17

Miguel estaba convencido de haber aprendido muchas cosas aquella jornada, sobre las mujeres y sobre Hannah. Jamás hubiera imaginado el espíritu que se ocultaba bajo el recato exterior. Se había temido las peores cosas de ella, que repetiría cuanto sabía a todas las comadres del Vlooyenburg. Parecía inevitable que una necia mujer corriera con aquel chisme como un perro con un pedazo de carne que roba de una cocina. Pero ahora sabía que podía confiar en su silencio. No acertaba a entender por qué le había dado el café, por qué le había confesado que quería ocultarse de Daniel. Había sido un impulso, el impulso de ofrecerle un nuevo secreto para reforzar el vínculo de confianza que había entre ellos. Acaso habría sido cosa fundada o acaso no, pero no había podido contener el deseo de confiarse a ella. Y sabía con absoluta certeza que Hannah no lo traicionaría.

Miguel meneó la cabeza y se maldijo. ¿No tenía ya bastantes cuitas sin necesidad de buscar otras tantas intrigas inconfesables? Si algo hubiera de sucederle a Daniel, pensó, tendría gran contento en ocuparse de Hannah. Y un hombre puede morir de tantas formas: enfermedad, accidente, asesinato. Miguel se demoró un momento en la imagen del cuerpo de su hermano siendo extraído del canal, con los ojos abiertos, mirando a la muerte, la piel en algún punto entre el azul y el blanco. Deleitarse en aquella suerte de pensamientos le produjo un gran remordimiento, pero cuando menos no lo alborotaron tanto como la imagen de Hannah desprendiéndose de la desdichada atadura de sus vestiduras.

¿Acaso no debía sofocar el café tales pensamientos? Pero ni aun el café podía igualar la emoción de una conversación con Hannah Nunca había pensado en ella si no era como un objeto bonito y simple, encantador y vacío. Y ahora sabía que todo era apariencia, una pose para aplacar a su esposo. Dale a la mujer un cuenco de café y verás su verdadera esencia. ¿Cuántas otras mujeres, pensó, se hacían las necias por escapar a la atención de sus esposos?

La idea de un mundo lleno de mujeres astutas y engañosas no aplacó su espíritu, de suerte que dijo sus oraciones de la tarde, a las cuales añadió un agradecimiento silencioso a Él, bendito sea, por haberle permitido deshacerse de Joachim sin que todo el Vlooyenburg supiera del asunto.


Miguel no tardaría en descubrir que su agradecimiento era prematuro.

El hombre se admiraba de su buena fortuna porque Joachim hubiera perpetrado aquella impúdica chanza suya estando los hombres del Vlooyenburg dispersos por la ciudad con sus negocios, pero olvidaba que también hay mujeres, las cuales se sientan en sus salas de recibir o andan trajinando en sus cocinas con los ojos puestos en la calle, rezando para que cada nuevo día los cielos las liberen del aburrimiento con el milagro de un escándalo. El comportamiento grosero de Joachim había tenido testigos que observaban desde las puertas y las ventanas y los callejones. Esposas e hijas, abuelas y viudas que lo habían visto todo y habían hablado entre ellas con entusiasmo, y luego lo habían contado a sus maridos. Para cuando Miguel vio a Daniel aquella noche, casi no quedaba un judío en Amsterdam que no supiera que un extraño había amenazado a Hannah y su criada, y que Miguel lo había ahuyentado. Durante la cena, el incidente pesó como una losa sobre los tres. El hermano de Miguel apenas pronunció palabra, y los débiles esfuerzos de Hannah por entablar conversación fracasaron estrepitosamente.

Más tarde, Daniel bajó al sótano. Tomó asiento en una de las viejas sillas, levantando los pies ligeramente del frío del suelo, y permaneció en silencio el suficiente tiempo para incrementar el malestar de los dos, mirando solo a medias a Miguel mientras se hurgaba una muela entre fuertes ruidos.

Finalmente, sacó el dedo.

– ¿Qué sabes de ese hombre?

– No es asunto que te concierna. -Las palabras sonaron endebles aun a oídos de Miguel.

– ¡Por supuesto que me concierne! -Daniel no solía perder los nervios con Miguel. Podía actuar con condescendencia, aleccionarlo y expresar su desacuerdo, pero rehuía cualquier cosa que se pareciera a la cólera-. ¿Sabías que el encuentro ha trastornado tanto a Hannah que ni tan siquiera desea hablar de ello? ¿Qué horrores han caído sobre mi esposa que no se atreve a pronunciarlos?

Miguel sintió que parte de su ira se aplacaba. Había pedido a Hannah que protegiera un secreto, y así lo había hecho. No podía permitirse preocuparse por el mal que pudiera haber causado a la tranquilidad doméstica de su hermano. Al fin y al cabo, Daniel solo creía que su esposa estaba preocupada.

– Lamento que Hannah se asustara, pero ya sabes que jamás permitiría que sufriera ningún mal.

– Y esa necia sirvienta. Cada vez que trato de sacarle lo sucedido hace como que no me entiende. Bien que entiende mi holandés cuando he de pagarle.

– Tienes más práctica con esas palabras, hermano -sugirió Miguel.

– No te hagas el tonto, Miguel.

– Y tú no te hagas el padre conmigo, hermano mío.

– Te aseguro que no me estoy haciendo el padre -replicó Daniel agriamente-. Estoy haciendo de padre de un hijo no nacido y estoy haciendo de marido, papel que acaso te hubiera enseñado muchas cosas de no ser porque rompiste tu compromiso con el senhor Parido.

A punto estuvo Miguel de pronunciar unas palabras llenas de resentimiento, pero retuvo su lengua. Sabía que esta vez las quejas de su hermano estaban justificadas.

– Lamento mucho que persona tan desagradable haya hablado con la senhora. Ya sabes que jamás la expondría voluntariamente a ningún peligro. Este asunto no ha sido obra mía.

– Todo el mundo habla de lo mismo, Miguel. No te imaginas cuántas veces he visto que la gente se ponía a cuchichear a mi paso. Detesto que otros hablen de asuntos, de cómo mi propia esposa hubo de ser rescatada de manos de un demente que la acosaba por negocios tuyos.

Acaso aquel fuera el motivo de la cólera de Daniel. No le gustaba saber que era Miguel quien la había salvado.

– Se me hacía que tenías cosas más importantes entre manos que prestar oídos a lo que de ti murmuran esposas y viudas.

– Ríete si quieres, pero semejante comportamiento es un peligro para todos. No solo has amenazado la seguridad de mi familia, sino la de la Nación entera.

– ¿Qué necedad es esa? -exigió Miguel-. ¿De qué amenaza para la Nación me hablas? Tu esposa y Annetje fueron asaltadas por un loco. Yo lo ahuyenté. No acierto a imaginar cómo pudiera tal cosa ser motivo de escándalo.

– Los dos sabemos que hay más cosas detrás de todo esto. Primero me entero de que tienes tratos con ese hereje de Alferonda. Ahora oigo que el hombre que se acercó a Hannah fue visto hablando contigo hace dos semanas. He oído que se trata de un holandés con el cual tienes una irresponsable familiaridad. Y ahora ataca a mi esposa y a mi hijo no nacido.

– Has oído muchas cosas -contestó Miguel.

– Y aun iría lo bastante lejos como para decir que no importa si todo eso es cierto o no… de una forma u otra, el daño está hecho. No dudo de que el ma'amad considerará estas transgresiones con severidad.

– Hablas con gran autoridad del ma'amad y sus ideas atrasadas.

Daniel pareció preocupado, como si estuvieran en público.

– Miguel, te estás excediendo.

– ¿Me estoy excediendo? ¿Porque manifiesto mi desacuerdo con el ma'amad en privado? Se me hace que has perdido la capacidad de juzgar por ti mismo la diferencia entre poder y sabiduría.

– No debes criticar al Consejo. Sin su guía, esta comunidad estaría perdida.

– El ma'amad tuvo una importante función en la formación de esta comunidad, pero ahora la dirige sin responsabilidad ni piedad. Amenaza con la excomunión por ofensas nimias, incluso por cuestionar su sabiduría. ¿Acaso no debiéramos ser judíos libres en lugar de estar siempre bajo el yugo del miedo?

Los ojos de Daniel se dilataron a la luz de la vela.

– Somos extranjeros en una tierra que nos desprecia y solo espera tener una excusa para poder expulsarnos. El Consejo trata de evitarlo. ¿Es eso lo que deseas? ¿Traer la ruina sobre nosotros?

– Esto es Amsterdam, Daniel, no Portugal, o España, o Polonia. ¿Cuánto más habremos de vivir aquí para que el ma'amad comprenda que los holandeses no son como los otros?

– ¿Acaso no nos condena su clero?

– Su clero nos condena como condena las calles adoquinadas, las habitaciones iluminadas, las comidas gustosas, dormir estando tumbado, y cualquier otra cosa, que pueda proporcionar placer, alivio o provecho. La gente se mofa de sus predicadores.

– Eres ingenuo si crees que no se nos puede expulsar de aquí como se ha hecho en otros lugares.

Miguel siseó de frustración.

– Te escondes en este barrio con tus paisanos, sin saber nada de los holandeses, y los ves como gentes perversas porque no te quieres tomar la molestia de descubrir que no son así. Esta tierra se rebeló contra sus conquistadores católicos, y aun así han permitido que sus católicos continuaran morando entre ellos. ¿Qué otra nación ha hecho cosa semejante? Amsterdam es una mezcolanza de extranjeros. A la gente le gusta estar rodeada de extranjeros.

Daniel meneó la cabeza.

– No diré que no es cierto cuanto dices, pero no vas a cambiar al ma'amad. Seguirá obrando como si estuviéramos en peligro a cada momento, y mejor es eso que caer en la complacencia. Sobre todo ahora que Salomão Parido es parnass, debieras respetar un poco más el poder del ma'amad.

– Gracias por el consejo -dijo Miguel fríamente.

– Aun no te he dado mi consejo. Y es este: no hagas nada que pueda poner en peligro a mi familia. Eres mi hermano y haré cuanto esté en mi mano por protegerte del Consejo, aun cuando pienso que mereces su cólera, pero jamás te antepondré a mi esposa y mi hijo.

Miguel no pudo decir nada.

– Y hay más -continuó Daniel. Hizo una pausa para toquetearse un diente-. No te había dicho nada con anterioridad -musitó, con un dedo aún metido en la boca-, pues sabía que tienes grandes dificultades, pero he oído que las cosas han cambiado. Está ese asunto del dinero que te dejé… unos mil quinientos florines.

Miguel a punto estuvo de atragantarse. El tal préstamo era como una ventosidad en una comida del sabbath: todos se dan cuenta pero nadie dice nada. Después de todos aquellos meses, Daniel le hablaba por fin del dinero y rompía el silencio.

– Todos hemos oído de tu éxito con el aceite de ballena… que conseguiste, debo añadir, a expensas de otros. De todos modos, ahora que tienes algunos florines en tu cuenta, he pensado que acaso pudieras pagarme al menos una parte de cuanto me debes. Me complacería grandemente ver unos mil florines transferidos a mi cuenta mañana.

Miguel tragó con dificultad.

– Daniel, fuiste muy bondadoso en dejarme ese dinero, y por supuesto, te lo devolveré en cuanto pueda, pero aún no he recibido los fondos que se me deben por tal negocio. ¿Conoces a ese corredor, Ricardo? No desea pagarme, ni desvelar el nombre de su cliente.

– Conozco a Ricardo. Siempre lo he tenido por persona muy razonable.

– Entonces acaso tú puedas razonar con él. Si me paga lo que debe, estaré encantado de aligerar mi deuda contigo.

– He oído -dijo Daniel, mirando al suelo- que tienes más de dos mil florines en estos momentos en tu cuenta de la Bolsa. Por tanto, he de suponer que los rumores que has estado difundiendo sobre Ricardo son un insulto al buen nombre de una persona con el fin de evitar pagar tus deudas.

El dinero de Geertruid. ¿Cómo se había enterado?

– Ese dinero no es de Ricardo, es el dinero de un socio para una transacción de negocios. Y se supone que en el banco de la Bolsa las cuentas son privadas.

– Nada es privado en Amsterdam. Ya debieras saberlo, Miguel.

Nada había que lo irritara tanto como ver a Daniel dándoselas de gran mercader con él.

– No puedo darte nada de ese dinero. No es mío.

– ¿De quién es?

– Eso es un asunto privado, aun cuando se conoce que tales asuntos privados no quedan fuera de tu alcance.

– ¿Por qué privado? ¿Es que vuelves a hacer de corredor para un gentil? ¿Acaso osas desafiar la ira del ma'amad después de haber enfurecido al senhor Parido?

– Jamás he dicho que esté trabajando con un gentil.

– Pero tampoco lo niegas. Imagino que todo esto estará relacionado con tus manejos con el café. Te dije que te alejaras del café, que sería tu ruina, pero no quieres escucharme.

– Nadie se ha arruinado. ¿Qué te ha hecho llegar a tan absurda conclusión?

– Al menos he de conseguir parte de ese dinero antes de que lo pierdas -le aseguró Daniel-. Insisto en que transfieras al menos mil florines a mi cuenta. Si no deseas pagar una parte de tu deuda conmigo cuando tienes dinero, estarás afrentando la caridad que te he ofrecido y no podré permitir que sigas viviendo aquí.

Por un instante, Miguel consideró seriamente matar a su hermano. Se imaginó clavándole un cuchillo, golpeándole la cabeza con un candelero, estrangulándolo con un trapo. Lo que fuera. Daniel sabía que si Miguel se iba de allí y tomaba su propio alojamiento, todos lo interpretarían como una señal de solvencia y sus acreedores caerían sobre él y lo picotearían sin piedad hasta que no quedara nada. Habría exigencias, desafíos y audiencias ante el ma'amad. Y, en cuestión de días, sus tratos con Geertruid quedarían al descubierto.

– Sin embargo, acaso pueda considerar una alternativa -dijo Daniel al cabo de un momento.

– ¿Qué alternativa?

– Podría posponer la devolución del dinero que durante tanto tiempo me has debido a cambio de información sobre tus negocios con el café y acaso la oportunidad de invertir en tu proyecto.

– ¿Por qué te empeñas en no creerme cuando te digo que no tengo ningún negocio con el café?

Daniel lo miró fijamente un momento, luego desvió la mirada.

– Te he dado dos opciones, Miguel. Puedes hacer como gustes.

Daniel no le había dado elección: darle mil florines o perderlo todo en cuestión de días.

– Transferiré los fondos -dijo Miguel-, pero debes saber que me ofenden tus exigencias, las cuales perjudicarán mi negocio y me harán mucho más difícil librarme de mis deudas. Pero te prometo una cosa: no consentiré que arruines mis asuntos con tus mezquindades. Me habré librado de mis deudas en unos meses, y entonces serás tú quien venga a suplicarme las sobras.

Daniel sonrió apenas.

– Ya veremos.


A la mañana siguiente, Miguel hubo de tomar la amarga medicina de transferir los fondos a su hermano. Poco faltó para que se atragantara cuando dio la orden al secretario del banco de la Bolsa, pero era menester hacerlo.

Ese día, mientras andaba ocupado en sus asuntos, hubo de hacer grandes esfuerzos para no recordar que, de los tres mil florines que Geertruid le había confiado, quedaban poco más de mil.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Creo haber dicho ya que Miguel Lienzo era unos años mayor que yo y que no lo conocía bien cuando era mozo. Sin embargo, conocía a su hermano, y de no haber oído decir a mi padre que Miguel era un joven astuto y del más grande intelecto, no hubiera querido saber más de esta familia.

Ya de niño, Daniel supo siempre muy bien cuáles eran sus limitaciones. No tenía igual fuerza física que los otros niños con los que jugábamos, pero él era más rápido y, puesto que sabía que nada tenía que hacer en juegos de lucha, insistía en que corriéramos a diario. Solo deseaba jugar cuando sabía que él había de ganar.

Aun cuando se conoce que era el favorito de su padre, siempre maldecía de su hermano, pues no soportaba que fuera mayor, más grande y que se le hubiera adelantado en el mundo.

– Mi hermano malgasta su tiempo estudiando libros judíos -nos decía entre susurros conspiradores, como si nuestros padres no nos ocultaran a los más de nosotros ni nos enseñaran cosas prohibidas a la luz de las velas-. Mi hermano se tiene ya por un hombre -se quejaba-. Siempre va en pos de las sirvientas.

Daniel hubiera estudiado la Torá solo por demostrar que era mejor que su hermano. Hubiera acosado a las mozas, aun cuando ignoraba qué haría con ellas, por demostrar que él podía llegar allá donde su hermano no llegaba. Era absurdo. Miguel tenía una mente más despierta, y su apariencia resultaba harto más agradable a las damas. Además, Daniel jamás perdonó la afrenta de haber nacido el segundo.

Recuerdo que cuando tenía yo doce años, unos meses antes de que huyéramos de Lisboa, Daniel se llegó a nosotros un día y dijo que quería gastar una broma: su hermano mayor se había ido con una moza de las cocinas a un lugar apartado de la casa y sin duda descubrirlos nos daría una gran risa.

Por supuesto, era una necedad, pero éramos niños, y los niños siempre disfrutan con las necedades. Seguimos a Daniel hasta la casa de su padre, subimos los tres tramos de escaleras y nos detuvimos ante una vieja puerta. Daniel nos indicó que no hiciéramos ruido y abrió la puerta de golpe.

Allí vimos a Miguel sentado con una sirvienta que no habría más años de los que él tenía. El vestido de la moza estaba bastante desarreglado y se conoce que había estado haciendo cosas que una buena moza no ha de hacer. Al vernos, los dos parecieron confusos, y lo cierto es que nosotros estábamos tan confusos como ellos. La moza trató de bajarse las faldas y cerrarse el corpiño y, viendo que no podía, se echó a llorar. Apeló a la compasión de la Virgen. Estaba deshecha.

Miguel se puso rojo, no por vergüenza, sino de indignación.

– ¡Marchaos! -siseó-. Podéis hacer chanza de un hombre, pero solo un cobarde haría chanza a costa de una moza.

Habíamos acudido allí llenos de expectación y curiosidad, riendo como críos sin saber de qué. Pero ahora estábamos avergonzados, por nuestra curiosidad y por la cólera de Miguel. Habíamos cometido un gran delito que nuestra corta edad nos impedía comprender; nuestra falta de entendimiento lo hizo todo más terrible.

Todos retrocedimos y corrimos escaleras abajo, pero yo me detuve al ver que Daniel no se movía. Seguía ante la puerta, sin dejar que Miguel cerrara. No acerté a verle los ojos, pero de alguna manera supe que miraba con odio. ¿A Miguel? ¿A la moza? Lo ignoro, pero no sintió la más mínima vergüenza por la ira de Miguel o las lágrimas de la moza.

– ¡Fuera! -le dijo Miguel-. ¿Es que no ves que la moza está trastornada?

Pero Daniel seguía mirando, escuchando los llantos de la moza. Mientras yo estuve allí, Daniel no se movió ni un paso.


¿Por qué motivo he mencionado esto? Bueno, pues por explicar un tanto la animosidad que había entre los dos hermanos, la cual venía de muchos años atrás y, por lo que yo viera, era cosa bien poco fundada.

Pero tal era la relación entre ellos. Acaso así no le sorprenderá al lector saber que era Daniel Lienzo quien debía a su hermano más de dos mil florines en aceite de ballena. Lejos de estar en deuda con su hermano, Miguel era su acreedor y jamás tuvo de ello sospecha.

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