas más y, una semana más tarde, de otras cuatro, aunque sin duda llegarían más. Ya casi lo tenía. Ahora solo quedaba una cosa importante que discutir con Geertruid.

Ella propuso el paseo del Plantage. Miguel pensó que lo más indicado sería una visita a la taberna de café, pero Geertruid no mostró ningún interés.

– En la vida hay otras cosas aparte del café -le dijo-. No debéis olvidar que soy holandesa y que me gusta beber grandes cantidades de cerveza. Eso de quedarse en pie toda la noche mirando cuadernos y libros es para los judíos.

Caminaron por senderos iluminados por antorchas pensadas para convertir la noche en día. Parejas con bonitas vestiduras pasaban junto a ellos, ricos burgueses con sus esposas, hermosas o sencillas, jóvenes parejas que salían para ver la vida, ladrones con astutos disfraces. En Lisboa, estas personas que salían buscando solaz hubieran sido todas de noble cuna y de antiguos linajes, pero aquellos eran nuevos ricos, mercaderes de la Bolsa con sus bellas esposas, hijas de mercaderes.

Miguel tomó a Geertruid del brazo y caminaron como si estuvieran casados. Pero, de tener una esposa ¿hubiera podido llevarla Miguel por las verdes sendas del Plantage? No, la hubiera dejado en casa cuidando de los niños, y Geertruid seguiría siendo la mujer a quien llevaba del brazo.

Geertruid alzó los ojos y le sonrió a su amigo; parecía mismamente que no había cosa en el mundo que la complaciera tanto como pasear con él en una noche como aquella. Llevaba uno de sus vestidos más hermosos, con azules y rojos.

– ¿En qué punto están los asuntos? -preguntó-. Contadme todas esas maravillosas noticias. Deleitadme con los relatos sobre nuestra próxima fortuna.

– Las cosas van bastante bien -le dijo Miguel-. Tan pronto traspaséis el dinero a mi cuenta, mi querida señora, podré pagar a mi mercader de las Indias Orientales por el café. Después habremos de asegurarnos de haber contactado con nuestros agentes y comprobar todos los detalles de nuestro plan antes de que llegue la mercancía. Calculo que serán dos meses.

– Dos meses -repitió ella con gesto soñador-. ¿Dos meses y habremos conseguido todo lo que decís? Habláis como si esperarais comer trucha para la cena.

– Bueno, me gusta la trucha. -Miguel contempló su rostro iluminado por el resplandor de una antorcha, pero lo bastante en sombras para que las imperfecciones de la edad quedaran ocultas.

Se detuvieron a mirar un tablado algo precario donde actores interpretaban una aventura de los Mendigos del Mar, rebeldes del mar que combatían a los tiranos españoles para conseguir liberar a las Provincias Unidas. Miguel nunca se había molestado en aprender los nombres de los elogiados héroes de aquellas batallas, pero Geertruid se sintió arrebatada enseguida. Estuvieron mirando un cuarto de hora, y Geertruid aplaudió y rió con la chusma, dejándose llevar y riendo como una criatura cuando los actores hablaron de la milagrosa tormenta que salvó la ciudad de Leiden de manos de los españoles. Luego decidió que ya había visto bastante y siguieron caminando.

– Aún tengo que coordinarme con nuestros agentes de las Bolsas -dijo Miguel al cabo de un momento.

– ¿Ya los habéis elegido?

Miguel asintió.

– En este mismo momento tengo contactos en Marsella, Hamburgo, Viena, Amberes, París y Copenhague. Y el primo de un amigo que está en Rotterdam, pero planea volver a Londres; en breve llegaré a un acuerdo con él. Yo mismo puedo ocuparme del negocio en Amsterdam. Aun así, imagino que habrá algún problema menor.

– Solo algún problema -dijo Geertruid pensativa-. Es maravilloso. Es completamente maravilloso. Hubiera pensado que habría un sinfín de problemas. Pero os habéis ocupado de todo a la perfección. Es un gran consuelo para mí.

Miguel sonrió. Miró sus labios, pensando si no veía en ellos una mueca ligeramente irónica.

– De todos modos, acaso os interese conocer la naturaleza de tales problemas.

– Confío plenamente en vos, pero si deseáis hablar de problemas, os escucho.

Miguel se aclaró la garganta.

– Me preocupa no poder colocar agentes en las Bolsas de Iberia: Lisboa, Sevilla y quizá Oporto. No continué negociando con estos lugares, y muchos de mis antiguos contactos allí han huido a lugares más seguros. En verdad, los contactos que tengo en Marsella, Hamburgo y Amberes son refugiados, igual que yo, hombres a quienes conocí en Lisboa.

– ¿No podéis establecer nuevos contactos? Sois una persona suficientemente amable.

– Estoy explorando esa posibilidad, pero se trata de algo difícil. En tratando con estos países, un hombre como yo debe ocultar su verdadero nombre y no permitir que nadie sepa que es de la fe hebraica. Revelar este detalle provocaría el rechazo pues cualquier judío, secreto o no, temerá hacer negocios con un judío reconocido. Si sus actividades llegaran a conocimiento de la Inquisición, no dudarían en prenderlo bajo sospecha de judaizante.

– Parece un asunto desagradable.

– La Inquisición financia sus gastos confiscando las propiedades de los encausados, y eso convierte a los mercaderes en víctimas particularmente atractivas para ellos.

– ¿Podemos proceder prescindiendo de estas Bolsas? Después de todo, ¿cuántas necesitamos?

– Bien podríamos pasar sin Oporto, y aun Lisboa, aunque no quisiera correr ese riesgo. Pero Sevilla es imprescindible. El café goza de cierto favor en la corte española, la cual adquiere el grano a través de la Bolsa. Si perdemos Sevilla, el proyecto fracasará.

– ¿Y qué podemos hacer? -Su voz sonaba aguda y juvenil, como si estuviera probando a Miguel para conocer la medida de su preocupación.

– Siempre ha habido maniobras e intrigas en el mundo del comercio. Solo se trata de ingenio, y no es tan descabellado hacer un poco de alquimia y convertir problemas de plomo en oportunidades de oro.

– Sé que conocéis vuestro oficio, de modo que no me preocuparé a menos que me digáis que he de hacerlo.

Miguel hizo ademán de torcer a la izquierda, pero Geertruid tiró de él para llevarlo a la derecha. Tenía un destino en mientes, pero la única pista que ofreció fue la más débil de las sonrisas.

– ¿Cuánto tiempo creéis que habréis menester para transferir el dinero a mi cuenta?

– ¿Acaso no debiéramos esperar? Si la situación con Sevilla no se resuelve y ya hemos adquirido la mercancía, ¿no seremos entonces los perdedores?

– Eso no sucederá -le aseguró Miguel, y acaso también a sí mismo.

En estas que llegaron a una casa de madera rematada más bellamente que muchas. Geertruid lo llevó al interior, un lugar bien iluminado, con muebles macizos de madera, por donde andaban tambaleantes una docena de holandeses, borrachos, y casi idéntico número de mozas con apretadas ropas que servían jarras de cerveza y susurraban al oído de los hombres. Geertruid lo había llevado a un burdel.

– ¿Qué hacemos aquí?

– Oh, se me hace que estáis algo solo y he oído verdaderas maravillas de una moza de aquí (aún me hacen ruborizarme). Quería que probarais la mercancía vos mismo.

– Pensé -dijo Miguel con una voz falsamente grave- que pasaríamos juntos la velada, hablando de nuestras cuitas con el negocio.

– Podéis hacer que estáis conmigo si lo preferís. Pero, por lo que se refiere a los negocios, creo que ya hemos terminado.

En aquel momento, una mujer con mirada ardiente apareció junto a Miguel y lo tomó del brazo. Era pequeña de estatura y de complexión un tanto ligera, pero tenía un rostro encantadoramente redondo y labios carnosos.

– Debe de ser el caballero de quien me hablasteis -le dijo a Geertruid-. Ciertamente es admirable.

– Senhor, esta encantadora criatura se llama Agatha. Espero que la trataréis con igual delicadeza de la que quisiera para mí.

A Miguel le dio risa.

Geertruid ladeó la cabeza, como encogiendo los hombros.

– Creo que primero habríamos de terminar nuestra conversación, antes de que acepte vuestro generoso regalo: -Y le sonrió a la moza con el fin de que no se sintiera despechada.

– Sois hombre fuerte si podéis mantener la cabeza en los negocios con una mujer a cada brazo -comentó Agatha.

– Solo habéis de decir cuándo puedo esperar la transferencia y podremos dejar el asunto por esta noche.

– Muy bien. Veo que no pensáis rendiros. Mejor para nuestra amiga Agatha, pues dicen de ella que gusta de los hombres decididos.

Puedo transferir el dinero para finales de esta semana si fuera menester.

Miguel estaba en ese momento echando una ojeada a los vivaces ojos marrones de Agatha, pero al punto se volvió hacia Geertruid.

– ¿Tan pronto? ¿Ya lo tenéis?

Geertruid oprimió los labios en una sonrisa.

– Sin duda no pensaríais que mis aseveraciones eran pura palabrería. Me dijisteis que buscara el dinero y eso he hecho.

– ¿Por qué no me lo habíais dicho? Se me antoja que, después de asegurar semejante cantidad (nada despreciable), debierais sentiros más venturosa.

– Y lo estoy. ¿Acaso no estamos celebrando nada esta noche?

Miguel llevaba lo bastante en el negocio para saber que le estaban mintiendo, y mucho. Se quedó inmóvil, temiendo incluso moverse hasta haber meditado bien aquello. ¿Por qué habría de mentirle Geertruid? Dos razones: o no tenía realmente el dinero, o tenía el dinero pero no procedía de donde dijera.

Miguel no se dio cuenta de que llevaba tanto tiempo inmóvil hasta que vio a las dos mujeres mirándolo.

– ¿Podéis hacer la transferencia esta semana?

– Eso he dicho. ¿Por qué os ponéis tan serio? Tenéis vuestro dinero, y tenéis una mujer. ¿Qué más podría desear un hombre?

– Nada -dijo él librándose de ambos brazos y poniendo las manos en ambas posaderas, mostrando en ello una liberalidad que normalmente no se hubiera permitido con Geertruid. Pero la mujer se había tomado libertades con él, así pues, ¿por qué no devolver el favor? Y en cuanto a la mentira, no pensaría en ello más. Geertruid tenía sus motivos y tenía sus secretos. Miguel viviría con ellos venturoso.

– Creo que el senhor os prefiere a vos antes que a mí -dijo Agatha a Geertruid.

Algo cruzó el rostro de la viuda.

– Creo que pronto descubrirás lo que al senhor le gusta, querida mía. Tiene una gran reputación.

Agatha lo guió hasta una de las habitaciones de atrás, y Miguel no tardó en comprobar la facilidad con que olvidaba las mentiras de Geertruid y lo que pudiere ocultar a tan gran amigo.


La siguiente jornada, entre sus cartas, Miguel halló una nota favorable de su posible agente en Frankfurt. Leyó la carta con satisfacción y pasó a la siguiente, esta del comerciante de Moscovia. Con gran educación, el hombre explicaba que Miguel aún le debía una suma que rondaba los mil novecientos florines y que, conocedor de las dificultades pasadas de Miguel, no podía dejar pasar el asunto. «Debo exigir el pago inmediato de la mitad de la deuda o me temo que no me quedará más remedio que dejar que sean los tribunales quienes decidan la mejor forma de que recupere mi dinero.» Los tribunales… eso significaba otra humillación pública ante el Comité de Bancarrota, lo cual significaría dejar al descubierto su relación con Geertruid y sus planes con el café.

Miguel soltó un juramento, bebió un cuenco de café y se echó a la calle para buscar a Ricardo por las tabernas. Aquel día la suerte estaba de su lado, pues dio con él al tercer intento. Ricardo estaba solo, bebiendo una jarra de cerveza con gesto apagado.

– ¿No tenéis asuntos hoy? -preguntó Miguel.

– Preocupaos por vuestros propios asuntos -contestó el otro sin levantar la vista.

Miguel se sentó frente a él.

– No os confundáis. Este es mi asunto, senhor. Me debéis mucho dinero, y si pensáis que habré de conformarme sin hacer nada, estáis engañado.

Ricardo por fin se dignó mirarle.

– No me amenacéis, Lienzo. No podéis acudir a los tribunales holandeses sin arriesgaros a sufrir la cólera del ma'amad, y los dos sabemos que de acudir al ma'amad, os arriesgaréis a que actúen contra vos, en cuyo caso vuestro dinero podría quedar paralizado durante meses o aun años. Habréis de tener paciencia, así que haréis mejor en largaros si no queréis que me enoje y os busque más problemas.

Miguel tragó con dificultad. ¿Qué estaba pensando cuando se presentó allí? Ricardo tenía razón: nada tenía con que amenazarle, como no fuera denunciarlo públicamente.

– Acaso me arriesgaré con el ma'amad -dijo-. Si no recupero mi dinero, no quedaré más maltrecho de lo que ya estoy, y puedo solicitar una audiencia para denunciar en público que sois un chantajista. Más aún, puedo poner al descubierto a vuestro amo. Ciertamente, cuanto más lo pienso, más me complace la idea. Los otros parnassim lo consideran porque lo tienen por hombre escrupuloso. Si supieran de sus trucos, acaso perdería su poder.

– No sé de qué habláis -dijo Ricardo, pero se notaba que estaba preocupado-. Soy mi propio dueño.

– Trabajáis para Salomão Parido. Él es la única persona capaz de preparar semejante ultraje, y tengo intención de ponerlo al descubierto. Si el dinero que me debéis no está en mi cuenta mañana a la hora de cierre de la Bolsa, tened por seguro que buscaré que se haga justicia.

Miguel se fue sin esperar respuesta, convencido de que había hecho todo lo posible, pero, al día siguiente, cuando concluyó la jornada de negocios, vio que no se había depositado ningún dinero en su cuenta. Miguel vio que no tenía elección. No podía arriesgarse a una aparición ante un tribunal que hurgara en sus cuentas, de modo que transfirió algo más de novecientos florines del dinero de Geertruid a la cuenta del agente. Ya pensaría en cómo reponer ese dinero en otro momento.

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