André Sanson, el fuerte y letal francés, no estaba acostumbrado a tener miedo, y tampoco lo tuvo cuando vio que una barca se alejaba de la costa y avanzaba hacia el galeón. La observó atentamente; desde la distancia, vio seis remeros y dos personas sentadas a proa, pero no distinguía quiénes eran.
Se esperaba alguna treta. Hunter el inglés era astuto y recorrería a todos sus ardides. Sanson sabía que no era tan inteligente como Hunter. Sus habilidades eran más animales, más físicas. Aun así, estaba seguro de que Hunter no podía jugársela. Dicho de forma sencilla, era imposible. Estaba solo en el barco y seguiría solo, a salvo, hasta que anocheciera. Para entonces tendría su libertad o destruiría el galeón.
Y sabía que Hunter jamás permitiría que destruyeran el barco. Había combatido y sufrido demasiado por ese tesoro. Haría lo que fuera para conservarlo, aunque tuviera que dejar libre a Sanson. El francés confiaba en esto.
Escrutó el bote que se acercaba. Cuando lo tuvo más cerca, vio que Hunter estaba a proa, de pie, con una mujer. ¿Qué podía significar aquello? Le dolía la cabeza de tanto preguntarse qué podía haber urdido el inglés.
Al final, sin embargo, se consoló con la certeza de que no podían jugarle ninguna treta. Hunter era inteligente, pero la inteligencia tenía sus límites. Y Hunter debía saber que, incluso desde lejos, podía matarlo con la rapidez y la facilidad con la que un hombre se sacude una mosca de la manga. Sanson podía hacerlo ahora si le apetecía. Pero no tenía motivos. Lo que quería era la libertad y el perdón. Y para ello necesitaba a Hunter vivo.
La barca se acercó más y Hunter saludó alegremente con la mano.
– ¡Sanson, maldito cerdo francés! -gritó.
Sanson le devolvió el saludo, sonriendo.
– ¡Hunter, cabrito inglés plagado de viruela! -gritó con una jovialidad que no sentía en absoluto. Su tensión era considerable, y aumentó al ver con qué despreocupación se comportaba Hunter.
El bote paró junto a El Trinidad. Sanson se asomó un poco, mostrando la ballesta. Pero, aunque estuviera ansioso por echar una ojeada a la barca, no quería asomarse demasiado.
– ¿A qué has venido, Hunter?
– Te he traído un regalo. ¿Podemos subir a bordo?
– Solo vosotros dos -dijo Sanson, y se apartó de la borda.
Corrió al otro lado del galeón, para ver si se acercaba una barca desde otra dirección. Únicamente vio aguas plácidas, y las aletas en movimiento de los tiburones.
Se volvió y oyó el ruido de dos personas que trepaban por el costado del barco. Apuntó la ballesta a la mujer que apareció. Era joven y condenadamente bonita. Ella le sonrió, casi con timidez, y se apartó para dejar subir a Hunter. El capitán se paró y miró a Sanson, que estaba a unos veinte pasos de distancia, con la ballesta en las manos.
– No es un recibimiento muy amable -indicó Hunter.
– Tendrás que disculparme -dijo Sanson. Miró a la muchacha y después a Hunter-. ¿Has dispuesto lo necesario para que se acepten mis peticiones?
– Lo estoy haciendo en este momento. Sir James está redactando los documentos, te los entregarán en unas horas.
– ¿Y cuál es el motivo de esta visita?
Hunter soltó una breve carcajada.
– Sanson -empezó-, sabes que soy un hombre práctico. Sabes que tienes todas las cartas. No tengo más remedio que aceptar tus peticiones. Esta vez has sido demasiado listo, incluso para mí.
– Lo sé -dijo Sanson.
– Algún día -amenazó Hunter, con los ojos entornados- te encontraré y te mataré. Te lo prometo. Pero, por el momento, has vencido.
– Esto es un truco -dijo Sanson, dándose cuenta de repente de que algo andaba realmente mal.
– Truco no -afirmó Hunter-. Tortura.
– ¿Tortura?
– Por supuesto -dijo Hunter-. Las cosas no son siempre lo que parecen. Así que para que pases una tarde agradable, te he traído a esta mujer. Seguro que te parecerá encantadora… para ser inglesa. Te la dejaré. -Hunter se rió-. Veamos si te atreves.
Ahora rió Sanson.
– ¡Hunter, eres un rufián del demonio! No puedo estar con la mujer sin dejar de vigilar, ¿verdad?
– Que su belleza inglesa te torture -dijo Hunter, y después, tras una pequeña inclinación, saltó por la borda.
Sanson oyó el golpe sordo de sus pies contra el casco del barco, y después un golpe seco al caer Hunter sobre el bote. Oyó que Hunter daba la orden de alejarse y, por fin, le llegó el ruido de los remos en el agua.
Era una trampa, pensó. No podía ser otra cosa. Miró a la mujer, podía llevar algún tipo de arma.
– Échate -gruñó ásperamente.
Ella parecía confusa.
– ¡Que te eches! -gritó él, golpeando con el pie sobre cubierta.
La mujer se echó en el suelo y él la rodeó con cautela y la registró. No llevaba armas. Aun así, estaba seguro de que era una trampa.
Se acercó a la borda y miró hacia el bote que se alejaba a buen ritmo en dirección a la costa. Hunter estaba sentado a proa, de cara al puerto, y no miraba atrás. Los remeros a bordo eran seis, como a la ida.
– ¿Puedo levantarme? -preguntó la muchacha, riendo.
Él se volvió a mirarla.
– Sí, levántate -dijo.
Ella se puso de pie y se arregló la ropa.
– ¿Te gusto?
– Para ser una cerda inglesa, sí -dijo él con brusquedad.
Sin añadir nada más, ella empezó a desnudarse.
– ¿Qué haces? -preguntó Sanson.
– El capitán Hunter ha dicho que tenía que quitarme la ropa.
– Pues yo te digo que la dejes donde está -gruñó San- son-. A partir de ahora, harás lo que yo te diga. -Miró hacia el horizonte en todas direcciones. No había nada, excepto el bote que se alejaba.
Tenía que ser una trampa, pensó. Tenía que serlo.
Se volvió y miró de nuevo a la muchacha. Ella se humedeció los labios con la lengua; era una criatura deliciosa. ¿Dónde podía tomarla? ¿Dónde sería seguro? Se dio cuenta de que si iban al castillo de popa, podría mirar en todas direcciones y al mismo tiempo gozar de la ramera inglesa.
– Me aprovecharé del capitán Hunter -dijo-. Y también de ti.
Y la condujo hacia el castillo de popa. Unos minutos después tuvo otra sorpresa: aquella diminuta y tímida criatura se transformó en una furia fogosa y chillona, que jadeaba y arañaba para gran satisfacción de Sanson.
– ¡Qué grande la tienes! -jadeó la muchacha-. ¡No sabía que los franceses la tuvieran tan grande!
Sus dedos le arañaban la espalda, dolorosamente. Sanson era feliz.
Habría sido menos feliz de haber sabido que sus gritos de éxtasis -por los que había sido generosamente pagada- eran una señal para Hunter, que esperaba colgado sobre la línea de flotación, agarrado a la escalera de cuerda, observando las formas pálidas de los tiburones que surcaban el agua a su alrededor.
Hunter había permanecido allí colgado desde que el bote se había alejado. A proa del bote había un espantapájaros, antes oculto bajo una lona, que habían colocado en su sitio mientras Hunter estaba a bordo del barco.
Todo había transcurrido tal como Hunter lo había planeado. Sanson no había osado mirar demasiado atentamente el bote, y en cuanto este se había alejado, se había visto obligado a dedicar un momento a registrar a la muchacha. Cuando finalmente fue a echar un vistazo al bote, estaba suficientemente lejos para que el maniquí resultara convincente. En aquel momento, de haber mirado directamente hacia abajo, habría visto a Hunter colgando de la escalerilla. Pero no tenía ningún motivo para mirar hacia abajo, además, había dado instrucciones a la muchacha para que lo distrajera cuanto fuera posible.
Colgado de las cuerdas, Hunter había esperado varios minutos hasta oír los gritos apasionados de la muchacha. Procedían del castillo de popa, tal como esperaba. Silenciosamente, subió hasta las cañoneras y se deslizó furtivamente en el interior de las cubiertas inferiores de El Trinidad.
Hunter no iba armado, por lo tanto, su primera misión era encontrar armas. Fue a la armería, de donde cogió un puñal corto y un par de pistolas, que cargó y se guardó en el cinto. Además, cogió una ballesta y le tensó la cuerda para prepararla para el tiro. Hecho esto, subió la escalera hasta la cubierta principal. Allí se detuvo.
Mirando hacia popa, vio a Sanson de pie junto a la muchacha. Ella se estaba vistiendo; Sanson escrutaba el horizonte. Solo había necesitado unos minutos para desahogar su lascivia, pero serían unos minutos fatales para él. Vio que Sanson caminaba hasta el centro del galeón y paseaba por cubierta. Miraba por una borda, después por la otra.
Y entonces se paró.
Volvió a mirar.
Hunter sabía lo que estaba viendo. Había descubierto las huellas mojadas en el casco que había dejado la ropa de Hunter en su errática subida por el costado del barco hasta llegar a las cañoneras.
Sanson se volvió de golpe.
– ¡Maldito! -gritó, y disparó la ballesta a la muchacha que seguía en el castillo.
Con la tensión del momento falló, y ella gritó y corrió abajo. Sanson fue tras ella, pero luego se lo pensó mejor. Paró y cargó la ballesta. Entonces esperó, escuchando.
Se oyeron los pasos de la muchacha que corría, y después una puerta enorme que se cerraba de golpe. Hunter supuso que se habría encerrado en uno de los camarotes de popa. De momento, allí estaría a salvo.
Sanson fue hasta el centro del puente y se quedó junto al palo mayor.
– Hunter -gritó-. Hunter, sé que estás aquí. -Y entonces se rió.
Ahora las circunstancias le eran favorables. Estaba junto al mástil, fuera del alcance de cualquier pistola, desde cualquier dirección; y allí esperó. Dio la vuelta al mástil cuidadosamente, girando la cabeza con movimientos lentos. Estaba totalmente alerta, totalmente concentrado. Estaba preparado para cualquier eventualidad.
Hunter se comportó de forma ilógica: disparó ambas pistolas. Un tiro astilló el mástil, y el otro dio a Sanson en el hombro. El francés gruñó, pero apenas dio muestras de notar la herida. Giró rápidamente y disparó la ballesta; la flecha pasó junto a Hunter y se clavó en la madera de la escalera que conducía a los camarotes.
Mientras Hunter bajaba los escalones, escuchó cómo Sanson corría hacia él. Vio brevemente al francés, corriendo con las dos pistolas en las manos.
Hunter, situado bajo la escalera de los camarotes contenía el aliento. Vio a Sanson justo por encima de su cabeza, y luego bajando la escalera apresuradamente.
Sanson llegó a la cubierta de artillería, de espaldas a Hunter, y entonces el capitán dijo con voz fría:
– No te muevas.
El francés se movió. Se volvió con rapidez y disparó ambas pistolas.
La bala silbó sobre la cabeza de Hunter que se agachó en el suelo. Se levantó otra vez, con la ballesta a punto.
– Las cosas no son siempre lo que parecen -dijo.
Sanson sonrió, levantando los brazos.
– Hunter, amigo mío. Estoy indefenso.
– Sube -dijo Hunter, sin expresar ninguna emoción.
Sanson empezó a subir los escalones, sin bajar los brazos. Hunter vio que llevaba un puñal al cinto. Su mano izquierda empezó a bajar hacia él.
– No lo hagas.
La mano izquierda se detuvo.
– Arriba.
Sanson subió, con Hunter detrás de él.
– Todavía te tengo, amigo mío -dijo Sanson.
– Solo tendrás un palo metido en el agujero de tu culo -prometió Hunter.
Ambos hombres salieron a la cubierta principal. Sanson retrocedió hacia el mástil.
– Tenemos que hablar. Debemos ser razonables.
– ¿Por qué? -preguntó Hunter.
– Porque he ocultado la mitad del tesoro. Mira -dijo San- son, tocándose una moneda de oro que llevaba colgada al cuello-. Aquí he señalado dónde está escondido el tesoro. El tesoro del Cassandra. ¿No te interesa? -Sí.
– Bien. Entonces tenemos razones para negociar.
– Intentaste matarme -dijo Hunter, con la ballesta a punto.
– ¿No lo habrías intentado tú, en mi lugar?
– No.
– Por supuesto que sí -confirmó Sanson-. Es una desvergonzada mentira negarlo.
– Puede que lo hubiera hecho -dijo Hunter.
– No nos teníamos tanto aprecio.
– Yo no habría intentado engañarte.
– Lo habrías hecho, de haber podido.
– No -dijo Hunter-. Yo tengo algo llamado honor…
En aquel momento, por detrás, una voz de mujer gritó:
– Oh, Charles, lo tienes…
Hunter se volvió una fracción de segundo a mirar a Anne Sharpe y en aquel momento Sanson se echó encima de él.
Hunter disparó automáticamente. Con un siseo la flecha de la ballesta se soltó. Cruzó el puente y fue a hundirse en el pecho de Sanson; lo levantó y quedó clavado al palo mayor, donde agitó los brazos y se retorció.
– Me has agraviado -dijo Sanson, escupiendo sangre.
– He sido justo -apuntó Hunter.
Sanson murió; su cabeza cayó sobre el pecho. Hunter arrancó la flecha y el cadáver se derrumbó en el suelo. Tiró de la moneda de oro con el mapa del tesoro grabado que colgaba del cuello de Sanson. Mientras Anne Sharpe observaba, tapándose la boca con la mano, Hunter arrastró el cadáver hasta el parapeto y lo lanzó por la borda.
Flotó unos instantes en el agua.
Los tiburones lo rodearon cautelosamente. Por fin uno de ellos se adelantó, tiró de la carne y la desgarró. Luego otro y otro hasta que el agua comenzó a agitarse con una espuma de color rojo sangre. Poco después, cuando el color del mar se volvió de nuevo verde azul y la superficie se calmó, Hunter apartó la mirada.