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«Se relaciona con todo tipo de canallas y delincuentes», farfulló sir James. «Alienta… la ejecución de viles y sangrientas expediciones contra territorios españoles», cielo santo, «viles y sangrientas»… ¡Ese hombre está loco! «Permite que Port Ro- yal sea lugar de reunión para matones y truhanes… no es persona idónea para el alto cargo… permite todo tipo de corrupción…» Maldito sea.

Sir James Almont, todavía con ropa de cama, agitaba la carta en la mano.

– ¡Maldito canalla! -espetó-. ¿Cuándo te la ha dado?

– Ayer, excelencia -contestó Anne Sharpe-. Pensé que querríais leerla, excelencia.

– Desde luego que sí -dijo Almont, dándole una moneda por las molestias-. Y si hay más como esta, habrá más recompensas, Anne. -Pensó para sus adentros que había resultado ser una muchacha extraordinariamente lista-. ¿Se te ha insinuado?

– No, excelencia.

– Lo suponía -dijo Almont-. Bien, deberemos pensar en la forma de poner fin a las intrigas del señor Hacklett, de una vez por todas.

Se acercó a la ventana de su dormitorio y miró al exterior.

A la primera luz del día, el Cassandra ya doblaba la punta de Lime Cay, con la vela maestra izada y rumbo al este adquiriendo velocidad.

El Cassandra, como todos los barcos corsarios, puso primero rumbo a bahía del Toro, una pequeña ensenada a pocas millas al este de Port Royal. Allí, el señor Enders situó la nave con la proa al viento y el capitán Hunter, entre las velas que batían y se agitaban con la brisa, arengó a la tripulación.

Aquellas formalidades eran conocidas por todos los que estaban a bordo. Primero, Hunter pidió a todos que le votaran como capitán del barco y un coro lo aclamó entusiasmado. A continuación, enumeró las reglas de la expedición: ni alcohol ni lornicación, ni saqueo sin su permiso; pena de muerte por romper las reglas. Eran las normas habituales, y la aceptación también se daba por sentada.

Después, habló de la división del botín. Hunter, como capitán, se quedaría con trece partes sobre cien. A Sanson le corresponderían siete -esta cifra desencadenó algunos gruñidos- y el señor Enders tendría una y media. Lazue se llevaría una y cuarto. Ojo Negro también una y cuarto. El resto se dis- 1 ribuiría equitativamente entre la tripulación.

Uno de los marineros se puso de pie y dijo:

– Capitán, ¿nos lleváis a Matanceros? Es peligroso.

– Sin duda lo es -admitió Hunter-, pero el botín bien lo vale. Habrá mucho para todos. Si alguno considera que el riesgo es excesivo podrá desembarcar en esta bahía, y no por eso perderá ni un ápice de mi estima. Pero debe decidirse antes de que os hable del tesoro que nos espera.

Esperó, pero nadie se movió ni habló.

– Bien -prosiguió Hunter-. En el puerto de Matanceros esta anclada una nao española cargada de riquezas. Vamos a apoderarnos de ella. -Sus palabras desencadenaron un enorme griterío. Hunter tardó varios minutos en hacerlos callar otra vez. Y cuando los marineros volvieron a prestarle atención, sus ojos relucían con visiones de oro-. ¿Estáis conmigo? -gritó Hunter.

Todos respondieron a gritos.

– Entonces, rumbo a Matanceros.

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