15

En tanto que Miguel buscaba un corredor de la Compañía de las Indias Orientales, a su alrededor, la Bolsa bullía. Hacía apenas una hora, un rumor se había extendido con la fuerza de un edificio que se derrumba: una poderosa asociación de comerciantes planeaba desprenderse de una buena parte de sus acciones en la Compañía de las Indias Orientales. Con frecuencia, cuando una asociación deseaba vender, hacía circular el rumor de que quería hacer justo lo contrario, y la sola fuerza del rumor hacía bajar los precios. Quienes hubieran invertido buscando resultados inmediatos se desprendían de sus títulos enseguida.

Miguel llevaba trabajando en la Bolsa lo suficiente para saber cómo utilizar estos rumores en su provecho. Que fueran ciertos o falsos, que la asociación pensara comprar o vender no cambiaba nada. Tales eran las riquezas de Oriente que los títulos de la Compañía de las Indias Orientales siempre -siempre- remontaban, y solo un necio hubiera evitado comprar durante esos frenesís. Aquella mañana, Miguel se había reforzado con tres tazones de café. Pocas veces se había sentido tan despierto, tan entusiasta. Aquella locura no podía haber llegado en mejor momento.

Compradores y vendedores trataban de abrirse paso entre la muchedumbre, cada uno de ellos gritando a sus contactos en tanto la habitual algarabía se elevaba a un nivel ensordecedor. Un holandés pequeño y recio perdió su sombrero en el alboroto y, tras ver cómo lo pisoteaban, se apresuró a marcharse, contento por haber perdido un sombrero que solo costaba unos florines y no haberse arriesgado a perder miles. Los hombres que negociaban con diamantes, tabaco, grano y otras mercancías semejantes, y que evitaban el comercio especulativo, permanecían a un lado, meneando la cabeza al ver la forma en que sus negocios se veían entorpecidos.

El valor de las acciones de las Indias Orientales se negociaba basándose en el porcentaje del valor original. Aquella mañana, las acciones habían abierto a poco más del cuatrocientos por ciento. Miguel buscó un corredor e invirtió quinientos florines que no tenía, comprando cuando el precio bajó a 378. Le aseguró a su agente que dicho dinero podía encontrarse en su cuenta del banco de la Bolsa, aun cuando sabía que no podía permitirse perder más de aquel dinero en sus negocios particulares.

Una vez tuvo las acciones en la mano, Miguel se desplazó hacia los límites del grupo de comerciantes para seguir la evolución de los precios. Reparó entonces en Salomón Parido, el cual al parecer también estaba comprando acciones. Al ver a Miguel, se acercó lentamente.

– Estas asociaciones… -dijo a grandes voces por hacerse oír entre el bullicio-. Sin ellas no habría mercado. Hacen que el comercio se mueva como una marea.

Miguel asintió, más atento a los precios que gritaban los vendedores que a las palabras del parnass. Los precios habían vuelto a bajar y se estaba vendiendo a 374.

Parido echó una mano al hombro de Miguel.

– He sabido, senhor Lienzo, que las cosas ahora os van bien… que tenéis un plan.

– En ocasiones no es deseable ser objeto de rumores -dijo Miguel con una sonrisa que esperaba pareciera sincera-. Y acaso no sea buen momento para hablar de ello. -Y señaló con el gesto a la multitud de hombres de las Indias Orientales que movían las acciones. Oyó que gritaban 376.

– No hagáis caso. Las acciones de las Indias Orientales suben y bajan con tal rapidez que poco importa lo que un hombre compre o venda un día u otro. Sin duda no querréis insultar a un parnass rehusando hablar con él a causa de este disparate.

Miguel oyó que compraban por 381, más de lo que había pagado, pero no lo bastante para pensar en vender.

– He de conducir mis asuntos -dijo, tratando de mantener la voz calmada.

– Se me hace extraño que no queráis saber el motivo de los dichos rumores. En el ma'amad he aprendido que cuando un hombre no pregunta de qué se le acusa, eso significa que es culpable.

– Acaso sea así en la cámara del ma'amad, pero no en la Bolsa, y menos si ese hombre está tratando de dirigir sus asuntos. Y a mí no se me ha acusado de nada.

– Aun así…

El precio volvió a bajar a 379, y Miguel sintió una punzada de pánico. No hay que preocuparse, se dijo para sí. Había visto otras veces aquellas bajadas en momentos de frenesí, y solo habían de durar unos minutos. Bueno, después de todo, sí podía dedicar un momento a las boberías de Parido, solo un momento. Aunque no lograba conservar la calma.

– Bien, decidme pues, ¿qué habéis oído?

– Que estáis metidos en un nuevo negocio. Algo relacionado con el fruto del café.

Miguel hizo un gesto desdeñoso con la mano.

– Estos rumores sobre el café me cansan. Acaso deba meterme en ello por no defraudar a tantos ansiosos devoradores de rumores.

Miguel oyó que se vendía a nuevos precios. 378, 376…

– Entonces ¿no comerciáis con café?

– Ojalá lo hiciera, senhor. Ansío participar en un negocio que es de interés tan grande para hombres como vos… y mi hermano.

Parido frunció el ceño.

– Mentir a un parnass es un terrible pecado que se castiga con el cherem.

Antes de darse cuenta, la indignación, alimentada por el café, se adueñó de él.

– ¿Me estáis amenazando, senhor?

– Nos une una historia de desconfianza, ¿no es cierto, Lienzo? En el pasado yo he dado en maldecir de vos, pero recordad que también vos habéis maldicho de mí. Habéis de saber que me he mostrado más que dispuesto a perdonar vuestras acciones con mi hija, y con la criada y su hijo.

– El hijo no era mío y vos lo sabéis -espetó Miguel.

– Ni mío -dijo Parido con una leve sonrisa-. Ni de nadie. Estoy al tanto de vuestra pequeña astucia con la ramera. Unas monedas y me lo contó todo. Hace más de un año que lo sé. Y sin embargo, no he denunciado tal información. Jamás la he utilizado para perjudicaros ni podría hacerlo ya, pues ¿cómo justificar que conocía una información de tal importancia y la he mantenido en secreto todo este tiempo? ¿Acaso no es eso prueba bastante de que no soy vuestro enemigo?

Miguel no supo qué contestar.

– Habéis sido muy juicioso, senhor -consiguió refunfuñar.

– Acaso fuera más acertado decir que he sido bondadoso, pero no quisiera que mi bondad se malinterpretara. No se ha malinterpretado, ¿no es cierto?

¿De qué demonios estaba hablando?

– No.

– Bien. -Parido le dio unas palmadas en la espalda-. Veo que estáis preocupado, así que ya continuaremos con esta conversación en otro momento. Si no tenéis ningún interés por el café, no hay más que hablar. Pero si descubro que me habéis mentido, si descubro que me habéis rechazado cuando os ofrezco mi amistad, veréis que habéis ofendido al hombre equivocado.

Miguel se dio la vuelta y oyó a un comprador pedir acciones a 402. ¿Qué había sucedido desde aquellas 378? Miguel no tuvo más remedio que vender, pues no quería arriesgarse a que hubiera una bajada repentina y perderlo todo.

En dos días, el precio subió a 423, pero con sus acciones Miguel había hecho poco más que cubrir gastos.


Isaías Nunes parecía medio borracho. Más que medio borracho, decidió Miguel. Echaba de verse que estaba completamente borracho y medio dormido. Estaban sentados en la Urca, bebiendo vino provenzal aguado, y Miguel tenía la impresión de estar aburriendo a su amigo.

– Se llega a mí y me habla de amistad, pero hace cuanto puede por confundirme y prevenirme contra mi negocio.

Nunes arqueó una ceja.

– Acaso fuera mejor manteneros alejado de Parido.

– Un consejo bien fundado -dijo Miguel-, pero difícilmente podría decirse que yo lo haya perseguido. Son él y mi hermano quienes me acosan a mí por el asunto del café, aun cuando no parecen saber nada de mis planes.

– Os dije que os mantuvierais alejado del café.

– No necesito estar alejado del café. Necesito estar alejado de Parido y de mi hermano. Y necesito uno o dos hombres en Iberia.

– Bueno, según he oído, son difíciles de encontrar en estos tiempos.

– Vuestros contactos tendréis… -sugirió Miguel.

Nunes alzó ligeramente la cabeza.

– ¿Qué queréis significar, exactamente?

– Lo que quiero significar es que si conocéis a alguien que pueda hacer de agente para mí en Iberia, agradecería que le escribierais y le dijerais que espere noticias mías.

Nunes se puso a menear la cabeza.

– ¿Qué estáis haciendo, Miguel? Decís que Parido os molesta, que trata de indagar en vuestro negocio, y ¿queréis meterme también? No me arriesgaré a ser objeto de la cólera de Parido, ni aun de su atención. Apenas si me reconoce cuando me ve por la calle, y lo prefiero así.

– Ya estáis metido -le recordó Miguel-. Vos sois quien traerá mi café hasta Amsterdam.

– Y me arrepiento de haber accedido a hacerlo -dijo-. No me pidáis que haga más.

– ¿No me pondréis en contacto con vuestro hombre en Lisboa?

– No hay tal hombre en Lisboa. -Nunes apuró su vaso.


Cuatro días más tarde, Miguel viajaba en una barcaza tirada por caballos de camino a Rotterdam, cuando sintió la necesidad imperiosa de visitar las necesarias. Geertruid no había mentido al decir que el café provocaba los orines. Y allí estaba él, con la vejiga llena y sin un lugar donde orinar como no fuere en el canal. Había damas en el bote, y aun cuando un holandés hubiera obrado en esto sin vacilar ni un instante, Miguel no deseaba mostrar su miembro ajeno con tanto desembozo. Lo que menos falta le hacía era tener a un grupo de holandesas mirando y señalando su anatomía circuncidada.

Una hora para llegar a Rotterdam, dijo entre sí. Su antiguo asociado, Fernando de la Monez, en breve abandonaría la ciudad y volvería a Londres, donde vivía, igual que hiciera en Lisboa, como judío secreto. No había dinero bastante en el mundo para que Miguel aceptara llevar su culto de nuevo a habitaciones oscuras, buscando en su ignorancia una semblanza del ritual judío, sabiendo, en todo momento, que el mundo antes habría de veros morir que permitir el ejercicio oculto e indigno de tal fe. En sus cartas, Fernando había insistido en que las cosas no iban tan mal en Londres. Allí, decía, los hombres de negocios conocían que él y sus compatriotas eran judíos, pero no les importaba en tanto que fueran discretos.

Acaso habría una docena de personas en el largo bote bermejo, arrastrado con firmeza por un grupo de caballos que claqueteaban por un lado del canal. Era un navío llano, semejante a una balsa, pero de aspecto firme y en su parte central se levantaba una caseta en la cual los pasajeros podían refugiarse cuando llovía. Miguel había viajado en botes tirados por caballos más largos, algunos de ellos tanto que un hombre pasaba vendiendo a los pasajeros cerveza y dulces. En cambio, aquel era demasiado pequeño para tales distracciones.

Miguel no prestaba atención a los otros pasajeros; se resguardó de la niebla bajo la luz mortecina de la caseta y trató de apartar el pensamiento de su vejiga llena valiéndose de un relato de Pieter el Encantador. Aquel en particular, concerniente a los crueles propietarios de una hacienda rural que habían robado a sus arrendatarios la cosecha, lo había leído muchas veces. Pieter y Mary se hacen pasar por personajes acaudalados que desean comprar la tierra y, una vez se ganan la confianza de los propietarios, les roban en mitad de la noche y, al salir del pueblo, se detienen a devolver a los campesinos lo que les pertenece.

Miguel ya había leído dos veces el panfleto cuando la barcaza llegó a su destino y no se entretuvo en buscar un lugar más privado para aliviarse. Una vez libre de distracciones, se sintió en condiciones de recorrer la ciudad. En muchos sentidos, Rotterdam era como Amsterdam en pequeño. Había visitado el lugar con la suficiente frecuencia para saber moverse por él, y encontró la taberna que Fernando le indicó sin grandes trabajos. Allí, él y su amigo hablaron de las obligaciones de Fernando en la Bolsa de Londres. Fernando acaso parecía un tanto desconcertado por la insistencia de Miguel en que actuara en un momento determinado, pero accedió, pues Miguel le aseguró que nada de cuanto hiciera podría atraer sobre su persona las sospechas de la frágil comunidad de judíos de Londres.

Cuando terminaron era ya tarde, y Miguel aceptó la oferta de quedarse en Rotterdam. Asistió a las oraciones de la noche en la pequeña sinagoga y por la mañana tomó el bote de vuelta a Amsterdam, se sentó en un banco de madera y cerró los ojos, considerando qué tareas quedaban por resolver antes de dar las diligencias del negocio por terminadas. En el frescor de la mañana, el sueño lo venció durante un tiempo indeterminado y cuando despertó lo hizo con un sonoro ronquido. Abochornado, Miguel miró alrededor por ver quién pudiera haberle oído. No, no había nadie conocido. Miguel casi había vuelto a sumirse en sus pensamientos cuando algo llamó su atención. Volvió a mirar. Al fondo del bote, conversando privadamente, vio a dos caballeros finamente vestidos. Miguel no se atrevió a dar más que un rápido vistazo, pero fue suficiente para ver que llevaban barba. Cierto, eran barbas muy cortas, pero no por ello dejaban de ser barbas. Uno de los hombres era particularmente moreno y los pelos negros recortados de su cara se arrastraban como negros hongos hasta su cuello. Cualquier holandés hubiera eliminado una cosa semejante. Solo un judío podía llevar una barba como aquella. Un judío que tratara de no parecer judío.

No había lugar para la duda: Eran espías del ma'amad.

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