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Geertruid no comprendía por qué Miguel se resistía a hacer negocios con ella. Cierto es que le sonrió con gesto comprensivo cuando él le confesó sus temores, pero acabó por pensar que acaso su resistencia se debiera a alguna excentricidad propia de judíos, como la de no comer calamar o negarse a hablar de negocios en día de sábado, y en cambio no tener reparos en hacerlo en sábado por la noche.

Miguel detestaba que ella pudiera tenerlo por hombre estúpido u obstinado. Cuando violaba alguna pequeña ley -beber vino impuro o trabajar, por bien que poco, en sabbath-, ella preguntaba cómo podía hacer tales cosas y fingir que le preocupaba tanto su observancia. Y él no sabía qué hacer para que entendiera que solo un tsadik, un santo, podía aspirar a obedecer todas las leyes; es el esfuerzo lo que hace que el hombre esté más próximo a Él, bendito sea.

Aunque Miguel le habló de su pasado, Geertruid seguía sin comprender lo que había sido vivir como judío secreto en Lisboa y solo tenía una idea muy vaga de quién era realmente. Si de verdad era tan terrible, preguntaba ella, ¿por qué seguían quedando judíos?

¡Cierto! ¿Por qué? Porque es donde siempre habían vivido, durante cientos de años. Porque sus familias estaban allí, y sus negocios. Algunos se quedaban porque no tenían dinero, otros porque lo tenían en demasía. Las historias sobre la libertad de culto en Amsterdam o en Oriente parecían tan engañosas como las de la llegada del Mesías.

Muchos cristianos nuevos abrazaron el catolicismo con un fervor servil, como el padre de Miguel. No porque creyera profundamente, sino porque creía profundamente que debía convencer al mundo de su sinceridad asistiendo con regularidad a la iglesia, denunciando en público el carácter supersticioso del judaísmo, haciendo donativos a la iglesia… El padre de Miguel quería que sus hijos se apartaran de la apostasía. «Mis abuelos prefirieron la conversión al exilio -le había explicado-, y no faltaré a su decisión.»

Acaso por contrariar a su padre o porque era arriesgado, lo cierto es que Miguel había empezado a asistir en secreto a grupos de estudio cuando aún era mozo. Los ancianos lo animaban, le hacían sentirse especial con sus oraciones, y no eran menester las palabras para que Miguel supiera que también ellos tenían a sus respectivos padres por grandes patanes. A Miguel le gustaba sentir que formaba parte de algo grande, que hacía algo malo que, a la vez, era correcto.

El hermano menor, Daniel, no dejó de apercibirse de este antagonismo entre padre e hijo y supo aprovecharlo, mostrando diariamente a su padre de mil maneras distintas que él no era otro de aquellos necios que solo acarreaban aflicción a su comunidad. El padre también sentía una predilección natural por Daniel, pues en su persona encontraba más semejanzas con su lado de la familia, mientras que Miguel guardaba un sorprendente parecido con el padre de su madre. Daniel siempre había sido enjuto, como él, todo ángulos y aristas afiladas, ojos demasiado grandes para su rostro, manos demasiado pequeñas para su cuerpo. Miguel se parecía a la familia de su madre: hombres entrados en carnes que llamaban la atención, la clase de hombre que Lienzo padre siempre había despreciado.

Cuando su padre descubrió que Miguel había estado asistiendo a las sinagogas secretas, lo llamó traidor y loco. Lo tuvo una semana encerrado en un aposento sin otra cosa que vino, unos higos secos, dos hogazas de pan y un orinal demasiado pequeño para tan largo espacio de tiempo. Más adelante, Miguel tendría esto por gran ironía, pues la Inquisición tuvo preso a su padre y lo torturó -por error, dijeron- hasta matarlo. Había sido delatado por otro converso que, bajo la presión del cuchillo inquisitorial, gritó cuantos nombres pudo recordar, fueran cristianos, judíos o mahometanos.

Por aquel entonces, Miguel hacía ya tres años que se había ido, después de romper definitivamente con su padre por tomar como esposa a una mujer con una dote insuficiente. Su padre prohibió terminantemente el matrimonio. Catarina no solo tenía poco dinero, sino que además, la suya era una familia de conocidos judaizantes que les acarrearían grandes problemas a todos. Y además, insistía, era demasiado hermosa.

– No deseo verte con tan bella mujer -le había dicho a Miguel-. Es impropio que tomes una esposa más hermosa que la de tu padre. Sería un gesto de insumisión.

A Miguel no le interesaban tanto las dotes y le parecía perfectamente razonable tomar por esposa a una mujer hermosa. Pero, además de belleza, Catarina poseía un gran entendimiento. Su familia era devota; además, tenía un tío que vivía en Damasco y era un gran talmudista. Catarina entendía el hebreo mucho mejor que la mayoría de hombres judíos de Lisboa. Conocía la liturgia y podía llevar la casa en consonancia con las Santas Escrituras. Cuando Miguel anunció que se habían casado en secreto, su padre escupió al suelo.

– Te arrepentirás de haber desafiado mi palabra -le dijo-. Y te arrepentirás de haberte casado con una mujer que sabe leer. No volveré a dirigirte la palabra hasta que vengas a mí y me supliques perdón.

Cuatro meses más tarde, cuando Catarina murió inesperadamente a causa de unas fiebres, hablaron por última vez.

– Gracias a Dios que esto se ha acabado -le dijo a Miguel cuando terminó el entierro-. Ahora podrás casarte con alguien que sirva de algún provecho a tu familia.

Dos semanas después, Miguel embarcó en un navío con destino a las Provincias Unidas.

Mientras él se instalaba en Amsterdam, su padre y su hermano continuaron con la exportación de vino, higos y sal, hasta que la Inquisición arrestó a Lienzo padre y todo se acabó. Según la ley portuguesa, la Iglesia podía confiscar todos los bienes de cualquier persona condenada por la Inquisición, de suerte que los mercaderes acaudalados se convirtieron en las víctimas más populares. Después de expirar repentinamente tras un interrogatorio, el padre de Miguel fue hallado culpable y el negocio de la familia dejó de existir. Daniel quedó sin nada, salvo unos pocos partidos a su nombre, y no tuvo más remedio que salir de Lisboa. Parecía inevitable que siguiera los pasos de su hermano y del éxodo masivo de judíos conversos hacia Amsterdam.


El ma'amad dio la bienvenida a Miguel cuando llegó a Amsterdam; sus maestros aumentaron su comprensión de la lengua sagrada, le enseñaron liturgia y le explicaron el significado de los días sagrados. Aquellas primeras semanas, a pesar del dolor por la muerte de Catarina, estuvieron llenas de emociones y cosas nuevas, y aun un suceso tan sangriento como la circuncisión, el cual prefería no recordar, le resultó conmovedor. Sin embargo, no tardó en comprender que la ayuda del Consejo tenía un precio. Los parnassim, los hombres que componían el ma'amad, tenían el poder absoluto, y aquellos que vivían en la comunidad debían atenerse a sus normas o eran expulsados.

Dos noches después de reunirse con Geertruid, Miguel asistió a una sesión de estudio en la Talmud Torá. Allí era donde el ma'amad destacaba. Los grupos de estudio se reunían de forma constante en las cámaras enclaustradas de las sinagogas. Los judíos que habían escapado recientemente de Iberia y de la Inquisición, que no sabían nada de su fe salvo que la llevaban en la sangre, aprendían a conducirse, a rezar, a vivir como judíos. En una cámara contigua, los ancianos, los chachamin, discutían detalles del Talmud que a Miguel se le hacía que jamás llegaría a comprender. Él se reunía con un grupo de hombres en situación muy similar a la suya: habían vuelto en los últimos años y se habían propuesto abrazar la fe de sus ancestros. Cada semana leían en hebreo la sección de la Torá correspondiente y estudiaban su significado mientras un chacham los guiaba y dirigía el comentario del Talmud.

Miguel adoraba estas reuniones. Las esperaba con ansia todas las semanas. No podía permitirse el lujo de estudiar la Torá en casa tanto como hubiera deseado, si bien trataba de asistir a las sesiones de estudio de primera hora de la mañana una o dos veces por semana y, si algún tiempo le quedaba, no siempre hacía un buen uso del mismo. Así pues, estas reuniones eran doblemente preciosas para él. Por espacio de unas pocas horas, podía permitirse olvidar que el día de cuentas avanzaba cruelmente y que los futuros de brandy que había comprado tan impulsivamente incrementarían de forma desesperante sus deudas.


En los salones de la Talmud Torá, después de la reunión, Miguel se demoró para debatir con su amigo Isaías Nunes la interpretación de algún aspecto particularmente espinoso de la gramática hebrea. Nunes comerciaba principalmente siguiendo las rutas levantinas, pero en tiempo reciente había empezado a traficar también con el vino portugués. El hombre se había excedido probando la mercancía de un comprador antes de la reunión y en aquellos momentos argumentaba ruidosamente. Su voz resonaba por los techos altos de la sinagoga casi vacía mientras los dos hombres se dirigían a la salida.

Nunes era un hombre grande y recio, que no gordo. Aún no tenía los treinta años, y sin embargo, había sabido hacerse un lugar importante en las rutas del Levante. A Miguel le gustaba, pero el aprecio que un viudo endeudado de su edad podía sentir por alguien tan joven y afortunado tenía sus límites. Casi por accidente, Nunes tropezaba con lucrativos negocios; invertía con cautela y en cambio sus ganancias eran obscenas; tenía una esposa hermosa y obediente que le había dado dos hijos. Aun así, Nunes era incapaz de disfrutar de nada de cuanto hacía, lo que en parte compensaba el exceso de logros. Siendo niño, había visto a sus parientes caer uno tras otro en manos de la Inquisición y eso lo había convertido en persona de natural nervioso. Tenía sus éxitos por una mera ilusión, un engaño que el demonio urdiera para hacerle cobrar esperanzas antes de aplastarlas.

Los dos hombres se dirigieron hacia la salida en la oscuridad, pues solo unas pocas velas alumbraban las zonas comunes. Nunes estaba en mitad de una arenga y decía grandes disparates, pues razonaba, se desdecía, se disculpaba por no decir más que tonterías y luego le pedía a Miguel que le diera la razón. Y entonces se detuvo y se inclinó hacia delante.

– ¡Por los clavos de Jesucristo, acabo de romperme un dedo del pie! -gritó. Al igual que la mayoría de los judíos de Portugal, maldecía como un cristiano-. ¡Miguel, ayudadme a andar!

Miguel se inclinó para ayudar a su amigo.

– Borracho, ¿con qué os habéis roto el dedo?

– Con nada -susurró Nunes-. Era un ardid. ¿Acaso no sabéis reconocer un ardid cuando lo veis?

– No, si es un buen ardid.

– Supongo que he de tomarlo como un cumplido.

– Y ahora que ya hemos establecido que habéis hecho ver que os rompíais un dedo para hacerme quedar como un necio -dijo Miguel muy tranquilo-, tal vez podríais explicarme por qué habéis hecho tal cosa.

– ¡La Virgen santa! -exclamó Nuiles-, ¡qué dolor! ¡Ayudadme, Miguel! -Bajo la luz de las escasas velas, Miguel vio que Nunes cerraba los ojos en un momento de concentración-. Hay un hombre oculto entre las sombras, junto a la puerta -añadió más comedido-. Os ha estado observando.

Miguel sintió que se ponía tenso. Un hombre que esperaba oculto en la penumbra no le daba buena espina. En más de una ocasión había tenido que permanecer casi preso en el sótano de alguna sucia taberna a causa de algún acreedor furioso hasta que podía mandar en busca del dinero que debía o -las más de las veces- lograba convencerlo para que lo dejara marchar.

Y entonces otro pensamiento se le pasó por las mientes. Aquellas extrañas notas que había estado recibiendo. «Quiero mi dinero.» Sintió un escalofrío en la piel.

– ¿Habéis podido ver quién es? -le preguntó a Nunes.

– He mirado de reojo y, a menos que yerre, se trata de Salomão Parido.

Miguel lanzó una mirada hacia la salida y vio una figura que se adelantaba en la oscuridad.

– Jesús! ¿Qué quiere? -Aquel parnass había sido su enemigo desde un desafortunado incidente que tuvieran hacía dos años y que concluyó cuando el hombre retiró la oferta de casar a su hija con Miguel.

– Nada bueno, podéis estar seguro. Un parnass al acecho nunca augura nada bueno, y si se trata de Parido, menos aún. Y si Parido espera a Miguel Lienzo… bueno, es difícil pensar en una situación más apurada. Sinceramente, detesto que nos vea juntos. Ya tengo bastantes problemas sin necesidad de que un parnass se ponga a indagar en mis asuntos.

– Vos no tenéis problemas -dijo Miguel con gesto sombrío-. Podría dejaros algunos de los míos.

– Vuestro hermano hace negocios con él, ¿me equivoco? ¿Por qué no le pedís que le diga a Parido que os deje en paz?

– Si he de seros sincero, creo que es él quien lo anima -dijo Miguel con amargura. Ya era bastante malo que tuviera que depender de su hermano menor, pero la amistad de Daniel con el parnass le sacaba de quicio. Tenía la impresión de que Daniel contaba todo cuanto decía o hacía.

– Volvamos adentro -sugirió Nunes-. Esperaremos a que pase.

– No le daré esa satisfacción. Tendré que arriesgarme, aunque no creo que vuestra interpretación haya engañado a nadie. Deberíamos romperos el dedo de verdad. Si acaso decide examinar vuestro dedo, se os hallará culpable de haber mentido en la sinagoga.

– Me he arriesgado por vos. Deberíais mostrar algo de gratitud.

– Tenéis razón. Si acaso inspecciona vuestro dedo y lo hallara íntegro, diremos que aquí se ha obrado un gran milagro.

Fueron cojeando hacia el patio y, por bien que quería tenerse, Miguel miró hacia el rincón donde había visto ocultarse a Parido. Pero el parnass ya se había ido.

– Que Parido os aceche es mal asunto -observó Nunes-, pero que os espíe y desaparezca entre las sombras… ha de ser mucho peor de lo que había imaginado.

Miguel ya tenía miedos suficientes sin necesidad de que su amigo los alentara.

– Y ahora me diréis que la luna en cuarto menguante es peor.

– La luna en cuarto menguante es un mal augurio -concedió Nunes.

Miguel profirió un sonido áspero, entre risa ahogada y carraspeo. ¿Qué querría de él el parnass? No se le ocurría ninguna ley religiosa que hubiera podido violar abiertamente en el pasado reciente, aunque tal vez lo habrían visto en la calle con Hendrick. Y sin embargo, el contacto impropio con un gentil difícilmente justificaría aquella vigilancia. Parido tenía alguna otra cosa en las mientes, y si bien no acertaba a imaginar el qué, sabía que no sería nada bueno.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Al principio, mi traslado a Amsterdam resultó todo lo que hubiera podido desear. Después de pasar años entre los asquerosos fangos de Londres, pútrida capital de una nación pútrida, Amsterdam se me antojó el más limpio y hermoso de los lugares. Inglaterra se había convertido en un país desordenado, con revoluciones y regicidios. Cuando vivía allí, tuve ocasión de conocer a un hombre llamado Menaseh ben Israel, [4] que llegó de Amsterdam para convencer al rey guerrero-cura, Cromwell, de que permitiera a los ingleses judíos establecer allí su hogar. Por la forma en que Menaseh describía Amsterdam se hubiere dicho que era el mismísimo Jardín del Edén con casas de ladrillo rojo.

En mis primeros días en esta tierra, pensé que acaso tuviera razón. El ma'amad local, el Consejo Rector de los judíos, abrazaba cordialmente a los recién llegados. Hacía las diligencias para que amables desconocidos nos acogieran hasta que pudiéramos encontrar una casa. Enseguida evaluaba nuestro conocimiento de las costumbres y las santas leyes de nuestra raza, y empezaba a instruirnos en aquellos aspectos en los que manifestábamos ignorancia. La Talmud Torá, la gran sinagoga de los judíos portugueses, ofrecía la posibilidad de estudiar según el grado de conocimiento de cada uno.

Llegué a Amsterdam con unas cuantas monedas en mi bolsa y estaba a mi alcance establecerme como negociante, si bien aún no sabía a qué suerte de negocio pudiera dedicarme. Sin embargo, pronto descubrí algo que fue de mi agrado. En la Bolsa había surgido una nueva forma de comerciar, que consistía en comprar y vender cosas que nadie poseía y que, ciertamente, nadie tenía intención de poseer. Se trataba de algo muy semejante al juego y que recibía el nombre de «futuros». La persona tenía que apostar si el precio de un producto iba a subir o a bajar. Si el comerciante había supuesto correctamente, ganaba más dinero del que hubiera conseguido de haber comprado o vendido directamente. Si se equivocaba, el coste era formidable, pues no solo perdía el dinero invertido, también debía pagar la diferencia entre lo que había comprado y el precio final. Enseguida vi que no era este comercio para los tímidos ni tan siquiera para los valientes. Era un negocio para los afortunados, y yo me había pasado la vida aprendiendo a labrarme mi propia fortuna.

No era yo el único. La Bolsa estaba repleta de grupos llamados asociaciones comerciales que manipulaban los mercados como mejor sabían. Una asociación podía hacer circular el rumor de que pensaba comprar, digamos, prendas de lana inglesa. La Bolsa, al oír que un importante grupo iba a comprar, respondía y en consecuencia el precio subía. Sin embargo, desde el principio, la verdadera intención de esta asociación era vender y, tan pronto alcanzaban los productos de lana un precio satisfactorio, vendían. Estas asociaciones, como bien verá el lector avisado, hacen muchos negocios por aparentar; sus hombres deben hacer lo que dicen las más de las veces, pues de lo contrario, los rumores que rodean sus movimientos jamás se tomarían en consideración.

Yo mismo no tardé en convertirme en abastecedor de rumores. Hacía bailar a mi antojo las mercancías y me daba buena maña en no dejar huellas. Comprobad los dados si queréis, caballero. Veréis que son completamente normales. Una palabra aquí, un rumor allá. No por mi boca, por supuesto, pero se hacía. Se apostaba por tal artículo, en contra de aquel otro. Un sistema muy útil.

Poco después de mi llegada a la ciudad, acabé pasando las horas muertas en un establecimiento de apuestas regentado por un sujeto llamado Juárez. El juego estaba estrictamente prohibido por el ma'amad, pero lo cierto es que muchas cosas prohibidas se toleraban siempre que se hicieran con discreción. Juárez tenía una taberna pequeña y discreta que atendía a los judíos portugueses. Les ofrecía comida y bebida conforme a las leyes sagradas y no permitía que las rameras practicaran allí su oficio, de modo que los parnassim no lo molestaban.

Allí, yo jugaba a las cartas, entre otros, con un mercader unos diez años mayor que yo llamado Saloma˜o Parido; ni yo le gustaba a él, ni él me gustaba a mí. ¿Por qué? No sabría decirlo. No hubo ningún agravio, ningún desaire que vengar. A veces es algo tan simple como que, por su natural carácter, dos hombres no pueden estar cerca, como imanes que se repelen. A mí, él, se me antojaba una persona agria; para su gusto, yo era demasiado entusiasta. Aun cuando nuestro trabajo y nuestra fe con frecuencia nos hacían coincidir, ninguno de los dos se sentía contento de ver al otro. A veces estábamos en una misma habitación y, sin ningún motivo, él me miraba con el ceño fruncido y yo le sonreía a él con descaro. Él decía que si los fulleros… queriendo azuzarme por mi pasado; y yo respondía que si los idiotas… pues sabía que su único hijo le había nacido corto de entendederas.

Quizá dirá el lector «Alferonda, es cruel burlarse del infortunio de un hombre», y tenéis toda la razón. Es cruel, pero fue Parido quien hizo brotar en mí la crueldad. De haberse mostrado más amable, tal vez lo hubiera mirado con más compasión. Acaso entonces hubiera visto sus riquezas -su inmensa casa llena de alfombras, cuadros y fruslerías de oro, su ostentoso coche de caballos, sus manejos en la Bolsa, los cuales prosperaban simplemente por el volumen de dinero que los apoyaba- como una pequeña compensación por sus cuitas domésticas. Hubiera tenido sus caros ropajes por una máscara tras la que ocultar su pena. Hubiera visto sus opíparos banquetes -comidas con docenas de invitados, toneles de vino, ruedas de queso, rebaños de ovejas asadas- con otros ojos, pues yo habría sido uno de los invitados y hubiera visto la satisfacción que ponía haciendo de huésped. Pero jamás recibí las invitaciones hermosamente caligrafiadas para visitar su casa. Mis amigos sí, os lo aseguro, y yo había de oírles contar maravillas. Pero Parido no tenía lugar para Alferonda en su magnífica casa. Así pues ¿por qué había de buscarle Alferonda un lugar en su magnífico corazón?

Una noche, el destino quiso que coincidiéramos en una partida de cartas. Yo había bebido más vino del que conviene a un jugador y, viendo que Parido miraba con buena cara a todos cuantos había en la mesa menos a mí, fui incapaz de tener las ganas de hacer trampa con él, aunque fuera un poco.

Si un hombre hace trampas en las cartas con la simple intención de ganar, suscitará la desconfianza de todos. Pero si hace trampas sin otro motivo que conseguir que otro pierda, seguramente encontrará más amigos que enemigos. Cuanto más desdén me demostraba Parido, más certificado estaba yo en que las cartas no iban por camino que le conviniera. La escalera o el número que él buscaba acababan siempre en manos de otro o, cuando me veía apurado, escondido en mi manga. Los momentos en que pensaba que todo saldría bien reventaban como simples burbujas. En más de una ocasión le vi mirar con recelo en mi dirección, pero yo no había logrado más que pequeñas ganancias. ¿Qué culpa podía tener?

Supongo que este asunto hubiera quedado en nada de haber terminado ahí. Aquella noche, él perdió unos cuantos florines, pero nada importante. Un hombre como Parido sabe que nunca ha de poner sobre la mesa más de lo que está dispuesto a perder como precio por la diversión de una noche. Sin embargo, unos meses después, las cosas tomaron otro cariz.

Yo sabía que Parido y su asociación de comerciantes tenían pensada una maniobra con la sal de Setúbal. El precio había caído en picado y las exportaciones se habían reducido. Por tanto tenía que subir, y los hombres de Parido querían provocar ellos mismos la subida en lugar de esperar a que los cogiera por sorpresa. La noticia me llegó por boca de un tabernero -uno de los muchos a quienes pagaba por tales informaciones- y vi en ello la ocasión de beneficiarme. Quiero dejar claro que jamás hice nada con el solo propósito de herir a Parido. El no me gustaba ni yo a él, pero eso no tiene importancia cuando se trata de negocios. Hice lo que hice buscando beneficios. Nada más.

La asociación de Parido hizo correr el rumor de que los últimos cargamentos de Setúbal estaban vendiéndose por un precio mucho más alto del que se esperaba. Con esto esperaban desatar el frenesí comprador de aquellos que en la Bolsa deseaban mantener los bajos precios del momento para beneficiarse de la sal que ellos habían adquirido y de sus opciones de venta, se daba por seguro que el precio subiría. Cuando ellos empezaron a vender la sal al nuevo precio, yo y mis agentes vendimos también, desbordando el mercado para poder sacar provecho de la diferencia de precios. Mi jugada me permitió hacer algunas ganancias gracias al plan de Parido. Y tuvo el inevitable efecto de hacer que su negocio no fuera rentable: sus opciones de venta acabaron por costarles más que una cantidad significativa. Pero fue el precio que tuvieron que pagar por sus astucias.

Yo siempre me aseguraba de ocultarme detrás de corredores desconocidos cuando ponía en ejecución alguna de estas maniobras, pero Parido se preciaba de tener muy buenos contactos y acabó por descubrirme. Al día siguiente vino detrás de mí en la Bolsa.

– Habéis contrariado al hombre equivocado, Alferonda -dijo.

Yo fingí no saber de qué hablaba. Mi padre me había enseñado a negarlo siempre todo.

– Vuestras mentiras no me impresionan. Habéis sacado provecho arruinando mi plan y haciéndome perder dinero, y me aseguraré de que tengáis lo que merece un fullero ruin como vos.

Yo me reí de sus amenazas, como me había reído de otras. Y ciertamente pasaron los meses e incluso los años hasta que acabé por olvidarlas. Nunca le gusté, renegaba de mí siempre que podía, pero jamás supe que hubiera actuado en mi contra en nada de importancia. Bien podía ser que estuviera detrás de ciertos negocios que se torcieron, pero también pudo ser el azar, y se me hace que no se habría comedido a la hora de alardear por cualquier mal que hubiera estado en su mano hacerme.

Y entonces fue elegido para el ma'amad. Como hombre rico que era y parnass tenía en sus manos todo el poder que un hombre podía aspirar a conseguir en nuestra comunidad. Yo no tenía motivos para alegrarme de su elección, pero tampoco los tenía para sospechar que pudiera utilizar su nueva posición para atacarme de forma tan despiadada.

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