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Miguel llegó a la plaza del Dam un cuarto de hora antes del mediodía, momento en el que se abrían las puertas de la Bolsa. El bullicio de las transacciones ya había empezado a resonar entre las paredes de los edificios circundantes. Los burgomaestres habían limitado las horas del comercio de las doce a las dos, pues las cofradías se quejaban de que tanto alboroto alteraba la marcha de los talleres de toda la ciudad. Una acusación absurda, en opinión de Miguel. El sonido del comercio era un afrodisíaco monetario; movía a los hombres a vaciar su bolsa. Si sus horas fueran el doble, acaso fuera la ciudad doblemente rica.

Miguel se deleitaba en el entusiasmo que se extendía por toda la plaza en los momentos que precedían a la apertura de la Bolsa. Las conversaciones bajaban de tono hasta convertirse en murmullos. Cientos de hombres a la expectativa como los participantes de una carrera esperando una señal para echar a correr.

Por todo el Dam, los buhoneros pregonaban sus panes, pasteles y toda suerte de fruslerías a la sombra de las grandes maravillas de la plaza: el imponente y macizo ayuntamiento, elevándose como una catedral laica; la Nieuwe Kerk y la Bolsa, y la Casa del Peso, insignificante en comparación con el resto. A lo largo del Damrak, los pescaderos pregonaban a voces el precio de sus mercancías en el abarrotado mercado, las rameras pronunciaban sus versos buscando amorosos inversores; prestamistas que operaban al margen de la ley andaban en busca de los desesperados; vendedores de fruta y verduras empujaban sus carretas a través de un laberinto de mercaderes ansiosos por gastar un dinero recién adquirido en objetos brillantes, jugosos o de vivos colores. Los tenderos bromeaban animadamente con mercaderes previstos de abultadas bolsas, y las mujeres trataban de seducirlos con una palabrería tan obscena que aun Miguel se ruborizaría de oírlas.

Entre los corredores y especuladores holandeses se estilaban las ropas negras como las que Miguel solía vestir, una evidente muestra de la austera influencia de los calvinistas. Los predicadores de la Iglesia Reformada decían que las ropas llamativas y de vivos colores eran muestra de vanidad, y por ello en Amsterdam los hombres vestían de riguroso negro, aun cuando especiaban el lóbrego conjunto con buenas telas, caros encajes, cuellos de seda y costosos sombreros. En ocasiones, el mar de negro se veía salpicado por la chispa de un judío de Iberia vestido de rojo o azul o amarillo, o un osado holandés católico que vestía con los colores que le apetecían. En otros lares, las gentes miraban con recelo cuantas ropas les fueren desconocidas, pero en Amsterdam había tantos extranjeros que las más de las veces los ropajes distintos se miraban con admiración, no se ridiculizaban. A Miguel, la holandesa se le antojaba la más curiosa de las razas… una combinación perfecta de creencia protestante y ambición.

Mientras observaba a la muchedumbre, Miguel echó de ver que un sujeto con aire de desesperación iba directo hacia él. Pensó que acaso fuera un tendero insignificante, enzarzado en una riña con un Chente, pero cuando se apartó para dejarlo pasar, el rufián siguió con la vista clavada en él.

El individuo se detuvo y mostró una hilera de dientes maltrechos.

– ¿No me conocéis, Lienzo?

El sonido de aquella voz lo apaciguó: ciertamente, conocía a ese hombre: Joachim Waagenaar. Joachim, que en otro tiempo vistiera como caballero, con ropas de terciopelo y finos encajes, vestía ahora la gorra calada de cuero de un campesino, un jubón sucio de áspera tela, y calzas rotas y holgadas. Aquel hombre que usaba afeites y recortaba con esmero su mostacho hedía ahora a orines y sudor como un mendigo cualquiera.

– Joachim -dijo Miguel tras un momento-. No os había reconocido.

– Ya lo imagino. -El hombre desplegó otra tensa sonrisa. Siempre había tenido malos dientes, pero varios que antes tuviera rotos ya no estaban y los de abajo se veían todos resquebrajados y mellados-. Los tiempos no me han sido favorables.

– Me causó gran pesar saber de vuestras pérdidas -contestó Miguel, hablando tan rápido que su holandés le sonó confuso aun a su propia persona-. Yo también perdí mucho -añadió con grandes prisas, en respuesta a una acusación no formulada. Después de todo, él había animado a Joachim para que arriesgara su fortuna en los fallidos futuros de azúcar de Miguel, creyendo que si lograba encontrar suficientes inversores, podría mantener el precio del azúcar a flote. Sin embargo, sus esfuerzos fueron como sacos de arena que tratan de contener la riada, y el precio acabó desmoronándose de todos modos. Joachim no había perdido ni mucho menos tanto como Miguel, pero su fortuna era mucho menor, y eso lo hizo caer.

– Bonitas ropas me lleváis. -Joachim lo miró de arriba abajo y se pasó una mano por la cara, una cara áspera, con una barba de diferentes medidas, como si se afeitara valiéndose de una hoja embotada-. A vos no os quitaron la ropa -dijo-, a mí sí. Me obligaron a venderlas.

¿A quién se referiría, a los acreedores, a los prestamistas? Miguel había sido prendido y arrastrado a tabernas, donde fue retenido hasta que accedió a pagar. Había sufrido la humillación de que un comerciante de vinos enfurecido le tirara el sombrero al fango. Había sido amenazado, insultado y provocado más allá de toda razón. Pero jamás le habían obligado a vender sus ropas.

Con un sujeto tan extraño como Joachim, todo era posible. Joachim, hijo de un pescadero que había sabido aprovechar la moda de los tulipanes treinta años atrás, había terminado sus años mozos creyendo que solo un necio trabajaría pudiendo hacer dinero comprando y vendiendo. Aun así, se conoce que poco sabía de la Bolsa, como no fuera qué tabernas quedaban más cerca, y siempre eran los corredores quienes pensaban por él. Pero, para ser poco más que un borracho con dinero, se mostraba considerablemente celoso de sus valores y se inquietaba grandemente cuando perdía un ochavo aquí o allá, recelando de los medios que él mismo había elegido para hacer su dinero.

– El negocio de la Bolsa es como el tiempo -le había dicho Miguel en una ocasión-. A veces parece que habrá de llover, pero entonces sale el sol.

– ¿Pero qué ha pasado con mis florines? -repuso el otro, que había perdido quinientos insignificantes florines en un negocio con la Compañía que no salió como Miguel esperaba.

Miguel trató de reír.

– ¿Dónde está el viento después de haberos soplado en la cara?

Y estuvo a punto de añadir que cualquier hombre que se haga esa pregunta debiera retirar su dinero de la Bolsa y dedicarse a la venta. A Miguel, Joachim le parecía persona mal pertrechada para esta suerte de inversión, pero no tendría suficiente número de clientes como para poder permitirse prescindir de uno.

Y allí lo tenía, jadeando como un perro, echándole el aliento en la cara. A lo lejos, vio que las puertas de la Bolsa se abrían y los comerciantes empezaban a entrar, y algunos, de puro entusiasmo, alborotaban como niños traviesos.

Aunque todo el mundo tenía asuntos que atender, Miguel temió que alguien lo viera con aquel harapiento. Los burgueses de Amsterdam habían prohibido a los comerciantes judíos hacer de corredores para gentiles y, aunque el ma'amad decía castigar este delito con la excomunión, en opinión de Miguel debía de ser aquella la segunda ley más violada en la ciudad (después de la que prohibía a los corredores negociar para su propio provecho aparte de para el de sus clientes). Sin embargo, en su situación, cualquiera hubiera temido que se le persiguiera por un delito que otros perpetraban con impunidad. Aquella conversación con Joachim debía acabar enseguida.

– Lamento que las cosas os hayan ido tan mal, pero no tengo tiempo para hablar ahora -dijo, y dio un paso atrás para probar qué pasaba.

Joachim asintió y dio un paso adelante.

– Me gustaría hacer un negocio con vos para compensar lo que he perdido. Acaso, como decís, todo haya sido sin intención.

Miguel no supo qué contestar. «Acaso todo ha sido sin intención.» ¿Es que tenía la audacia de acusarle de haberle engañado, de haberle puesto alguna suerte de trampa, como si las pérdidas que él mismo sufrió en el negocio del azúcar no fueran más que un ardid para hacerse con los quinientos florines de Joachim? No pasa un día sin que algún corredor dé un consejo equivocado, arruinando tal vez a aquellos a quienes pretende ser útil. Quienes no son capaces de soportar el riesgo no tienen nada que hacer en el mercado.

– Quiero lo que me debéis -insistió Joachim.

Miguel reconoció al punto la voz áspera de Joachim. En su cabeza, la vio transfigurarse en una letra torpe e irregular.

Vos enviasteis las notas.

– Quiero mi dinero. Quiero que me ayudéis a recuperar mi dinero. No es sino lo que me debéis.

Miguel no tenía ya sitio en su vida para más deudas, de modo que aquella conversación sobre lo que debía se le hizo muy desagradable. Había cometido un error de juicio, nada más. Los dos lo habían pagado; y ahí hubiera debido acabar todo.

– ¿Qué clase de asunto es este que os atrevéis a mandarme tales notas? ¿Cómo debo interpretar vuestras extrañas misivas?

Joachim no dijo nada. Miró a Miguel de la misma forma que un perro mira a un hombre que lo alecciona.

Miguel volvió a intentarlo.

– Hablaremos de esto cuando tenga tiempo -le dijo a Joachim, mirando a su alrededor con nerviosismo, pensando si habría por allí espías del ma'amad.

– Entiendo que sois un hombre ocupado. -Joachim extendió las manos-. Como veis, yo no tengo mucho que hacer.

Miguel lanzó una ojeada al edificio de la Bolsa. Cada minuto que pasaba allí podía significar dinero perdido. ¿Y si, en aquel mismo instante, el hombre sobre quien podía descargar sus futuros de brandy, perdiendo acaso poco dinero, estaba comprando esas acciones a otro?

– Pero yo sí -le dijo a Joachim-. Hablaremos después. -Dio otro paso atrás.

– ¡Cuándo! -la palabra brotó con dureza, más como orden que como pregunta. Era palabra poderosa, como si hubiera gritado «¡Deteneos!». También el rostro de Joachim se había demudado. Ahora miraba a Miguel con severidad, como un magistrado que promulga un decreto. En los puestos de carne, varias personas tuvieron sus pasos y miraron. El corazón de Miguel empezó a latir desbocado.

Joachim avanzó con él en dirección al Dam.

– ¿Cómo os pondréis en contacto conmigo si no sabéis cómo encontrarme?

– Cierto -concedió Miguel con una risa tonta-. Qué inconsciente por mi parte. Hablaremos el lunes, después del cierre de la Bolsa, en la Carpa Cantarina. -Se trataba de una pequeña y apartada taberna que Miguel visitaba cuando necesitaba un lugar tranquilo donde beber y meditar.

– Bien, bien. -El hombre asintió con impaciencia-. Me ocuparé de que todo se haga bien. Lo que se ha hecho sin duda puede deshacerse, así que ahora nos daremos la mano como hombres de negocios.

Pero Miguel no estaba dispuesto a tocar a Joachim si podía evitarlo, de modo que se fue apresuradamente, fingiendo no haberlo oído. Después de abrirse paso entre la multitud que se agolpaba en el exterior de la Bolsa, se aventuró a mirar atrás y no vio rastro de Joachim, de modo que antes de entrar se tomó un instante para serenarse. Los mercaderes desfilaban junto a él, saludando muchos de ellos a voces de camino a la entrada. Miguel se enderezó el sombrero, tomó aliento y musitó en hebreo la oración para cuando se reciben malas noticias.

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