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La nueva moza no hablaba portugués, pero se contentaba pudiéndose entender con gestos. Catryn tenía un rostro severo, sencillo, pero lo bastante desagradable para complacer a su señora. Poco importaba. Miguel ya no estaba en la casa, y la belleza o sencillez de la criada poco importaba ya a nadie.

Por las mañanas, Daniel se iba casi antes de que ella se hubiera levantado, y Hannah había de desayunar sola, mientras la moza deambulaba a su alrededor. Catryn señalaba con sus gestos la garrafa de la mesa. Se conoce que pensaba que una mujer encinta nunca bebía de más, y Hannah se había sentido grandemente trastornada por la bebida durante toda una semana antes de reunir la voluntad para decir que no. Ahora se limitaba a hacer que no con la cabeza. Cuando bebía en demasía, el bebé se quedaba quieto, y a ella le gustaba sentirlo dando patadas y retorciéndose. Cuando permanecía quieto, aun unos pocos minutos, Hannah temía lo peor. Si el bebé moría, ¿qué haría Daniel? ¿Qué le haría a ella?

Hannah mandaba a la moza al mercado de los alrededores de la plaza del Dam a comprar café y hacía que le preparara un poco cada tarde. Un día, Daniel llegó pronto a casa y se encolerizó tanto cuando la vio beber de aquello que la golpeó hasta que ella se puso a dar voces por el bien del bebé. Ahora solo bebía durante las horas de la Bolsa, cuando sabía que Daniel no podía presentarse.

En ocasiones veía a Miguel por la calle, vestido como ahora solía con ropas buenas, caminando con su paso familiar en compañía de otros grandes mercaderes del Vlooyenburg. Se le veía satisfecho, joven y triunfal. Hannah no osaba mirarlo mucho rato. Si iba a su casa, si le decía que deseaba dejar a su esposo y vivir con él, ¿qué diría Miguel? Le diría que se fuera. Acaso si hubiera fracasado en su importante plan y no tuviera qué perder… acaso entonces la hubiera aceptado, pero no ahora.

Cuando Catryn recogió los platos del desayuno, ella y Hannah salieron al mercado. La moza no cocinaba ni la mitad de bien que Annetje, y sabía menos de escoger carnes y productos. Hannah tenía más ojo que ella, pero no decía nada. Dejaba que comprara verduras malas y carne pasada. ¿Qué le importaba a ella si las comidas eran demasiado blandas o amargas?

Tal era ahora su vida, zanahorias arrugadas y pescado podrido. Tales eran sus únicos placeres. Ella tenía a su esposo y tendría a su hija, por la cual rogaba a Dios que naciera sana y entera. Tales cosas habrían de ser suficiente, pues no podía haber más.


Marcharse de la casa de su hermano fue agradable. Miguel había alquilado una bonita casa del otro lado del canal y, aun cuando era más pequeña que la de su hermano, se le hacía que era más elegante y se acomodaba perfectamente a sus necesidades. Apenas si sabía qué haría con todo aquel espacio, aunque esperaba que pronto habría de ocuparlo con una esposa e hijos. Los corredores de matrimonios ya empezaban a llamar a su puerta.

El día después de su victoria en la Bolsa, el último que pasó en la casa de su hermano, subió las escaleras del sótano, cruzó la cocina y subió las escaleras que llevaban al piso principal, en el cual encontró a Daniel sentado en la sala de recibir, haciendo que leía cartas. Daniel no le dijo nada. Ni una palabra amable. Aquella mañana, Miguel le había dicho que se mudaba y le había dado las gracias por su hospitalidad. Daniel se limitó a asentir con la cabeza y le advirtió que debía asegurarse de no llevarse nada que no fuera suyo.

Aún quedaba cierto asunto pendiente, y Miguel deseaba resolverlo antes de irse. Se aclaró la garganta y aguardó mientras Daniel alzaba la cabeza.

– ¿Algún problema? -preguntó.

– Quería hablar contigo en relación a cierto asunto de dinero -dijo Miguel-. Es algo violento, y no quisiera que me tuvieras por impaciente. En estos momentos mis asuntos van muy bien, gracias a Él, bendito sea, pero me dicen que me debes una cierta suma.

Daniel se puso en pie.

¿Yo te debo? ¿Qué disparate es ese? Después de haberte cobijado en mi casa durante seis meses, ¿vas a decirme que yo te debo nada?

– Has sido muy generoso al proporcionarme un techo, Daniel, pero tal generosidad no vale dos mil florines. Ricardo me lo ha explicado todo.

– ¡No me puedo creer que me salgas con esto! -gritó-. Yo te presté dinero cuando nadie lo hubiera hecho, cuando tu nombre equivalía a fracaso. Te acogí en mi casa cuando no tenías a quien recurrir. Y aun osas decirme que te debo.

– No he dicho cuándo debes pagarme. Sé bien que tus finanzas andan algo desordenadas.

– ¿Quién te ha dicho tamaña mentira? Tienes unas pocas monedas en el bolsillo y ya te tienes por el mejor hombre de Amsterdam. Pues permite que te diga, hermano mío, que las cosas no son así. Que tú seas solvente no significa que yo esté arruinado.

– No pensaba tal cosa -dijo Miguel con calma.

– Y aún te diré más. Ese plan tuyo de la Bolsa no hubiera funcionado si no hubieras tomado mi nombre y hubieras usurpado con él como no debieras, comprometiendo mi dinero para respaldar tus manejos. Imagino que te creías demasiado astuto para que te descubrieran.

– Solo se me antojó que era lo justo, puesto que tuviste la desfachatez de exigirme que te pagara cuanto te debía a sabiendas de que tú eras mi deudor.

– Bien, pues yo no te perdonaré -dijo Daniel-. El dinero que dices que te debo se logró arruinando los planes del senhor Parido, en los cuales también yo había invertido. Al sacar tú beneficios del aceite de ballena, yo perdía… y sin embargo jamás te castigué por tus astucias. Y sacando tú beneficios de tus planes con el café, le has costado mucho dinero al senhor Parido. ¿Acaso solo sabes que sacar beneficio con ardides y maquinaciones que hagan daño a los demás?

– ¿Cómo te atreves a hablarme de ardides y maquinaciones cuando todo este tiempo las acciones de Parido se han basado únicamente en el deseo de venganza? Esa no es forma de hacer negocios, te lo puedo asegurar. Yo hubiera estado mucho mejor de haberse preocupado Parido por hacer dinero en lugar de tratar de hacérmelo perder a mí.

Daniel meneó la cabeza.

– Siempre te he tenido por persona laxa e indisciplinada, en exceso liberal con el vino y las mujeres, pero jamás te hubiera hecho tan ruin.

– Convéncete a ti mismo de cuantas mentiras quieras -dijo Miguel con amargura-. No te llevaré ante el ma'amad. Dejaré que sea tu propio sentido de lo que está bien y lo que está mal el que te mueva a obrar como consideres más apropiado.


Habían salido ya las cartas dirigidas a todos los agentes que Miguel había contratado: en Londres, París, Marsella, Amberes, Hamburgo y media docena de Bolsas más. Él no había contratado a los agentes de los cuales era responsable Geertruid, los que se había asegurado en Iberia con ayuda de su abogado. Geertruid se había ocupado de estos, y desconocía que sus cartas contenían algo muy distinto a las cartas de Miguel.

En el día que Geertruid indicaba, los agentes de Lisboa, Sevilla y Oporto habían de comprar tanto café como les fuera posible. Ya se habría corrido la voz de la baja de valores de Amsterdam a las otras Bolsas. Tras la maniobra de Miguel, los precios habrían caído, y los agentes de Geertruid estarían ya preparados para aprovechar la bajada de precios.

Geertruid llegó a la Bolsa de Amsterdam a mediodía. No era ella la única mujer que allí había, pero las de su género eran aún raras, de modo que, mientras cruzaba el patio con sus vaporosas faldas rojas, con aire regio, llamaba un tanto la atención. Durante las primeras etapas de su aventura, Miguel había sugerido que fuera a la Bolsa a observar cómo se efectuaba la compra y nacía su riqueza. No volvió a repetirlo, pero Geertruid no lo había olvidado.

La mujer sonrió, ladeando la cabeza levemente, de aquella forma tan suya que enloquecía sobremanera a Miguel. Allí estaba, su socio, su amigo, su muñequito. Ella lo había enviado a hacer sus cosas y él había obedecido.

Solo que en esta ocasión, Geertruid echó de ver que estaba haciendo lo contrario. Su socio estaba vendiendo. Estaba en medio de una multitud de comerciantes que anunciaban a voces sus precios.

Miguel vendió sus noventa barriles en pequeñas porciones… diez a este mercader, cinco a ese otro. Desde el reciente ajetreo, el café había empezado a considerarse mercancía peligrosa, y nadie lo adquiría en grandes cantidades.

– ¿Qué estáis haciendo? -Corrió a su lado en cuanto la transacción terminó-. ¿Habéis perdido el juicio? ¿Por qué no compráis?

Miguel sonrió.

– Con un poco de mano izquierda y un rumor aquí y allá, he logrado subir el precio del café a treinta y siete florines el barril, así que estoy desprendiéndome de los barriles que compré a Nunes. Sacaré de ellos unos bonitos beneficios, que aumentarán la riqueza que conseguí con mis opciones de venta. Después de los acontecimientos del pasado día de cierre compré algunos futuros a corto plazo y se me hace que habré de sacar también suculentos beneficios de ellos.

– ¿Beneficios? ¿Opciones de venta y futuros a corto plazo? ¿Os habéis dormido en los laureles? Cuando los otros mercados sepan que Amsterdam no ha bajado perderemos dinero por toda Europa.

– Oh, eso no me preocupa. Los agentes no comprarán nada. Los he despedido.

Geertruid lo miró fijamente. Trató de hablar, pero se atragantó con las palabras. Lo intentó de nuevo.

– Miguel, ¿a qué estáis jugando? Por favor, decidme qué pasa.

– Lo que pasa -dijo Miguel con calma- es que he mudado los planes para mi beneficio y os he dejado para que salgáis del paso como mejor podáis.

Geertruid abrió la boca, pero nada salió de ella de suerte que se dio la vuelta para tratar de dominarse.

– ¿Y seríais capaz de hacerme tal cosa? -Sus ojos pestañearon, mirando al vacío-. ¿Por qué lo habéis hecho?

Miguel sonrió.

– Porque vos me engañasteis y me traicionasteis. Pensabais, aun ahora, que jamás llegaría a mi conocimiento que no nos conocimos por azar. Me habéis manipulado desde el primer momento, pero ahora he sido yo quien os ha manipulado a vos. Esperabais utilizar esta trama del café para arruinarme, pero os descubrí y he sabido sacar de ello un provecho. No es el beneficio que esperaba, lo admito, pero, ciertamente es suficiente para restaurar mi reputación, saldar mis deudas y tener la libertad de comerciar como guste. Por otro lado, vos os habéis comprometido con vuestros agentes de Iberia, y se me hace que acudirán a vos para que paguéis.

Esta vez, Geertruid no pudo hablar.

– Por supuesto, os devolveré vuestro capital. Aun cuando buscabais mi ruina, no seré yo quien os robe. Con tal dinero, acaso podáis pagar una parte del dinero que vuestros agentes han invertido.

– Estoy perdida -musitó Geertruid. Se aferró al brazo de Miguel como si estuviera presenciando su ruina en lugar de ser la responsable.

– Acaso vuestro señor os salvará. Sin duda es su responsabilidad el hacerlo. Sospecho que los tres mil florines que pusisteis eran suyos. Por supuesto, este incidente ha dejado a Parido algo maltrecho, y acaso no se muestre tan generoso como antaño. Pero eso no es asunto que me concierna.

Geertruid seguía sin decir nada y se limitaba a mirar al frente con incredulidad. Miguel tenía aún café por vender, así que se dio la vuelta.

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