18

Las cartas habían estado llegando a un ritmo de dos o tres por semana, y Miguel se quedaba levantado hasta tarde, forzando los ojos a la tenue luz de la lámpara de aceite para contestarlas. Animado por el café y la emoción de una riqueza inminente, Miguel trabajaba con gran contento y determinación, asegurándose de que sus agentes comprendían bien lo que se exigía de ellos.

Miguel no había visto a Geertruid desde su regreso de Rotterdam, lo cual facilitaba grandemente la tarea de no pensar que había perdido la mayor parte del capital. Él sabía de hombres que habían perdido el dinero de sus socios y que invariablemente se derrumbaban y confesaban enseguida, como si el peso de vivir en la mentira fuera demasiado grande. En cambio Miguel se sentía capaz de vivir con el engaño mientras el mundo lo dejara en paz.

Sin embargo, deseaba ver a Geertruid por hablarle de sus progresos, y tenía otras cosas que decirle, pero Geertruid no aparecía por ningún sitio. Mal momento para esconderse.

Miguel envió mensajes a todas las tabernas posibles y visitó tales lugares aun a las horas más intempestivas, pero no encontró rastro de ella.

En una ocasión quiso el azar que topara con Hendrick, que descansaba ociosamente cerca del Damrack. Estaba apoyado contra una pared, ocupado en fumar su pipa, contemplando a los hombres y mujeres que pasaban.

– Eh, judío -lo llamó, chupó su pipa y echó humo cordialmente en dirección a Miguel.

Miguel vaciló un momento, pensando si acaso podía hacer como que no había visto ni oído a Hendrick. No, no podía.

– ¿Qué nuevas podéis darme de la señora Damhuis? -preguntó.

– ¿Cómo? -preguntó el otro-. ¿No preguntáis por mi salud? Me herís.

– Lamento lo de vuestra herida -dijo Miguel. Con el tiempo había aprendido a manejarse con la retórica de Hendrick haciendo que la tomaba en serio.

– Bueno, lo que importa es que lo sintáis. Pero buscabais a mi señora Damhuis, y me temo que yo no os haré igual servicio. Carezco de sus encantos.

¿Estaba celoso?

– ¿Sabéis dónde puedo encontrarla?

– No la he visto. -Hendrick se volvió y expulsó una larga nube de humo.

– Acaso esté en su casa -sugirió Miguel esperanzado.

– Oh, no, en casa no.

– Aun así, no me importaría ir a comprobarlo yo mismo -insistió Miguel, deseando poder ser más sutil y astuto-. ¿Dónde puedo encontrar su casa?

– No soy yo quien deba decíroslo. Se me hace que los extranjeros no acaban de entender nuestras costumbres. Si mi señora Damhuis no os lo ha dicho, no seré yo quien diga nada.

– Gracias entonces -dijo Miguel retirándose con gran prisa, pues no deseaba perder más tiempo.

– Si la viera -gritó Hendrick a su espalda-, no dudaré en transmitirle vuestros recuerdos.

Esa suerte tenía aquel día. Tuvo el impulso de visitar la taberna de café en el Plantage, pero cuando el turco Mustafá abrió la puerta -tan solo una rendija-, miró con aire receloso a Miguel.

– Soy el senhor Lienzo -dijo-. He estado aquí antes.

– Este no es momento para vos -dijo el turco.

– No lo entiendo. Pensé que se trataba de una taberna pública.

– Marchaos -dijo el turco y cerró la puerta.


Hannah estaba sentada en el comedor, tomando su desayuno, que consistía en pan de harina blanca con buena mantequilla y unas manzanas amarillas que una anciana había pasado vendiendo puerta por puerta la noche antes. Su vino estaba más fuertemente especiado y menos aguado que de ordinario. Annetje sabía bien cómo ser parca con el vino y generosa con el agua -dejando con ello más vino para sí-, de suerte que Hannah comprendió enseguida por qué su vino estaba más fuerte ese día. La criada deseaba hablar con ella y trataba de soltarle la lengua.

Miguel le había dado café, y ahora Annetje le daba vino. Todos le ofrecían de beber para hacerla obrar a su antojo. Aquel pensamiento la entristeció, aun cuando Hannah no podía olvidar la emoción de haber tomado el café de Miguel. Le encantaba conocer la verdadera naturaleza del fruto; lo animada y viva que le hacía sentirse. Y no era como haber descubierto una nueva parte de sí; fue más bien como si el café reordenara la persona que ya era. Aquello que estaba en lo alto bajó al fondo, y las partes de sí que estaban encadenadas se emanciparon con alegría. Había olvidado ser recatada y modesta, y le encantaba poder olvidar todas aquellas ataduras.

Acaso por vez primera, supo cómo la había visto siempre Miguel: como una mujer tranquila, necia, estúpida. Aquellas virtudes que en Iberia se tenían por tan femeninas no ofrecían para él el menor atractivo. A él le gustaban las mujeres con las cuales poder confabularse, como Annetje y su perversa viuda. Bueno, también ella podía ser perversa. La idea casi le hizo reír. No, no podía, por supuesto, pero sí podía quererlo.

Annetje subió de la cocina y se quedó en el umbral, mirando, como Hannah sabía que haría, la copa vacía. Daniel y Miguel se habían retirado para atender cada cual sus asuntos, así que Annetje entró y se sentó a la mesa como gustaba de hacer estando las dos solas. Se sirvió un poco de vino de la garrafa y lo bebió de un trago, sin preocuparse, según parece, por lo suelta que pudiera tener su propia lengua.

– ¿Tuvieron la senhora y el senhor una conversación agradable ayer? -preguntó.

Hannah sonrió.

– ¿Acaso no escuchabas detrás de la puerta?

Una expresión violenta cruzó el rostro de la moza.

– Hablabais demasiado rápido en esa lengua vuestra. Apenas pude entender una palabra.

– Me pidió que no hablara de lo sucedido. Estoy segura de que te dijo otro tanto.

– Lo hizo, pero a mí no me dio ninguna pócima especial para hacerme obedecer. Acaso se fíe más de mi silencio.

– Acaso -concedió Hannah-. Y acaso seas tú quien no confía en el mío. Eso es lo que deseas saber, ¿no es cierto? Si le hablé de la viuda.

– Bueno, si le hablarais de la viuda, lo sabría. De eso podéis estar segura. Igual que he sabido ahora mismo por vuestra cara que no lo habéis hecho, pero que sí habéis hecho otra cosa.

Hannah no dijo nada. Bajó la mirada, sintiendo la misma vergüenza que le mudaba la color cuando hablaba a destiempo o sus ojos se cruzaban con los de un invitado de su esposo.

Annetje se levantó y tomó asiento a su lado. Tomó la mano derecha de Hannah con sus dos manos.

Aquella era la Annetje que Hannah viera de primero, la que la sedujo para que le revelara sus secretos.

Hannah no deseaba seguir con aquello.

– No veo nada malo en hablar con él. Puedo decir cuanto me plazca y a quien me plazca.

– Por supuesto, tenéis toda la razón -dijo la moza, conciliadora-. Olvidemos todo este asunto. ¿Iremos esta tarde?

– ¿Ir?

– ¿Acaso hace ya tanto que no os acordáis? -Ambas habían comprendido desde el principio que el nombre del lugar jamás debía pronunciarse en voz alta, ni en la casa, ni en el Vlooyenburg, ni en ningún lugar donde pudiera acechar algún judío o los espías del ma'amad.

Hannah tragó saliva. Sabía que aquella conversación había de llegar, y había hecho lo imposible por prepararse. Aun así, se sintió mal pertrechada y acaso también sorprendida.

– No puedo ir.

– ¿No podéis ir? ¿Estáis asustada por la viuda?

– No es eso -le dijo Hannah-. No deseo arriesgarme. Por el bebé.

– El bebé, otra vez -espetó la moza-. Actuáis como si nadie hubiera estado encinta antes que vos.

– No quiero correr más riesgos. Dios me lo ha mostrado, me ha advertido contra los peligros. Casi me descubrieron en una ocasión, y muy necia habría de ser para no hacer caso de Su misericordia.

– Dios no os salvó -dijo la moza-, que fui yo. Fui yo quien evitó que os descubrieran. Dios os condenará al infierno si no vais hoy, y a vuestro hijo también.

Hannah negó con la cabeza.

– No lo creo.

– Sabéis que es cierto -dijo la moza con petulancia-. Ya veremos cuántas noches aguantáis, tendida en la cama, sabiendo que, si hubierais de morir mientras dormíais, estaríais condenada a los tormentos del infierno. Ya veréis como cambiáis de opinión.

– Tal vez -dijo Hannah algo ambigua.

– De todas formas debéis acordaros de no decir nada al senhor Miguel -anunció Annetje con más contento-. Debéis guardar silencio. ¿Lo prometéis?

– Lo prometo. -Al pronunciar esas palabras, Hannah supo que mentía y sintió un extraño placer al ver la facilidad con que la mentira brotaba de sus labios. Sabía que se lo diría a Miguel, aun cuando no acertara a precisar cuándo o por qué o cuáles pudieran ser las consecuencias de aquel acto que podía acarrearle la ruina.


Una semana después de su conversación con Hendrick, Miguel se encontró sentado con Geertruid en la Carpa Cantarina. La viuda le había enviado una nota anunciando que deseaba verle, y Miguel acudió enseguida. Cuando llegó, se encontró a Hendrick en mitad de una historia y, aun cuando Geertruid estiró su bonito cuello para besarle, no hizo ningún esfuerzo por interrumpir a su hombre.

Hendrick hablaba en un holandés rápido del campo, y a Miguel se le hacía difícil seguir el relato, el cual tenía algo que ver con un amigo de la infancia y un tonel robado de vaca encurtida. Cuando terminó, se echó a reír en señal del aprecio que se tenía a sí mismo.

– Menuda historia, ¿eh, judío?

– Me ha gustado mucho -dijo Miguel.

– Le ha gustado mucho -le dijo Hendrick a Geertruid-. Lo dice por cortesía.

¿Por qué no despachaba Geertruid a aquel bufón? Pero se le hacía a Miguel que la viuda había estado bebiendo en demasía, y también Hendrick.

– Ahora os toca a vos -le dijo a Miguel. Y sonrió grandemente, aunque en sus ojos se notaba una cierta crueldad-. Vos contaréis una historia.

Acaso aquello fuera una prueba, pero Miguel ignoraba cómo proceder.

– No tengo ninguna historia que contar, al menos ninguna que pueda competir con vuestro relato de la ternera encurtida. -Lo cierto es que Miguel estaba muy inquieto. Solo quedaba un tercio del dinero de Geertruid y, cuando llegara el momento, no tendría forma de pagar a Nunes. Había conseguido quitarse de las mientes el dinero perdido, pero, con Geertruid allí delante, no era cosa fácil.

– No tengo ninguna historia que contar -repitió Hendrick imitando a Miguel-. Venga, judío. A ver si por una vez demostráis algo de coraje. Vos disfrutáis de mi generoso entretenimiento y de igual modo yo quisiera que me ofrecierais algo a cambio. ¿No os gustaría oír una historia, señora?

– Me encantaría -concedió Geertruid-. El senhor es tan astuto…

– Veo que me superan en número -dijo, haciendo ostentación de buen carácter-. ¿Qué suerte de historia querrían oír?

– Eso habréis de decidirlo vos mismo. Algo que nos recuerde vuestras tremendas aventuras. Podéis contarnos algún relato de vuestras gestas amorosas, o de vuestra extraña raza, o de algún incomprensible plan para conquistar la Bolsa.

Miguel no tuvo tiempo para contestar, pues en esas que un hombre se llegó a Hendrick por detrás con una jarra en la mano y tomó impulso, con intención de descalabrarlo. Quiso la fortuna que en ese momento Hendrick se inclinara un tanto para hacerle algún comentario a Geertruid, de suerte que la jarra de peltre golpeó con fuerza el hombro del holandés y luego salió disparada de la mano del atacante, salpicando de cerveza el rostro de Miguel antes de ir a caer al suelo.

– La puta del Señor -dijo Hendrick con una calma sorprendente. Y con un brinco se levantó de su silla y se volvió hacia el atacante, el cual medía por lo bajo una cabeza menos que Hendrick y era delgado -en grado superlativo- si se quitaba la prominente panza. Su rostro había enrojecido por el esfuerzo.

– ¡Sucio bastardo! -gritó el hombre-. ¡Sé quién eres y te juro que te mataré!

– ¡Por Dios! -exclamó Hendrick con petulancia, como si acabaran de pedirle que realizara una desagradable tarea. Dejó escapar una bocanada de aire y golpeó al hombre en la cara. El golpe cayó con fuerza, y el atacante fue a dar con sus huesos en el suelo para deleite de los clientes.

El tabernero apareció enseguida y, con ayuda de un sirviente, arrastró al hombre a la cocina. Miguel supuso que lo arrojarían al callejón de la parte de atrás.

Hendrick sonrió con recato.

– Juraría que a ese sujeto no le gusto.

Miguel asintió limpiándose la cerveza de la cara.

– No creo que haya problemas -dijo Geertruid-. Pero acaso os convenga marcharos.

Hendrick asintió.

– Os comprendo. Buen día tengáis, judío.

Cuando Hendrick se fue, durante unos minutos, los dos permanecieron sentados y en silencio. Miguel meditaba en el incontestable asunto de cómo viera Geertruid cuanto acababa de suceder.

– Decidme de una vez por qué os asociáis con él -dijo Miguel al cabo.

– Cualquiera puede hacerse enemigos -dijo la mujer esquivamente-. Es un hombre duro con amigos duros, y en ocasiones resuelven sus diferencias con maneras algo rudas.

Cierto. Miguel tuvo el secreto deseo de que algún día Joachim lo molestara estando cerca Hendrick.

– De todos modos, lamento que hayáis tenido que presenciar todo esto -dijo Geertruid, con voz de estar algo bebida.

Él negó con la cabeza.

– ¿Dónde habéis estado los días pasados?

– Nunca permanezco en el mismo sitio mucho tiempo -le dijo, y puso su mano sobre la de él-. Me gusta visitar a mis parientes del campo. Muy triste es el pájaro que nunca abandona su nido.

– Me gustaría que me tuvierais informado de cuándo pensáis iros y cuándo volvéis. Si hemos de hacer negocios juntos, tengo que saber dónde encontraros.

Ella le dio unas palmaditas en la mano y lo miró a los ojos.

– Por supuesto, seré buena con vos.

Miguel retiró la mano. No estaba de humor para tonterías.

– No se trata de que sea bueno para mí, sino para el negocio. Esto no es un estúpido juego de mujeres.

– Y yo no soy ninguna estúpida mujer -replicó ella con la expresión dura como el metal-. Acaso sea suave, pero no soy ninguna necia a quien podáis aleccionar.

Miguel sintió que palidecía. Geertruid jamás le había hablado de aquella manera. Como hacía la mayoría de los holandeses con sus esposas, Miguel hubiera hecho lo que fuera por aplacarla.

– Señora, yo, de todos los hombres, jamás os tacharía de necia. Solo quería decir que es menester que sepa cómo ponerme en contacto con vos.

Ella se volvió hacia él, ladeando la cabeza, distendiendo sus finos labios en una cálida sonrisa, los ojos muy abiertos y conciliadores.

– Por supuesto, señor. He cometido una gran falta.

– No tiene importancia -musitó él-. Tenemos asuntos más importantes que discutir. He recibido varias cartas de nuestros agentes y me consta que recibiremos mejores noticias en las próximas semanas.

Ella bebió de su jarra.

– ¿Tenemos ya todos los agentes que necesitamos?

– No exactamente. Nos siguen faltando Sevilla, Lisboa y Oporto. -Hubo de hacer un gran esfuerzo por no parecer preocupado, pero lo cierto es que sin Iberia era impensable controlar ningún mercado-. Es un problema -añadió.

Geertruid estudió su rostro.

– ¿Y cómo pensáis resolver ese problema? -Su voz era fría como el hielo.

– Si pudiera responder a vuestra pregunta ya estaría resuelto.

– Yo pongo el dinero. Ya he hecho mi parte. Vuestra parte es hacer que funcione… de otro modo, ¿para qué habría yo de necesitaros?

Miguel negó con la cabeza.

– Si no tenéis fe en este proyecto, debéis decírmelo ahora. Aún estamos a tiempo de cancelar la compra, aun cuando perdamos en ello.

Geertruid hizo que no.

– No deseo cancelar la venta. Quiero que resolváis el problema, y si no podéis resolverlo, quiero tener la seguridad de que me lo haréis saber.

– Muy bien -dijo él apagado. No esperaba que la mujer adoptara aquella postura-. Si en dos semanas no he logrado resolver el problema de los agentes en Iberia, cancelaremos la compra.

Miguel no manifestó emoción alguna, pero la sola idea de abandonar el negocio lo llenaba de pesar. Acaso pudiera encontrar a otra persona, alguien de la comunidad judía que pusiera los fondos. Pero aquello también presentaba sus dificultades. Tendría que discutir sobre su plan para tratar de atraer a alguien a bordo. Y una vez que hubiera hablado, su plan ya no sería más secreto. Su hermano hubiera podido poner el dinero de haber estado en mejores términos con él, pero Daniel no fiaba en que Miguel fuera capaz de manejar sus propios asuntos. No, si perdía el dinero de Geertruid no podría hacer nada.

Y estaba el asunto de cancelar la venta. Geertruid estaba preocupada, y su falta de confianza lo irritaba. Aun cuando había perdido ya dos tercios del capital, no era él hombre que manejara el dinero de forma irresponsable. Solo había tenido mala suerte.

Intuyendo que Geertruid nada sabía de cómo se solicitaban estas ventas, se había inventado aquella estimación de dos semanas. No creía que pudiera convencer a Nunes para que cancelara el trato en dos semanas o en ese mismo momento. Pero ya se ocuparía de eso en otro momento. Ahora lo que le preocupaba era recuperar la confianza de Geertruid.

Ella asintió.

– Dos semanas es mucho tiempo.

– Haré bien en redoblar mis esfuerzos. -Miguel se levantó-. Detestaría decepcionaros.

– No penséis que he perdido la confianza. -Alargó el brazo y tomó una mano de Miguel entre las suyas-. Es mucho dinero el que he puesto y debo proteger mi inversión.

– Por supuesto, señora. Os entiendo perfectamente.


A continuación, Miguel pasó por la Urca, donde encontró a Isaías Nunes hablando con unos pocos mercaderes conocidos de Miguel. Nunes sabía muy bien cómo interpretar el rostro de un hombre y, viendo que Miguel necesitaba hablar con él, levantó su figura corpulenta.

Había demasiado alboroto en la taberna, así que salieron al exterior, al fresco de media tarde. Los dos hombres se cercioraron de que nadie había que pudiera oír su conversación.

– Si decido cancelar la venta, ¿para qué fecha debo avisarlo? -dijo Miguel bruscamente.

– ¿Cancelarla? -El rostro de Nunes se ensombreció-. ¿Qué ha sucedido?

– Nada -dijo Miguel con desgana-. No tengo intención de cancelar, pero uno de mis socios está inquieto y me ha pedido que me informe sobre el asunto. Además, sois vos quien me aconsejó que me deshiciera del café.

– Pero no que os deshicierais de nuestro contrato. Podéis decirle a ese socio vuestro que es demasiado tarde para echarse atrás. No estamos tratando aquí con gente de nuestra Nación, lo sabéis. Se trata de la Compañía de las Indias Orientales, y la Compañía no permite que un comprador cambie de idea por muy educadamente que lo pida. -Nunes hizo una pausa-. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas. No me gustaría que me pusierais en una situación comprometida, Miguel.

Miguel esbozó una sonrisa forzada.

– Por supuesto.

Nunes se encogió de hombros.

– De todos modos pensaba enviaros una nota mañana. Ya he hecho todas las diligencias y necesito una parte del dinero.

– Pensé que habría de pagar a la entrega -repuso Miguel, que no había calculado tal cosa.

– No lo creo, Miguel -dijo Nunes arrugando la frente en un visible gesto de descontento.

– ¿Cuánto sería, un cuarto por adelantado?

Nunes rió y le puso una mano en el hombro.

– Ahora sí que me habéis dado risa. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas. Si transferís la mitad de la cantidad para el final de la semana que viene lo apreciaré grandemente.

Miguel se aclaró la garganta.

– Tristemente, uno de mis socios ha sufrido un revés… un pequeño revés, de carácter temporal, os lo aseguro. No podemos reunir ese dinero para la semana que viene.

La sonrisa se esfumó del rostro de Nunes.

– Puedo pagaros mil -sugirió Miguel-. No es cantidad pequeña y debe verse sin duda como una muestra de nuestra seriedad.

En aquel momento, la mano de Nunes, que seguía apoyada sobre el hombro de Miguel, lo oprimió con tanta fuerza que lo acorraló contra un rincón.

– ¿Habéis perdido el juicio? -preguntó en un susurro ronco-. No se pueden hacer trucos con la Compañía. Si digo que necesito mil quinientos es que necesito mil quinientos, no una cantidad simbólica. Yo tengo un contrato con ellos, vos tenéis un contrato conmigo y hay que cumplir con lo pactado. Si no me dais ese dinero, habré de pagarlo de mi propio dinero. Sois mi amigo, Miguel, pero me ponéis en una situación terrible.

– Lo sé, lo sé. -Miguel levantó las manos en alto como un suplicante-. Son esos socios míos…, para hacer dinero no hay problema, pero a la hora de pagar… No obstante reuniré ese dinero. Para el final de la semana que viene, como decís. -Miguel le hubiera dicho cualquier cosa con tal de acabar aquella charla sobre juicios y contratos-. Acaso podríais decir una o dos palabrillas a Ricardo en mi nombre -sugirió.

– No pienso librar vuestras batallas por vos, Miguel, ni me interpondré entre vos y Parido.

Miguel ya había sufrido suficientes disgustos por un día, pero en el momento en que entró en la casa de su hermano, supo que algo terrible había pasado. Daniel estaba sentado en la sala de recibir con una extraña expresión en el rostro, de decepción y satisfacción a la par.

– ¿Qué tienes? -preguntó Miguel-. ¿Has estado registrando…? -Se detuvo. Era un asunto que no le haría ningún bien.

Daniel estiró el brazo para entregarle una carta sellada. Una carta sellada. ¿Cuántas veces habría de hablar con él de su correspondencia? Pero, incluso mientras pensaba estas cosas, supo que aquella carta era distinta… y que Daniel ya conocía su contenido.

Miguel, paralizado de temor, rompió el sello y desplegó el papel plegado en tres. No fue menester que leyera la florida caligrafía ni las palabras cuidadosamente escogidas en español formal. Ya sabía lo que decían. Miguel había sido convocado a la mañana siguiente ante el ma'amad.

Загрузка...