A Hannah le gustaba visitar la lonja de pescado durante las horas en que abría la Bolsa, pues tenía que pasar junto a la plaza del Dam y a veces veía a Miguel. Él andaba siempre ocupado en alguna conversación con uno u otro gran mercader, seguro de sí, acariciándose con gesto pensativo la barba crecida, y no reparaba en su presencia. Reía, daba una palmada a su amigo en la espalda. Nunca lo había visto tan a gusto como cuando estaba en el Dam, y le gustaba pensar que aquel hombre agradable y feliz era el yo secreto de Miguel, que se sentía a sus anchas a la sombra del ayuntamiento palaciego y la gloriosa Bolsa, la persona en quien se convertiría una vez se librara de las deudas y del yugo de su hermano.
Desde que llegaron a Amsterdam, Daniel se había aficionado a comer arenque y gustaba de probarlo tres veces por semana, en estofado o en salsa con pasas y nuez moscada, a veces rehogado con mantequilla y perejil. Los tenderos de los puestos del mercadillo tenían mil maneras de vender los arenques pasados, pero Annetje conocía todos sus trucos y supo hacerse indispensable a la hora de catar los ejemplares más vistosos por ver si los habían bañado en aceite, tintado o salado para disimular el olor a podrido. Cuando las mujeres iban a comprar su pescado, solían cruzar el Dam para buscar vendedores de verduras pero, aquella mañana, como Daniel había sido generoso con el dinero, adquirió también fruta para después de comer. Mientras andaba trajinando con la compra, Hannah no apartaba los ojos de la Bolsa, pues no sabía cuándo podía tener el placer de ver por un instante a Miguel, resplandeciente en su gloria pecuniaria.
Annetje se había mostrado inusualmente amable con ella desde que salieron de la iglesia. La moza nada sabía de su encuentro fugaz con la viuda y no supo a qué achacar tanta tristeza cuando volvió con ella. La llevó a la casa y le dio vino caliente con más clavo del habitual. Cocinó col para mejorarle la sangre, aunque, si su sangre reaccionó, Hannah no dio muestra alguna de ello. Annetje hizo chanza con ella, la regañó, la mimó, le pinchó con el dedo en el costado y estuvo dándole besos y pellizcos en las mejillas, pero nada dio resultado. Al cabo, la joven se resignó y declaró que no pensaba malgastar su tiempo tratando de animar a una mujer tan aburrida.
Hannah había pensado decírselo. Quería decírselo a alguien, pero no estaba de humor para compartir más secretos con la moza, de modo que guardó silencio. Pasaba las noches rememorando aquella mirada tan perversa y, en una o dos ocasiones aun pensó en despertar a Daniel -o zarandearlo, pues con frecuencia estaba medio despierto por el dolor de muelas- y confesárselo todo. Él nunca la echaría, no mientras llevara en su vientre a su hijo. Aun así, contuvo su lengua. Pensó en decírselo a Miguel. Después de todo, la viuda era su amiga, pero no hubiera podido explicarle qué asuntos le ocupaban a ella en aquella zona de la ciudad.
No es menester que nadie lo sepa, se repetía una y otra vez durante aquellas largas noches. Nadie lo descubriría y no pasaría nada si se limitaba a callar.
Ahora lo único que la reconfortaba era el grano del café. Se había deslizado una vez más hasta el sótano de Miguel y se había guardado un puñado en el delantal. Un puñado. ¿Cuánto duraría? Cogió otro y luego medio más para asegurarse de que no sentiría el apremio de volver tan pronto a por más. En el saco echaba de verse que había menos grano, pero Miguel no se daría cuenta. Si comerciaba con aquel fruto, sin duda podría conseguirlo fácilmente. Hasta es posible que aquel saco fuera otro.
Así pues, aquel día, cuando ella y Annetje volvían ya al Vlooyenburg, con los cestos cargados de pescado y zanahorias, Hannah iba mascando grano, muy lentamente, para que duraran más. Pero aunque ya había comido una docena o más de ellos, el miedo la atenazaba y empezó a preguntarse si acaso el efecto del fruto no fuera suficiente para los terrores que ahora acechaban por doquier.
Apenas si sabía por dónde pasaban, y Annetje, viéndola tan ausente, la llevó por el estrecho y antiguo Hoogstraat, donde las piedras estaban manchadas de la sangre de los puestos de carne de cerdo que había a ambos lados. Se conoce que se complacía en la idea de llevar la sangre de un cerdo en sus pies al interior de la casa de un judío. Hannah trató de evitar los charcos de sangre, pero cuando ya habían recorrido la mitad de aquel lugar, el fuego de unos ojos que la miraban la alteró grandemente, como el aliento caliente de un predador. No se atrevía a darse la vuelta, de suerte que, con su mano libre aferró el brazo de Annetje, con la esperanza de que entendiera: apresurémonos. Pero Annetje no se dio por enterada. La moza intuyó que pasaba algo, se detuvo y se volvió para mirar. Hannah no tuvo más remedio que volverse también.
La viuda se acercó, hermosa como un retrato, con aquella sonrisa suya tan irresistible. Apenas miraba por donde caminaba, pero su gracia natural le hacía evitar los charcos de sangre y despojos. Unos pasos más atrás iba su criado, joven, rubio, bien parecido, pero con gesto amenazador. Se había quedado rezagado, para poder vigilarla.
– Querida -le dijo la viuda a Hannah-, ¿entendéis mi lengua? -Se volvió hacia Annetje-. Moza, ¿me entiende la senhora?
Hannah estaba demasiado asustada para mentir, aun para contestar. Su cabeza se había alborotado a causa del fuerte olor a sangre. Sin duda la viuda quería algo a cambio de su silencio y si Hannah no podía dárselo, ella, su marido y su hijo serían destruidos. Y, sin duda, para salvarse, Daniel se divorciaría. Podía salvar su reputación en la comunidad actuando cruelmente con la esposa que había mancillado su nombre. Y entonces, ¿qué haría ella? ¿Refugiarse con su hijo al amparo de algún convento?
– Entiende lo bastante -contestó Annetje sin ocultar su confusión. Sabía quién era la viuda y no acertaba a imaginar qué asuntos pudiera tener con su ama-. Pero su lengua es demasiado torpe para formar los sonidos de la lengua holandesa.
Aun cuando la moza era una picaruela, en aquel momento demostró lo que valía. Si Hannah no podía hablar, la viuda habría de ser más directa y la conversación acabaría antes.
– Muy bien, cariño, vos haced que sí con la cabeza si me entendéis y que no si no. ¿Podréis hacerlo, cielo?
Hannah asintió.
– Sois una joven fuerte y hermosa, a pesar de las ropas austeras que vestís. ¡Cuán triste ha de ser llevar tanta belleza escondida! El senhor Lienzo habla con frecuencia de vuestra hermosura, y de la buena fortuna de su hermano por tener una esposa tan bella.
Hannah no sabía si debía asentir. Le parecía inmodestia admitir su belleza. Pero Miguel la tenía por mujer hermosa, y eso era bueno.
Hannah no pudo tenerse y echó mano al delantal por coger uno de los pocos granos de café que le quedaban, manchados ahora de algodón y por el polvo de la calle. Se llevó el puño a la boca como si temiera algo y deslizó el grano al interior. No podía ponerse a masticar, se dijo entre sí, así que se consoló apretándolo con fuerza entre las muelas, tanto que el grano se partió. Bueno, si masticaba con tiento no pasaría nada.
– El domingo. -Annetje estaba repitiendo unas palabras que a Hannah se le habían escapado. La cabeza de la moza repasaba las posibilidades-. ¿Cerca de la Casa del Peso?
– Cerca de la Casa del Peso -confirmó la viuda amablemente-. La senhora y yo nos vimos. ¿No es cierto, querida?
Hannah asintió de nuevo: era una buena oportunidad para dedicarse a algunos de los trozos más grandes del grano.
– Os vi persiguiendo a vuestra doncella. No acierto a imaginar lo que pudo hacer para que su señora hubiera de perseguirla, pero imagino que no es de mi incumbencia.
Annetje chasqueó la lengua.
– Tengo por seguro que los juegos de la juventud son un recuerdo muy lejano para vos, de ahí que os desconcierten.
– Eres una ramera muy lista. Pasaré por alto tus groserías, pues deseo que nos entendamos cuanto antes. -Miró a Hannah-. Solo quiero que sepáis que dio la casualidad de que estuve cerca de la Casa del Peso toda la mañana. Ciertamente, os vi cuando pasaba por el Oudezijds Voorburgwal y vi de qué casa salíais. Y sé lo que sucedería si todo el mundo se enterara. -Alargó el brazo y oprimió con los dedos muy suavemente el vientre de Hannah. Solo un instante-. Solo quería pediros que seáis más prudente. ¿Lo entendéis?
Hannah asintió una vez más.
– ¿Y qué le importa a ella vuestra preocupación, vieja? -preguntó Annetje.
La viuda sonrió apenas.
– Seguramente no sabéis quién soy. No me imagino a mi querido senhor Lienzo hablándoos de mí y supongo que os preocupará saber que sé lo que sé. Sólo quería deciros que no debéis temer nada de mí. Tengo muchos talentos, querida senhora, pero ninguno me es más querido que el de guardar secretos. Podéis dormir tranquila, pues jamás diré a nadie lo que vi… ni al senhor Lienzo, desde luego, aunque es un buen amigo; ni aun a mi querido Hendrick.
Hendrick hizo una reverencia ante Hannah.
– Lo único que pido a cambio… -empezó Geertruid, pero entonces calló-. No, no a cambio. No haré un trato con vos, no quiero que penséis que mi silencio es algo precioso que fácilmente se puede romper. Guardaré vuestro secreto, pero me gustaría pediros un favor, corderito. ¿Me lo permitís?
Hannah asintió y tragó el último fragmento de café que le quedaba.
– Estoy tan contenta… solo quería pediros que no habléis de lo que vos visteis… ni al senhor Lienzo, ni a vuestro marido, ni a ninguna amiga, ni tan siquiera a esta dulce jovencita de la cual dependéis. Creo que lo mejor es que las dos olvidemos que nos vimos aquel día. ¿No estáis de acuerdo?
Otra cabezada de asentimiento.
– Estoy tan contenta… ¿Puedo besaros? -Esta vez, Geertruid no esperó a que asintiera. Se inclinó hacia delante y aplicó sus suaves labios al velo de Hannah, apretando un poco hasta que la joven sintió muy cerca el aliento caliente de la viuda-. De ser las cosas de otro modo, estoy segura de que podríamos ser amigas. Es una pena, pero debéis saber que os deseo lo mejor. Adiós, querida mía.
Geertruid se dio la vuelta y fue hacia Hendrick, que obsequió a las damas con otra reverencia.
– Jesús -dijo Annetje en voz alta-, espero que el senhor no se ayuntará con mujer tan mustia.
Hannah se puso a caminar con premura. Annetje se quedó mirando cómo se alejaban y luego corrió tras de su señora.
– Jesús -exclamó Annetje-, haréis bien en decirme qué asunto era ese.
Hannah mantuvo la mirada al frente. Un grupo de damas, matronas de anchas cinturas, pasaron junto a ellas, mirando el velo de Hannah.
– Ya podéis hablar -la animó Annetje-. No hay mal en ello.
– No hablaré de ese asunto -dijo. Se sentía como si la viuda fuera alguna suerte de bruja, como si le hubieran hecho un conjuro, como si desafiar sus deseos hubiera de acarrearle alguna maldición. ¿Cómo podía estar segura de que la viuda no era una bruja?
– No seáis tonta -la encomió Annetje con tiento-. Que esa vieja ramera lo diga no significa que hayáis de hacerlo. ¿Qué sabe ella de lo que hablamos?
– Si he de esperar que ella guarde silencio, yo he de guardarlo también.
– Bonita manera de verlo. -Annetje chasqueó la lengua-. Pero yo quiero conocer el secreto de esa mujer.
Hannah se detuvo. Miró a Annetje abiertamente.
– Mi hijo está en peligro. Te ruego que no digas una palabra de esto a nadie. Debes prometérmelo.
Annetje rió alegremente.
– No, no pienso hacerlo -dijo-. Puedo arruinaros más fácilmente que esa viuda, y no pienso hacer ninguna promesa porque vos me lo digáis.
Hannah no se apartó. No pensaba dejarse intimidar, al menos con aquello.
– Me lo prometerás y harás honor a tu palabra.
Annetje dejó de reír y la sonrisa se retiró de su rostro como un gato esconde sus garras.
– ¿Queréis mi promesa? Os prometo que si me ocultáis algún secreto, le diré a vuestro marido lo que sé. Ahí tenéis mi promesa. Volved a ocultarme vuestros asuntos y tendréis motivo para arrepentiros. Ahora dejad de mirarme como un cachorro y sigamos camino.
Hannah asintió con expresión indefensa. Aun así, había ganado, ¿no es cierto? Annetje le había dicho que no le ocultara ningún secreto, no que tuviera intención de revelar aquel. Se había echado atrás.
Acaso la fuerte voluntad de la moza no fuera tan mala. Pero ¿qué hacer con la viuda? Detestaba ocultarle nada a Miguel, pero ¿qué podía hacer? De todos modos, la viuda era amiga de Miguel y es posible que le estuviera preparando una sorpresa. O acaso lo estaba ayudando en algún negocio sin saberlo él. Sí, era eso, seguro. Estaba ayudando a Miguel secretamente y no quería que él lo supiera por que no se ofendiera. Todo irá bien, se repetía una y otra vez, deseando poder creerlo.