Aunque tenía asuntos más apremiantes, Miguel visitó a un librero cerca de la Westerkerk y encontró una traducción de un panfleto inglés en el cual se ensalzaban las virtudes del café. El entusiasmo del autor dejaba chico el de Geertruid. El café, decía, prácticamente ha erradicado la peste de Inglaterra. Ayuda a mantener la salud en general y hace que quienes lo beban estén fuertes y rollizos; ayuda a la digestión y cura la consunción y otros males del pulmón. Es bueno para los humores, aun la sangre, y se conoce que ha sanado ictericias y toda suerte de inflamaciones. Además, escribía el inglés, proporciona a quien lo bebe una asombrosa capacidad de razonamiento y concentración. En los años venideros, aquel que no tome café difícilmente puede esperar competir con un hombre que haga acopio de sus poderes secretos.
Más tarde, en su sótano de la casa de Daniel, Miguel hubo de contenerse para no coger una jarra de peltre y arrojarla contra la pared. ¿Debía dedicar su atención al café o al brandy?¿Podía separar las dos cosas? El negocio del brandy lo arrastraba hacia el fondo como arrastra un peso a un hombre que se ahoga, pero acaso el café lo ayudara a salir de nuevo a la superficie.
Como hacía cada vez con más frecuencia, se volvió a su colección de panfletos buscando consuelo. Desde su llegada a Amsterdam, Miguel había descubierto que tenía gran aprecio por las aventuras españolas, las traducciones de roman francés, los maravillosos relatos de viajes y, sobre todo, los salaces cuentos de crímenes. De tales relatos de bandidos y asesinos, Miguel tomaba mayor deleite en los que narraban las aventuras de Pieter el Encantador, astuto bandido de cuyos engaños habían sido víctimas durante años los necios ricos de Amsterdam y sus alrededores. Fue Geertruid quien le diera a conocer las aventuras de este héroe canallesco que, junto con su esposa, la comadre Mary, encarnaba la astucia de los holandeses. Ella leía estos panfletos con entusiasmo, en ocasiones para su lacayo Hendrick o para los hombres de la taberna, que reían y silbaban y brindaban por el tal ladrón. ¿Eran ciertas aquellas historias? ¿Eran meras ficciones, como la historia de Don Quijote? ¿O estarían acaso entre una cosa y la otra?
De primero, Miguel se había resistido al encanto de estas historias. En Lisboa nunca se había molestado en atender a aquellos increíbles relatos sobre asesinos y ejecuciones, y ahora las lecciones de la Torá eran lectura suficiente. Pero Pieter el Encantador lo había cautivado; Miguel había sucumbido al curioso ensalzamiento del carácter tramposo del bandido. En Lisboa, los conversos siempre hubieron de mostrarse falaces por necesidad, aun quienes abrazaron el cristianismo. Un cristiano nuevo podía ser traicionado en cualquier momento por una víctima de la Inquisición. Miguel mismo mentía con frecuencia, ocultaba detalles sobre su persona, había comido cerdo en público; lo que fuera con tal de evitar que su nombre llegara a labios de algún preso. El engaño siempre había sido una carga; en cambio Pieter el Encantador se solazaba en sus astucias. Miguel estaba encantado pues, al igual que el bandido, él quería ser un embaucador, no un mentiroso.
Aquella noche trató de sumergirse en uno de sus relatos favoritos, el de un rico burgués que, seducido por la belleza de la comadre Mary, tramaba poner los cuernos a Pieter. Mientras ella lo distraía con su astucia y sus malas artes, Pieter y sus hombres se llevaban todas las posesiones del burgués. Después de echar al burgués de su propia casa, Pieter y Mary abrían la despensa del hombre a la gente del pueblo y permitían que disfrutaran a costa de sus riquezas. Y así, a su manera, Pieter el Encantador aplicaba la justicia del pueblo llano.
Después de cerrar el pequeño volumen, Miguel seguía cavilando sobre el brandy y el café.
Aquella tarde Miguel recibió una carta del usurero Alonzo Alferonda, con quien mantenía una cauta amistad. Alferonda tenía fama de ser hombre peligroso -en Amsterdam, decenas de deudores ciegos y cojos lo atestiguaban-, de forma que a Miguel se le hacía difícil reconciliar a las tullidas victimas de Alferonda con aquel hombre rollizo y jovial a quien tenía por amigo, aun cuando no debiera. El ma'amad hubiera podido destruirlo por relacionarse con un hombre a quien había expulsado, pero era tal el contento que sentía en la compañía de Alferonda que difícilmente hubiera podido dejarla de lado. Aun exiliado, poseía conocimientos e información, y jamás vacilaba a la hora de compartirla con otros.
Unos meses atrás, Miguel había mencionado un rumor que había llegado a sus oídos, del que Alferonda se había ofrecido a averiguar lo que pudiere. Ahora decía haber descubierto algo importante y solicitaba hablar con él… un asunto siempre delicado, pero que no había de ser problema si actuaban con precaución. Miguel le escribió a Alferonda sugiriendo que se reunieran en la taberna de café, lugar que descubrió preguntando a unos hombres, conocidos suyos del negocio de las Indias Orientales.
Miguel solo sabía que el lugar estaba situado en el Plantage, que se extendía hacia el este desde el Vlooyenburg, entre interminables paseos que atravesaban jardines de setos recortados en caprichosas figuras. Rectos senderos cruzaban los paseos, que abarrotaban por igual encumbrados y humildes. Los burgomaestres habían dispuesto que ningún edificio permanente se construyera en aquellos terrenos un verdes, de suerte que allí todas las estructuras estaban hechas de madera y podían ser desmontadas en cualquier momento si la ciudad así lo decidía. En las noches agradables, el Plantage se convertía en un jardín de los placeres para quien tuviere el dinero y la inclinación. Las gentes podían pasear entre bandas de violinistas y hombres que tocaban el pífano. En los senderos bien iluminados, los había que habían instalado mesas y servían cerveza, salchichas, arenques o queso; en edificios que apenas si eran simples chozas se podían adquirir manjares algo más carnales.
Miguel encontró el lugar con ciertas dificultades después de pedir razón a varios propietarios. Finalmente llegó al que sospechaba que era el edificio, una miserable estructura de madera bastante despareja que no parecía lo bastante recia para aguantar ni una tormenta. Miguel se encontró con la puerta cerrada, pero el tendero de un burdel cercano le aseguró que ese era el sitio así que Miguel llamó con fuerza.
Casi al punto se abrió una rendija en la puerta, y Miguel se encontró mirando a un turco de piel oscura con un turbante amarillo. El hombre no dijo nada.
– ¿Es esta la taberna de café? -preguntó Miguel.
– ¿Quién sois? -gruñó el turco en un holandés confuso.
– ¿Es una taberna privada? No lo sabía.
– No he dicho que lo fuera. Ni que no lo fuera. Solo he preguntado quién sois.
– No sé si mi nombre os dirá algo. Soy Miguel Lienzo.
El turco asintió.
– El amigo del senhor Alferonda. Podéis pasar. Los amigos del senhor Alferonda siempre son bien recibidos aquí.
¿Amigo del senhor Alferonda? Ignoraba que Alferonda supiera de la existencia del café, pero se conoce que era persona conocida entre los mahometanos. Miguel siguió al turco al interior, el cual destacaba tan poco como el exterior: un suelo húmedo de tierra, y unas toscas mesas y sillas. Enseguida se sintió abrumado por el olor a café, mucho más intenso y cargado que el que se percibía en la taberna del primo de Geertruid. Sentados en la media docena aproximada de bancos, una extraña combinación de hombres: turcos con turbantes, marineros holandeses, un batiburrillo de extranjeros… y un judío. Alonzo Alferonda estaba dialogando con un turco alto vestido con túnica azul. Viendo que Miguel se acercaba, susurró algo y el turco se fue.
Alferonda se puso en pie para saludar a Miguel, aun cuando con ello no hizo sino subrayar su escasa estatura. Era hombre rechoncho de rostro ancho y ojos grandes que se ocultaban tras de una espesa barba negra que empezaba a encanecer. A Miguel le resultaba difícil creer que alguien pudiera temblar ante aquel rostro gordito. Una noche habían estado bebiendo juntos en una taberna y estaban caminando cerca de los muelles cuando dos ladrones salieron de pronto de un callejón, esgrimiendo sus cuchillos, para robarles la bolsa. Uno de ellos miró a Alferonda y a continuación se escabulleron como gatos asustados.
– Me sorprende que me hayáis pedido que nos encontremos aquí -dijo Alferonda-. Ignoraba que supierais nada del café.
– Lo mismo puedo decir de vos. Acabo de enterarme. Quería ver cómo es una taberna de café.
Alferonda indicó con el gesto que tomaran asiento.
– No es gran cosa, pero consiguen buenos frutos, y la demanda es lo bastante baja para que nunca se queden sin provisiones.
– Pero ¿hay ocasiones en que el suministro es escaso?
– Puede ser. -El usurero estudió a Miguel-. El café está bajo el control de la Compañía de las Indias Orientales y, puesto que en Europa no hay apenas demanda, la Compañía no importa mucho. Comercia con este fruto principalmente en Oriente. ¿A qué se debe vuestro interés por los suministros?
Miguel no hizo caso de su pregunta.
– Olvidaba que habíais vivido en Oriente. Conocéis el café, claro.
El hombre extendió las manos.
– Alferonda ha vivido en todas partes y tiene contactos en todas partes, que es el motivo por el que lo buscáis.
Miguel sonrió por la insinuación.
– ¿Tenéis información?
– Una información excelente.
Miguel había pedido a Alferonda que indagara sobre un rumor que había llegado a sus oídos sobre la participación de Parido en un inminente negocio con el aceite de ballena. No estaba seguro de si debía seguir con aquello, puesto que oponerse al parnass en asuntos de negocios podía resultar peligroso. Aun así, pensaba Miguel para sí, él solo buscaba información. No era menester que hiciera uso de ella.
– Ciertamente teníais razón sobre Parido -empezó diciendo Alferonda-. Tiene un espía en la Compañía de las Indias Orientales.
Miguel arqueó las cejas.
– Pensaba que tal cosa superaría aun sus ambiciones.
– La Compañía no es tan poderosa como quiere haceros creer. En ella el oro hace igual función que en todas partes. Parido ha sabido que piensan adquirir grandes cantidades de aceite de ballena para venderla en Japón y Catai, pero estos hombres de la Compañía pueden permitirse esperar a qué el precio caiga, pues saben que últimamente la producción ha ido aumentando de forma continuada. Parido ha estado reuniendo con gran sigilo aceite de ballena en otras bolsas -un poquito aquí y un poquito allá, ya me entendéis- y espera poder inundar el mercado con la suficiente lentitud para hacer descender los precios sin despertar sospechas. Entretanto, él y sus asociados también están adquiriendo opciones de compra, las cuales les permitirán asegurar los bajos precios.
Miguel dejó escapar un suspiro.
– No soy amigo de ese hombre, pero estoy impresionado. Llegará un momento en que la Compañía de las Indias Orientales decidirá que el precio está lo suficientemente bajo para comprar y abastecer sus almacenes, y cuando esto suceda el precio subirá. Y mientras, la asociación de Parido tiene las opciones de compra, que les permiten comprar al precio que ellos mismos han bajado de forma artificial y volver a vender por el precio inflado. -Las asociaciones comerciales manipulaban los mercados continuamente, pero aquel plan, comprar en otras bolsas para crear un mercado con el fin de tentar a un comprador, superaba cualquier argucia que Miguel hubiera oído-. ¿Y cómo habéis averiguado todo esto?
Alferonda se atusó la barba.
– Todo lo que se sabe se puede averiguar. A vos os llegan rumores sobre el aceite de ballena, yo hago algunas preguntas y pronto todo se desvela.
– ¿Cuándo tendrá lugar este negocio?
– El mes que viene, entre el próximo día de cuentas y el siguiente. No es menester que diga nada, pero como amigo debo advertiros que actuéis con cautela. Podéis hacer negocio aprovechando el plan de Parido. Le molestará que os hayáis aprovechado de su trabajo, pero eso no tiene importancia. Sin embargo, no le agraviéis en nada que pueda saber, pues de lo contrario jamás os perdonará.
– Debéis de tenerme por persona despreciable para advertirme algo así -dijo Miguel con buen humor.
– No, no despreciable, pero detestaría ver que un exceso de entusiasmo da al traste con vuestras ambiciones. Bien, yo ya he adquirido aceite de ballena al precio bajo y os sugiero que hagáis otro tanto lo antes posible.
– El asunto habrá de esperar hasta después de este día de cuentas. Para entonces espero tener algunas monedas a mi nombre.
Un turco les puso dos pequeños cuencos delante. Eran más pequeños que ningún recipiente que Miguel hubiera visto, y contenían un líquido negro y espeso como el fango.
– ¿Qué es esto?
– Es café. ¿Aún no lo habéis probado?
– Lo he hecho -dijo Miguel tomando el cuenco y acercándolo a una lámpara de aceite-, pero se me hace que era muy distinto de este.
– Esta es la manera en que lo beben los turcos. Lo hierven tres veces en un cazo de cobre y lo destilan. En su tierra, a menudo lo sirven con gran boato. Pero los amsterdameses no tienen tiempo para ceremonias. Tened cuidado. Dejad que el polvo se asiente en el fondo.
– La vez anterior -dijo Miguel observando el brebaje con escepticismo-, estaba hecho con leche. O vino dulce. Ahora no lo recuerdo.
– Los turcos creen que combinar café y leche es causa de lepra.
Miguel se rió.
– Espero que no. Parece que sabéis mucho del café. ¿Qué más podéis decirme?
– Puedo hablaros de Kaldi, el cabrero abisinio.
– No tengo especial interés por los cabreros.
– Pues yo creo que esto os interesará. El tal cabrero vivió hace bastante tiempo, cuidando de sus rebaños en las colinas de Abisinia. Una tarde, el hombre echó de ver que sus cabras estaban más animadas que de ordinario, brincaban, se levantaban sobre las patas traseras, cantaban sus cantos de cabra. Kaldi las vigiló durante varios días y vio que cada vez estaban más animadas. Corrían y jugaban y brincaban cuando hubieran debido dormir. Cantaban y bailaban en vez de comer.
»Kaldi estaba convencido de que un demonio había poseído a las cabras, pero se armó de valor y las siguió, esperando poder ver a escondidas a aquel demonio. Al día siguiente observó que las cabras se acercaban a un extraño arbusto y, después de comer de él, dieron de nuevo en brincar. Kaldi comió unas pocas bayas y al poco no pudo tenerse de modo que se puso a bailar con las cabras.
»Dio la casualidad de que en aquel momento un hombre santo pasaba por allí y preguntó a Kaldi el motivo de aquel comportamiento suyo. Él explicó que había comido el fruto del arbusto y que lo había llenado de un vigor desconocido. Así que el hombre santo, que era persona de natural anodino, tomó algunas bayas y se las llevó consigo a su casa. Le mortificaba que sus discípulos se amodorraran durante sus clases, de modo que preparó una infusión con aquellas bayas y se la hizo beber antes de las clases. Pronto se le conoció en todos los confines del mundo de los mahometanos por ser hombre que podía dar sermones del alba hasta el anochecer sin que sus discípulos se durmieran.
Por un momento, Miguel guardó silencio.
– Es muy interesante. Pero yo quería saber cómo está ahora el negocio del café, no cómo funciona entre los cabreros abisinios.
Alferonda arqueó una ceja.
– Fuera de Oriente no existe un comercio de café importante, y lo controla la Compañía de las Indias Orientales. No queda gran cosa para los demás.
– Pero me estáis hablando de Oriente. Quizá el café podría interesar a los europeos. Yo, personalmente, no tengo mucho aprecio por el sueño pues lo considero una pérdida de tiempo. Si en vez de dormir pudiera tomar café, sería una alegría.
– Algún día tendríais que dormir -dijo Alferonda-, pero os entiendo. El hombre que prueba el café acaba apreciándolo por encima de todas las cosas. He oído que entre los turcos la mujer puede divorciarse de su marido si no le proporciona el suficiente café. Y las tabernas de café de Oriente son lugares extraños. Allí la bebida se combina con poderosas medicinas, como el extracto de adormidera, y los hombres acuden a estos lugares buscando el placer de la carne.
Miguel miró en derredor.
– No veo nada placentero aquí.
– Los turcos no exponen a las mujeres en lugares públicos como una taberna de café. Los placeres por los que se paga en esos lugares tienen que ver con mozuelos, no con hembras.
– Una forma bien curiosa de hacer las cosas -comentó Miguel.
– Para nosotros, pero ellos disfrutan. En cualquier caso, debéis mantenerme informado de vuestro interés por el café. Si puedo ayudaros en algo, contad conmigo. Pero recordad, debéis ser cauto. El café es una bebida que hace brotar fuertes pasiones en el hombre, y pudiera ser que desatarais grandes fuerzas si jugáis con él.
Miguel se bebió el resto del cuenco, tragando un poco del poso del fondo que se le pegó en el paladar desagradablemente.
– Sois la segunda persona que me previene contra el café -le dijo a Alferonda, mientras se limpiaba la boca con la manga.
El usurero ladeó la cabeza.
– Detesto ser el segundo en nada. ¿Quién fue el primero?
– Mi hermano, si podéis creerlo.
– ¿Daniel? Razón de más para seguir adelante si él lo desaconseja. ¿Qué os dijo?
– Solo que es peligroso. De alguna forma sabe que tengo interés por el café. Dijo haberme oído musitar estando ebrio, pero no sé si debo creerle. Creo más bien que habrá estado revolviendo mis cosas.
– Yo no prestaría atención a sus consejos. Vuestro hermano, y perdonadme si os lo digo, no tiene más luces que el hijo tonto que Parido tiene encerrado en su desván.
– Me pareció raro. Me pregunto si sabe que he estado pensando en el negocio del café y quiere que abandone por despecho. No le gusta que goce de su sirvienta.
– Oh, una mozuela bonita. ¿Le tenéis aprecio?
Miguel se encogió de hombros.
– Supongo. Le tengo aprecio a sus tirabuzones -dijo con aire ausente. En realidad, a Miguel se le antojaba un tanto impertinente, pero fue ella quien lo buscó primero, y Miguel sabía desde muy chico que nunca había de desairarse a una sirvienta inflamada de deseo.
– Aunque no tanto como su señora, ¿eh?
– Cierto. A mi hermano no le gusta la forma en que le hablo.
– ¡Oh! -El rostro de Alferonda se distendió en una amplia sonrisa-. ¿Y qué forma es esa?
Miguel tuvo la sensación de haber caído en una trampa.
– Es una joven agradable. Hermosa, despierta, pero Daniel nunca tiene una palabra amable para ella. Creo que toma gran deleite en las pocas ocasiones en que puede dialogar conmigo.
Alferonda movía las cejas y las aletas de sus narices se hinchaban.
– A mí, personalmente, me pareció una sabia decisión cuando los rabinos revocaron el mandamiento en contra del adulterio.
– No seáis necio -dijo Miguel, volviéndose para ocultar el rubor del rostro-. Solo me da pena.
– Sé que Miguel Lienzo ha tenido tratos con bellas mujeres y nunca ha llegado a mis oídos que ello fuera motivo de cuitas.
– No tengo intención de ayuntarme con la mujer de mi hermano -dijo-. De todos modos, es demasiado virtuosa para consentirlo.
– Que Él, alabado sea, os ayude -dijo Alferonda-. Cuando un hombre protesta de la virtud de una fémina, significa que ya la ha tomado o que mataría por hacerlo. Yo diría que es una buena forma de vengaros de vuestro hermano por su mal temperamento.
Miguel abrió la boca para protestar, pero no dijo nada. Las justificaciones son para quien tiene culpa y, desde luego, él no había hecho nada malo.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Llevaba ya un tiempo ejerciendo mi oficio con cierta fortuna cuando un mercader tudesco se me acercó con una propuesta que se me antojó lucrativa y gratificante. En los últimos años, la presencia de los tudescos, los judíos del este de Europa, se hacía notar cada vez más en Amsterdam, lo cual no era del todo del agrado del ma'amad. Si bien los judíos de la Nación Portuguesa contaban con gran cantidad de mendigos, también teníamos entre nosotros buen número de prósperos mercaderes que podían permitirse el lujo de la caridad. Nuestra comunidad había llegado a un acuerdo con el burgomaestre: nosotros formaríamos una ciudad aparte, nos ocuparíamos de nuestros propios mendigos y de no abrumarlos a ellos con ninguna carga. Así pues, podíamos atender a nuestra gente, pero entre los tudescos pocos eran los que tenían una fortuna importante, y los más de ellos eran gentes desesperadamente pobres.
Nuestras barbas y los llamativos colores con los que vestíamos nos hacían diferentes de los holandeses, pero nosotros teníamos esta diferencia por cosa digna. Un hebreo de Portugal no podía ir a ningún sitio, por bien recortada que llevara su barba o apagadas que fueran sus ropas, sin que se le reconociera como tal, pero el ma'amad consideraba que nuestros mercaderes eran nuestros embajadores. Era como si, con nuestra sola apariencia, dijéramos: «Miradnos. Somos diferentes, pero somos gente valiosa con quien podéis compartir vuestra tierra». Y, lo que es más importante, ellos podían mirar a nuestros pobres y pensar: «Ah, estos judíos alimentan y visten a sus mendigos, liberándonos de esa carga. No son mala gente».
De ahí el problema de los tudescos. Habían oído que Amsterdam era un paraíso para los judíos, de suerte que llegaron a nuestra ciudad desde Polonia, Alemania, Lituania y otros lugares semejantes donde se les maltrataba. En especial, yo había oído decir que Polonia era tierra de terribles tormentos y crueldades indecibles: hombres a quienes se obligaba a mirar mientras se abusaba de sus esposas e hijas, niños metidos en sacos y arrojados a las llamas, eruditos enterrados vivos con sus familias asesinadas.
Sin duda, los parnassim simpatizaban con estos refugiados, pero se habían acostumbrado a las comodidades de Amsterdam y, como suele suceder con los ricos de todas las naciones y creencias, no deseaban sacrificar su bienestar a favor del bienestar de otros. No les faltaba razón, pues temían que en el futuro las calles de Amsterdam se llenarían de mendigos, rameras y ladrones judíos, lo que sin duda envenenaría la buena voluntad de los holandeses. Por tanto, el ma'amad decidió que la comunidad tudesca acaso sería de más fácil manejo si su número se mantenía pequeño.
Los planes para lograr esto eran diversos, pero todos se concentraban en mantener a estas gentes alejadas de la opulencia de Iberia… Una maniobra que, pensaban ellos, haría de Amsterdam un lugar menos atractivo a sus ojos que las ciudades donde medraban los de su género. Así pues, se prohibió a los tudescos que llevaran a sus hijos a las mismas escuelas donde estudiaban los hijos de los judíos portugueses. Sus carnes se declararon impuras y no aptas para las casas de los portugueses, de modo que sus carniceros no podían vender a nuestra gente. El ma'amad incluso declaró que era delito penado con la excomunión ofrecer caridad a un tudesco, salvo a través de alguna de las casas oficiales de caridad. Y esas casas creían que la mejor caridad tal vez fuera meterlos en algún barco que saliera de Amsterdam y que ningún bien se haría animándolos a quedarse dejando caer uno o dos florines en sus manos avariciosas.
Yo sabía todo esto, pero no me preocupaba particularmente cuando este miembro de la comunidad tudesca vino a mí. Muchos de los refugiados, me dijo, conseguían escapar de sus tierras opresivas con una o dos piedras preciosas ocultas sobre su persona. ¿Tendría a bien hacer de intermediario entre estas piedras y los mercaderes portugueses? Sugirió que pidiera un poco más del precio más bajo, diciendo que las piedras pertenecían a vagabundos maltrechos que deseaban comenzar de nuevo, y que solo aceptara una fracción de la tasa habitual de corredor. Yo ganaría unos florines de más y estaría haciendo una buena obra que me haría hallar favor a ojos de Él, bendito sea.
Durante varios meses me ocupé en este negocio en cuantos momentos de ocio pude hallar. Una botella de vino, una sonrisa, una palabra sobre la importancia de la caridad, y pronto descubrí que los más entre los mercaderes de gemas pagarían gustosos unos florines de más por una piedra si con ello ayudaban a que una familia necesitada pudiera disfrutar de un sabbath tranquilo. Así procedí hasta que un día, al llegar a mi casa, encontré una nota escrita en un florido español y elegantemente caligrafiada. Se me había convocado ante el ma'amad.
Yo no le di mayor importancia. Tarde o temprano, todo hombre acaba ante el Consejo. Algún rumor sobre alimentos impuros o una ramera holandesa que hubiera quedado encinta. El Consejo en sí no era mucho mejor que un puñado de comadres, y solo era menester alguna palabra que los tranquilizase. Yo sabía que mi antiguo enemigo, Salomão Parido, ocupaba un cargo importante en el tal consejo, pero no pensé que pudiera utilizar su poder con fines infames.
Lo cual es justamente lo que hizo. Estaba allí sentado, muy rígido, con sus vestiduras de ricos brocados, mirándome con gesto airado.
– Senhor Alferonda -dijo-, sin duda conocéis la norma del Consejo que prohíbe prestar ayuda a los tudescos aparte de la que otorgan las casas de caridad de la sinagoga.
– Por supuesto, senhor -dije yo.
– Entonces ¿por qué habéis seducido a hombres de nuestra nación, hombres temerosos de la Ley, incluyéndolos en vuestros perversos planes para vender joyas?
– Mis perversos planes, como decís, proporcionan ayuda a los pobres. Y si bien habéis dejado muy claro que no deseáis que lancemos monedas a los mendigos tudescos, nada habéis dicho de vender y comprar con ellos.
– ¿No es lo mismo que arrojarles monedas si voluntariamente pedís a los mercaderes que den más de lo que desean pagar para que el vendedor pueda tomar ese dinero y hacer con él lo que le plazca?
– Lo que le plazca -señalé- muchas veces no es más que comprar algo de pan.
– Eso no es de vuestra incumbencia -dijo uno de los otros miembros del Consejo-. Hay casas de caridad que se ocupan de que esa gente no se muera de hambre.
La ofensa era bien nimia, pero Parido se había propuesto arrojar sobre ella la luz más lúgubre posible. Volvió a los otros parnassim en mi contra. Me increpó para que me encolerizara. Y sin embargo, aun cuando yo veía sus intenciones, fui incapaz de tener la ira. No había hecho nada malo. No había violado ninguna de las leyes sagradas. Al contrario, seguía el mandamiento de dar a la caridad. ¿Debía ser castigado por seguir los mandamientos de la Torá? Esta pregunta en particular fue sin duda lo que los puso contra mí. A nadie le gusta que pongan de manifiesto su hipocresía.
Después de un largo interrogatorio, los parnassim me pidieron que esperara fuera. Cuando volvieron a llamarme, después de más de una hora, anunciaron su decisión. Debía pedir a los hombres para quienes había hecho de corredor que rescindieran sus ventas. En otras palabras, aquellas gentes tenían que volver a comprar sus piedras.
Yo había visto a esos hombres. Eran pobres, vestían con harapos, estaban abrumados por las calamidades y la desesperación. Muchos habían perdido a sus padres, sus hijos, sus esposas a manos de los crueles polacos o los cosacos. Acudir a ellos y pedirles que devolvieran el dinero, el cual sin duda ya no tendrían pues lo habrían gastado para no morir de hambre o ir desnudos, no solo se me antojaba absurdo, sino depravado. Supongo que esa era la intención. Para deshacer esas ventas hubiera sido menester comprar las piedras con mi propio dinero, y sin duda Parido sabía que no aceptaría esa condición.
El Consejo me instó a que lo meditara, pero yo juré que jamás obedecería una petición tan irrazonable. Entonces los parnassim me dijeron que había abusado de su buena voluntad y que no tenían más remedio que imponerme el cherem, el destierro… la excomunión.
El destierro se imponía con frecuencia. Las más de las veces se limitaba a un día o una semana, pero en algunos casos era permanente. Y así lo decidieron en mi caso. Más aún, Parido dejó muy claro a los tudescos que si me admitían en su sinagoga, sufrirían las consecuencias. Escribió a los ma'amads de todas las comunidades que había sobre la faz de la tierra, dándoles mi nombre y hablando de mis delitos en los términos más extravagantes. Me había convertido en un proscrito sin ningún sitio adonde ir; llevaba el estigma de Caín sobre mí.
Ellos decidieron tratarme como un villano. ¿Qué podía hacer sino convertirme en villano?