Una semana más tarde, Miguel recibió una nota de Geertruid. Había regresado de su viaje, todo iba bien y deseaba reunirse con él aquel mismo día en la Carpa Cantarina.
Cuando Miguel llegó, se le antojó que la mujer estaba particularmente bella con aquel vestido de un rojo encendido, con el corpiño azul y una cofia roja ribeteada de azul. Sus labios eran de un intenso carmín, como si se los hubiera estado mordisqueando.
– Qué alegría estar de vuelta -dijo ella, dándole un beso en la mejilla-. Mi tía de Frisia, que estaba tan enferma, se ha recuperado totalmente… tan completamente que me pregunto si acaso ha llegado a estar enferma de verdad. Y ahora -tomó la mano de Miguel-, contadme qué noticias hay, mi apuesto asociado.
Miguel deseó haber podido equivocarse, pero sus ojos lo habían visto. Geertruid había trabado amistad con Miguel valiéndose de engaños, y Miguel aún no sabía el porqué.
– Me alegra saber que vuestra tía está mejor.
Miguel había considerado largamente en este problema, y había llegado a una reconfortante conclusión: si Geertruid trabajaba para Parido, le proporcionaría cualquier suma razonable que le pidiera; de otro modo, cualquier intriga que el parnass urdiera fracasaría. Miguel conseguiría el dinero que necesitaba para cubrir sus inversiones, y entonces mostraría a Parido qué gran necedad era tratar de superar a un hombre bien instruido en las historias de Pieter el Encantador. Pero, después de días de reflexión, aún no estaba seguro de cómo pedir lo que quería.
– Bien -dijo Geertruid. Dio un largo trago a su cerveza-. ¿Alguna noticia de nuestro cargamento? ¿Alguna noticia de la Bolsa? Ardo en deseos de seguir adelante.
– Ha habido ciertas noticias -empezó Miguel-, aunque no tan buenas como quisiera. Debéis comprender que tales diligencias nunca acontecen con la suavidad planeada, y, conforme avanza en su camino, el mercader ha de hacer cuanto esté en su mano por evitar peligros ocultos.
Geertruid se relamió los labios.
– ¿Peligros ocultos?
– Veréis, el precio de cada producto está sujeto a diferentes cambios durante un tiempo determinado. Nadie puede adivinar realmente sus movimientos… esto es, a menos que tenga el monopolio, claro, que es lo que nosotros planeamos hacer… aun cuando aún no lo tengamos.
– ¿El precio del café ha subido? -preguntó ella directamente.
– Lo ha hecho, y más de lo que cabía esperar. Y luego está la cuestión de los costes del cargamento, que han resultado significativamente más altos de lo que se me hizo creer. Y el secreto… eso también cuesta dinero. Untas una mano aquí, otra allá… y cuando te das cuenta tienes la bolsa vacía.
– Creo que ya sé adónde nos llevará esta conversación.
– Lo suponía. Veréis, creo que debemos tener más dinero para asegurar los cabos sueltos. Por solo un poco más, podría eliminar cualquier elemento dudoso.
– ¿Un poco más?
– Mil quinientos florines -dijo él alegremente aunque, viendo cómo demudaba su rostro, pensó que acaso la cifra fuera un tanto ambiciosa-. Aunque con mil quizá me arregle.
– Debéis tenerme por una mujer más importante de lo que soy -dijo ella-. Ya os he dicho cuán dificultoso era conseguir los tres mil. Y ahora, me pedís la mitad con semejante desparpajo.
– ¿Acaso os pido dinero para satisfacer mis propias necesidades, señora? No, que es para asegurar nuestra riqueza común. Me pedisteis que trabajara para vos porque confiabais en mi capacidad para llevar asuntos de negocios. Y no os equivocabais. Os aseguro que necesitamos ese dinero si queremos salir victoriosos.
Miguel había esperado que se mostrara seria, pero también divertida. En lugar de eso, vio que lo miraba con gran cólera.
– Cuando empezamos, os pregunté cuánto necesitabais, y me dijisteis que tres mil florines. Y os confié ese dinero. Si me hubierais dicho cuatro mil quinientos, os hubiera dicho que era imposible. ¿Acaso los tres mil florines no serán suficiente? ¿Habéis perdido el dinero?
– No, perdido no -dijo él con gran prisa-. Os lo prometo. El peor peligro es que no podamos hacer cuanto deseábamos, y que hayáis de devolver vuestra inversión allá de donde vino. Solo pensaba que si pudiéramos disponer de algo más de dinero, nos haría buen servicio.
– No podemos disponer de más dinero -dijo Geertruid-, y necesito que seáis sincero conmigo. Sé que la verdad es cosa dificultosa para quien ha sido judío secreto.
– Sois injusta -protestó Miguel.
– Vos mismo me lo dijisteis. Me dijisteis que por necesidad se os instruyó en el arte del engaño. Sin embargo, yo no quiero engaños, quiero la verdad.
– Que un hombre sepa engañar no significa que haya olvidado cómo ser veraz. Yo nunca os mentiría, de la misma forma que sé que vos no me engañaríais a mí. -Sin duda no hubiera debido decirlo, pero sabía que su rostro no reflejaría la ironía-. Vuestro dinero está a salvo, y aun cuando en mayor cantidad me hubiera hecho las cosas más fáciles, tengo por cierto que aún puedo controlarlo todo.
– Entonces, mejor hacedlo así -dijo-. No podéis comeros el mismo conejo dos veces, Miguel. Ya tenéis todo cuanto podéis conseguir de mí.
– Entonces habré de arreglármelas -dijo él con una sonrisa espontánea.
Por un momento, Geertruid no dijo nada. Dio un largo trago a su cerveza y miró más allá de Miguel.
– Os creo -dijo-. Sé que sois mi amigo, y sé que no me haríais ningún mal. Pero si hay algo que deba saber, haréis mejor en decirlo, puesto que si me hacéis algún mal, si aun a ojos de un ignorante parece que me habéis hecho daño, debéis saber que Hendrick os matará, y yo no podré detenerlo.
Miguel hizo que reía.
– No tendrá motivo para odiarme cuando todo esté hecho, ni vos tampoco. Bien, si las cosas van a quedar tal cual, mejor será que me vaya y me asegure de que todo está en orden.
– ¿Cuándo llegará el cargamento a puerto?
Según sus cálculos, el café llegaría a puerto en tres semanas. Primero, la idea era que estuviera allí dos semanas más tarde. No sería así, pero no era menester que nadie lo supiera. No para lo que tenía en las mientes.
– Un mes -dijo-. Acaso menos.
La reunión le dejó un amargo sabor en la boca, pero eso no podía evitarlo. Cuando cruzaba el Warmoesstraat, Miguel vio a un par de hombres que hicieron como que no lo observaban: sin duda eran espías del ma'amad. No importaba. No era ningún delito estar en la calle. Aun así, sintió la necesidad de despistarlos y torció por una calleja que daba a una calle secundaria. Luego otro callejón y otra calleja, los cuales lo devolvieron a la calle principal.
Se volvió y echó de ver que aún llevaba detrás a los espías. Acaso ni tan siquiera habrían entrado en las callejas, convencidos de que Miguel volvería al lugar de partida. Cogió una piedra plana para hacerla saltar sobre la superficie del canal, pero se hundió en el instante mismo en que tocó las sucias aguas.
Miguel levantó el saquito de grano de café. Era ligero, lo bastante para poder pasárselo de una mano a la otra. Habría de empezar a vigilar el uso que hacía de él o de lo contrario pronto se quedaría sin nada. Acaso en la taberna turca le dejarían comprar para su uso privado.
Después de hacer inventario de los problemas que tenía ante él, Miguel vio a qué se enfrentaba: sus planes con el café estaban al borde de la ruina debido al retraso de los barcos y falta de fondos; su socia, Geertruid, no era lo que parecía, y acaso estuviera compinchada con Parido o acaso no; Joachim sin duda estaba compinchado con Parido, pero eso le haría las cosas más sencillas, no menos, pues el dinero de Parido parecía haber devuelto la cordura al pobre hombre; Miguel no podía saldar su deuda con Isaías Nunes porque había utilizado los fondos para pagar a su hermano y a su agente en Moscovia; el dinero que había ganado con su brillante jugada con el aceite de ballena no estaba a su disposición porque el corredor Ricardo no quería pagarle, ni revelar el nombre de su cliente; Miguel no podía hacer nada a pesar de la traición de Ricardo porque si acudía a los tribunales holandeses, atraería sobre sí la ira del ma'amad, y presentarse ante el ma'amad era demasiado arriesgado a causa de Parido.
Más bien, había sido demasiado arriesgado.
Miguel tragó el último café que quedaba en el cuenco. Al menos había una cosa que podía resolver, y estaba a su alcance hacerlo inmediatamente.
Tras buscar en media docena de tabernas, Miguel fue a buscar a Ricardo a su casa. El corredor tenía por costumbre contratar a los sirvientes más baratos, y sin duda la criatura que abrió la puerta debió de ser una ganga: una mujer encorvada y temblorosa, con pocos años de vida por delante. Sus ojos eran simples rayas y le resultaba dificultoso impulsarse hacia delante.
– ¿Qué pasa? -preguntó la mujer en holandés-. ¿Habéis venido para la cena judía?
Miguel sonrió radiante.
– Ciertamente.
– Pasad, entonces. Los otros ya están comiendo. Al judío no le gusta que sus invitados lleguen tarde.
– ¿No se os ha ocurrido pensar que estáis hablando de «el judío» con otro judío? -preguntó Miguel en tanto seguía su paso cansino.
– Eso lo arregláis con él -dijo la vieja-. No es cosa mía.
La mujer lo guió por un largo y hermosamente embaldosado vestíbulo, y lo hizo pasar a una sala espaciosa, vestida con poco más que una larga mesa. Sin embargo, las paredes estaban cubiertas de cuadros: retratos, paisajes, escenas bíblicas. Miguel reconoció uno de los retratos, un cuadro de Sansón, en el estilo de aquel curioso sujeto que vivía en el Vlooyenburg y tenía la costumbre de utilizar a judíos pobres como modelos.
Sin embargo, los modelos eran los únicos judíos pobres que honraban el interior de la casa; alrededor de la mesa, en la cual se le hacía a Miguel que había relativamente poca comida, estaban algunos de los hombres más ricos de la Nación Portuguesa, incluido Salomão Parido. Por las grandes voces, Miguel imaginó que Ricardo había sido mucho más liberal con su vino que con su comida.
El corredor, que había estado riendo, levantó en aquel instante la vista y vio a Miguel en pie con su vieja sirvienta.
– Otro judío para vos -anunció la mujer.
– Lienzo -escupió Ricardo-. Yo no os he invitado, desde luego.
– Me dijisteis que viniera y os acompañara a vos y vuestros amigos en un alegre festín. Y aquí estoy.
Parido alzó su vaso.
– Brindemos por Lienzo entonces. Por el comerciante más misterioso de Amsterdam.
Ricardo se puso en pie.
– Acompañadme a mis habitaciones privadas un momento. -Se inclinó hacia delante, tambaleándose y, tras respirar hondo, pareció recuperar el equilibrio. Miguel hizo una reverencia ante los invitados y lo siguió.
Ricardo subió medio tramo de escaleras estrechas hasta una pequeña habitación, con un escritorio, unas pocas sillas y montones de papeles que estaban sobre el suelo. Las ventanas habían sido cerradas y la habitación estaba casi totalmente a oscuras. El corredor abrió los postigos de una de ellas lo justo para que pudieran verse el uno al otro, pero poco más.
– Empiezo a sospechar que bebéis más vino del que conviene a un hombre de nuestra nación -dijo Miguel-. Los holandeses son recipientes sin fondo, pero se conoce que vos habéis llegado a vuestro límite.
– Pues yo creo -repuso Ricardo- que vos acaso seáis más granuja de lo que primero parecíais. ¿Qué pretendéis presentándoos aquí cuando estoy atendiendo a mis amigos, entre los cuales he de decir que no os incluyo a vos?
– Ignoraba que vuestros amigos estuvieran aquí. Simplemente os había estado buscando. Si no hubierais contratado a una sirvienta recién salida de la huesa acaso hubiera cribado a vuestras visitas con algo más de esmero.
Ricardo se dejó caer en una silla.
– Bueno. ¿Qué es lo que queréis? Hablad, deprisa, pero si se trata otra vez del maldito dinero, os repetiré lo que ya os dije antes: tendréis lo vuestro a su debido momento, pero no antes.
Miguel decidió no tomar asiento y se dedicó a caminar arriba y abajo por la habitación como abogado que hace un discurso ante los burgomaestres.
– He pensado en lo que habéis dicho y no me basta. Veréis, se me debe un dinero, y si no he de cobrarlo, cuando menos tengo derecho a saber quién es mi deudor.
Los mostachos de Ricardo se curvaron con un contento superlativo.
– Quizá sea eso lo que pensáis, pero ambos sabemos que no podéis hacer nada.
– Eso decís. Creéis que no me expondré a la cólera del ma'amad acudiendo a los tribunales holandeses y que no acudiré al ma'amad porque uno de sus miembros podría predisponerlo en contra mía. Al menos eso es lo que vos creéis. Imagino que también sabréis de mi reciente encuentro con el Consejo y mi destierro de un día, pero puesto que tales procesos son secretos, no sabéis lo que durante él se dijo. Así que dejad que os diga una cosa: mi enemigo en el tal Consejo se descubrió a sí mismo y manifestó la antipatía que siente hacia mí ante los otros parnassim. Esta vez no podría poner al Consejo en mi contra.
Ricardo siseó como una serpiente.
– Muy bien. Si queréis, podéis correr el riesgo, presentad vuestra queja. Ya veremos qué pasa.
Miguel asintió.
– Os agradezco vuestra cortesía. Tengo por seguro que el Consejo encontrará un gran interés en este caso. Y encontrará un gran interés cuando sepa que os habéis ocultado tras la protección de tal hombre para no darme mi dinero. Esto será muy comprometedor para él, y tengo por seguro que no le gustará que lo hayáis puesto en tan embarazosa situación. Pero claro -prosiguió Miguel-, acaso le guste. Como habéis dicho, ya veremos qué pasa.
Ricardo se puso en pie.
– ¿Me estáis amenazando, senhor?
Miguel dio gran risotada.
– Por supuesto. Os estoy amenazando exactamente con aquello que me habéis retado a hacer. No me parece a mí gran amenaza, aun cuando parece que os ha alterado notablemente.
Ricardo asintió con rapidez, como si debatiera algo entre sí.
– No queréis llevar este asunto ante el ma'amad -dijo.
– No, no quiero; pero si no me dais otra opción, lo haré. Y veros a los dos en tan embarazosa situación será compensación más que suficiente por mis cuitas. Yo no tengo nada que perder, Ricardo, pero vos sí. Podéis pagarme, podéis darme el nombre de vuestro cliente o podéis permitir que el ma'amad os obligue a hacer ambas cosas mientras os avergonzáis y convertís a Salomão Parido en vuestro enemigo. La decisión es vuestra, pero tengo intención de solicitar una audiencia a primera hora de mañana. Sin duda os interesa decidir deprisa.
Miguel se volvió para salir, aun cuando no pensaba que Ricardo pudiera dejarle, pero su declaración exigía una pretendida salida.
– Esperad -dijo Ricardo. Lentamente volvió a ocupar el asiento-. Esperad. Esperad, esperad, esperad.
– Estoy esperando. Llevo esperando bastante tiempo.
– Lo comprendo. -Alzó una mano en un gesto que indicaba que detuviera su lengua-. He aquí lo que os ofrezco. Os diré el nombre de mi cliente y podréis exigirle lo que se os debe directamente, pero no le diréis que fui yo quien lo traicionó. Y no diréis nada a Parido. Él no sabe que utilicé su nombre en esto, y quisiera que siguiera sin saberlo.
Miguel tragó con dificultad. Por fin tendría su dinero. Y había ganado, lo cual no era cosa frecuente en los últimos tiempos.
– Estoy de acuerdo -dijo.
Ricardo suspiró.
– Muy bien. Debéis comprender que mi cliente me dio instrucciones muy claras para que mantuviera esta información en secreto. No fue decisión u obra mía.
– Vos dadme ese nombre.
– He dicho que lo haría. El nombre -dijo- es Daniel Lienzo. -Dejó escapar una risita chillona-. Si lo pensáis, es muy gracioso. Os presionaba por los mil que os había prestado y en cambio, en todo momento, él os ha estado debiendo más del doble. Os ha estado tratando con despecho porque le debíais dinero, pero estas últimas semanas él ha sido vuestro deudor y vos ni siquiera lo sabíais. ¿No os parece divertido?
Miguel echó mano de un montón de papeles y se los arrojó a Ricardo, esparciendo sus notas, sus cuentas y su correspondencia por toda la habitación. Haciendo esto esperaba dejar bien claro que no, no lo encontraba tan divertido como Ricardo.