A la luz de las antorchas, Hunter supervisaba el cargamento de su barco en plena noche.
El importe del derecho de amarre en Port Royal era elevado; un navio mercante cualquiera no podía permitirse quedarse más de unas horas cargando o descargando, pero el pequeño balandro de Hunter se pasó doce horas largas anclado, y a Hunter no le costó un solo penique. Al contrario, Cyrus Pitkin, que era el dueño del muelle, se mostró encantado de cederle el amarre, y para animar al capitán a aceptar tan generosa oferta le obsequió además con cinco barriles de agua.
Hunter los aceptó educadamente. Sabía que Pitkin no lo hacía por magnanimidad; esperaba algo a cambio cuando regresara el Cassandra, y lo obtendría.
Del mismo modo, aceptó un tonel de cerdo salado del señor Oates, un agricultor de la isla. Y aceptó un barrilete de pólvora del señor Renfrew, el armero. Todo se realizó con ceremoniosa cortesía, pero con el ojo muy atento a la relación entre lo recibido y lo esperado.
Entre estos intercambios corteses, Hunter interrogó a todos los miembros de su tripulación y pidió al señor Enders que los examinara, para asegurarse de que estaban sanos antes de subir a bordo. Hunter también revisó todas las provisiones: abrió todos los toneles de cerdo y de agua, olió el contenido y metió la mano hasta el fondo, para comprobar que realmente estaban llenos. Probó el agua de todos los barriles y verificó que todas las galletas fueran frescas y no tuvieran gorgojo.
En una larga travesía oceánica, no era posible que el capitán efectuara estas comprobaciones personalmente. Este tipo de travesía exigía toneladas de agua y comida para la tripulación, y gran parte de la carne se transportaba viva, mugiendo y graznando.
Pero los corsarios viajaban de un modo diferente. Sus pequeños barcos iban cargados de hombres y las provisiones eran escasas. Un corsario no esperaba comer bien durante un viaje; a veces ni siquiera llevaban comida, y las naves zarpaban esperando obtener provisiones cuando abordaran otro barco o invadieran una ciudad.
Los corsarios tampoco iban exageradamente armados. El Cassandra, un balandro de poco más de veinte metros, estaba dotado solo con cuatro cañones medianos, unos cañones giratorios más pequeños que las culebrinas, colocados a proa y a popa. Este era su único armamento, así que no podía hacer nada contra un buque de guerra, aunque fuera de quinta o sexta categoría. En contrapartida, los corsarios contaban con la velocidad y la maniobrabilidad -además de una quilla poco profunda- para esquivar a sus adversarios más peligrosos. Podían aprovechar el viento mucho mejor que un gran navio de guerra, y podían entrar en puertos y canales poco profundos donde un barco mayor no podía perseguirlos.
En el mar Caribe, donde raramente se navegaba sin avistar alguna isla rodeada de arrecifes de coral cercanos a la superficie, se sentían bastante a salvo.
Hunter supervisó la carga del barco hasta casi el amanecer. 1)e vez en cuando, los curiosos se amontonaban, y él se apresuraba a echarlos. Port Royal estaba repleto de espías; los asentamientos españoles pagaban bien los chivatazos de expediciones como aquella. De todos modos, Hunter no deseaba que nadie viera los extraños suministros que estaba cargando a bordo: las numerosas cuerdas, los garfios plegables y las extrañas botellas que el Judío había embalado en cajas de madera.
De hecho, las cajas del Judío estaban envueltas en tela encerada y se colocaron bajo la cubierta, fuera de la vista de los marineros. Como había dicho Hunter a don Diego, aquel era su «pequeño secreto».
Al romper el día, el señor Enders, todavía lleno de energía y con su incansable paso oscilante, se acercó a él y le dijo:
– Disculpad, capitán, pero hay un pordiosero con una pata de palo que ha estado casi toda la noche dando vueltas por el almacén.
Hunter miró hacia el edificio, todavía en tinieblas a la luz tenue del alba. Los muelles no eran un buen lugar para pedir limosna.
– ¿Le conocéis?
– No, capitán.
Hunter frunció el ceño. En otras circunstancias, habría ordenado que llevaran al hombre ante el gobernador y le habría pedido que encerrara al mendigo en la prisión de Marshallsea algunas semanas. Pero era tarde; el gobernador aún estaría durmiendo y no le complacería que le despertaran.
– Bassa.
El Moro apareció a su lado con todo su corpachón.
– ¿Ves a ese mendigo de la pata de palo?
Bassa asintió.
– Mátalo.
Bassa se alejó. Hunter miró a Enders, y este suspiró.
– Es mejor así, capitán. -Citó un viejo proverbio-: Mejor un viaje que comienza con sangre que un viaje que termina con sangre.
– Me temo que tendremos mucha, tanto al comienzo como al final -sentenció Hunter, y siguió con su trabajo.
Cuando el Cassandra desplegó las velas media hora más tarde, con Lazue a proa para avistar los bancos de arena de Pelican Point a la débil luz de la aurora, el capitán echó una última mirada al puerto. La ciudad dormía pacíficamente. Los faroleros estaban apagando las antorchas en el muelle. Las pocas personas que habían ido a despedirse ya se marchaban.
Entonces, flotando boca abajo en el agua, vio el cuerpo del mendigo con una sola pierna. El cadáver se balanceaba arriba y abajo con la marea, y la pata de palo golpeaba suavemente contra una columna de amarre.
Pensó si aquello sería un buen presagio o un mal presagio. No se decidió por ninguno de los dos.