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Hacia mediodía, el secretario Robert Hacklett se presentó ante sir James Almont con noticias preocupantes.

– La ciudad es un hervidero de rumores -dijo-. Se dice que el capitán Hunter, el mismo hombre con quien cenamos anteanoche, está organizando una expedición pirata contra un dominio español, tal vez La Habana.

– ¿Y vos dais crédito a esas tonterías? -preguntó Almont tranquilamente.

– Excelencia -insistió Hacklett-, es un hecho probado que el capitán Hunter ha ordenado que se cargaran provisiones para un viaje por mar a bordo de su balandro Cassandra.

– Quizá -admitió Almont-. Pero ¿dónde está el delito?

– Excelencia -dijo Hacklett-, con el mayor de los respetos debo informaros de que, según los rumores, vos habéis autorizado la expedición e incluso habéis aportado vuestro apoyo económico.

– ¿Estáis diciendo que he financiado la expedición? -preguntó Almont, con cierta irritación.

– En otras palabras, esto es lo que se dice, sir James.

El gobernador suspiró.

– Señor Hacklett -dijo-, cuando llevéis más tiempo residiendo aquí, pongamos una semana, sabréis que siempre corre el rumor de que he autorizado una expedición y de que la he financiado.

– Entonces, ¿los rumores no tienen fundamento?

– Reconozco que he proporcionado al capitán Hunter unos documentos que lo autorizan a talar madera donde le parezca oportuno. Este es el alcance de mi interés en el asunto.

– ¿Y dónde se talará esa madera?

– No tengo la menor idea -contestó Almont-. Probablemente en la Costa de los Mosquitos de Honduras. Es un lugar extraordinario.

– Excelencia -insistió Hacklett-, ¿permitís que os recuerde respetuosamente que en esta época de paz entre nuestra nación y España, la tala de madera representaría un motivo de irritación que podría evitarse fácilmente?

– Podéis recordármelo -dijo Almont-, pero considero que os equivocáis. En esta parte del mundo hay muchas tierras que España reclama; sin embargo no están habitadas, no hay ciudades, no hay colonos, no hay ciudadanos en ellas. En ausencia de tales pruebas de dominio, no considero que pueda objetarse nada a la tala de madera.

– Excelencia -rogó Hacklett-, ¿no estáis de acuerdo con que lo que empieza como una expedición de tala de madera, aun y reconociendo el acierto de lo que decís, puede convertirse con suma facilidad en una empresa de piratería?

– ¿Con facilidad? Con facilidad no, señor Hacklett.

A Su Excelsa Majestad Carlos, por la gracia de Dios, de la Inglaterra e Irlanda, rey, defensor de la fe, etc.

La humilde petición del vicegobernador de las plantaciones y de los territorios de Su majestad en jamaica y en las Indias Occidentales.

Humildemente atesta

Que yo, el más leal de los subditos de Su Majestad, habiendo sido encargado por Su Majestad siguiendo los sentimientos y deseos de la corte en la cuestión de la piratería en las Indias Occidentales; y habiendo notificado epistolarmente y, después, personalmente a sir James Almont, gobernador del susodicho territorio de Jamaica, los ya mencionados sentimientos y deseos, debo comunicar que muy poca atención se dedica, en estas latitudes, a poner fin o reprimir la piratería. Al contrario, debo informar sinceramente de que el mismo sir James se relaciona con todo tipo de canallas y delincuentes; de que alienta con palabras, actos y dinero la ejecución de viles y sangrientas expediciones contra territorios españoles; de que permite que Port Royal sea lugar de reunión para matones y truhanes, y para el disfrute de sus beneficios deshonestos; de que no muestra remordimiento por esas actividades y ninguna prueba de que hayan de cesar en el futuro; de que él no es persona idónea para el alto cargo que ostenta por la mala salud que padece y por su laxa moral; de que permite todo tipo de corrupción y vicio en nombre de Su Majestad. Por todas estas razones y pruebas, suplico humildemente y solicito a Su Majestad ser eximido de este cargo, y que Su Majestad nombre, en su grandeza, un sucesor más apto que no haga burla a diario de la Corona. Humildemente imploro la aquiescencia de Su Majestad a esta simple solicitud, y por ello rogaré. Resto entretanto vuestro más fiel, leal y obediente servidor,

Robert Hacklett,

dios salve al rey

Hacklett releyó la carta, la consideró satisfactoria y llamó a un criado. Anne Sharpe respondió a su llamada.

– Niña -dijo él-, quiero que te ocupes de que esta carta salga con el próximo barco con destino a Inglaterra -y le dio una moneda.

– Mi señor -dijo ella con una pequeña reverencia.

– Trátala con esmero -añadió Hacklett, frunciendo el ceño.

Ella se guardó la moneda en la blusa.

– ¿El señor desea algo más?

– ¿Eh? -dijo él, algo sorprendido. La provocativa muchacha se estaba humedeciendo los labios con la lengua y le sonreía-. No -respondió secamente-. Puedes retirarte.

Ella se marchó.

El soltó un suspiro.

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