31

Antes de las doce, en el exterior de la Bolsa, la emoción se palpaba ya por el Dam. Habían pasado dos semanas desde la conversación entre Miguel y Geertruid. En la Bolsa era día de cuentas y las inversiones de Miguel vencían aquel día. Miguel estaba entre el gentío, esperando a que las puertas se abrieran y observó los rostros de quienes lo rodeaban: gentes que miraban con dureza e intensidad en la distancia. Holandeses, judíos y extranjeros apretaban los dientes por igual y se mantenían alertas. Cualquier hombre que llevara suficiente tiempo en la Bolsa podía sentirlo, como el olor de una lluvia inminente. Estaban a punto de desatarse grandes planes que habrían de afectar a todo aquel que comerciara. Cada día de cuentas era intenso, pero ese día habría de suceder más que lo habitual. Todos lo sabían.

Aquella mañana, mientras se preparaba, Miguel sintió una paz inquietante. Su estómago había estado alborotado durante semanas, pero ahora Miguel sentía la calma de la resolución, como el hombre que camina hacia el cadalso. Había dormido sorprendentemente bien y, a pesar de eso, había tomado cuatro cuencos de café. Quería estar exaltado por el café. Quería que el café guiara sus pasiones.

No hubiera podido estar más preparado, pero sabía que ciertas cosas no dependían de él. Cinco hombres, tanto si lo sabían ellos como si no, eran sus criaturas, y todo dependía de que ellos hicieran su parte. Todo era tan frágil… Aquel enorme edificio podía desmoronarse en un instante y quedar reducido a polvo.

De modo que se preparó como mejor pudo. Se aseó antes del sabbath en el mikvah y dedicó el día santo a la oración. El siguiente lo dedicó también a la oración y ayunó del alba al anochecer.

No podía sobrevivir a dos ruinas. Acaso el mundo pudiera cerrar los ojos ante la primera, perdonarla atribuyéndola a la mala suerte. Pero una segunda ruina lo destruiría para siempre. Ningún mercader de importancia confiaría a un fracasado una hija suya. Ningún hombre de negocios ofrecería nunca su asociación a Miguel. Si fracasaba aquel día, tendría que abandonar la vida de mercader.

Con la arenilla del café triturado en los dientes, Miguel salió de la casa y aspiró el aire de la mañana. Se sentía más como un conquistador que como un mercader. Apenas unos jirones de nubes flotaban por el cielo, y una brisa ligera llegaba desde el mar. Un holandés supersticioso acaso tuviera los cielos despejados por buen augurio, pero Miguel sabía que los cielos también estaban despejados para Parido.

En la plaza del Dam, Miguel aguardó entre el gentío, extrañamente silencioso. No había discusiones, ni estallidos de risa. Por ninguna parte desató el sonido de los primeros tratos una sucesión de intercambios. Cuando alguien hablaba, lo hacía entre murmullos.

Las opciones de compra de Parido, las opciones de venta de Miguel, vencerían al final del día. Lo cual significaba que Parido tenía que mantener los precios altos y que, cuanto más altos, mayor sería el beneficio para él, del mismo modo que, cuanto más bajaran, más ganaría Miguel. Si Miguel no hacía nada, Parido ganaría con su inversión y Miguel perdería. Puesto que Parido tenía en su poder el cargamento que había de ser para Miguel, se aferraría a su mercancía hasta el día después de mañana. Y entonces, acaso podría vender poco a poco lo que tenía por un precio inflado.

– Si vos fuerais Parido -había razonado Alferonda-, haríais uso de vuestra asociación de comercio. Podríais difundir el rumor de que su asociación estaba planeando desbordar el mercado con valores que bajarían los precios. Pero vos no tenéis ese poder. Parido, sí.

– ¿Por qué no se limita a difundir el rumor de que su asociación piensa comprar y hace así que los precios suban más?

– El juego de los rumores es cosa delicada. Si una asociación abusa de él, nadie volverá a creer ninguno de los rumores que tengan que ver con ella, y habrá perdido con ello una valiosa herramienta. Este asunto del café es cosa de Parido, no de su asociación. Sus otros miembros no querrían hacer mal uso de los rumores por Parido a menos que la riqueza que se les prometiera fuera lo suficientemente importante. Pero puede hacer uso de su asociación de otras formas.

– Puede indicar a sus hombres que no respondan a mis movimientos.

– Exactamente. Parido dará por sentado que deseáis vender tanto café como hayáis adquirido y hacer que parezca que tenéis más del que realmente tenéis, provocando la caída de los precios. Vos, por vuestra parte, venderéis lo que no tenéis. Bien, él sabe que esto es un truco puesto que, si podéis desatar el frenesí de la venta, luego podréis adquirir a bajos precios lo que otros descarguen, y si alguien cuestiona la venta, podréis enseñar el producto que habéis prometido. Pero sin duda, él habrá dado instrucciones a su asociación para que difunda el rumor de que no tenéis lo que deseáis vender y nadie querrá compraros.

Miguel sonrió.

– ¿Puede ser tan simple como eso?

– Parido es hombre poderoso. No ha hecho su fortuna siendo retorcido en exceso, sino guiándose por las cosas más simples. En el pasado, vos habéis demostrado que trabajáis solo, que no seguís una estrategia y que normalmente os dejáis guiar por vuestro instinto en lugar de seguir un plan concreto. Veo que os sentís ofendido, pero no me negaréis que es cierto. Habéis cometido errores, Miguel, pero esos errores os harán un buen servicio cuando hoy entréis en la Bolsa. Parido espera encontrar un oponente muy distinto del que sois ahora.

El reloj de la torre del gran ayuntamiento dio las doce, y las puertas de la Bolsa abrieron entre un gran griterío que resonaba por todo el Dam. Miguel se abrió paso al interior, junto con los otros cientos de comerciantes, y se dirigió lentamente hacia la esquina de las Indias Orientales, sin hacer caso de los comerciantes que lo llamaban ofreciendo sus mercancías.

Un gentío mayor del habitual bullía en torno a los negociantes de las Indias Orientales. Muchos de ellos formaban parte de la asociación de Parido. Vestían los llamativos colores y los sombreros emplumados de los portugueses, y se conducían como hidalgos autoritarios. Estaban allí como favor a un amigo. No habrían de pagar nada por controlar la marcha del asunto del café, ni vender nada, solo tenían que ahuyentar a quien tratara de responder a los intentos de Miguel. Era tal como él y Alferonda suponían.

A un lado, charlando con unos comerciantes, Miguel reconoció a Isaías Nunes. Al ver a Miguel, lo saludó con un gesto de la cabeza, a cuyo gesto Miguel correspondió de idéntica forma. Ya habría tiempo para acusaciones más tarde, pero de momento era menester que pusiera su mejor cara. ¿Qué esperaría ver Nunes en Miguel? Decepción, claro. Él sabía de las opciones de venta. Aun así, tenía que aparentar cierta determinación.

En la zona descubierta del edificio, donde los mercaderes hamburgueses conducían sus negocios, Alferonda conversaba con los pocos tudescos de la Bolsa. Aquellos judíos de largas barbas hacían gestos de asentimiento con sus sabias cabezas en tanto el usurero les explicaba algo, sin duda con una excesiva e innecesaria largueza.

Miguel alzó la vista y vio a Parido delante de él.

– Este día tiene un algo familiar. ¿No os recuerda el día en que el precio del azúcar cayó?

– No. -Miguel devolvió la sonrisa-. De hecho, para mí este día tiene algo totalmente nuevo.

– Sin duda, ¿no pensaréis que podéis provocar una bajada en los precios del café? Se os advirtió que os mantuvierais alejado del café, pero habéis preferido hacer las cosas a vuestra manera. Como debe ser. Me he adelantado a vuestros movimientos y he dado los pasos para sabotearlo. El mejor consejo que puedo daros es que os vayáis. Aceptad vuestras pérdidas cuando acabe la jornada. Al menos os habréis ahorrado una humillación pública.

– Aprecio vuestro consejo. Pero acaso os convenga recordar que antes de que finalice la jornada me estaréis besando las posaderas.

– Olvidáis con quién estáis hablando. Solo trato de salvar lo poco que pueda quedaros de reputación. Un hombre inferior hubiera tenido su lengua.

– No hay hombre inferior a vos, senhor.

Parido chasqueó la lengua.

– ¿De veras creéis que podréis derrotarme?

– Tengo bien encaminados mis asuntos. -A Miguel le disgustaba el tono vacilante de su voz. Parido parecía en exceso confiado. ¿Y si conocía los detalles del plan de Miguel? ¿Y si había dado pasos para evitar los astutos planes de Alferonda para superar su influencia? ¿Y si Joachim le había traicionado?

– ¿Cómo de bien encaminados?

– No entiendo vuestra pregunta.

– Es muy sencillo. ¿Tan firmemente creéis que hoy venceréis y lograréis bajar el precio como para hacer una apuesta?

Miguel clavó los ojos en su enemigo.

– Decid vos una cifra. -Parido estaba loco si ofrecía una apuesta. Miguel ya se lo había apostado todo.

– El precio del café está ahora en siete décimas de florín por cada libra, lo que significa que yo lo he hecho subir a cuarenta y dos florines cada barril. Solo necesito que se mantenga por encima de treinta y ocho florines para ganar. Vos necesitáis que caiga por debajo de los treinta y siete para poder sacar algún beneficio de vuestras opciones de venta. Con treinta y siete o más, no tendréis nada y vuestro hermano habrá de responder por vuestras malas inversiones.

Miguel de pronto sintió que enrojecía.

– ¿Acaso pensabais que nadie sabía de la imprudencia con que habéis utilizado su nombre? ¿Pensabais que podríais tener secretos para mí en esta Bolsa? ¿Y ahora pensáis que podéis derrotarme cuando estoy determinado a no dejarme derrotar? Admiro vuestro optimismo.

Aquello no significaba nada, dijo Miguel entre sí. Acaso la trampa de Miguel hubiera llegado a su conocimiento a través de su corredor, lo que no significaba que Parido lo supiera todo.

– No hacéis más que alardear, senhor.

– Muy bien, pues haré mucho más que eso. Si lográis bajar el precio a treinta florines o menos el barril, os permitiré comprar noventa de mis barriles a veinte florines el barril.

Miguel trató de hablar con escepticismo.

– ¿Y dónde esperáis conseguir noventa barriles de café? ¿Es posible que haya tanto en los almacenes de Amsterdam?

– Los almacenes de Amsterdam contienen sorpresas que hombres como vos jamás acertarían a imaginar.

– Vuestras apuestas parecen desparejas. ¿Qué ganáis vos si no logro derrotaros?

– Bueno, quedaréis en la ruina, así que no estoy seguro de que tengáis nada que darme salvo vuestra persona. Quedaremos así: si perdéis, confesaréis ante el ma'amad que mentisteis sobre vuestra relación con Joachim Waagenaar. Diréis a los parnassim que sois culpable de haber mentido ante el Consejo y aceptaréis el castigo que tan grande engaño merece.

El cherem. Parecía gran necedad aceptar tal cosa, pero, de todos modos, si perdía, habría de abandonar Amsterdam. El destierro no cambiaría nada.

– Estoy de acuerdo. Pongamos esto sobre papel, aun cuando aquello a lo que yo accedo a perder habrá de quedar entre nosotros, no fuera que el papel llegara después a las manos equivocadas. Pero me gustaría tener algún tipo de garantía. Veréis, no me gustaría ganar la apuesta para descubrir después que sois culpable de un windhandel… y por tanto que no tenéis los noventa barriles que prometisteis.

– ¿Qué sugerís?

– Solo esto. Acepto vuestra apuesta, y dejaremos constancia sobre el papel. Y, si por azar, no podéis suministrar el café al precio que prometisteis, habréis de pagarme lo que los barriles cuestan en estos momentos. Eso serían… -Se tomó un momento para hacer el cálculo- tres mil ochocientos florines. ¿Qué decís?

– Es una apuesta absurda, pues yo nunca vendo lo que no tengo.

– Entonces, ¿estáis de acuerdo?

– Por supuesto que no. ¿Acaso aceptaría una disparatada apuesta arriesgándome con ello a pagar casi cuatro mil florines?

Miguel se encogió de hombros.

– No aceptaré de otro modo.

Parido dejó escapar un suspiro.

– Muy bien, acepto vuestras absurdas condiciones.

El hombre redactó rápidamente el contrato e insistió en redactar ambas copias él mismo. Por tanto, Miguel hubo de perder más tiempo en leerlo, por quedar cerciorado de que su rival no había hecho ninguna trampa con las palabras. Todo parecía estar correcto, y dos amigos de Parido que estaban por allí hicieron de testigos. Ahora cada cual tenía su contrato en el bolsillo. El reloj de la torre le dijo que había perdido un cuarto de hora. Había llegado el momento de empezar.

Miguel dio un paso atrás y exclamó en latín:

– ¡Café! Vendo veinte barriles de café a cuarenta florines el barril. -El precio apenas importaba, pues Miguel no tenía ningún café. Después de todo, se trataba de un windhandel. Necesitaba bajar el precio lo suficiente para llamar la atención, pero no tanto como para que su oferta despertara sospechas-. Tengo café por cuarenta -volvió a exclamar. Luego repitió la oferta en holandés y de nuevo en portugués.

Nadie contestó. Los hombres de Parido empezaron a acercarse, amenazando a Miguel como perros. Un comerciante de poca altura del Vlooyenburg miró a Miguel y pareció a punto de aceptar la venta, pero Parido lo miró fijamente a los ojos logrando que el hombre se retirara alicaído. Se notaba que ningún judío portugués incurriría en la cólera de Parido rompiendo el bloqueo.

Mirando en derredor, Miguel vio a Daniel en los límites de la pequeña cuadrilla. Se había puesto sus mejores ropas, aunque no lo bastante llamativas para llevarlas en sabbath: jubón y sombrero bermejo, con camisa azul debajo, calzas negras y brillantes zapatos rojos con enormes hebillas de plata. Miró a los hombres de Parido, después a Miguel y bajó los ojos al suelo.

El silencio había caído sobre aquella pequeña sección de la Bolsa. No muy lejos, Miguel oía los gritos de otras transacciones, pero nadie entre los comerciantes de las Indias Orientales decía una palabra. La batalla había empezado, y sin duda a cuantos miraban se les antojó que Miguel ya había sido derrotado. Parido sonriente susurró algo al oído de un miembro de su asociación, el cual contestó con una risa grosera.

Miguel volvió a repetir la oferta. Unos pocos holandeses miraron con curiosidad pero, viendo el gentío de judíos amenazadores, se mantuvieron a distancia. Miguel nada podía ofrecer que fuera lo bastante seductor para que los judíos portugueses desafiaran a Parido, ni para que los cristianos se molestaran por algo que tan claramente se veía que era un duelo entre extranjeros. Miguel, solo en mitad del corrillo, parecía un niño perdido.

Miguel volvió a repetir su oferta. De nuevo, no hubo respuesta. Parido lo miró y sonrió. Sus labios formaron unas palabras lentamente: «Habéis perdido».

Entonces Miguel oyó que alguien contestaba en mal latín.

– Yo compro veinte por treinta y nueve.

Alferonda había acudido a sus contactos entre los tudescos. Un hombre de tal nación cuyo trabajo consistía habitualmente en descontar letras de cambio del banco se adelantó y repitió su oferta. Vestía ropas negras y su barba blanca se mecía cuando hablaba.

– ¡Veinte barriles por treinta y nueve!

– ¡Vendido! -gritó Miguel. No pudo tener la sonrisa. No era el comerciante que normalmente espera a que sus compradores sigan bajando el precio. Pero aquel día se trataba de vender barato.

– Yo compro veinticinco a 38,5 -gritó otro tudesco, a quien Miguel conocía por comerciar con oro sin acuñar.

Miguel se abrió paso entre los hombres de Parido para aceptar.

– Veinticinco barriles por 38,5, ¡vendido!

El bloqueo se había aflojado. Se había iniciado la venta, y Parido sabía que no podría detener a Miguel limitándose a mantener a sus hombres cerca.

– Compro treinta barriles de café -gritó Parido- a cuarenta florines.

Los tudescos hubieran debido ser necios para no darse la vuelta y vender a cambio de aquel beneficio inmediato. Jamás habían acordado actuar como asociación con Miguel, solo que romperían el bloqueo, movidos por la promesa de que su ayuda les valdría provechosas oportunidades. Miguel echaba de ver que pensaban en vender, la cual cosa hubiera estabilizado los precios de Parido. Los judíos portugueses se mantenían al margen, pendientes del camino que seguían los precios, qué bando tenía el control. Sin duda, todo estaba a favor de Parido. Lo único que Parido no hubiera podido controlar habría sido un descenso de los valores. Si muchos hombres decidían vender a la vez, no podría contener la marea él solo, y los hombres de su asociación no sacrificarían su dinero por él.

Aquel era el momento decisivo de su plan, y todos en la Bolsa lo intuían.

Miguel alzó la vista e, inesperadamente, clavó los ojos en su hermano. Daniel permanecía en los límites del corrillo de espectadores, moviendo lentamente los labios mientras calculaba las posibilidades en contra de que los valores fueran a la baja. Miguel no apartaba los ojos de su hermano. Quería asegurarse de que Daniel le entendía. Quería verlo en los ojos de su hermano.

Y Daniel entendió. Sabía que, si en ese momento decidía ponerse del lado de su hermano, anunciar que vendía café más barato, el plan triunfaría. El impulso que daría con su participación decantaría la balanza a favor de Miguel. Por fin había llegado el momento en que la familia podía unirse por encima de mezquinos intereses. Sí, sin duda Daniel podía pensar que Parido era su amigo, y hay que honrar la amistad, pero la familia es otra cosa y no podía permanecer al margen mientras su hermano se enfrentaba a la ruina, la ruina permanente… No si él tenía en sus manos el poder de evitarlo.

Los dos lo sabían. Miguel veía que su hermano lo sabía. En una ocasión le había preguntado si elegiría a su hermano o su amigo, y Daniel no le contestó, pero ahora tendría que hacerlo. Para bien o para mal. Por la expresión de su cara, se notaba que también Daniel se estaba acordando de aquella conversación. Y Miguel vio la cara de vergüenza de su hermano cuando este se dio la vuelta y dejó que aquel asunto del café siguiera su curso sin él.

Un extraño silencio se hizo en el interior de la Bolsa. Ciertamente, no era aquello lo que se tiene por silencio en cualquier otra parte del mundo, pero sí lo era en comparación con el bullicio que solía haber en la Bolsa. Los comerciantes se acercaban como si estuvieran mirando una pelea de gallos o una reyerta.

Lo pasarían bien, dijo Miguel para sí. Cuando Parido comenzó a comprar dio, sin quererlo, la señal para el siguiente paso de Miguel, movimiento que el parnass no había previsto.

– ¡Vendo café! ¡Cincuenta barriles a treinta y seis! -gritó Joachim.

Parido lo miró con cara de incredulidad. No había visto llegar a Joachim o acaso no se habría fijado. Se había desprendido de las ropas de campesino y vestía, una vez más, como un hombre de posibles, con la imagen de todo un comerciante holandés, ataviado con traje y sombrero negro. Nadie que no le conociere hubiera adivinado que un mes atrás era poco más que un mendigo. Ahora estaba rodeado por un gentío de compradores a cuyas entusiastas llamadas respondía una a una, sereno como un aguerrido mercader de cualquier Bolsa de Europa.

Aquel movimiento había sido idea de Alferonda. Parido podía fácilmente asegurar su influencia sobre los comerciantes de la Nación Portuguesa. Todos sabían de su rivalidad con Miguel, y pocos hubieran desafiado voluntariamente a un hombre vengativo que ocupaba un lugar en el ma'amad. Alferonda sabía que podría animar a unos pocos tudescos extranjeros a iniciar el negocio, pero no había los bastantes para sostener una baja de valores, y los más de ellos no desearían hacer grandes inversiones en tan desconocida mercancía o contrariar en exceso a Parido. Pero la intervención de Joachim podía convencer al mercado holandés de que aquello era asunto de negocios, y no un conflicto entre portugueses. Podía atraer a los comerciantes holandeses que desearan beneficiarse con el nuevo producto. Sin duda recelarían de intervenir en una trifulca donde judío batallaba contra judío por una mercancía de la que apenas nadie sabía nada, pero en cuanto vieran a uno de sus intrépidos compatriotas intervenir, se lanzarían a la carrera por no perder la ocasión.

Otro holandés anunció una venta. Miguel nunca lo había visto antes. Era tan solo algún desafortunado comerciante que había apostado por el café y se había visto atrapado en el fuego cruzado. Desesperado por deshacerse de sus bienes antes de que el precio cayera más, ofreció sus quince barriles por treinta y cinco. Miguel estaba a solo dos florines del precio que necesitaba para sobrevivir, a cinco florines de lo que necesitaba para derrotar a Parido. Pero aun si lograba bajar el precio a treinta, sería menester mantenerlo estable hasta las dos, hora en que cerraba la jornada comercial.

Un nuevo sujeto gritó en holandés, pero tenía acento francés. Luego otro, este en danés. Treinta y cinco. Treinta y cuatro. Miguel no había de hacer más que mirar y controlar. Había vendido ocho barriles que no poseía. No importaba. Habían cambiado de manos muchos más barriles de los que los almacenes de Amsterdam aspirarían a albergar nunca.

Ahora Miguel tenía que esperar a ver hasta dónde bajaba el precio y comprar lo suficiente para cubrirse las espaldas. Si el comprador lo decidía así, podía presentar una petición para no tener que comprar su café a los precios de treinta y ocho y treinta y nueve, pero eso poco le importaba a Miguel. Que se guardasen su dinero. Ahora lo único que importaba era el precio del barril.

Parido miraba con el rostro demudado. Había dejado de gritar órdenes, pues un solo hombre no podía comprarlo todo sin causar su propia ruina. Parido había hecho subir de forma artificial los precios y sabía que, si compraba los suficientes barriles para que los precios volvieran a quedar en treinta y nueve perdería mucho dinero, aun con el beneficio que supondría su opción de venta.

El precio empezaba a estabilizarse, así que Miguel compró a treinta y uno y vendió enseguida a treinta. La pérdida era insignificante y desató un nuevo frenesí de ventas.

Miguel le sonrió a Parido, el cual se volvió disgustado. Pero Miguel no estaba dispuesto a dejarle marchar. Se abrió paso entre el gentío. Oyó que vendían a veintinueve y veintiocho. Miró el reloj de la torre. La una y media. Solo faltaban treinta minutos.

– Se me hace que el día es mío -gritó Miguel.

Parido se dio la vuelta.

– No todavía, Lienzo. Aún hay tiempo.

– Acaso aún quede tiempo, pero dudo que tengáis más opciones.

Parido negó con la cabeza.

– ¿Creéis que vuestras fullerías os salvarán? Disfrutad de este momento, pues, Lienzo. Se me hace que acabaréis por descubrir que no sois tan astuto como pensáis.

– No, sin duda. Pero en este día tengo el placer de ser más astuto que vos. Deseo tomar posesión de los barriles de café que me prometisteis mañana a esta misma hora.

– No tenéis el dinero para pagarlos -le escupió-. Si miráis vuestro ejemplar del contrato, veréis que el intercambio habrá de realizarse en las setenta y dos horas posteriores al cierre del mercado del día de hoy. Y, francamente, dudo que podáis conseguir el dinero. Ciertamente, de aquí a setenta y dos horas acaso a ojos del ma'amad ya no seáis judío.

Así que Parido tenía intención de utilizar al Consejo para evitar sus deudas. El consejo jamás lo permitiría.

– Podéis creer lo que os plazca, pero transferiré el dinero a vuestra cuenta mañana a esta hora. Espero que vos hagáis el libramiento de la propiedad con igual puntualidad, pues de lo contrario habréis de hacer honor al contrato y pagarme tres mil ochocientos florines.

Miguel se alejó y echó un vistazo a la multitud de compradores y vendedores. Al parecer, el precio se había estabilizado en veintiséis, y apenas quedaba tiempo para más operaciones. Si el precio se quedaba donde estaba, habría obtenido unos beneficios de casi setecientos florines solo con sus opciones de venta, además de dos mil por sus futuros. En aquel momento, estaba demasiado alborotado para limitarse a mirar, de suerte que decidió ocuparse de un último asunto.

Isaías Nunes había estado hablando tranquilamente con unos conocidos, tratando de no hacer caso del alboroto. Miguel sonrió y preguntó si podía hablar con él en privado. Los dos hombres se alejaron ocultándose detrás de un pilar.

Miguel dejó que su rostro adoptara su mejor disfraz de mercader.

– Desearía que transfirierais la propiedad del café que contraté con vos para su entrega. Deseo tener los documentos de la propiedad en mis manos no más tarde de mañana por la mañana.

Nunes se puso erguido, como si con ello quisiera alinearse correctamente con la tierra, y entonces dio un paso al frente.

– Lamento que os encontréis en una situación difícil, Miguel, pero no puedo ayudaros. Ya os dije que el barco nunca llegó, y vuestras necesidades no desharán lo que está hecho. Y, si acaso se permite ser tan brusco, no sé si estáis en posición de exigir una acción inmediata en ningún sentido. Conseguir que me pagarais cuanto me debíais no ha sido tarea fácil, y siento que habéis abusado de mi amistad de una forma imperdonable.

– Extraño comentario para un hombre que ha vendido las mercancías que yo contraté a Salomão Parido.

Nunes trató de controlar el gesto.

– No os comprendo. Habláis como un loco, no permitiré que me insultéis.

– Creo que estáis sobreactuando, senhor. Ahora debierais parecer confuso, no ofendido.

– Nada de cuanto digáis me horroriza. -Dio un paso al frente-. En otro tiempo os tuve por amigo, pero veo que no sois más que un fullero y no pienso discutir nada más con vos.

– Lo discutiréis conmigo o ante los tribunales -contestó Miguel. Se conoce que con aquello consiguió el interés de Nunes-. Tomasteis el café que yo había contratado y lo entregasteis a Salomão Parido. Luego mentisteis y me dijisteis que el cargamento no había llegado a adquirirse. Imagino que a continuación hicisteis las diligencias para conseguir otro cargamento, pero sé que el que me pertenece legalmente llegó en un barco llamado Lirio del Mar. Tengo testigos que dirán haber oído a Parido hablar del asunto. Si os obstináis en no acceder, entonces mi única pregunta será si llevaros ante un tribunal holandés o ante el ma'amad, o ambas cosas, para obligaros, no solo a proporcionarme el café, sino a pagar cuantos daños resulten de no haber podido tener el cargamento original. -Miguel mostró a Nunes el contrato que había hecho con Parido-. Si pierdo dinero por este contrato, os demandaré a los dos por las pérdidas, pues si no me hubierais engañado, sin duda hubiera ganado. Y podéis estar seguro de que, una vez llegue este asunto a los tribunales, vuestra reputación de digno mercader se verá seriamente afectada.

Nunes enrojeció.

– Si no le entrego el café a Parido, me tendrá por enemigo. ¿Qué será entonces de mi reputación?

– Sin duda no esperaréis que me preocupe por eso. Me transferiréis la propiedad por la mañana o de lo contrario habréis de veros en la ruina.

– Si os doy lo que pedís, ¿no diréis nada? ¿No diréis nada a nadie?

– No debiera callar, pero lo haré en memoria de nuestra amistad.

Jamás hubiera esperado tal cosa de vos.

Nunes negó con la cabeza.

– Debéis comprender que es difícil oponerse a Parido cuando desea algo. No me atreví a contrariarle. Tengo familia y no podía permitirme ponerme en peligro por protegeros a vos.

– Entiendo que tiene influencia y poder -dijo Miguel-. Y a pesar de todo, yo me he opuesto a él. Y él no os pidió que no me protegierais, os pidió que me mintierais y me engañarais, y vos accedisteis. Jamás os tuve por hombre bravo, Isaías, pero me ha sorprendido en extremo vuestra gran cobardía.

Cuando se alejaba, oyó que el reloj tocaba las dos. Le preguntó a un hombre que tenía cerca a cuánto había cerrado el café: 25,5 florines por barril.

Miguel alquilaría inmediatamente una casa a orillas del Houtgracht. Se pondría en contacto con sus acreedores para ofrecer algún pequeño pago a los más impacientes. Ahora todo sería distinto.

Y, allí estaba su hermano. Se dio la vuelta. Daniel apenas estaba a un brazo de distancia. Daniel lo miró, trató de hacer que él lo mirara, pero Miguel no fue capaz de decir nada. El momento de las reconciliaciones había pasado; no había lugar para el perdón. Daniel había apostado su futuro contra su hermano y había perdido.

Miguel se fue. Una multitud de hombres se movían a su alrededor. La voz había empezado a correrse; todos los hombres de la Bolsa sabían ya que Miguel había logrado una gran victoria. Aun cuando no supieran cuánto había ganado o a quién había derrotado, aquellos comerciantes sabían que estaban en presencia de un comerciante en su momento de gloria. Hombres a quienes apenas conocía le daban palmadas en el hombro, o le estrechaban la mano, o prometían que pronto habrían de llamarlo para hablar de un proyecto de un valor difícilmente creíble.

Y entonces, entre el grueso de mercaderes, Miguel vio a un holandés ojeroso con bonitas vestiduras que le sonreía ampliamente. Joachim. Miguel se apartó del triunvirato de judíos italianos que querían hablar con él de higos, excusándose educadamente y prometiendo que quedaría con ellos en una taberna cuyo nombre olvidó en cuanto los hombres lo pronunciaron. Luchó por abrirse paso hasta que se encontró frente a Joachim, mayor y más pequeño de lo que pareciere en su locura y empobrecimiento. Su sonrisa no parecía de alegría, sino acaso de tristeza.

– Os dije que haría bien las cosas si confiabais en mí -dijo.

– Si me hubiera contentado con confiar en vos, seguiría siendo un hombre pobre -replicó Joachim con igual contento-. Si habéis ganado esta victoria es solo porque yo os odiaba y os acosaba. Sin duda podemos aprender una gran lección de todo esto, pero que me queme en el infierno si sé yo qué lección es esa.

A Miguel le dio fuerte risa y se adelantó para abrazar a aquel hombre a quien, no hacía mucho, había deseado la muerte con todo su corazón. Sin duda, volvería a desear que estuviera muerto, y pronto. Pero, de momento, no le importaba lo que Joachim hubiera hecho o hubiera de hacer, ni le importaba quién supiera del odio y la amistad que se tenían. Solo le importaba que había reparado sus agravios y en ello había reparado también su ruina. Miguel hubiera podido abrazar al mismo Diablo.

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