11

Café. Un fuego que se alimentaba de sí mismo.

Miguel estaba sentado en su sótano, con los pies fríos por el agua del canal, bebiendo un cuenco tras otro de café en tanto escribía a corredores y comerciantes de todas las Bolsas que conocía. Por supuesto, habrían de pasar semanas antes de que tuviera noticias, pero las tendría. Pedía respuestas inmediatas. Prometía generosas comisiones.

Era como había dicho Alferonda. Pasó parte de la noche levantado, releyendo sus cartas, rompiéndolas, volviendo a escribirlas. Estudió la sección de la Torá que tocaba aquella semana, consciente de que iba a deslumbrar a su grupo de estudio en la sinagoga. Releyó ocho cuentos de Pieter el Encantador.

Al día siguiente se sentía fatigado, pero si tal era el precio de tanta industriosidad, lo pagaría gustoso. De todos modos, el café de la mañana saldó las deudas en las que había incurrido el café de la noche.

Miguel oyó que Parido y su asociación de comercio habían perdido mucho…, es decir, que no habían conseguido tantos beneficios como pretendían, a causa de la interferencia de Miguel con el asunto del aceite de ballena. Sin embargo, cuando los dos hombres se vieron en la Bolsa, Parido no dio muestras de mala voluntad.

– He oído que habéis cerrado el mes muy bien -dijo el parnass. A juzgar por el poco contento de su voz, diríase que hablaba de la muerte de un amigo.

Miguel sonrió con alegría.

– Podía haber ido mejor.

– Lo mismo digo. ¿Sabíais que vuestras maquinaciones con el aceite de ballena me han hecho sufrir ciertas desagradables pérdidas?

– Lamento oír eso -dijo Miguel-. No sabía que estuvierais implicado pues, de lo contrario, jamás me hubiera metido.

– Eso decís, pero no parece estar tan claro. Hay quien me susurra al oído que vuestra acción pretendía ser una bofetada en mi cara.

– Yo de vos, no dejaría que mi hermano me hablara al oído. Su aliento tumbaría a un caballo. Si no confiáis en mi honradez, fiad al menos en mi cautela. ¿Por qué habría de arriesgarme a disgustaros comerciando voluntariamente en contra de vuestros intereses?

– Ignoro qué es lo que hace actuar al hombre como lo hace.

– Y yo. ¿Sabéis que el brandy se recuperó en el último momento? Algunos holandeses compraron una cantidad enorme e hicieron subir los precios. No teníais conocimiento de esto, imagino, aunque hay quien me susurraría un par de cosas al oído si le dejara.

Parido torció el gesto.

– No pensaréis que pretendía engañaros para arrebataros vuestros futuros, ¿verdad?

– No parece estar muy claro -dijo Miguel.

Parido dejó escapar una sonrisa parca y amarga.

– Entonces acaso estemos igualados. Vos perdisteis mucho menos con el brandy de lo que perdí yo con el aceite de ballena, pero sin duda vuestras pérdidas os afectan más a vos que a mí las mías.

– Sin duda.

– Dejad que os pregunte una cosa. ¿Cómo fue que topasteis con el aceite de ballena? Fue una extraña coincidencia, ¿no os parece?

Miguel no fue capaz de encontrar una respuesta, pero Parido volvió a hablar antes de que el silencio se hiciera demasiado evidente.

– ¿Os aconsejó, alguien que hicierais negocio con el aceite de ballena?

Fue como si Pieter el Encantador le susurrara el nombre. Por supuesto. ¿Por qué no decirlo?

Implicar a aquel hombre no podía considerarse traición, pues estaba fuera del alcance de Parido.

– Recibí una nota de ese hombre, Alferonda. Sin yo pedirla, desde luego. Él me recomendó que invirtiera en aceite de ballena.

– ¿Y le creísteis? ¿A un hombre a quien habíamos expulsado de la comunidad?

– Pensé que no tenía motivo para mentir, y cuando consideré la mercancía y pregunté en la Bolsa, vi que el consejo era bueno.

Parido se rascó la barba pensativo.

– Ya supuse que llegaríamos a esto. Os recomiendo que no tengáis más trato con él, Lienzo. Pagadle su tarifa de corredor, si estáis obligado, pero deshaceos de él. Ese hombre es un peligro para cualquiera.

Miguel no podía creerse su suerte: había escapado de la ira de Parido con tanta facilidad… Ciertamente, parecía irritado por el dinero perdido, pero estaba demasiado ansioso por culpar a Alferonda como para malgastar su cólera con Miguel. Entretanto, Miguel empezaba a pensar que conseguir sus beneficios por el aceite de ballena acaso fuera más complicado de lo que había calculado. Después del día de cuentas, cuando no se depositó ningún dinero en su cuenta en el banco de la Bolsa y empezó a recibir cartas de su agente de Moscovia en relación con sus mil novecientos florines, Miguel decidió que había llegado el momento de buscar su dinero. Encontró a Ricardo, el corredor a quien había vendido sus acciones en una taberna conocida entre los judíos portugueses. El hombre iba algo bebido y se le veía que estaba deseando irse a la cama… o, cuando menos, muy lejos de Miguel.

– ¿Cómo estáis, Lienzo? -preguntó, y acto seguido se alejó sin esperar respuesta.

– Oh, pues he estado muy ocupado, Ricardo -contestó Miguel, corriendo tras él-. He hecho unos cuantos negocios acá y allá, y he ganado algunos florines. La cuestión es que, cuando un hombre gana unos florines, lo normal es que aparezcan en su cuenta en el banco de la Bolsa.

Ricardo se volvió.

– Según he oído decir, es lo mismo que piensan vuestros acreedores.

– ¡Oh, no! -gritó Miguel-. Veo que hoy habéis afilado bien la lengua. Bueno, podéis afilarla cuanto queráis siempre y cuando afiléis también vuestra pluma y firméis la orden para que me den mi dinero.

– Solo lleváis cinco años en Amsterdam -dijo Ricardo muy tranquilo- y se conoce que aún no domináis el arte de hacer negocios, así que permitidme que os explique una cosa. El flujo del dinero es como el flujo del agua en un río. Podéis permanecer junto a la orilla y animarla a que corra, pero con ello no conseguiréis nada. Tendréis vuestro dinero a su debido tiempo.

– ¿A su debido tiempo? El hombre a quien pedí prestado dinero para comprar ese aceite de ballena no dice nada de cobrar a su debido tiempo.

– Tal vez no debierais haber ampliado el crédito si no teníais crédito que ampliar. Ya debierais haber aprendido esa lección.

– No estáis en disposición de sermonearme por mis créditos cuando vos no me habéis pagado. Y de todos modos ¿quién es el canalla de cliente que os está reteniendo el dinero?

Ricardo rió burlón bajo su mostacho descuidado.

– Sabéis que no puedo decirlo -le explicó-. No permitiré que nos causéis problemas ni a mis clientes ni a mí. Si no os gusta mi forma de hacer negocios, ya sabéis lo que os toca.

Aquello sí que era un problema. De haber sido Ricardo un holandés, Miguel hubiera podido presentar el asunto ante la comisión de la Bolsa o los tribunales, pero el ma'amad animaba a los judíos a no resolver sus problemas de forma tan pública. Prefería resolverlos por sí mismo, pero a Miguel no le hacía mucha gracia llevar el asunto ante el Consejo. Acaso Parido decidiría poner al ma'amad en su contra por despecho y entonces no tendría adónde recurrir.

– No me gusta el tono que habéis adoptado conmigo, Ricardo -dijo Miguel-, y os prometo que este incidente habrá de dejar huella en vuestra reputación.

– Pues menudo sois vos para hablar de reputaciones -contestó el corredor dándole la espalda.


Uno de los días de aquella misma semana, Miguel salió temprano de la casa de su hermano y estuvo paseando a lo largo de Herengracht, en cuyas bonitas y amplias calles los tilos mostraban ya su nuevo follaje. Grandes mansiones se levantaban a ambos lados del canal en testimonio de la prosperidad que los holandeses habían conseguido en el pasado medio siglo, enormes edificios de ladrillo rojo demasiado bien construidos para que hubieran menester de la negra brea con que se recubrían tantas casas en la ciudad, con esquinas ornamentadas y deslumbrantes adornos. A Miguel le gustaba contemplar los dinteles que predecían la puerta de cada casa, con sus escudos de armas o los símbolos que representaban la fuente de riqueza de la familia: una gavilla de trigo, un barco con un alto mástil, un bruto africano encadenado.

Delante de él, un mendigo avanzaba a trompicones, tambaleándose como un borracho. Estaba sucio, se cubría con harapos y le faltaba la mayor parte del brazo izquierdo, se conoce que de un accidente reciente pues la herida estaba aún en carne viva y olía. Miguel, que era generoso con los mendigos de la ciudad, a veces demasiado, sintió el impulso de la generosidad. ¿Por qué no había de mostrarse generoso? La caridad era un mitzvah [8] y en unos pocos meses difícilmente echaría en falta un puñado de ochavos.

Cuando echó mano de su bolsa, algo detuvo su mano. Miguel sintió el fuego de unos ojos detrás de él y se volvió. Joachim Waagenaar, apenas a cinco metros, le dedicó su sonrisa doliente.

– No permitáis que os detenga -le dijo aproximándose-. Si en vuestra bondad pretendíais dar unas monedas a ese infortunado, detestaría pensar que me he interpuesto en vuestro camino. Un hombre que puede regalar su dinero no debiera avergonzarse de mostrar caridad.

– Joachim! -exclamó Miguel aparentando tanta alegría como fue capaz-. En buena hora os encuentro.

– Guardaos vuestra falsa amabilidad -dijo- cuando habéis desdeñado con tanta rudeza reuniros conmigo.

Miguel hizo gala de la voz zalamera con la que convencía a los hombres para que compraran lo que no querían comprar.

– Un giro inesperado de los acontecimientos me impidió llegar. Fue muy desagradable y os aseguro que hubiera preferido estar con vos en lugar de con aquellos desagradables caballeros.

– Oh, no quiero ni imaginar tan terrible circunstancia -proclamó Joachim levantando la voz como un vendedor ambulante-. Unas circunstancias tan terribles que impidieron, no solo que cumplierais una promesa, sino que mandarais aviso de que no podíais hacer según lo acordado.

A Miguel se le ocurrió que acaso fuera preocupante que pudieran verlo en público con aquella persona. Si algún espía del ma'amad lo veía, bien podía suceder que Parido iniciara una investigación oficial. Una rápida ojeada reveló que solo había a la vista esposas, criadas y algunos artesanos. Había seguido un camino que por lo común no frecuentaban sus vecinos, así que supuso que podía continuar con aquella conversación sin riesgo a exponerse, al menos unos minutos.

– Debo deciros que no creo posible que en estos momentos podamos hacer ningún negocio -dijo tratando de mantener el tono amistoso-. Mis recursos son limitados y, si he de seros sincero, estoy abrumado por gran cantidad de deudas. -Era doloroso tener que decir aquellas palabras a semejante despojo, pero la verdad fue la única estrategia que se le ocurrió.

– También yo tengo deudas, con el panadero y el carnicero, y los dos me han amenazado con emprender acciones si no pago inmediatamente cuanto debo. Así pues, vayamos a la Bolsa -sugirió Joachim-. Podemos poner dinero en algún barco de carga que tenga visos de ser rentable o en algún otro plan que se os ocurra.

– ¿De qué clase de inversión me habláis cuando no podéis pagaros ni el pan?

– Vos me prestaréis el dinero -contestó el otro muy seguro-. Os lo devolveré con la parte de los beneficios que me corresponda, cosa que debería impulsaros a invertir con mayor tino que en ocasiones anteriores, cuando lo que invertíais era el dinero de otros.

Miguel dejó de caminar.

– Lamento que os consideréis agraviado, pero debéis comprender que también yo perdí mucho dinero en aquel desafortunado asunto. -Tomó aliento. Mejor decirlo que aguantar las fantásticas ideas de Joachim-. Habláis de vuestras deudas, pero yo tengo tantas deudas como para comprar a vuestro panadero y vuestro carnicero juntos. Lamento vuestra situación, pero ignoro qué podría hacer por vos.

– Ibais a dar dinero a aquel mendigo. ¿Por qué darle a él si no estáis dispuesto a darme a mí? ¿No estáis siendo un tanto caprichoso?

– ¿Cambiarían para vos algo un puñado de ochavos, Joachim? Si es así, os los daré de buen grado. Pero acaso tal cantidad os ofendería.

– Me ofendería -replicó el otro-. ¿Unos pocos ochavos frente a los quinientos que me birlasteis?

Miguel suspiró. ¿Cómo era posible que la vida fuera tan prometedora y tan tediosa en una misma mañana?

– Mis finanzas están un tanto desordenadas en estos momentos, pero en el plazo de medio año seguro que podré ofreceros algo… os ayudaré en este plan que habéis mentado, y lo haré con mucho gusto.

– ¿Medio año? -La voz de Joachim empezaba a ponerse chillona-. ¿Acaso vos dormiríais sobre paja sucia y comeríais gachas aguadas durante medio año? Mi esposa, Clara, a quien yo prometí comodidades y contentamiento, vende ahora pasteles en los callejones que corren detrás de la Oude Kerk. En medio año ya habrá mudado en ramera. He tratado de convencerla para que se hospede un tiempo con unos parientes de Amberes, pero no quiere permanecer en esa ciudad espantosa. ¿Pensáis que me pondréis las cosas más fáciles hablándome de medio año?

Miguel pensó en la esposa de Joachim, Clara. La había visto una o dos veces, y la mujer había demostrado mejor talante y sentido común -y ciertamente más belleza- que su esposo.

Pensar en la hermosa mujer de Joachim hizo que Miguel se sintiera más generoso de lo que se hubiera sentido de otro modo.

– No llevo mucho conmigo -dijo-. Ni tengo mucho en ninguna parte. Pero puedo daros dos florines si eso sirve para aliviar vuestras necesidades más inmediatas.

– Dos florines no son sino un insignificante inicio -dijo Joachim-. Y solo podría considerarlo un primer pago de los quinientos florines que perdí.

– Lamento que os consideréis perjudicado, pero tengo negocios que atender. No puedo dedicaros más tiempo.

– ¿Y qué negocios son esos? -preguntó Joachim, plantándose delante de Miguel y cerrándole el paso-. ¿Un negocio sin dinero?

– Sí, y os conviene no entorpecer mis esfuerzos.

– No debierais ser tan desagradable conmigo -dijo Joachim hablando en un portugués con un acento muy marcado-. Cuando un hombre lo ha perdido todo ya no le queda nada que perder.

Hacía un tiempo, cuando se llevaban bastante mejor, Miguel musitó algo para sí en portugués y se sorprendió al ver que Joachim le contestaba en dicha lengua. El hombre se rió y le dijo que, en una ciudad como Amsterdam, jamás hay que dar por sentado que los demás no entienden la lengua que uno habla. En aquellos momentos, Joachim había utilizado el portugués acaso para insinuar una intimidad peligrosa, una familiaridad con los manejos de la Nación Portuguesa, aun con el poder del ma'amad. ¿Era aquel gesto de hablar en portugués una amenaza, una indicación de que, si no conseguía lo que quería, diría al Consejo que Miguel había estado haciendo de corredor para gentiles?

– No permitiré que me amenacéis -dijo Miguel en holandés. Se mantuvo firme.

Joachim extendió la mano y empujó a Miguel. El gesto carecía de fuerza, era más bien de desprecio, un pequeño empujón, pero lo suficiente para obligar a Miguel a dar un paso y medio hacia atrás.

– Creo -dijo el hombre imitando el tono de Miguel- que seréis amenazado.

Miguel no supo qué decir. Ya odiaba bastante a Joachim por amenazarle con el ma'amad, pero que lo amenazara también con la violencia era intolerable. Sin embargo ¿qué podía hacer? ¿Golpearlo? Los riesgos de apartar del camino a un demente… no, no podía arriesgarse a una confrontación violenta con el holandés. El ma'amad lo expulsaría sin vacilar. En Lisboa no hubiera dudado en golpear a ese rufián, pero allí no podía hacer más que mirar con impotencia.

Intuyendo las dudas de Miguel, Joachim sonrió mostrando sus dientes rotos con gesto amenazador.

A su alrededor, Miguel advirtió las miradas de la gente que pasaba: un judío bien vestido entablando conversación con un mendigo. Entre católicos portugueses, que nunca ocultan su curiosidad, aquella extraña pareja hubiera sido rodeada por un corrillo de criadas y esposas de campesinos, las cuales contemplarían la escena visiblemente complacidas mientras se pasaban las manos enharinadas por los delantales, riendo y lanzándoles improperios como si aquel conflicto fuera un espectáculo de marionetas escenificado para su diversión. Allí en cambio, entre los holandeses, que se habían tomado muy a pecho el recato que predicaba la Iglesia Reformada, los curiosos apartaban la mirada educadamente, como si poner la mirada sobre los asuntos de los demás fuera cosa vergonzosa. Sin duda también tenían asuntos que atender.

– Veo que nos entendemos -dijo Joachim-. Aceptaré esos dos florines.

Miguel retrocedió un paso, retirándose, le pareció a él, con gesto desafiante.

– Ahora no me sacaréis nada. Os he ofrecido amabilidad y vos respondéis con impudicia. Manteneos alejados de mí o la paja sucia y el aguachirle os parecerán el mayor lujo del mundo.

Miguel se dio la vuelta y se dirigió hacia la Bolsa, impulsando sus piernas pesadas y rígidas tan deprisa como pudo, tratando de disipar el malestar de aquel encuentro haciendo algo decisivo. El incidente volvía una y otra vez a su cabeza. Hubiera debido darle los dos florines. Hubiera debido darle diez. Cualquier cosa con tal que se marchara.

– Maldito sea mi orgullo -musitó. Un demente podía decir cualquier cosa, aun al ma'amad. Si Parido se enteraba de que Miguel había estado ejerciendo de corredor para un gentil, todas sus protestas serían como el humo en el aire.

Unas semanas antes, Miguel hubiera podido incluso golpear a Joachim y dejar que pasara lo que hubiera de pasar. Ahora tenía demasiado que perder. No pensaba poner en peligro sus nuevas expectativas por un vagabundo descontento. Prefería verlo en el fondo de un canal.

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