Lo condujeron a una celda distinta; por lo visto, los carceleros de Marshallsea no diferenciaban las unas de las otras. Hunter se sentó sobre la paja del suelo y consideró su situación desde todos los ángulos. No podía creer lo que había sucedido, y estaba más furioso de lo que había estado nunca.
Llegó la noche y la prisión quedó en silencio, excepto por los ronquidos y los suspiros de los detenidos. Hunter se estaba adormilando cuando oyó una voz conocida que siseaba:
– ¡Hunter!
Se incorporó.
– ¡Hunter!
Conocía esa voz.
– Susurro -dijo-. ¿Dónde estás?
– En la celda de al lado.
Todas las celdas se abrían por delante, así que no podía ver la siguiente celda, pero si apretaba la mejilla contra la pared de piedra, podía oír bastante bien.
– Susurro, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
– Una semana, Hunter. ¿Os han procesado?
– Sí.
– ¿Y os han declarado culpable?
– Sí.
– A mí también -siseó Susurro-. Acusado de robo. Es falso.
El robo, como la piratería, se castigaba con la pena capital.
– Susurro -dijo-, ¿qué le ha sucedido a sir James?
– Dicen que está enfermo -siseó Susurro-, pero no lo está. Está sano, pero encerrado bajo vigilancia, en la mansión del gobernador. Su vida corre peligro. Hacklett y Scott han asumido el control. Han dicho a todos que sir James está a punto de morir.
Hacklett debía de haber amenazado a lady Sarah, pensó Hunter, y la había obligado a testificar en falso.
– Corren más rumores -siseó Susurro-. Parece que la señora Emily Hacklett está encinta.
– ¿Y?
– Por lo visto, su esposo, el gobernador en funciones, no había cumplido los deberes conyugales con su mujer. No es capaz de hacerlo. En consecuencia, su estado es motivo de irritación.
– Entiendo -dijo Hunter.
– Habéis puesto en ridículo a un tirano, y ahora se vengará de vos.
– ¿Y Sanson?
– Llegó solo, en una barca. Sin tripulación. Contó que todos sus hombres habían muerto en un huracán, salvo él.
Hunter apretó la mejilla contra la pared de piedra, sintiendo la fría humedad como una especie de sólido consuelo.
– ¿Qué día es hoy?
– Sábado.
Hunter tenía dos días antes de la ejecución. Suspiró, se sentó y miró a través de los barrotes de la ventana las nubes que pasaban frente a una luna pálida y menguante.
La mansión del gobernador estaba construida con sólidos ladrillos, como una especie de fortaleza, en el extremo norte de Port Royal. En el sótano, fuertemente custodiado, sir James Almont yacía en un lecho, consumido por la fiebre. Lady Sarah Almont le aplicó una toalla fría sobre la frente ardorosa y le rogó que respirara más pausadamente.
En aquel momento, el señor Hacklett y su esposa entraron en la estancia.
– ¡Sir James!
Almont, con los ojos vidriosos por la fiebre, miró a su ayudante.
– ¿Qué pasa ahora?
– Hemos procesado al capitán Hunter. Lo ahorcaremos el próximo lunes, como a un vulgar pirata.
Al oírlo, lady Sarah se volvió. Tenía lágrimas en los ojos.
– ¿Dais vuestra aprobación, sir James?
– Lo que… decidáis… será lo mejor… -dijo sir James respirando con dificultad.
– Gracias, sir James. -Hacklett se rió, giró sobre sus talones y salió de la estancia.
La puerta se cerró pesadamente.
De inmediato, sir James se puso alerta. Miró a Sarah con el ceño fruncido.
– Quítame este maldito trapo de la frente, muchacha. Tengo mucho que hacer.
– Pero tío…
– ¡Maldición! ¿Es que no entiendes nada? He pasado todos estos años en esta colonia dejada de la mano de Dios, financiando expediciones corsarias y esperando el momento en el que uno de mis bucaneros me trajera un galeón español, cargado de tesoros. Y por fin ha sucedido. ¿Acaso no comprendes lo que significa?
– No, tío.
– Una décima parte del botín será para Carlos -le explicó Almont-. Y el noventa por ciento restante se lo repartirán Hacklett y Scott. Puedes creerme.
– Pero me advirtieron…
– Olvida sus advertencias. Yo sé qué está sucediendo. He esperado cuatro años para este momento, y no permitiré que me lo arrebaten. Ni lo permitirán los demás valientes habitantes de esta…, de esta pía ciudad. No me dejaré estafar por un truhán moralista e imberbe y un mujeriego refinado vestido con uniforme militar. Hunter debe ser liberado.
– Pero ¿cómo? -inquirió lady Sarah-. Lo ejecutarán dentro de dos días.
– Ese perro viejo -dijo Almont- no colgará de ninguna verga, te lo prometo. La ciudad le apoya.
– ¿En qué sentido?
– Porque tiene deudas pendientes, y si regresa a casa las pagará generosamente. Con intereses. A mí y a otros. Solo necesitamos liberarlo…
– Pero ¿cómo? -insistió lady Sarah.
– Pregúntale a Richards -indicó Almont.
Una voz procedente de un rincón apartado y en la penumbra de la estancia, dijo:
– Yo hablaré con Richards.
Lady Sarah se volvió de golpe. Miró a Emily Hacklett.
– Tengo una cuenta pendiente -dijo Emily Hacklett, y salió de la estancia.
Cuando estuvieron solos, lady Sarah preguntó a su tío:
– ¿Será suficiente?
Sir James Almont soltó una risita.
– Sin la menor duda, querida mía -dijo-. Sin la menor duda. -Se rió ruidosamente-. Antes de mañana veremos correr la sangre en Port Royal. Puedes estar segura de ello.
– Estoy deseoso de ayudaros, señora -dijo Richards.
El fiel mayordomo se estaba volviendo loco desde hacía semanas por la injusticia cometida con su amo, recluido bajo vigilancia.
– ¿Quién puede entrar en Marshallsea? -preguntó la señora Hacklett.
Ella había visto el edificio por fuera, pero evidentemente no había entrado en él. De hecho era imposible que entrara nunca. Ante un crimen, una mujer de alta cuna torcía el gesto y volvía la cara para mirar a otra parte.
– ¿Podéis entrar en la prisión?
– No, señora -contestó Richards-. Vuestro marido ha ordenado que una guardia especial vigile la prisión; me descubrirían inmediatamente y me impedirían entrar.
– Entonces, ¿quién puede?
– Una mujer -dijo Richards.
Era costumbre que a los prisioneros la comida y los efectos personales se los proporcionaran los amigos y familiares.
– ¿Qué mujer? Debe ser una mujer astuta, que pueda evitar que la registren.
– Solo se me ocurre una -dijo Richards-. La señorita Sharpe.
La señora Hacklett asintió. Recordaba a la señorita Sharpe, una de las treinta y siete convictas que habían llegado en el Godspeed. Desde entonces, la señorita Sharpe se había convertido en la cortesana más solicitada del puerto.
– Arregladlo -dijo la señora Hacklett-, sin demora.
– ¿Y qué debo prometerle?
– Decidle que el capitán Hunter la recompensará generosamente y con justicia. Estoy segura de que lo hará.
Richards asintió, pero después vaciló.
– Señora -dijo-, confío que comprendáis las consecuencias de liberar al capitán Hunter.
Con una frialdad que provocó a Richards un estremecimiento en la columna, la mujer respondió:
– No solo las comprendo sino que estoy impaciente. -Muy bien, señora -dijo Richards y se alejó en la noche.
En la oscuridad, las tortugas reunidas en Chocolate Hole emergieron a la superficie haciendo chocar sus afiladas fauces. No lejos de allí, la señorita Sharpe, ataviada con volantes y riendo, esquivó coquetamente a uno de los guardias que quería tocarle los pechos. Le mandó un beso y siguió caminando a la sombra del alto muro de Marshallsea. Llevaba en las manos un cazo con estofado de tortuga.
Otro guardia, taciturno y bastante borracho, la acompañó a la celda de Hunter. Metió la llave en la cerradura y se quedó inmóvil.
– ¿Por qué dudas? -preguntó ella.
– ¿Qué cerradura se ha abierto nunca sin una voluptuosa vuelta?
– Es mejor que la cerradura esté bien lubrificada -contestó ella mirándolo lascivamente.
– Sí, señora, y también que la llave sea la adecuada.
– Creo que tienes la llave -dijo ella-. En cuanto a la cerradura, bueno, eso tendrá que esperar un momento mejor. Déjame unos minutos con este perro hambriento y te prometo que después podrás darle una vuelta que no olvidarás.
El guardia rió y abrió la puerta. Ella entró y oyó cómo la cerraban otra vez con llave. El guardia se quedó allí vigilando.
– Concédeme unos minutos a solas con este hombre -dijo ella-, en nombre de la decencia.
– No está permitido.
– ¿A quién le importa? -preguntó ella, y se lamió los labios con expresión lasciva.
Él le sonrió y se marchó.
En cuanto se fue, ella dejó el cazo de estofado en el suelo y miró a Hunter. Él no la reconoció, pero estaba hambriento, y el olor del estofado de tortuga era fuerte y agradable.
– Qué amable eres -dijo.
– No tienes ni idea -contestó ella, y con un gesto rápido, cogió el dobladillo de la falda y se la levantó hasta la cintura. El movimiento fue de una lascivia asombrosa, pero más asombroso fue lo que dejó a la vista.
Atada a las pantorrillas y a los muslos llevaba una auténtica armería: dos cuchillos y dos pistolas.
– Dicen que mis partes más recónditas son peligrosas -dijo-; ahora sabes por qué.
Rápidamente, Hunter cogió las armas y se las guardó al cinto.
– No las descargues antes de tiempo.
– Puedes contar con mi capacidad de dominio.
– ¿Hasta cuándo puedo contar?
– Hasta cien -respondió Hunter-. Es una promesa.
Ella miró en dirección al guardia.
– Te recordaré tu promesa más adelante -añadió ella-. Por el momento, ¿debo dejarme violar?
– Creo que es lo mejor -dijo Hunter y la echó en el suelo.
Cuando ella empezó a chillar y a pedir ayuda, el guardia acudió corriendo. Enseguida supo qué ocurría; abrió apresuradamente la puerta y entró en la celda.
– Maldito pirata -gruñó. Pero, en ese instante, el cuchillo en la mano de Hunter se hundió en su cuello, y el hombre retrocedió, agarrando la hoja por debajo de la barbilla. Cuando se la arrancó, la sangre brotó como de un surtidor sibilante; a continuación, cayó y murió.
– Rápido, señorita -dijo Hunter, ayudando a Anne Sharpe a levantarse.
Los demás detenidos en Marshallsea permanecieron en silencio; lo habían oído todo pero se quedaron totalmente callados. Hunter abrió las puertas de las celdas y después entregó las llaves a los hombres para que terminaran la tarea.
– ¿Cuántos guardias hay en la puerta? -preguntó a Anne Sharpe.
– He visto cuatro -dijo-, y otra docena en los bastiones.
Esto sería un problema para Hunter. Los guardias eran ingleses y no tenía estómago para matarlos.
– Debemos utilizar una estratagema -comentó-. Haz que venga el capitán de los guardias.
Ella asintió y salió al patio. Hunter se quedó atrás, en la sombra.
Hunter no se maravilló por la compostura de aquella mujer, que acababa de ver cómo mataba brutalmente a un hombre. No estaba acostumbrado a las mujeres que se desmayaban por cualquier cosa, tan en boga en las cortes francesa y española. Las mujeres inglesas tenían el temperamento duro, en cierto sentido eran más duras que los hombres, y esto podía aplicarse tanto a las mujeres del pueblo como a las aristócratas.
El capitán de la guardia de Marshallsea se acercó a Anne Sharpe; hasta el último momento no vio el cañón de la pistola de Hunter sobresaliendo de las sombras. Hunter le indicó que se acercara.
– Escúchame bien -dijo el capitán-. Haz bajar a tus hombres y ordénales que tiren los mosquetes al suelo; de este modo nadie saldrá herido. O puedes resistirte y todos morirán.
El capitán de la guardia dijo:
– Esperaba con ansia que huyerais señor, y espero que lo recordéis en el futuro.
– Ya veremos -dijo Hunter, sin prometer nada.
Con voz formal, el capitán añadió:
– El comandante Scott tomará medidas contra vos por la mañana.
– El comandante Scott -dijo Hunter- no vivirá hasta mañana. Ahora decide.
– Espero que recordéis…
– Puede que me acuerde de no degollarte -dijo Hunter.
El capitán de la guardia ordenó a sus hombres que bajaran y Hunter supervisó personalmente que todos fueran encerrados en las celdas de Marshallsea.
Tras dar instrucciones a Richards, la señora Hacklett volvió junto a su marido. Estaba en la biblioteca, tomando una copa después de cenar en compañía del comandante Scott. En los últimos días ambos hombres se habían aficionado a la bodega de vinos del gobernador, y se habían propuesto dar buena cuenta de las reservas antes de que el gobernador se recuperara.
Cuando llegó la señora ya estaban borrachos.
– Querida mía -saludó su esposo al verla entrar en la habitación-, llegáis en el momento más oportuno.
– ¿De verdad?
– De verdad -dijo Robert Hacklett-. Justo ahora estaba contando al comandante Scott cómo os hicisteis embarazar por el pirata Hunter. Sin duda sabéis que pronto se balanceará en la brisa hasta que su carne se pudra hasta los huesos. En este clima extremo, tengo entendido que sucede muy rápidamente. Pero estoy seguro de que entendéis de cosas rápidas, ¿no es cierto? Hablando de vuestra seducción, el comandante Scott no estaba informado de los detalles del asunto. Acabo de ponerlo al día.
La señora Hacklett se ruborizó.
– ¡Qué tímida! -exclamó Hacklett, en un tono inequívocamente hostil-. Nadie diría que es una vulgar ramera. Y sin embargo es lo que es. ¿Cuánto creéis que pueden valer sus favores?
El comandante Scott olió un pañuelo perfumado.
– ¿Puedo ser franco?
– Os lo ruego, sed franco. Sed franco.
– Es demasiado flaca para los gustos en boga.
– A Su Majestad le gustaba mucho.
– Tal vez, tal vez, pero no es el gusto predominante, ¿verdad? Nuestro rey manifiesta cierta inclinación por las extranjeras de sangre caliente…
– Así sea -dijo Hacklett con irritación-. ¿Cuánto podría pedir?
– Diría que no podría pedir más de… bueno, teniendo en cuenta que ha empuñado la lanceta real… pero no más de cien reales.
La señora Hacklett, sonrojada, se volvió para marcharse.
– No tengo intención de soportar más impertinencias.
– Por el contrario -dijo su esposo, saltando de su sillón y bloqueándole el paso-. Debéis soportar mucho más. Comandante Scott, sois un caballero con experiencia mundana. ¿Pagaríais cien reales?
Scott bebió vino y tosió.
– No, no señor -dijo.
Hacklett agarró la muñeca de su esposa.
– ¿Qué precio pagaríais?
– Cincuenta reales.
– ¡Hecho! -aceptó Hacklett.
– ¡Robert! -protestó su esposa-. Por el amor de Dios, Robert…
Robert Hacklett golpeó a su mujer en la cara con tal fuerza que la hizo retroceder y caer sobre un sillón.
– Bien, comandante -dijo Hacklett-. Sé que sois un hombre de palabra. Os fiaré, por esta vez.
Scott miró por encima del borde de su copa. -¿Eh?
– He dicho que os fiaré en esta ocasión. Disfrutad de vuestro dinero.
– ¿Eh? Queréis decir que… -Hizo un gesto en dirección a la señora Hacklett, que los miraba con ojos aterrorizados.
– Por supuesto, y con rapidez, además.
– ¿Aquí? ¿Ahora?
– Exactamente, comandante. -Hacklett, muy borracho, cruzó la estancia y posó las manos en los hombros del soldado-. Y yo observaré, para divertirme.
– ¡No! -gritó la señora Hacklett.
Su grito fue atroz, pero ninguno de los dos hombres pareció oírlo. Se miraron, totalmente borrachos.
– La verdad -dijo Scott- es que no creo que sea prudente.
– Tonterías -le contradijo Hacklett-. Sois un caballero y tenéis una reputación que defender. Al fin y al cabo, se trata de una mujer digna de un rey… o al menos que una vez fue digna de un rey. A por ella, muchacho.
– Al diablo -decidió el comandante Scott, poniéndose de pie con dificultad-. Al diablo, claro que lo haré, señor. Lo que es bueno para un rey es bueno para mí. Lo haré. -Y empezó a desabrocharse los calzones.
El comandante Scott estaba demasiado borracho y no acertaba con los cierres. La señora Hacklett empezó a gritar, pero su esposo cruzó la biblioteca y la golpeó en la cara, partiéndole el labio. Un hilo de sangre le resbaló por la barbilla.
– La puta de un pirata, o de un rey, no debe darse aires. Comandante Scott, disfrutad.
Scott avanzó hacia la mujer.
– Sácame de aquí -susurró el gobernador Almont a su sobrina.
– Pero ¿cómo, tío?
– Mata al guardia -indicó él dándole una pistola.
Lady Sarah Almont cogió la pistola en las manos, sintiendo la forma desconocida del arma.
– Se carga así-dijo Almont, mostrándoselo-. ¡Con cuidado! Ve a la puerta, dile que quieres salir y dispara.
– ¿Cómo disparo?
– Directamente a la cara. No cometas errores, querida mía.
– Pero tío…
Él la miró con furia.
– Estoy enfermo -dijo-. Ayúdame.
Ella dio unos pasos hacia la puerta.
– Directo a la boca -dijo Almont, con cierta satisfacción-. Se lo ha ganado, ese perro traidor.
Sarah llamó a la puerta.
– ¿Qué deseáis, señora? -preguntó el guardia.
– Abre -dijo ella-. Quiero salir.
Se oyeron chirridos y un chasquido metálico mientras el soldado abría los cerrojos. La puerta se abrió. Sarah vio un momento al guardia, un joven de diecinueve años, de cara fresca e inocente, y expresión tímida.
– Lo que desee la señora…
Ella le disparó a los labios. La explosión le sacudió el brazo y a él lo hizo retroceder como si hubiera recibido un puñetazo. Se retorció y cayó al suelo, encogido. Ella vio horrorizada que el joven no tenía cara, solo una masa sanguinolenta sobre los hombros. El cuerpo se retorció en el suelo un momento. Por una pierna, bajo los pantalones, comenzó a deslizarse la orina, y en la estancia se propagó un olor agrio a defecación. Después, el guardia se quedó inmóvil.
– Ayúdame a moverme -gimió su tío, el gobernador de Jamaica, sentándose en la cama con expresión de dolor.
Hunter reunió a sus hombres en el extremo norte de Port Royal, cerca de la península. Su problema inmediato era eminentemente político: revocar la condena emitida contra él. Desde un punto de vista práctico, ahora que había escapado, los ciudadanos le apoyarían y no le encarcelarían de nuevo.
Pero también desde un punto de vista práctico debía reaccionar contra la injusticia con que había sido tratado, porque la reputación de Hunter estaba en juego.
Repasó mentalmente los ocho nombres:
Hacklett.
Scott.
Lewisham, el juez del Almirantazgo.
Foster y Poorman, los mercaderes.
El teniente Dodson.
James Phips, capitán de mercante.
Y por último, pero no menos importante, Sanson.
Todos esos hombres habían actuado a sabiendas de que cometían una injusticia. Y todos sacarían provecho de que confiscaran su botín.
Las leyes de los corsarios eran muy claras; este tipo de conjuras merecían inevitablemente la muerte y la confiscación de la parte asignada. Pero, al mismo tiempo, se vería obligado a matar a varias personalidades de la ciudad. No sería difícil, pero podría pasarlo mal posteriormente, si sir James no sobrevivía para ayudarle.
Si sir James no había perdido su brío, debía de haber escapado hacía tiempo. Hunter decidió confiar en ello. Mientras tanto, tendría que matar a los que le habían traicionado.
Poco antes del alba, ordenó a los hombres que se escondieran en las Blue Hills, al norte de Jamaica, y que se quedaran allí dos días.
Entonces, solo, volvió a la ciudad.