21

Antes del alba, Miguel ya se había levantado. Tras orinar furiosamente a causa del café que tomara antes de acostarse -para mantener la mente despierta durante el sueño-, se aseó y rezó sus oraciones de la mañana con una suerte de entusiasmo suplicante. Se vistió, tomó un refrigerio de pan y queso seco, y bebió con prisa un gran cuenco de café.

La noche anterior, la necesidad desesperada de hacer algo le había movido a ir de un lado a otro, pero, en el silencio de su aposento, no pudo escapar al nudo de miedo que se le formó en las tripas. No se trataba de una convocatoria corriente. No habría sermones indulgentes sobre la importancia de las leyes alimentarias o de resistirse a los encantos de las mozas holandesas.

¿Acaso podía él volver la espalda a todo como hiciera Alferonda? En lugar de permanecer en Amsterdam, Alonzo, que era usurero y conocido villano, podía haber ido a cualquier otro lugar, haber cambiado de nombre y establecerse en otra comunidad. Había otros judíos en el mundo además de los de Amsterdam, así que Miguel no tenía por qué quedarse allí. Pero el cherem significaría mucho más que tener que elegir entre ser judío en otros lares o proscrito en Amsterdam. Abandonar la ciudad significaba abandonar sus planes relativos al negocio del café, abandonar el dinero que Ricardo le debía. Si se quedaba, sus acreedores, incluido el beato de su hermano, se tirarían sobre él y le roerían hasta los huesos. Y, aun si partía a alguna ciudad donde nadie le conociera, ¿cómo habría de vivir? Un mercader sin contactos no es mercader. ¿Acaso tendría que convertirse en buhonero?

Miguel se dirigió hacia la Talmud Torá sin ser visto por nadie de la comunidad. A aquella hora, el Vlooyenburg empezaba a despertar y, aunque ya se oían los gritos de los lecheros y los panaderos, cruzó el puente bajo la única mirada de un par de mendigos que comían una hogaza de pan rancio y manchado de barro, y que lo observaron con desconfianza.

El ma'amad tenía sus reuniones en el mismo edificio que la sinagoga, si bien una entrada separada conducía a cada cámara. En lo alto de una escalera de caracol, Miguel pasó al pequeño y conocido aposento donde los suplicantes esperaban a que se les llamara. Habían colocado algunas sillas a lo largo de la pared; detrás de ellas había ventanas con forma semicircular que dejaban entrar la luz de la mañana en una estancia que olía fuertemente a moho y tabaco.

Aquella mañana, nadie esperaba salvo Miguel, un alivio pues detestaba tener que entablar conversación con otros penitentes, que negaban las acusaciones entre susurros y risas resentidas. Mejor esperar solo. Estuvo caminando arriba y abajo, imaginando una fantasía tras otra: la total dispensa, la excomunión y toda variante imaginable.

Lo peor no podía pasar, dijo entre sí. Siempre había logrado zafarse de la ira del Consejo. Y estaba Parido…, Parido, que sin duda no era su amigo, pero ¿quién quería nada de él? Parido, que sabía desde tiempo ha lo bastante para hacer que lo expulsaran y no lo había hecho. No había razón para pensar que tuviera intención de hacer que lo expulsaran ahora.

Casi una hora transcurrió antes de que la puerta se abriera por fin y fuera conducido a la cámara. Los siete hombres que le juzgarían estaban al fondo, tras de una mesa. Detrás, en la pared, el gran símbolo de mármol de la Talmud Torá: un inmenso pelícano alimentando a sus tres pollos, la congregación, que se había formado a partir de otras pequeñas sinagogas unos años antes. La sala reflejaba la opulencia de la élite de la comunidad, con su lujosa alfombra india, bonitos retratos de pasados parnassim y un armario de marfil donde se guardaban los archivos. Los hombres estaban sentados tras una mesa oscura y maciza, con el aire solemne y principesco que les conferían sus ricos ropajes. Si uno quería ser parnass, primero había de tener la riqueza para vestir como tal.

– Senhor Lienzo, gracias por contestar a nuestra convocatoria. -Aaron Desinea, que presidía el Consejo, hablaba con una suerte de gravedad socarrona-. Por favor. -Señaló una silla pequeña y baja situada en el centro de la sala, donde Miguel habría de sentarse mientras platicara con el Consejo. Una de las patas de la silla era más corta, de suerte que, por no caer, Miguel hubo de poner en ello más empeño del que podía permitirse.

Desinea andaba ya pasados los setenta, era el parnassim más anciano y empezaba ya a manifestar los estragos propios de la edad. Sus cabellos habían pasado de un gris majestuoso a un blanco enfermizo y tenía igual textura que las hojas muertas. Su barba se había tornado rala, y de todos era sabido que la vista empezaba a fallarle. Aun en aquel instante miraba más allá, como si buscara algún amigo en la distancia. Pero Desinea había ocupado el Consejo en varias ocasiones: agotaba sus tres años, se retiraba los tres años que establecía la ley y después hallaba la manera de ser reelegido otra vez.

– Conocéis a todos los que aquí estamos, así pues, podemos ahorrarnos las presentaciones. Procederé a leer los cargos contra vos y tendréis la oportunidad de refutarlos. ¿Alguna pregunta?

– No, senhor. -Miguel sintió el deseo de poder tomarse otro cuenco de café para aguzar su ingenio. Se sentía distraído y hubo de hacer un gran esfuerzo por no empezar a moverse como un niño inquieto.

– Por supuesto. -Desinea se permitió una leve sonrisa-. Sé que conocéis bien el procedimiento. -Sostuvo ante él un pedazo de papel, aunque sus ojos no lo miraban. Sin duda lo había memorizado-. Senhor Lienzo, a quien también se conoce por y hace negocios bajo los nombres de Mikael Lienzo, Marcus Lentus y Michael Weaver, se os acusa de conducta irresponsable que ha acarreado la vergüenza a la Nación Portuguesa. Se os acusa de asociación con gentiles peligrosos, de mala reputación e inapropiados y de traer a dichos gentiles a nuestros barrios, en los cuales han obrado de forma perniciosa. ¿Tenéis algo que alegar en contra de estas acusaciones?

Miguel contuvo la sonrisa, aun cuando se permitió dar una bocanada del aire dulzón. La reunión podía llevarse a término en aquel instante, pues el Consejo no le haría ningún mal. No conocían el nombre de Joachim, ni la relación que con Miguel tuviere. Lo que los parnassim deseaban era oír una explicación y amonestarlo.

– Senhor, antes de empezar es mi deseo manifestar mis más sinceras disculpas ante este Consejo y la Nación. El hombre que decís es un infortunado holandés con quien admito haber tenido contacto, pero os aseguro que mis intenciones fueron siempre buenas.

Detestaba tener que mentir en un lugar sagrado, pues está escrito que el mentiroso no es mejor que el hombre que adora a ídolos. Pero también está escrito que Él, bendito sea, aborrece de quien pronuncia unas palabras con su boca y otras con su corazón. Así pues, se le antojó a Miguel que, si en su corazón creía que su mentira estaba justificada, el pecado no era tal.

– Es un hombre triste, arruinado a causa de un desafortunado negocio -prosiguió- y, viéndolo mendigar por las calles, le di unos pocos florines. Unos días más tarde trabó conversación conmigo y, no queriendo ser grosero, hablé con él. En una ocasión posterior, este hombre se puso violento y me siguió, dando grandes voces. Finalmente llegó a nuestro vecindario y se aproximó a ciertos miembros de la familia de mi hermano. Me dirigí a él con gran enojo y le advertí que, si persistía en aquel comportamiento, habría de denunciarlo ante las autoridades de la ciudad. Tengo por cierto que no habrá de perturbarnos más.

– La caridad es uno de nuestros mitzvoth más importantes -dijo Joseph ben Yerushalieem. Era un rico mercader que llegó a Amsterdam solo unos meses después que Miguel y fue elegido para el Consejo tras cumplir con el requisito (solo por unas semanas) de haber vivido como judío en la ciudad al menos durante tres años. Miguel sabía que el hombre interpretaba sus deberes con tanta acritud como permitían las leyes y que no mostraba compasión para con los recién llegados que se negaban a abrazar una práctica igualmente estricta-. Os felicito por vuestra generosidad, senhor, pues la caridad glorifica el Santo Nombre. Este consejo tiene noticia de que habéis padecido grandes trabajos en los negocios, pero los rabinos dicen que es menester tratar al mendigo con bondad, pues el Señor está con él.

– Gracias, senhor -dijo Miguel, que se negaba a creer que el Señor pudiera estar con Joachim.

– Sin embargo -continuó Ben Yerushalieem-, este incidente demuestra algo de lo que este Consejo os ha advertido en muchas ocasiones en el pasado. Vuestro fácil contacto con los holandeses, vuestra fluidez en su lengua y el sosiego con que frecuentáis su compañía solo pueden acarrear grandes trabajos a nuestros dos pueblos. La comunidad ha medrado porque ha sabido mantenerse al margen de nuestros huéspedes holandeses. El incidente con el mendigo acaso parezca pequeño y por tanto sois inocente de cualquier malquerencia, pero habéis demostrado que no deseáis seguir el consejo de mantener las distancias con este pueblo.

– Ya antes se os ha llamado la atención sobre este asunto -terció Desinea-. Sois hombre que rompe las normas de este Consejo porque se tiene por mejor sabedor de lo que conviene a la Nación.

– Precisamente -insistió Ben Yerushalieem-. Habéis quebrantado las normas del ma'amad porque os creéis mejor preparado para juzgar lo que está bien y está mal. No importa si lo que pretendéis es buscar los afectos de una bella holandesa o dar limosna a un gentil impropio. Las dos cosas están prohibidas, y esto es así por buenas razones.

La presión le resultaba a Miguel más intensa de lo que primero pensara.

– Os doy las gracias por dedicar un tiempo a discutir estos asuntos conmigo y darme así la oportunidad de mejorar mi comportamiento. A partir de ahora habré de estar más atento a la hora de considerar mis actos a la luz del bien de la comunidad.

– Así lo espero -dijo Desinea con gesto severo-. Sois un hombre, senhor Lienzo, no un mozuelo cuyas transgresiones puedan pasarse por alto.

Las palabras de Desinea le dolieron, pero Miguel sabía que su orgullo se recuperaría. Después de todo, la marea había empezado a remitir. El ma'amad había expuesto su opinión. Se le había amonestado.

– Me pregunto si esto bastará. -Salomão Parido se inclinó hacia delante cual si escrutara algo en el rostro de Miguel. Aun cuando lo animaba la expectativa del triunfo si acaso, parecía más sombrío que nunca. Ni tan siquiera el sabor de la victoria le producía gozo alguno-. Tales advertencias pueden ser efectivas, en eso no andáis errado, pero no estoy seguro de que así fuere en este caso. Soy amigo de la familia del senhor Lienzo, de suerte que hablo con conocimiento de causa cuando digo que se le ha amonestado muchas veces en el pasado. Y ahora debemos preguntarnos, ¿le ha movido ello a cambiar su conducta? ¿Han insuflado tales amonestaciones en su corazón un nuevo aprecio por la Ley? El perdón es una bendición a ojos del Altísimo, pero no podemos perdonar con demasiada liberalidad o demasiada frecuencia sin perjudicar a la comunidad.

Miguel tragó con dificultad. Acaso, pensó, Parido se mostrase tan hosco por disimular su deseo de proteger a Miguel. ¿Por qué sino fingir amistad en el mes pasado para volverse ahora en su contra? Si lo que pretendía era imponerle el cherem, ¿por qué no utilizar el conocimiento de que Miguel había sobornado a una sirvienta para que señalara a Parido como padre de su hijo? Aquello no tenía sentido.

– No podemos saber cómo han influido dichas amonestaciones en el senhor -comentó Ben Yerushalieem-. Por tanto ¿no sería una especulación decir que no le han hecho bien alguno? Acaso hayamos cambiado el comportamiento del senhor Lienzo grandemente y le hayamos rescatado de lo peor de sí mismo.

– Senhor, debo alabar vuestra generosidad, pero me pregunto si la generosidad no hará más mal que bien a nuestra comunidad.

Miguel echó de ver que se agitaba en la silla. Ay, que Parido no fingía. Quería sangre.

– Senhor -dijo Ben Yerushalieem-, esta denuncia es improcedente. Vos y el senhor Lienzo tenéis desacuerdos, pero la sagrada Torá nos anima a no guardar rencores.

– Nada tiene esto que ver con el rencor. Todo Amsterdam sabe que hemos dejado a un lado nuestras pasadas diferencias, pero ello no significa que haya de contener mi lengua cuando veo un mal. Sé con toda seguridad -insistió- que este hombre está metido en negocios que amenazan directamente a la comunidad.

Así que era eso, pensó Miguel para sí, tratando de controlar el gesto. Aún no acababa de entender del todo cuál era el plan, pero empezaba a ver sus piezas. Los gestos de amistad ahora le permitían a Parido proclamar que actuaba movido con la mejor de las intenciones.

– ¿Es cierto? -preguntó Desinea.

– En modo alguno -consiguió contestar Miguel, aun cuando su boca estaba dolorosamente seca-. Acaso el senhor Parido deba reconsiderar el origen de sus informaciones.

– ¿Podéis decirnos más, senhor Parido? -preguntó Ben Yerushalieem.

– Creo que es Lienzo quien debiera decirnos más.

– Senhor Lienzo -lo corrigió Miguel.

– Los miembros de este Consejo no necesitan lecciones de urbanidad -explicó Parido con suavidad-. Estáis aquí para contestar a nuestras preguntas.

– El senhor Parido tiene razón -anunció otro parnass, Gideon Carvoeiro-. Cierto es que los dos hombres han tenido sus diferencias, pero ello no quiere decir nada. El senhor ha hecho una pregunta. No podemos llamar a un hombre a nuestra presencia y permitir que elija las preguntas de su agrado.

Parido hizo un esfuerzo poco enérgico por contener la sonrisa.

– Precisamente. Debéis comunicarnos cuál es la naturaleza de esta nueva empresa vuestra.

Allí estaba. Parido había buscado su amistad para averiguar sus planes en el comercio del café. Al ver que no lo lograba, había utilizado diestramente su posición en el ma'amad, no con el fin de lograr la excomunión, sino de utilizar la animosidad que los enfrentaba para descubrir la naturaleza de su negocio. Ahora, sin duda, pensaba que Miguel no tenía más remedio que divulgar sus secretos… pues de otro modo habría de enfrentarse casi con total seguridad al cherem, ya que desafiar al Consejo se contaba entre los más graves delitos para un judío. Parido había puesto su trampa brillantemente: Miguel debía desvelar sus secretos o sería destruido.

Pero no era cosa tan sencilla arruinarlo. Un judío de Salónica no podía moverse entre intrigas como un antiguo converso. Miguel estaba convencido de que aún podía enseñarle un par de cosillas a Parido sobre juego sucio.

– Senhores -empezó, tras tomarse un instante para formular su respuesta-. Espero comprenderán que un hombre de negocios no siempre está en posición de contestar sobre aquello que concierne a sus asuntos. Tengo acuerdos con otros mercaderes que confían en mi silencio. No creo menester explicar a vuesas mercedes el papel de los rumores en la Bolsa, así como la importancia de mantener ciertas cuestiones en secreto.

– El secreto es un lujo que no poseéis en estos momentos -dijo Parido-. La protección de la Nación está antes que vuestra inclinación al secreto.

Miguel tragó con dificultad. Podía buscarse la ruina si hablaba con demasiada arrogancia, pero con el tono apropiado tenía la partida ganada.

– Entonces, con todo el respeto, me niego a contestar, senhores.

Desinea se inclinó hacia delante.

– He de recordaros que no hay crimen mayor para nuestra Nación que el de negarse a cooperar con el ma'amad. Sea cual fuere la naturaleza del asunto en que os habéis embarcado, legal o no, acaso os resultará dificultoso llevarlo a buen término si os ganáis la enemistad de la Nación.

– Senhores -repitió Miguel, procurando mantener el tono de modestia y respeto, pues todo dependía de cómo se tomaran lo que estaba a punto de decir-. Les ruego consideren lo que se me pide, si realmente es necesario obtener una respuesta cueste lo que cueste. Nadie hay en esta sala que no tenga un amigo o pariente a quien la Inquisición destruyera en Portugal. Este Consejo se ha establecido con la esperanza de que nuestro pueblo no haya de afrontar un horror semejante jamás, pero temo que nuestra plena comprensión del enemigo nos haya hecho parecemos demasiado a él.

Ben Yerushalieem golpeó con la palma en la mesa.

– Os aconsejo que penséis antes de seguir hablando. -Las venas se le marcaban en el cuello-. ¿Acaso osáis comparar a este Consejo con la Inquisición?

– Solo sugiero pensar en el coste de hacer una pregunta tal, y si realmente es tan importante como para pagar ese precio.

– Sobre todo cuando ese precio lo pagáis vos -dijo con sarcasmo Parido.

El consejo rió, pues el comentario alivió un tanto la tensión, pero Miguel apretó los dientes por la frustración.

– Sí -replicó-. Sobre todo si son míos. Este consejo ha sido nombrado para proteger el bienestar de la Nación como un todo. No hay cosa que desee más que ver a la Nación prosperar. Pero la Nación la forman personas. No me parece correcto que pidáis a una de esas personas que sacrifique su bienestar por bien de satisfacer la ligera curiosidad de la comunidad. ¿He de renunciar a recuperar una pequeña parte de mi fortuna a fin de que sepáis que no he obrado mal? Acaso si hubieren acusaciones concretas; pero obligarme a revelar secretos que protegen mis intereses en los negocios con el fin de que sepáis que no han de perjudicar a la comunidad… me parece una gran injusticia.

Nadie habló. Parido abrió la boca, pero calló pues comprendía que el apasionado discurso de Miguel había cambiado el ánimo del Consejo. No debía insistir más por ese camino.

– Creo que el senhor Lienzo ha expuesto un detalle importante -dijo por fin Desinea-. No debemos pedirle que se descubra sin una causa justificada. Tales acciones pudieran enfriar a la ciudad y desanimar a otros de la Nación a buscar refugio en nosotros o abrazar su fe ancestral. Lo que es más, si al hablar el senhor perjudica el negocio de algún holandés, el resultado podría acarrearnos un daño mayor del que acaso podamos soportar.

– Pero ¿qué clase de holandés? -exigió Parido-. Eso es lo que debemos averiguar. Ya ha quedado sobradamente demostrado lo inapropiado de sus conexiones.

– Por favor, senhor. -Ben Yerushalieem negó levemente con la cabeza-. Todos aquí sabemos que la línea que separa los negocios y las relaciones impropias es sutil.

Los otros parnassim asintieron, salvo Parido.

– ¿Y cómo hemos de descubrir la verdad si no se nos permite inquirir?

– ¿Acaso romperíais un cuenco, senhor Parido, con el fin de conocer su contenido, sin pensar en el valor del cuenco mismo? -preguntó Ben Yerushalieem.

– Es posible que el cuenco no tenga ningún valor.

Desinea lo miró fijamente.

– Prometisteis a este Consejo que no permitiríais que vuestros sentimientos con relación al senhor Lienzo influyeran en vuestro juicio.

– Y así ha sido -repuso Parido-. Lo desafío a que diga a este Consejo cómo habría de perjudicarle revelar ante nosotros sus planes.

– ¿Podéis hacerlo? -preguntó Desinea-, sobre todo porque, como sabéis, los miembros que formamos el ma'amad sabemos cómo guardar en secreto los asuntos de esta cámara.

Miguel no pudo contener la sonrisa. Parido se había pillado los dedos con su plan, y ahora todos verían quién era más astuto. Miguel ganaría en aquella lid en una forma digna de Pieter el Encantador.

– Senhor -empezó-, no ha mucho, el senhor Parido me paró en la Bolsa pretextando asuntos de negocios y me pidió que le revelara la naturaleza de los míos. Me negué a decirle nada entonces, pues sé que el silencio era lo mejor para mí y mis socios. Ahora, como parnass, me exige la misma información, diciendo que pregunta, no por el interés de sus negocios, sino acaso por el de la Nación. Decís que los asuntos de esta cámara no salen de estas paredes, pero espero no parecer demasiado receloso si pregunto si todos los miembros de este Consejo harán honor a su tradición de guardar silencio.

Un frío silencio cayó sobre la sala. Varios miembros del Consejo miraron con gesto airado a Parido. Otros apartaron la mirada, incómodos. Desinea estudió una mancha de la mesa.

– Por favor, salid -dijo Ben Yerushalieem al cabo de un momento.

Miguel esperó, tratando de no hacerse ilusiones, mientras los miembros del ma'amad deliberaban. De vez en cuando a través de las paredes oía la voz de Parido, pero Miguel no acertaba a discernir las palabras. Al cabo, se le llamó.

– Es la opinión de este Consejo -anunció Desinea- que habéis hecho caso omiso de las leyes de esta Nación sin malicia, pero con muy perniciosas consecuencias. Por tanto hemos decidido invocar al cherem, imponeros el destierro por un período de un día, que se iniciará a la puesta de sol del día de hoy. Durante este período no podréis asistir a la sinagoga, relacionaros con judíos ni tener trato ninguno con la comunidad. Al finalizar este período, vuestro lugar entre nosotros seguirá siendo como era.

Miguel asintió. No había salido impune, como deseaba, pero había escapado.

– Dejad que añada -dijo Ben Yerushalieem- que de llegar a conocimiento del Consejo que habéis tergiversado vuestros asuntos, se mostrará mucho menos permisivo. Si vuestra relación con el mendigo es distinta a como dijereis o si vuestro negocio es impropio, no escucharemos por segunda vez vuestras excusas. ¿Tenéis algo que agregar, senhor?

Miguel dijo que lamentaba la ofensa cometida y que el castigo era merecido, y tras dar las gracias a los parnassim por su sabiduría, se retiró en silencio.

Caer bajo el cherem aun por un solo día era una gran desgracia. Significaba ser objeto de cotilleos durante semanas. Muchos hombres habían huido de Amsterdam avergonzados tras un castigo tal, pero Miguel no sería uno de ellos.

Caminó hacia casa con gran prisa, repitiendo una y otra vez su oración de gracias. Él había vencido. Parido se había descubierto, había mostrado su trampa, pero Miguel había sido más listo. Se detuvo para congratularse y prosiguió su camino. Había ganado.

Pero había de ser necesariamente una victoria temporal. Parido había errado en su golpe, y sus pasadas muestras de amabilidad se secarían dejando tras de sí solo cenizas. Más aún, ahora Miguel sabía que tenía un enemigo furioso, que ya no habría menester de actuar con sutileza o subterfugio y en lo sucesivo atacaría abiertamente y con gran cólera.

Pero ¿por qué? ¿Por qué le preocupaban tanto a Parido los planes de Miguel con el café? Si no deseaba que Miguel fuera excomulgado, eso significaba que su plan dependía en parte del plan de Miguel y que el cherem habría de arruinarlo. Pero, ahora que Parido no había podido conseguir lo que ansiaba a través del ma'amad, sin duda lo buscaría por otros medios. Si antes no se tenía por agraviado, sin duda después de la victoria de Miguel, se tendría por más que agraviado. Sí, sin duda, a partir de ahora sería más peligroso que nunca.


de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Tomé por costumbre emplear a unos pocos holandeses de la peor calaña por que realizaran para mí ciertas tareas. Eran sujetos duros, tan aficionados a la sisa como aquellos a quienes yo prestaba dineros, pero eran necesarios. Estos rufianes, Claes, Caspar, Cornelis -quién puede recordar los extraños nombres de los holandeses-, ayudábanme a asustar a los pobres desgraciados que me habían pedido dinero y no parecían dispuestos a devolverlo. Tengo por cierto que unos pocos de mis florines acabarían sin duda en las bolsas de estos holandeses, pero ¿qué hubiera podido hacer yo? No tenía la inclinación de llevar mis asuntos con la mano de hierro de un tirano y eché de ver que una cierta lasitud en tales cuestiones fomenta una curiosa lealtad.

Una tarde estaba yo sentado en el sótano de una lóbrega taberna, bebiendo cerveza aguada. Frente a mí tenía a un ladrón algo mayor, y un par de mis hombres rondaban amenazadores a mi espalda. Siempre los tenía mondando manzanas con afiladas hojas o tallando piezas de madera en tales momentos. Me evitaba el tedio de tener que proferir amenazas.

El tal ladrón me planteaba cierto problema. Acaso rondara los cincuenta años de edad y los muchos trabajos que había padecido en esta tierra le grababan la cara. Los cabellos largos y apelmazados, las ropas sucias, la piel como una telaraña de venas rotas. Yo le había prestado unos diez florines a un interés harto irrazonable, he de confesarlo, para que pudiera pagar los gastos que causó la muerte de su esposa. Ya casi había pasado un año y no me había dado nada, y es más anunció que no podía reembolsarme nada. Bien, no tenía ante mí a uno de esos hombres los cuales dicen que no pueden pagar mientras sus dedos cargados de anillos acarician una tripa henchida de pan y pescado. No, este hombre nada tenía, mas, aun cuando lo compadecía, no podía perdonar la deuda. ¿Dónde si no hubiera yo de estar?

– Sin duda tendréis algún objeto de valor que podáis empeñar -sugerí yo-. Algunas ropas que no hayáis mentado, viejas joyas quizá. ¿Un gato? Conozco a un prestamista que pagaría un buen precio por un buen cazador de ratones.

– No tengo nada -me dijo.

– Sois un ladrón -le recordé-. Podéis sisarlo. ¿O acaso ando yo confundido en cuanto a la naturaleza del ladrón?

– Ya no soy ladrón -dijo el hombre poniendo las manos en alto-. Mis dedos ya no son diestros, mis pies no son rápidos. No osaría intentarlo.

– Mmm. -Me rasqué la barba-. ¿Y cuánto ha que os aqueja este problema de los dedos y los pies? ¿Un tiempo?

– Sí -admitió el hombre.

– ¿Mucho tiempo? ¿Digamos, más de un año?

– Eso diría, señor, sí.

– Así pues, cuando me pedisteis prestado el dinero, ¿sabíais ya que no podríais pagarme? ¿Acaso soy una casa de caridad para ofrecer limosnas? ¿Acaso vinisteis a mí porque habíais oído de mi generosidad? Debéis decírmelo, pues que estoy confundido.

He de confesar que esta arenga no tenía otro propósito que el de permitirme ganar tiempo en tanto decidía qué camino tomar. Rara vez me topaba con quien nada pudiera pagarme y no tuviera alguna habilidad que pudiera hacerme algún servicio.

– ¿Qué creéis que debiera hacer con un hombre como vos? -le pregunté.

El hombre tomó en considerar esto largo rato.

– Creo -dijo en fin- que debierais cortarme el dedo chico de cada mano. Ya no sirvo de ratero y no habré de echarlos en falta salvo en la manera en que cualquier hombre echaría en falta una parte de su cuerpo. Y haciendo esto, podréis mostrar al mundo que no pensáis dejar que os engañen. Creo que sería lo más piadoso.

Hallábame yo ante un bonito dilema. ¿Cómo podía evitar cortarle sus dedos chicos -los cuales él mismo se ofreció a que le cortare- sin descubrirme como hombre que se abstiene de semejantes actos de crueldad? Yo creía de corazón que el hombre me había obligado y no podía sino cortarle los dedos… aunque, por compasión, estaba dispuesto a dejarle uno. ¿Cómo salvar sino mi fiera reputación? Ignoro qué oscura senda hubiera tomado de no haber sido rescatado por el más inverosímil de los hombres.

En tanto que miraba yo a este viejo sujeto y consideraba su destino, oí un golpe de metal contra madera. Yo y mis holandeses nos volvimos y vimos una figura en pie bajo la pálida luz, recta como un guarda real. No era otro que Salomão Parido.

– Aquí tenéis los diez florines que os debe -dijo con frialdad-. No he de permitir que esto transluzca.

– Ignoraba que tuvierais tanta caridad en vuestro corazón -dije yo.

– No puedo permanecer al margen viendo que una bestia cruel como vos mutila a un hombre. Semejante espectáculo me horroriza, pero al menos me gratifica comprobar que los juicios morales que emití sobre vos son ciertos.

– Senhor, el aire no circula mucho por esta sala, y temo que con vuestra mojigatería hayáis de sofocarnos a todos. Sin embargo, estoy seguro de que aquí nuestro amigo os está muy agradecido por vuestra intervención.

El viejo ladrón, que sabía reconocer una buena ocasión, terció:

– Diez florines solo son lo principal. Habéis descuidado los intereses.

Claes y Caspar me miraron, esperando órdenes. Yo no deseaba testigos que presenciaran aquella farsa, de suerte que los mandé a todos afuera. Dije a mis holandeses que despacharan al ladrón con uno o dos azotes por añadidura, así que se fueron. Yo permanecí sentado, mirando a mi viejo enemigo, bajo la escasa luz de un almizclado candil. No había cruzado ninguna palabra en privado con Parido desde mi expulsión. Hubo algunas pullas que nos lanzamos en la calle o en alguna taberna si acaso nuestros caminos se cruzaban, pero nada que se pareciera a aquello.

Se me ocurrió que acaso fuera buen momento para vengarme. ¿Por qué no decir a Claes y Caspar que le cortaran sus dedos chicos o que le dieran uno o dos azotes por añadidura? Pero no, no era aquella la venganza que yo ansiaba.

– ¿Habéis venido a disculparos? -pregunté. Le indiqué que tomara asiento en una de las viejas banquetas de la habitación y encendí mi pipa metiendo una gruesa astilla en la lámpara de aceite e introduciéndola a continuación en la cazoleta llena.

Parido siguió en pie, pues era demasiado grande para que sus posaderas encontraran acomodo en una banqueta hecha para gentes de mi talla.

– Sabéis que no.

– Sé que no -concedí-. Bien. Algo habrá cuando venís hasta aquí. Creo que ha sucedido como sigue: habéis hecho que vuestros espías me sigan hasta este lugar y os ha parecido perfecto, pues sin duda nadie podría veros entrar o salir. Si habéis aligerado tan gustoso la bolsa para ayudar a ese pobre ladrón es porque no podíais imaginar una reunión más privada que esta, y estabais deseando aprovechar la oportunidad. Así que, ahora que sabemos todo esto, sigamos. -Expulsé el humo en su dirección-. ¿Qué queréis, Parido?

Su dignidad no le permitía volver el rostro para evitar el humo, pero se conoce que hubo de hacer un gran esfuerzo para no toser.

– Tengo preguntas que habréis de contestarme -dijo.

– Ya veremos si deseo contestarlas, pero no puedo prometeros nada. Veréis, Parido, no se me ocurre ninguna razón para ayudaros o contestaros ninguna pregunta. Me tratasteis como ningún judío debiera tratar a otro. Esto no es la cámara del ma'amad de la Talmud Torá, esto son las tripas de Amsterdam, y si yo decido que nunca seáis vomitado, nadie volverá a saber de vos.

– No me amenacéis -dijo muy sereno.

Yo admirábame de su coraje y reíame de su necedad… Acaso no habría sabido labrarme mi reputación de villano tan bien como creía. Él tenía todos los motivos para temer, mas no veía yo en él miedo o preocupación. Me limité a encogerme de hombros.

– Ya se verá qué cosa es amenaza y qué no. Entretanto debo decir que me asombra vuestro arrojo: presentaros aquí como habéis hecho, como si estuviera yo tan dichoso de perdonaros vuestros agravios…

– No tengo necesidad de defender mis actos. Solo he venido a preguntaros si animasteis a Miguel Lienzo a probar un negocio con el aceite de ballena, sabiendo que con ello me perjudicaría y ocultando esa posibilidad al propio Lienzo. En otras palabras, ¿lo utilizasteis?

Todo lo contrario: había llegado incluso a advertir a Miguel Lienzo sobre una acción semejante, pero no pensaba decirlo a Parido.

– ¿Y por qué me preguntáis tal cosa?

– Porque eso es lo que dice Lienzo.

Ah, Lienzo, pensé. Utilizando mi nombre en su provecho. Bueno ¿y por qué no? Sin duda Parido lo acorraló y, por no arriesgarse, Lienzo había culpado de la pifia de los negocios de Parido a Alferonda, del mismo modo que los campesinos culpan de la leche agriada a los duendes. El parnass no podía hacerme más daño del que me había hecho. No corría peligro alguno. Por tanto no sentí ninguna cólera hacia Miguel, quien no hizo sino actuar con prudencia.

Negué con la cabeza.

– Lo hubiera hecho de haber podido, pero no incurriré en el pecado de la mentira por proteger a ningún hombre. No tuve nada que ver con ningún futuro sobre vuestro aceite de ballena. Sospecho que Lienzo se está protegiendo a sí mismo o protegiendo a otras personas al decir que fui yo.

Pero, acaso el lector se pregunte, si no me enfurecí contra Miguel por tomarse semejantes libertades con mi nombre ¿por qué no lo protegí? ¿Por qué lo puse tan presto a merced de la cólera de Parido cuando tan fácilmente hubiera podido hacerla recaer sobre mí?

Lo hice así porque no podía arriesgarme a un acercamiento entre los dos. Era mucho mejor que Miguel afrontara la cólera de Parido.

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