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Por supuesto, fue imposible mantener en secreto la expedición. Había demasiados marineros buscando un puesto en cualquier buque corsario, y se necesitaban demasiados mercaderes y granjeros para aprovisionar el Cassandra, el balandro de Hunter. A primera hora de la mañana, todo Port Royal estaba hablando de la inminente empresa del capitán.

Se decía que Hunter atacaría Campeche. También se decía que saquearía Maracaibo. Incluso se decía que osaría atacar Panamá, como había hecho Drake hacía setenta años. Pero un viaje tan largo por mar exigía un fuerte aprovisionamiento, y Hunter estaba reuniendo tan pocos suministros que los rumores se inclinaban mayoritariamente porque el objetivo de la expedición fuera la propia La Habana, que nunca había sido atacada por los corsarios. La mera idea era considerada una locura por casi todos.

Salieron a la luz otras informaciones desconcertantes. Ojo Negro, el Judío, estaba comprando ratas a los niños y a los bribones de los muelles. Para qué querría ratas el Judío era algo que estaba fuera del alcance de la imaginación de los marineros. También se sabía que Ojo Negro había comprado las entrañas de un cerdo, que podían utilizarse para la adivinación, pero sin duda no le serían de utilidad a un judío.

Mientras tanto, la tienda de oro del Judío estaba cerrada y atrancada.

El Judío se había ido a alguna parte de las colinas del interior. Había salido antes del alba, con cierta cantidad de azufre, salitre y carbón.

El aprovisionamiento del Cassandra también era extraño. Solo se había solicitado una cantidad limitada de cerdo salado, pero en cambio habían pedido mucha agua, incluidos varios barriletes, encargados especialmente al señor Longley, el tonelero. La tienda de cáñamo del señor Whitstall había pedido un encargo de más de trescientos metros de cuerda robusta, demasiado gruesa para usarla como jarcias en un velero. Al señor Nedley, el fabricante de velas, le habían pedido que cosiera varias bolsas grandes de lona con ojales para cerrarlas por arriba. Y Carver, el herrero, estaba forjando rezones con un diseño peculiar: los brazos llevaban bisagras para poder doblarlos y aplanarlos.

Hubo también un presagio: por la mañana, los pescadores atraparon un gigantesco tiburón martillo, y lo arrastraron hasta el muelle cercano a Chocolate Hole, donde las tortugas hacían sus madrigueras. El tiburón, que medía más de cuatro metros y tenía un hocico muy largo y plano, y los ojos a uno y otro lado de una protuberancia, era anormalmente feo. Pescadores y transeúntes dispararon sus pistolas contra el animal, sin aparentes consecuencias. La enorme bestia siguió contorsionándose y agitándose sobre la madera del muelle hasta pasado mediodía.

Luego, abrieron el vientre del tiburón, de donde salieron unos viscosos y retorcidos intestinos. Cuando miraron en las entrañas vieron un destello de metal; posteriormente se comprobó que se trataba de la armadura completa de un soldado español: el pectoral, el yelmo con cresta y las rodilleras. De ahí se dedujo que el tiburón martillo había devorado al soldado y se había comido su carne, pero no había sido capaz de digerir la armadura. Algunos interpretaron lo sucedido como un presagio de un inminente ataque español a Port Royal; otros, como una prueba de que Hunter atacaría a los españoles.

Sir James Almont no tenía tiempo para presagios. Aquella mañana estaba ocupado interrogando a un granuja francés llamado L'Olonnais, que había llegado a puerto hacía unas horas con un bergantín español como botín. L'Olonnais no tenía patente de corso y, de todos modos, se suponía que Inglaterra y España estaban en paz. Sin embargo, lo peor era que, en el momento de su llegada al puerto, el bergantín no contenía nada particularmente valioso. Algunas pieles y tabaco fue todo lo que se halló en su bodega.

A pesar de su fama como corsario, L'Olonnais era un hombre estúpido y brutal, aunque tampoco se necesitaba una gran inteligencia para ser corsario. Solo había que esperar en las latitudes adecuadas hasta que pasara un barco y entonces atacarlo. En el despacho del gobernador, L'Olonnais, de pie y con el sombrero en la mano, recitaba su inverosímil historia con inocencia infantil. Había abordado el barco, dijo, pero lo había encontrado desierto. No había pasajeros a bordo, y la nave iba a la deriva.

– A fe que alguna plaga o calamidad debió de caer sobre ese barco -contó L'Olonnais-. Pero me pareció un buen barco, excelencia, y consideré un servicio a la Corona traerlo a puerto.

– ¿No encontrasteis ningún pasajero?

– Ni un alma.

– ¿Ningún muerto a bordo del barco?

– No, excelencia.

– ¿Y ninguna pista de la desgracia que había ocurrido?

– Ni una sola.

– Y la carga…

– Tal como la han encontrado vuestros inspectores, excelencia. No habríamos osado tocarla. Lo sabéis.

Sir James se preguntó a cuántas personas inocentes habría matado L'Olonnais para vaciar el puente de aquel barco mercante. Y dónde habría atracado el pirata para esconder los objetos de valor de la carga. Había innumerables islas y pequeños islotes por todo el Caribe que podía haber utilizado con ese propósito.

Sir James tamborileó con los dedos sobre la mesa. Era evidente que el hombre mentía, pero necesitaba pruebas. Incluso en el rudo ambiente de Port Royal, la ley inglesa debía cumplirse.

– Muy bien -dijo al fin-. Os anuncio oficialmente que la Corona está muy contrariada con esta captura. Por consiguiente, el rey se quedará con una quinta parte…

– ¡Una quinta!

Normalmente, el rey se quedaba con una décima o incluso menos, una quinceava.

– No hay discusión -dijo sir James con calma-. Su Ma- j estad tendrá una quinta parte de la carga. De todos modos, os advierto que si llega a mis oídos que vuestra conducta es deshonesta, seréis juzgado y colgado como pirata y asesino.

– Excelencia, os juro que…

– Es suficiente -atajó sir James, levantando una mano-. Sois libre de marcharos por el momento, pero no olvidéis mis palabras.

L'Olonnais inclinó la cabeza ceremoniosamente y salió de la estancia. Almont llamó a su ayudante.

– John -dijo-, busca a algunos de los marineros de i:t Monnais y encárgate de darles suficiente vino para que se les suelte la lengua. Quiero saber cómo se apoderó de esa nave y quiero pruebas consistentes contra él.

– Así se hará, excelencia.

– Y John… Aparta una décima para el rey y una décima para el gobernador.

– Sí, excelencia.

– Es todo.

John hizo una reverencia.

– Excelencia, el capitán Hunter ha venido a buscar sus documentos.

– Hazle pasar.

Hunter entró poco después. Almont se levantó y le estrechó la mano.

– Parecéis de buen humor, capitán.

– Lo estoy, sir James.

– ¿Los preparativos marchan bien?

– Marchan bien, sir James.

– ¿A qué precio?

– Quinientos doblones, sir James.

Almont había previsto la suma. Buscó un saco de monedas en su escritorio.

– Esto será suficiente.

Hunter hizo una reverencia mientras cogía el dinero.

– Veamos -dijo sir James-, he ordenado que os entreguen una patente de corso que os autorice a talar madera en cualquier lugar que consideréis oportuno y adecuado. -Entregó el documento a Hunter.

En 1665, los ingleses consideraban un comercio legítimo la tala de madera, aunque los españoles reivindicaban el monopolio de esta industria. La madera, Hematoxylin campaechium, se utilizaba para elaborar tinte rojo, así como ciertas medicinas. Era una sustancia tan valiosa como el tabaco.

– Debo avisaros -prosiguió sir James lentamente- de que no podemos de ningún modo legitimar ataques contra asentamientos españoles sin que medie una provocación.

– Lo comprendo -dijo Hunter.

– ¿Prevéis que habrá provocaciones?

– Lo dudo, sir James.

– Entonces, vuestro ataque contra Matanceros será un acto de piratería.

– Sir James, nuestro miserable balandro Cassandra, escasamente armado y como prueban vuestros documentos dedicado a la actividad comercial, podría ser blanco de los cañones de Matanceros. En tal caso, ¿no estaríamos obligados a responder? Una agresión sin motivo a un navio inocente no puede ser tolerada.

– Por supuesto que no -coincidió sir James-. Estoy seguro de que puedo confiar en que actuaréis como un soldado y un caballero.

– No traicionaré vuestra confianza.

Hunter se volvió para marcharse.

– Una última cosa -dijo sir James-. Cazalla es uno de los favoritos de Felipe. La hija de Cazalla está casada con el vicecanciller del rey. Un mensaje de Cazalla en el que describiera los sucesos de Matanceros de forma muy distinta de vuestro relato sería causa de gran turbación para Su Majestad el rey Carlos.

– Dudo que ningún informe de Cazalla llegue a España -dijo Hunter.

– Es importante que no los haya.

– No se reciben mensajes de las profundidades del mar.

– Por supuesto que no -afirmó sir James.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

Cuando Hunter se disponía a abandonar la mansión del gobernador, una criada negra le entregó una carta y después se retiró sin decir palabra. Hunter bajó la escalera de la mansión leyendo la misiva escrita por una mano femenina.


Mi querido capitán:

Acabo de saber que en el interior de la isla hay un lugar, llamado Crawford's Valley, donde se encuentra un hermoso manantial de agua dulce. Para conocer la belleza de mi nuevo lugar de residencia, haré una excursión a esa fuente a última hora del día y espero que sea tan excepcional como me han inducido a creer.

Afectuosamente suya,

Emily Hacklett

Hunter guardó la carta en el bolsillo. En circunstancias normales, no habría prestado atención a la invitación implícita en las palabras de la señora Hacklett. Tenía mucho que hacer en su último día antes de que el Cassandra zarpara. Pero de todos modos debía ir al interior para ver a Ojo Negro. Si le sobraba tiempo… Se encogió de hombros y se dirigió a los establos a buscar su caballo.

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