5

Miguel había conocido a Geertruid cerca de un año antes de que le propusiera la aventura del café. Fue en la Urca, una taberna que salía del Warmoesstraat, lo bastante próxima a la Bolsa para que los mercaderes la tuvieran como una prolongación de esta, un lugar donde continuar con sus negocios cuando la Bolsa cerraba sus puertas. Aun cuando lo regentaba un holandés, servía también a mercaderes judíos, pues ofrecía bebidas que se adecuaban a sus normas. Se contrataba a mozos judíos de la Nación Portuguesa para que mantuvieran separados los vasos con que se servía a los judíos y los lavaran de acuerdo a la Ley judía, y ocasionalmente un rabino pasaba a inspeccionar las cocinas, caminando como un general con las manos a la espalda mientras comprobaba el interior de alacenas y abría cajas. El dueño cobraba casi el doble del precio normal por el vino y la cerveza, pero los mercaderes judíos pagaban alegremente a cambio de poder hacer negocios en una taberna holandesa con la conciencia tranquila.

Aquel día, Miguel había estado conversando con un tratante de azúcar después del cierre de la Bolsa. Los dos hombres habían ocupado una mesa y habían hablado de sus negocios durante horas, bebiendo con intensidad neerlandesa. El comerciante de azúcar era uno de esos holandeses bondadosos que veían a los judíos con fascinación, como si sus creencias y sus costumbres extrañas los convirtieran en un enigma. El Vlooyenburg estaba a rebosar de tales hombres, los cuales iban a aprender hebreo o estudiaban la teología judía, en parte por entender mejor su religión, pero acaso también por la fascinación natural que los holandeses sentían por los extranjeros. La estricta orden del ma'amad contra el debate religioso con los gentiles solo hacía que Miguel fuera más irresistible, y el comerciante había pagado una bebida tras otra con la intención juguetona de quebrantar sus defensas. Finalmente, renunció a sus esfuerzos y anunció que debía volver a casa si no quería enfrentarse a la furia de su esposa.

Miguel, reconfortado por la cerveza, no sintió ganas de volver a la soledad de su hogar, así que permaneció en su mesa, bebiendo en silencio mientras chupaba ociosamente una pipa de buen tabaco. A su alrededor bullían las conversaciones, y él escuchaba a medias por si oía algún rumor útil. Y entonces oyó un fragmento de una conversación que lo arrancó de su estupor.

– … un triste fin para el Flor de la India -pronunció una voz, con el fervor narrativo que solo es posible escuchar de labios de un holandés borracho-. Lo dejaron limpio, no quedó más que un puñado de marineros abatidos y perplejos.

Miguel se volvió lentamente. Él tenía acciones en el Flor de la India… muy pocas, eso sí. Avanzando dificultosamente por el cenagal de la borrachera, trató de recordar cuánto había invertido. ¿Quinientos florines? ¿Setecientos? No lo bastante para arruinar a un hombre que se mantenía como hacía él entonces, pero sí para que no pudiera considerar la pérdida una insignificancia, sobre todo porque había invertido sus beneficios con antelación.

– ¿Cómo decís? -preguntó Miguel al que hablaba-. ¿El Flor de la India?

Echó una ojeada al hombre, un sujeto de pelo cano, de mediana edad y con el rostro rubicundo de una vida entera en el mar. Sus compañeros eran los habituales holandeses rudos que frecuentan las tabernas próximas a los muelles.

– El Flor de la India ha sido capturado por los piratas -le dijo el hombre de más edad a Miguel-. Al menos he oído que eran piratas. Si queréis que os diga la verdad, yo creo que están todos al servicio de la Corona española.

– ¿Y cómo sabéis eso? -quiso saber Miguel. Se retorcía las manos y se las notaba torpes por la excesiva bebida, aunque su cabeza ya había empezado a aclararse.

– Tengo un amigo en el Gloria de Palma, que ha atracado en el puerto esta tarde. Él me contó la nueva -explicó el hombre.

Esta tarde. Nadie lo sabía todavía. Acaso aún estuviera a tiempo de salvarse del desastre.

– ¿Tenéis algún interés especial en ese barco? -preguntó uno de los compañeros del hombre. Era más joven que los otros y se le notaba menos la huella del mar.

– ¿Y si lo tuviera? -No lo estaba desafiando. Cada uno probaba al otro.

– Podría ofreceros mis servicios -apuntó el andrajoso marino-. Mañana a esta hora habrá corrido la voz, y esas acciones suyas no le harán gran servicio como no sea para limpiarse las posaderas. Pero es posible que esta noche aún valgan algo.

– Aparte de para limpiarse las posaderas -aclaró uno de los amigos.

– ¿Y cuánto valen esta noche? -Miguel reconocía a un intrigante en cuanto lo veía, pero las intrigas era la sangre que corría por las venas de la ciudad, y solo un necio se hubiera negado a escuchar.

– Si queréis venderlas a un cincuenta por ciento, os liberaré de vuestra carga gustosamente.

A Miguel no le agradaba la idea de perder el cincuenta por ciento de su inversión, pero le agradaba mucho menos tener que perderlo todo. Aun así, no acababa de verlo claro.

– Si el barco ha sido capturado, ¿qué servicio pueden haceros esas acciones?

– Las venderé, por supuesto. Mañana la Bolsa abre, y yo venderé a un setenta y cinco u ochenta por ciento. Para cuando la noticia llegue a la Bolsa, yo ya me habré deshecho de las acciones.

– Y entonces ¿por qué no habría de hacer yo otro tanto? -inquirió Miguel-. Podría recuperar un ochenta por ciento en lugar de solo el cincuenta.

– Podríais -contestó el otro-, pero siempre cabe la posibilidad de que la noticia llegue antes que vos a la Bolsa. Además, los hombres os conocen; si vendéis, vuestra reputación quedaría maltrecha. Yo suelo moverme por La Haya, de modo que poco puede afectarme cuanto aquí haga.

Miguel se llevó las manos a la frente. No podía hacer caso omiso del dilema moral ante el que se encontraba: si vendía sus acciones a aquel individuo, estaría permitiendo conscientemente que un desconocido le comprara algo sin valor. ¿No decían los sabios que el hombre que roba a un compañero, aun una simple moneda, es tan culpable como el asesino? Por otra parte, cualquier inversión suponía un riesgo. Cuando Miguel había comprado aquellas acciones no sabía que el barco sería capturado por los piratas, y sin embargo había pasado; acaso estuviera predestinado. Sin duda, el Altísimo conocía el destino del barco, pero Miguel no podía creer que Él, bendito sea, le hubiera engañado. ¿Qué diferencia había si alguien lo sabía de antemano?

El negociante adivinó las dudas de Miguel.

– Haced lo que os plazca, judío. Aún he de estar por aquí otra hora. Si queréis hacer negocios, mejor actuar deprisa.

Antes de que Miguel pudiera contestar, una voz intervino.

– Ay, sí, lo bastante deprisa para que este hombre no sepa la verdad. -La mujer hablaba como la heroína de una obra. Ahí estaba, con las manos en jarras, el voluminoso pecho hacia fuera, con sus suaves rasgos dirigidos directamente a aquellos hombres.

Con aquellos ropajes negros y amarillos parecía una abeja, una bien hermosa, por cierto, aun cuando superaba en edad a las hembras que a Miguel gustaban. No acababa de decidir si parecía más una fulana o una mujerona.

– ¿Qué verdad es esa? -preguntó Miguel con cautela, recelando no por primera vez del marino y sus amigotes. Frente a aquellos ebrios hombretones se había plantado una bella mujer, segura y desafiante. Enseguida supo que más fiaba en ella que en los hombres.

– Que el barco del que hablan no ha sufrido ningún mal -anunció-. Cuando menos le va todo lo bien que sería de esperar.

En la mesa los hombres se miraron.

– ¿Os conozco, comadre? -preguntó el de más edad-. Deberías pensarlo bien antes de acusar a un hombre en público, arruinando sus negocios. De lo contrario -añadió echando una mirada a su compañero-, el hombre y sus amigos podrían ofenderse y daros una bonita azotaina en las posaderas.

– Ay, pero si ya me conocéis. Mi nombre es Geertruid Damhuis, y vos sois el amable desconocido que me habló del naufragio del Piedad del Ángel, en el cual tenía yo acciones. Tuvisteis la amabilidad de comprarme mis acciones a la mitad de su precio. Y unas semanas después el barco llegó a puerto, en la fecha prevista y con su cargamento intacto.

– Os confundís -dijo el hombre de mayor edad a la par que el negociante comentaba-: No puedo garantizar la veracidad de todos los rumores que escucho. -Y, viendo que habían sido descubiertos, el grupo se levantó en un único movimiento y fueron con gran prisa hacia la puerta.

– ¿Debemos perseguirlos o llamar al sereno? -preguntó Miguel.

Geertruid Damhuis negó con su bonita cabeza.

– No levantaré mis faldas para correr en la oscuridad en pos de una banda de rufianes, pues acaso solo conseguiría que me descalabraran.

Miguel rió, con un repentino sentimiento de amistad y gratitud.

– Hace un momento hubiera dicho que erais lo bastante valiente.

Ella sonrió: amplia, hermosa, blanca como el nácar. Miguel contuvo el aliento, con la sensación de haber entrevisto algo prohibido.

– Es fácil ser valiente cuando estás rodeada de decenas de hombres que jamás tolerarían ver a una mujer ultrajada. Otra muy distinta es perseguir ladrones en la oscuridad. -Dejó escapar un sonoro suspiro y se llevó la mano al pecho-. Jesús, creo que necesito beber algo. ¿Veis cómo tiemblo? -Y le mostró la mano temblorosa.

Mientras bebía, Geertruid explicó que aquellos hombres se dedicaban a descubrir los nombres de la gente que invertía en determinados barcos. Entonces les seguían y contaban alguna historia cuando sabían que la persona les oiría. Luego solo necesitaban un poco de palabrería y convencían incluso al más desconfiado para que se desprendiera de sus acciones.

– Es la necesidad de actuar deprisa lo que desarma a las víctimas -le dijo Geertruid-. Yo tenía que tomar una decisión en aquel momento o sufrir las consecuencias, y no podía soportar la idea de haber podido evitar el desastre y no haberlo hecho por mi indecisión. Como se suele decir, el perro paciente se come el conejo, el que tiene prisa pasa hambre.

Miguel se sintió cautivado por las maneras espontáneas de Geertruid, a la vez masculinas y seductoras. La mujer le contó que su marido, el cual nunca la había tratado bien, había muerto, dejándola en una acomodada situación y, aun cuando la mayor parte de su dinero estaba comprometido en pequeñas inversiones, disponía de algunos florines con los que jugar.

Aunque Miguel y Geertruid hablaban con frecuencia, bebían y fumaban juntos, había muchas cosas que Miguel seguía sin entender sobre la viuda. La mujer callaba casi todo lo que tenía que ver con su vida. Ni siquiera sabía en qué parte de la ciudad vivía. Ella le pedía que hiciera de corredor, pero solo con pequeñas cantidades, sin duda mucho menos de lo que tenía a su disposición. Y desaparecía durante semanas, sin avisar nunca a Miguel ni darle explicaciones cuando regresaba. Flirteaba continuamente con él, acercándose mucho cuando hablaban, permitiendo que tuviera una buena panorámica del canalillo de sus pechos, cautivándolo con sus palabras lascivas y ambiguas.

Una noche de verano, los dos habían bebido mucho y se habían mojado a causa de un chaparrón repentino; entonces Geertruid se inclinó para susurrarle alguna nadería al oído y Miguel la besó con fuerza en la boca, chocando los dientes con los de ella a la par que trataba de meter una mano entre sus pechos. Geertruid se liberó de sus brazos y dijo una pequeña ocurrencia, pero quedó claro que Miguel había sobrepasado una línea que Geertruid no deseaba que volviera a cruzar. La próxima vez que vio a Miguel, le entregó un pequeño volumen como regalo: 't Amsterdamsch Hoerdom, una guía de las rameras y casas de citas de la ciudad. Él le dio las gracias con buen humor, pero por dentro sintió más humillación que por su bancarrota así que se prometió no volver a sucumbir nunca a sus coqueteos estúpidos.

Y además estaba el asunto de Hendrick, un hombre unos quince años más joven que ella. Geertruid lo llevaba casi siempre a su lado. A veces él se sentaba en otra parte en las tabernas en tanto ella hablaba con hombres de negocios, pero siempre sin quitarle un ojo de encima, como un perro de caza medio dormido. ¿Era su amante, su sirviente o alguna otra cosa que Miguel no acertaba a imaginar? Ella nunca lo aclaraba, y esquivaba sus preguntas con tal gracia que hacía ya tiempo que Miguel había dejado de preguntar.

Con frecuencia, cuando se encontraban, Hendrick se escabullía, dedicando una mirada furiosa a Miguel antes de marcharse a donde fuera que un hombre como él hubiera de ir. Pero jamás actuaba con resentimiento. Llamaba a Miguel «judío», como si lo tuviera por una gran astucia o una muestra de la amistad privada que los unía. Y le daba palmadas en la espalda, lo bastante fuertes como para que pareciera más que un gesto amistoso. Pero cuando los tres se sentaban juntos, si Miguel callaba o cavilaba en sus cuitas, siempre era él quien trataba de sacarlo de su silencio, era él quien se ponía a entonar una canción obscena o a contar algún relato pícaro, a menudo sobre sí mismo, como aquella ocasión en que contó que había estado a punto de ahogarse en un montón de bostas de caballo. Si a Miguel le hubiera sucedido algo así, jamás lo hubiera contado, ni aun para animar al Mesías.

A Miguel le molestaba la negativa de Geertruid a hablar sobre su relación con Hendrick, pero entendía que era una mujer capaz de guardar secretos y que esa era una cualidad que no debía tenerse en poco. Ella sabía que su amistad podría acarrearle a Miguel problemas con el ma'amad, por eso no solía frecuentar las tabernas donde los judíos se reunían… y si alguna vez lo hacía, fingía no conocer a Miguel. Ciertamente, en una o dos ocasiones se le había visto hablar con ella en términos algo íntimos, pero ahí precisamente estaba la ventaja de que fuera mujer… era invisible para los hombres de la Nación. Si acaso la veían, se imaginaban que era la ramera de Miguel; un par de veces incluso habían hecho chanza a propósito de que le gustaban las holandesas maduritas.

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