Durante semanas, Miguel había estado ignorando las notas de Isaías Nunes e hizo tal cosa justificadamente desde que llegó a su conocimiento que Nunes estaba compinchado con Parido. Pero entonces en sus notas, Nunes empezó a hablar del ma'amad, y Miguel pensó si acaso debiera tomarse las amenazas seriamente. Con toda probabilidad, Nunes solo deseaba dar más gran realismo a sus ardides, aunque pudiera ser que Parido quisiera llevar a Miguel ante el Consejo. Sería harto difícil probar toda aquella trama, y no podría hacerlo sin desvelar su relación con Geertruid.
Miguel había llegado a pensar que solo había una forma de conseguir el dinero que necesitaba. Por tanto, mandó una rápida nota y tres horas después se hallaba en la taberna de café conferenciando con Alonzo Alferonda.
– Seré sincero -dijo Miguel-. Necesito que me prestéis un dinero.
Su amigo entrecerró los ojos.
– Tomar prestado de Alferonda es asunto peligroso.
– Estoy dispuesto a correr el riesgo.
Alferonda rió.
– Sois hombre osado. ¿Cuánto teníais en las mientes?
Miguel dio un trago a su café turco.
– Mil quinientos florines.
– Soy un buen hombre de corazón generoso, pero debéis tomarme por necio. Con todos los problemas que tenéis, ¿por qué habría de daros semejante cantidad?
– Porque en haciendo tal cosa me ayudaréis a arruinar los planes de Salomão Parido -repuso Miguel.
Alferonda se atusó la barba.
– Dudo que pudiera haber respuesta más efectiva.
Miguel sonrió.
– Entonces, ¿lo haréis?
– Decidme lo que habéis pensado.
Miguel, quien no se había parado a formular un plan, dio en hablar, y todo cuanto salió de sus labios resultó ser del agrado de Alferonda.
Miguel estaba sentado en el Tres Sucios Perros esperando a Geertruid. Como todos los holandeses, la mujer gustaba de ser puntual, pero no fue así en aquella ocasión. Acaso habría descubierto que Miguel sabía de su engaño. Miguel dio en pensar de cuáles formas pudiera esto acaecer. No era probable que Joachim y Geertruid tuvieran ningún contacto, y estaba casi seguro de que Alferonda no lo traicionaría. ¿Lo habría visto Hendrick cuando lo descubrió en la taberna aquella noche? ¿Y si era así pero no había dicho nada a Geertruid por razones que solo él conocía? ¿O acaso Geertruid quería ver cómo reaccionaba Miguel al saber aquello?
Cuando apareció venía la mujer desarreglada y sin aliento. Miguel jamás la había visto tan alborotada. Después de tomar asiento, la viuda se explicó. Un hombre se había caído y se había roto una pierna ante ella en el Rozengracht, y ella y un caballero que por allí andaba lo llevaron al cirujano. Todo cosa muy perturbadora. El hombre no había dejado de gritar por los dolores. Geertruid pidió enseguida una cerveza.
– Estas cosas te hacen pensar en cuán preciosa es la vida -dijo la viuda en tanto esperaba su cerveza-. Un hombre está ocupado en sus asuntos y de pronto se cae y se rompe una pierna. ¿Se la emparejarán, sin peligro para su vida, pero habrá de caminar lo que le reste con ayuda de un bastón? ¿Habrán de amputársela? ¿Sanará la pierna, y todo volverá a ser como fue? Nadie sabe lo que Dios nos tiene reservado.
– En eso tenéis razón -concedió Miguel sin mucho entusiasmo-. La vida está llena de cambios inesperados.
– Jesús bendito, me alegra que estemos haciendo esto. -Oprimió la mano de Miguel. La sirvienta puso la cerveza en la mesa, y Geertruid bajó la mitad de la jarra de un trago-. Me alegro. Haremos nuestras fortunas y viviremos con grandes lujos. Acaso muramos al día o al año siguiente, quién sabe. Pero primero habré de tener mi fortuna, y nosotros reiremos mientras mi esposo ha de verlo desde el infierno.
– Entonces debemos proseguir -terció Miguel de buen humor-. Hemos de enviar las cartas inmediatamente. No debemos demorarnos más. Es menester concretar una fecha. Las once de la mañana, de aquí a tres semanas.
– ¿De aquí a tres semanas? El barco no ha llegado aún a puerto.
– Ha de ser de aquí a tres semanas -insistió Miguel desviando la mirada. Ella le había traicionado, Miguel lo sabía, pero pensar que él la estaba traicionando a ella le dejaba un amargo sabor en la boca.
– Senhor, ¿acaso habéis decidido ser brusco conmigo? -Estiró el brazo y dio en rozar con un dedo la mano de Miguel-. Si habéis de obligarme a hacer algo, quisiera saber qué cosa sea.
– Recibiréis mucho dinero si hacéis cuanto os digo -le dijo.
– Siempre haré cuanto me digáis. Pero he de saber por qué.
– Se me ha asegurado que el cargamento estará aquí para esa fecha. Tengo razones para creer que otras personas tienen intereses en el café, y si esperamos demasiado, acaso nos resultará más difícil manipular los precios como planeábamos.
Geertruid pensó en ello unos momentos.
– ¿Y qué personas son esas?
– Personas de la Bolsa. ¿Qué importancia tiene quién sea?
– Me pregunto por qué, precisamente ahora, habría nadie de tomar interés por algo en lo que nadie se había interesado antes.
– ¿Por qué os interesasteis vos? -preguntó Miguel-. Las cosas suceden de improviso. Lo he visto innumerables veces. Los hombres de toda la ciudad, por toda Europa, de pronto deciden que es el momento de comprar madera, o algodón, o tabaco. Acaso sean las estrellas. Lo único que sé es que este es el momento del café, y que nosotros solo somos una de las partes que lo han reconocido. Si hemos de hacer como planeamos, es menester que actuemos con decisión.
Geertruid calló por un instante.
– Decís que habéis recibido garantías sobre el cargamento, pero es imposible predecir los ataques de piratas, o las tormentas, o mil contratiempos más que pueden retrasar un barco. ¿Y si el cargamento no ha llegado aún a puerto cuando vuestros hombres empiecen?
Miguel negó con la cabeza.
– No tendrá importancia. Llevo demasiado tiempo en la Bolsa para permitirlo. La conozco como si se tratara de mi propio cuerpo y puedo hacer que haga lo que yo quiera, igual que muevo mis manos y mis piernas.
Geertruid sonrió.
– Habláis con gran confianza.
– Solo hablo la verdad. Nuestro único enemigo es nuestra timidez.
– Me alegra oíros hablar así. -Se inclinó hacia delante y le tocó la barba-. Pero no podéis arriesgaros a poneros en posición de tener que vender aquello que no poseéis.
– No debéis preocuparos por eso. No me cogerán desprevenido.
– ¿Cuál es vuestro plan?
Miguel sonrió y se recostó contra su silla.
– Es muy sencillo. Si es menester, yo mismo cubriré mis pérdidas cuando los precios caigan y estaré adquiriendo con ello la mercancía que prometo vender, solo que compraré cuando el valor descienda por debajo del precio al que he prometido vender, de suerte que podré sacar beneficio de las ventas a la par que bajo el precio. Es cosa que no hubiera sabido hacer antes, pero ahora creo poder hacer las diligencias ordenadamente.
Aquel plan era una necedad. Miguel jamás hubiera intentado tamaño disparate, pero dudaba que Geertruid tuviera el suficiente entendimiento en materia de negocios para saberlo.
Ella no dijo nada, así que Miguel insistió.
– Me pedisteis que me uniera a vos porque necesitabais quien supiera manejarse con la locura de la Bolsa, alguien que supiera entender sus peculiaridades. Y eso es justamente lo que estoy haciendo.
Ella suspiró.
– No me gusta asumir un riesgo tan grande, pero tenéis razón: os pedí que dispusierais todo esto y he de confiar en vos. Pero -añadió con una sonrisa- cuando seamos ricos, espero que me obedezcáis en todas las cosas y que me tratéis como a vuestra señora.
– Será un placer -le aseguró Miguel.
– Entiendo que habéis de ser cauto, pero no es menester que estéis tan sombrío. ¿No os queda ni una risa que ofrecer antes de haceros rico?
– Muy pocas -dijo Miguel-. Desde este momento hasta que todo esté concluido veréis que soy hombre de negocios y poco más. Vos habéis cumplido con vuestra parte. Ha llegado el momento de que yo cumpla con la mía.
– Muy bien -dijo Geertruid al cabo de un momento-. Admiro y aprecio vuestra dedicación. Entretanto habré de buscar a Hendrick, que nada tiene que perder mostrando contento. Disfrutaremos por vos.
– Hacedlo, por favor -dijo él con pesar. En otro tiempo, Geertruid se le había antojado la mujer más alegre del mundo, pero acababa de hacerla cómplice de sus planes para destruirla.
Acaso debieran haber ido a la taberna de café del Plantage. Hubiera sido más apropiado, y sin duda le hubiera sido más fácil a Joachim el concentrarse. Pero le habían dejado elegir a él, y allí estaban, los tres -dos de ellos señalados por sus barbas de judíos- en una pequeña sala atestada de holandeses borrachos los cuales miraban y señalaban. Uno de ellos hasta se acercó y examinó la cabeza de Miguel levantando con tiento su sombrero y volviéndolo a colocar educadamente en su sitio.
Los meses de tribulación de Joachim le hacían beber cuanta cerveza estuvieran dispuesto a pagarle, de suerte que, una hora después de empezada la reunión, arrastraba ya las palabras y presentaba ciertas dificultades para mantenerse derecho en su asiento astillado.
A Miguel le sorprendía ver que Joachim ya no lo irritaba. Ahora que, como el mismo Joachim dijera, ya no estaba loco, se había comportado con una cordialidad que Miguel jamás había visto en él. Reía de las chanzas de Alferonda y asentía con gesto aprobador ante las sugerencias de Miguel. Alzaba su jarra por brindar por los dos y «por los judíos de todas partes», y hacía esto sin ironía. Se dirigía a los dos como a quienes lo habían subido a su navío cuando se creía abandonado a su suerte para que se ahogase.
En aquel momento, allí estaban los tres con sus planes, bebiendo en exceso. Ya no faltaba mucho, unas pocas semanas, y los tres se aplicaron con igual esmero a la labor. Había de ponerlos a prueba y atormentarlos, pero podía hacerse.
– Entiendo -dijo Joachim- cómo ha de ser que compremos y vendamos aquello que nadie quiere comprar y vender. Lo que no entiendo es cómo hemos de vender algo que no tenemos. Si Nunes ha vendido vuestros frutos a Parido, ¿cómo podemos influir en los precios mediante las ventas?
Miguel hubiera deseado no hablar de aquello, pues se conoce que de todos era este el aspecto más difícil. Para lograrlo habría de hacer algo que se había prometido no hacer jamás en la Bolsa… práctica que, por muy desesperado que uno estuviera, siempre sería la más gran locura.
– Mediante un windhandel -dijo Alferonda utilizando la palabra holandesa.
– He oído que son peligrosos -dijo Joachim-. Que solo un necio intentaría tal cosa.
– Lo cual es cierto -terció Miguel-. Y por eso lo conseguiremos.
Windhandel: el negocio del viento. Una colorida forma de nombrar algo peligroso e ilegal, que era que un hombre vendía aquello que no poseía. Los burgueses habían prohibido tal práctica, pues que añadía un gran caos a la actividad de la Bolsa. Se decía que cualquier hombre que se implicara en un windhandel mejor haría en arrojar su dinero al Amstel, puesto que las ventas realizadas por el tal procedimiento podían anularse fácilmente si el comprador aportaba pruebas. Y entonces, el vendedor sacaría menos que nada por sus trabajos. Pero, en aquel asunto del café, iban con ventaja… el comprador sería también culpable de trampas varias y diversas, y no osaría poner en entredicho la venta.
Más tarde, cuando concluyeron sus asuntos, Alferonda se excusó, y Miguel y Joachim quedaron solos en la mesa. Y allí estaba él, pensó Miguel, bebiendo junto a un hombre a quien gustosamente hubiera estrangulado unas semanas atrás.
Acaso Joachim leyó la expresión de su cara, pues dijo:
– No estaréis tramando algo, ¿verdad?
– Pues claro que tramamos algo -contestó Miguel.
– Quiero decir contra mí.
Miguel dio en reír.
– ¿De verdad creéis que todo esto, estas reuniones, estos planes… son una argucia para vos? ¿Que hemos invertido tanto en vuestra destrucción que hayamos de participar en tales juegos? ¿Estáis seguro de que dejasteis atrás vuestra locura?
Joachim negó con la cabeza.
– No, no creo que con vuestros planes pretendáis atacarme. Por supuesto que no. Pero me pregunto si seré sacrificado en el altar de vuestra venganza.
– No -dijo Miguel suavemente-, no pensamos traicionaros. Nuestra suerte corre ahora pareja a la vuestra, así es que más habríamos de temer nosotros de vuestra traición que vos de la nuestra. Ni tan siquiera acierto a imaginar cómo habríamos de sacrificaros, como decís.
– Pues a mí se me ocurren varias maneras -dijo Joachim-, pero me las guardaré para mí.
Cuando Miguel pasó al vestíbulo de la entrada, supo que Daniel no podía estar en casa. La casa estaba en sombras por el crepúsculo, y el atrayente olor del comino impregnaba el aire. Hannah lo aguardaba desde el extremo del vestíbulo, y la luz de la vela que llevaba en la mano se reflejaba en el suelo de baldosas blancas y negras.
No fue la forma en que vestía, pues llevaba el pañuelo de siempre y el vestido ancho y sin forma, por bien que ahora revelara de forma innegable el abultamiento del hijo que crecía en su interior. Sin embargo, algo había en la intensidad de su rostro, en la forma en que sus oscuros ojos lucían por la llama de la vela y adelantaba el mentón. La mujer estaba extrañamente quieta, sacando un tanto el pecho, como si quisiera acentuar su pesadez, y Miguel, borracho, se sintió mareado del deseo.
– Se me hace como si hubieran pasado semanas desde que hablamos, senhor.
– Estoy intentando cierta cosa en la Bolsa. Me toma el más de mi tiempo.
– Os hará rico, ¿no es cierto?
Él rió.
– Es mi ferviente deseo.
Ella miró al suelo durante lo que se antojaron minutos.
– ¿Puedo hablar con vos, senhor?
Sosteniendo la vela ante ella, como si fuera un espíritu en un grabado en madera, hizo pasar a Miguel a la sala de recibir y dejó la vela en una de las palmatorias. Solo había otra vela encendida de modo que la habitación lucía bajo aquella luz parpadeante.
– Hemos de contratar a otra moza enseguida -dijo ella al sentarse.
– Ciertamente, se conoce que estáis demasiado ocupada para encender velas -comentó Miguel, y tomó asiento frente a ella.
Ella dejó escapar una bocanada de aire, media risa.
– ¿Os reís de mí, senhor?
– Me río, senhora.
– ¿Y por qué os reís de mí?
– Porque vos y yo somos amigos.
Miguel no le veía el rostro con claridad, pero le pareció ver algo semejante a una sonrisa. Era difícil saberlo. ¿Qué quería de él en aquella habitación tan pobremente iluminada? ¿Qué pasaría si en aquel momento Daniel entraba y los encontrara a los dos, apresurándose a encender velas, sacudiéndose las ropas como si hubieran estado revolcándose juntos sobre el serrín?
Casi no pudo tener la risa. Si quería hacer algo de provecho en aquel tardío momento de su vida, tenía que dejar atrás planes de cosas que no podían ser. Atrás había quedado la época en que podía apostar unos florines que no tenía o invertir en mercancías por un mero impulso. Soy un hombre adulto, dijo entre sí, y esta es la esposa de mi hermano. No hay más que hablar.
– Queríais hablarme de algo -dijo Miguel.
La voz de ella se quebró.
– Quería hablaros de vuestro hermano.
– ¿Qué le pasa a mi hermano? -Sus ojos descendieron momentáneamente a su vientre.
Un momento de vacilación.
– Está fuera de la casa.
Cuando era niño, Miguel y sus amigos tenían una roca desde la cual saltaban a las aguas del Tajo. La caída era de cinco veces la longitud de un hombre. Quién pudiera decir cuán lejos estaba ahora el agua, pero en el entusiasmo de la exaltación infantil, parecía una eternidad. Miguel recordaba aquella aterradora y torturada sensación de libertad, como morir y volar a la par.
En aquellos momentos, aun sin moverse, notaba aquel mismo terror y exaltación. El estómago le daba vuelcos, los humores se le subieron a la cabeza.
– Senhora -dijo. Y se levantó pensando en escapar tan rápidamente como pudiera, pero acaso ella lo malinterpretó, pues se levantó también y se acercó hasta quedar a escasos pasos. Miguel olía su dulce aroma, el calor de su aliento. Sus ojos le miraron y, con una mano, se quitó el pañuelo de la cabeza, dejando que sus espesos cabellos cayeran sobre sus hombros y su espalda.
Miguel sintió que se quedaba sin aire. Las necesidades de su cuerpo lo traicionarían. Apenas hacía un instante estaba completamente decidido. La hermosa y dispuesta mujer, se recordó, no podía quedar más preñada de cuanto ya estaba. El cuerpo de ella despedía su propio calor y se cerró sobre él. Miguel sabía que no era menester más que levantar una mano y ponerla sobre el hombro de ella, o acariciarle el rostro o tocarle los cabellos, y después ya nada importaría. Quedaría perdido en el inconsciente goce de los sentidos. Y toda su determinación no habría servido de nada.
Pero ¿por qué no habría de rendirse?, se preguntó. ¿Acaso lo había tratado su hermano tan bien para que no osara tomar aquel fruto ilícito de su hospitalidad? Sin duda, el adulterio era gran pecado, pero entendía que tales pecados nacen de la necesidad de mantener un orden en las casas. No era el hecho de ayuntarse con la esposa de otro hombre lo que era pecado; era dejarla encinta. Y, puesto que tal cosa no podía suceder, no sería pecado tomarla allí mismo, en el suelo de la sala de recibir.
Así pues, Miguel se inclinó para besarla, para sentir por fin la opresión de sus labios. Y en el instante mismo en que pensó en atraerla hacia sí, sintió algo mucho más sombrío. Supo entonces con claridad meridiana lo que sucedería si la besaba. ¿Sería capaz de regresar Hannah al lecho de su esposo sin revelar cuanto sucediera? Antes de que un día pasara, aquella pobre joven maltratada… lo habría traicionado de mil formas con su silencio.
Retrocedió un paso.
– Senhora -susurró-. No puede ser.
Ella se mordió el labio y bajó los ojos a las manos, las cuales retorcían con tanta fuerza el pañuelo como si quisieran destruirlo.
– ¿El qué no puede ser? -preguntó.
Bien, finjamos entonces, concedió Miguel en silencio.
– Os pido perdón -le dijo dando otro paso atrás-. Acaso os haya malinterpretado. Por favor, perdonadme. -Y salió con gran prisa al vestíbulo palpando en la oscuridad el camino hasta el sótano.
Allí, en su oscuro y húmedo lugar, se sentó en silencio, atento a cualquier sonido que pudiera desvelarle la angustia o el alivio de ella, pero nada oyó, ni aun el crujido de las maderas del suelo. Sin duda, Hannah seguía inmóvil, con sus cabellos expuestos en una habitación vacía. Y, extrañamente, Miguel sintió unas lágrimas que le quemaban el rostro. ¿La amo tanto? Acaso fuera así, pero no lloraba de amor.
No lloraba por la tristeza de Hannah, ni aun por la suya propia, lloraba por la certeza de que había sido cruel, de que la había llevado a creer algo que él siempre supo sería imposible. Había puesto en ella las fantasías de su imaginación sin pensar que para ella dejar esas fantasías significaría la muerte. Había sido cruel con una mujer triste que no había hecho sino ser amable con él. Pensó si no habría jugado su mano con igual mala fortuna en sus otros asuntos.