36

Foster, un próspero mercader de seda, poseía una gran casa en Pembroke Street, al nordeste de los astilleros. Hunter se introdujo por la parte trasera, cruzando la cocina exterior. Subió al segundo piso donde estaba el dormitorio principal.

Encontró a Foster en la cama durmiendo, con su esposa. Hunter lo despertó apretando una pistola ligeramente bajo su nariz.

Foster, un hombre obeso de cincuenta años, roncó, hizo una mueca e intentó volverse, pero Hunter le apretó el cañón de la pistola en un orificio de la nariz.

Foster parpadeó y abrió los ojos. Se sentó en la cama, sin decir una palabra.

– No te muevas -murmuró su esposa adormilada-. No dejas de dar vueltas.

Pero no se despertó. Hunter y Foster se miraron. Foster miraba a Hunter y a la pistola, una y otra vez.

Por fin, Foster alzó un dedo y se levantó silenciosamente de la cama. Su esposa seguía durmiendo. Vestido únicamente con el camisón, Foster cruzó la habitación hacia una cómoda.

– Os recompensaré -susurró-. Mirad esto. -Abrió un compartimiento falso y sacó un saquito de oro muy pesado-. Hay más, Hunter. Os pagaré lo que queráis.

Hunter no dijo nada. Foster extendió el brazo con el saco de oro. Su brazo temblaba.

– Por favor -susurró-. Por favor, por favor…

Se puso de rodillas.

– Por favor, Hunter, os lo ruego, por favor.

Hunter le disparó a la cara. El cuerpo cayó hacia atrás, y las piernas se levantaron en el aire, con los pies desnudos pataleando. En la cama, la mujer siguió sin despertarse; se dio la vuelta y siguió roncando.

Hunter recogió el saco de oro y salió tan silenciosamente como había entrado.

Poorman, a pesar de su apellido, era un rico comerciante de plata y estaño. Su casa estaba en High Street. Hunter lo encontró durmiendo, apoyado en la mesa de la cocina, con una botella de vino medio vacía delante.

Hunter cogió un cuchillo de cocina y le cortó ambas muñecas. Poorman se despertó aturdido, vio a Hunter, y después la sangre que caía sobre la mesa. Levantó las manos ensangrentadas, pero no podía moverlas porque los tendones estaban cortados. Las manos cayeron inertes, como los dedos de una muñeca, y empezaron a adquirir un color blanco grisáceo.

Dejó caer los brazos sobre la mesa. Contempló la sangre que se encharcaba sobre la madera y se filtraba por las grietas del suelo. Volvió a mirar a Hunter. Su expresión era extraña, confundida.

– Habría pagado -dijo ásperamente-. Os habría dado lo que… lo que…

Se levantó de la mesa, oscilando, mareado, sujetándose las manos heridas bajo los codos. En el silencio de la habitación, la sangre repiqueteaba sobre el suelo con un ruido amplificado.

– Os habría… -empezó Poorman, y entonces cayó de espaldas al suelo-. Sí, sí, sí, sí-dijo, cada vez con voz más débil.

Hunter se volvió, sin esperar a que el hombre muriera. Se adentró de nuevo en la noche y caminó furtivamente por las calles oscuras de Port Royal.

Encontró al teniente Dodson por casualidad. El soldado iba dando tumbos por la calle, cantando borracho, y con dos rameras al lado. Hunter lo vio en un extremo de High Street; retrocedió, se metió rápidamente en Queen Street y dobló hacia el este en Howell Alley, a tiempo de tropezar con Dodson en la esquina.

– ¿Quién va? -preguntó Dodson en voz alta-. ¿No sabes que hay toque de queda? Desaparece si no quieres acabar en Marshallsea.

Desde la sombra, Hunter dijo:

– Acabo de salir de allí.

– ¿Eh? -preguntó Dodson, ladeando la cabeza hacia la voz-. ¿Qué significa esta tontería? Te haré…

– ¡Hunter! -gritaron las rameras, y salieron corriendo.

Sin nadie en quien apoyarse, Dodson cayó en el barro.

– ¡Maldito hijo de mala madre! -gruñó, e intentó levantarse-. Mira cómo ha quedado mi uniforme, maldita sea. -Estaba cubierto de barro y excrementos.

Ya estaba de rodillas cuando las palabras de las mujeres de repente se abrieron paso en su cerebro nublado por el alcohol.

– ¿Hunter? -preguntó en voz baja-. ¿Eres tú, Hunter?

Hunter asintió desde la sombra.

– Pues tendré que arrestarte por canalla y por pirata -dijo Dodson.

Pero antes de que pudiera ponerse de pie, Hunter le pegó una patada en el estómago y lo hizo caer.

– ¡Oh! -exclamó Dodson-. Me has hecho daño, maldito seas.

Fueron las últimas palabras que pronunció. Hunter agarró al soldado por el cuello y le apretó la cara contra el barro y los excrementos de la calle, sujetando el cuerpo que se agitaba, que se resistía cada vez con más fuerza y, hacia el final, con contorsiones violentas hasta que dejó de moverse.

Hunter se apartó, jadeando por el esfuerzo.

Miró a su alrededor; la ciudad estaba oscura y desierta. Una patrulla de diez milicianos apareció de la nada y él se escondió en la penumbra hasta que pasó.

Se acercaron dos rameras.

– ¿Eres tú, Hunter? -preguntó una, sin ningún miedo.

Él asintió.

– Que Dios te bendiga -dijo-. Ven a verme y tendrás lo que quieras sin pagar nada. -Se rió.

Entre carcajadas, las dos mujeres desaparecieron en la noche.

Hunter entró en la taberna del Jabalí Negro. Había cincuenta personas en el interior, pero él solo vio a James Phips, gallardo y apuesto, bebiendo con otros capitanes de la marina mercante. Los compañeros de Phips se marcharon cautelosamente, con una expresión de terror en sus rostros. Pero Phips, tras el primer momento de sorpresa, decidió adoptar una actitud cordial.

– ¡Hunter! -saludó, sonriendo con afecto-. ¡Benditos mis ojos! Veo que habéis hecho lo que todos creíamos que haríais. Una ronda para todos; tenemos que celebrar vuestra nueva libertad.

En el Jabalí Negro reinaba un silencio sepulcral. Nadie hablaba. Nadie se movía.

– ¡Vamos! -dijo Phips en voz alta-. ¡Invito a una ronda en honor del capitán Hunter! ¡Una ronda!

Hunter avanzó hacia la mesa de Phips. Sus pasos sobre el suelo sucio era el único ruido que se oía en la habitación.

Los ojos de Phips miraban a Hunter con inquietud.

– Charles -dijo-. Charles, esta actitud severa no es propia de vos. Es un momento de celebración.

– ¿Ah, sí?

– Charles, amigo mío -dijo Phips-. Sin duda sabéis que no os deseo ningún mal. Me obligaron a formar parte del tribunal. Lo urdieron todo Hacklett y Scott; lo juro. No tuve elección. Mi barco debe zarpar dentro de una semana, Charles, y no iban a darme la documentación necesaria. Eso fue lo que me dijeron. Sabía que lograríais escapar. No hace ni una hora que le estaba diciendo a Timothy Flint que precisamente esto era lo que esperaba. Timothy: di la verdad, ¿estaba diciendo o no que Hunter escaparía? ¿Timothy?

Hunter sacó la pistola y apuntó a Phips.

– Vamos, Charles -dijo Phips-. Os ruego que os mostréis razonable. Tenía que ser práctico. ¿Creéis que os habría condenado de haber creído que la sentencia se cumpliría? ¿Lo creéis de verdad?

Hunter no dijo nada. Amartilló la pistola, un único chasquido metálico en el silencio de la habitación.

– Charles -dijo Phips-, mi corazón se llena de alegría al veros. Vamos, sentaos conmigo y olvidémonos…

Hunter le disparó en el pecho. Los demás se agacharon para esquivar los fragmentos de hueso y un chorro de sangre que salió disparado de su corazón con un ruido sibilante. Phips dejó caer la taza que tenía en la mano, que golpeó contra la mesa y rodó por el suelo.

Los ojos de Phips lo siguieron. Alargó el brazo para cogerla y dijo con voz áspera:

– Una copa, Charles… -Se interrumpió y se desplomó sobre la mesa, empapándola de sangre.

Hunter se volvió y salió de la taberna.

Al salir a la calle, oyó el tañido de las campanas de Santa Ana. No paraban de tocar; era la señal de que estaban atacando Port Royal, o de cualquier otra situación de emergencia.

Hunter sabía que solo podía significar una cosa: su huida de la prisión de Marshallsea había sido descubierta.

No le importó ni poco ni mucho.

Lewisham, el juez del Almirantazgo, tenía su cuartel general detrás del juzgado. Se despertó alarmado con las campanadas de la iglesia, y mandó a un criado a averiguar qué estaba sucediendo. El hombre volvió pocos minutos después.

– ¿Qué sucede? -preguntó Lewisham-. Habla.

El hombre le miró. Era Hunter.

– ¿Cómo es posible? -se sorprendió Lewisham.

Hunter amartilló la pistola.

– Ha sido fácil -dijo.

– Dime qué quieres.

– Ahora mismo -respondió Hunter. Y se lo dijo.

El comandante Scott, aturdido por la bebida, estaba echado en un sofá de la biblioteca de la mansión del gobernador. El señor Hacklett y su esposa hacía rato que se habían retirado. Se despertó con las campanadas y al instante supo qué había sucedido; sintió un terror que no había experimentado jamás en la vida. Poco después, uno de los guardias irrumpió en la estancia con la noticia: Hunter había escapado, todos los piratas se habían esfumado, y Poorman, Foster, Phips y Dodson estaban muertos.

– Prepárame el caballo -ordenó Scott, y se arregló apresuradamente la ropa.

Salió a la parte delantera de la mansión del gobernador, miró alrededor cautelosamente y montó en su caballo.

Un momento después lo descabalgaron y lo lanzaron bruscamente sobre los adoquines a no más de cien metros de la mansión del gobernador. Una pandilla de vagabundos guiados por Richards, el mayordomo del gobernador, e instruidos por Charles Hunter, el muy canalla, lo esposaron y lo llevaron a Marshallsea.

¡En espera de juicio, malditos rufianes!

Hacklett despertó con el fragor de las campanadas de la iglesia, y también imaginó su significado. Saltó de la cama, sin hacer caso de su esposa, que llevaba toda la noche despierta, mirando el techo y escuchando los ronquidos de borracho de su marido. Estaba dolorida y profundamente humillada.

Hacklett abrió la puerta de la estancia y llamó a Richards, que acababa de llegar.

– ¿Qué ha sucedido?

– Hunter se ha evadido -contestó Richards con tranquilidad-. Dodson, Poorman y Phips están muertos. Puede que haya más.

– ¿Y sigue suelto?

– No lo sé -dijo Richards, evitando deliberadamente decir «excelencia»

– ¡Dios Santo! -exclamó Hacklett-. Cerrad con llave. Llamad a la guardia. Alertad al comandante Scott.

– El comandante Scott se ha marchado hace unos minutos.

– ¿Se ha marchado? Cielo santo -dijo Hacklett.

Cerró la puerta de la estancia de golpe, con llave y miró hacia la cama.

– Dios santo -repitió-. Dios Santo, ese pirata nos matará a todos.

– A todos no -dijo su esposa, apuntándolo con una pistola. Su marido guardaba un par de pistolas cargadas junto a la cama, y ahora ella le apuntaba con una en cada mano.

– Emily -intentó razonar Hacklett-, no hagas tonterías. No es momento para bromas, ese hombre es un malvado asesino.

– No te acerques más -dijo ella.

Él vaciló.

– Es un farol.

– No lo es.

Hacklett miró a su esposa, y luego las pistolas que sujetaba. Él no era muy ducho en el manejo de las armas, pero a pesar de su limitada experiencia sabía que era extremadamente difícil disparar una pistola con precisión. No sentía tanto miedo como irritación.

– Emily, te estás portando como una maldita idiota.

– Quieto -ordenó ella.

– Emily, eres una inconsciente y una ramera, pero no una asesina y yo…

Ella disparó una de las pistolas. La habitación se llenó de humo. Hacklett gritó aterrorizado. Pasó un buen rato antes de que marido y mujer se dieran cuenta de que no estaba herido.

Hacklett rió, más que nada de alivio.

– Ya ves que no es tan fácil -dijo-. Dame la pistola.

Ella dejó que se acercara antes de volver a disparar, apuntando a la altura de la ingle. El impacto no fue potente. Hacklett siguió de pie. Dio otro paso, acercándose tanto a ella que casi podía tocarla.

– Siempre te he odiado -dijo él, con voz tranquila-. Desde el día que te conocí. ¿Te acuerdas? Te dije «Buenos días, señora», y tú me dijiste…

Sufrió un acceso de tos y se desplomó en el suelo, doblado de dolor.

Sangraba por la cintura.

– Me dijiste -siguió-. Dijiste… Oh, maldita seas mujer, tú y tus perversos ojos negros… duele… me dijiste.

Se balanceó en el suelo, con las manos apretadas sobre la ingle, la cara contorsionada de dolor, los ojos cerrados con fuerza. Gemía al compás de su balanceo.

– Aaaah… Aaaah… Aaaah…

Ella se incorporó en la cama y soltó la pistola. Estaba tan caliente que al tocar la sábana, dejó la marca del cañón en la tela. Rápidamente volvió a cogerla y la tiró al suelo; después miró a su esposo. Seguía balanceándose, gimiendo; de golpe paró y la miró, y habló entre dientes.

– Acaba de una vez -susurró.

Ella sacudió la cabeza. Las cámaras estaban vacías; no sabía cómo cargarlas de nuevo, ni si había balas y pólvora.

– Acaba de una vez -pidió él otra vez.

Emily Hacklett sintió emociones contradictorias. En vista de que no parecía que fuera a morir tan rápidamente como creía, se acercó a la mesilla, llenó un vaso de vino y se lo ofreció. Le levantó la cabeza y le ayudó a beber. Él dio un sorbo, pero después le entró una furia repentina y con una mano sangrienta empujó a su mujer con fuerza. Ella cayó hacia atrás, con la huella de la mano roja en su camisón.

– Maldita seas, puta del rey -susurró, y empezó a balancearse de nuevo.

Estaba tan absorto en su dolor que parecía haber olvidado que ella seguía allí. La mujer se levantó, se sirvió un vaso de vino, tomó un sorbo y contempló la agonía de su marido.

Una hora después, cuando Hunter entró en la habitación, seguía allí de pie. Hacklett estaba vivo, pero con una palidez cetrina, y sus movimientos eran débiles, excepto algún espasmo involuntario. Estaba echado sobre un enorme charco de sangre.

Hunter sacó su pistola y fue hacia Hacklett.

– ¡No! -gritó ella.

El dudó pero después retrocedió.

– Gracias por vuestra cortesía -dijo la señora Hacklett.

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