23

Enders, el barbero cirujano y artista del mar, estaba de pie al timón del Cassandra y observaba las grandes olas que se volvían plateadas al romper contra el arrecife del cayo de Barton, a cien metros a babor. A lo lejos podía ver la mole negra del monte Leres, imponente en el horizonte.

Un marinero se acercó a popa.

– Han dado la vuelta a la clepsidra -dijo.

Enders asintió. Habían transcurrido quince clepsidras desde el crepúsculo, lo que significaba que eran casi las dos. El viento soplaba del este, con una fuerza de unos diez nudos; su embarcación surcaba veloz el agua, por lo que en una hora llegarían a la isla.

Miró fijamente el perfil del monte Leres. Enders no podía distinguir el puerto de Matanceros. Tendría que doblar la punta meridional de la isla antes de avistar la fortaleza y el galeón, suponiendo que siguiera anclado en el puerto.

Para entonces, también estaría al alcance de los cañones de Matanceros, a menos que Hunter y su grupo los hubieran inutilizado.

Enders miró a su tripulación, de pie en el puente descubierto del Cassandra. Ningún hombre hablaba; observaban en silencio el contorno de la isla, que se agrandaba frente a ellos.

Todos sabían lo que estaba en juego y todos conocían los riesgos: dentro de unas horas, o serían inimaginablemente ricos o con toda probabilidad estarían muertos.

Por enésima vez aquella noche, Enders se preguntó qué suerte debían de haber corrido Hunter y los demás y dónde estarían.

A la sombra de los muros de piedra de Matanceros, Sanson mordió el doblón de oro y lo pasó a Lazue. Ella lo mordió y se lo pasó al Moro. Hunter asistió al solemne ritual, que todos los corsarios creían que traía suerte antes de un ataque. Por fin, le llegó el doblón; lo mordió, sintiendo el sabor del metal. Después, a la vista de todos, lanzó la moneda por encima de su hombro derecho.

Sin decir palabra, los cinco hombres salieron en direcciones distintas.

Hunter y don Diego, con cuerdas y garfios al hombro, avanzaron furtivamente en dirección norte rodeando la fortaleza; debían detenerse a menudo para dejar pasar las patrullas. Hunter echó una ojeada a los altos muros de piedra de Matanceros. Las partes más elevadas eran lisas, con un borde redondeado para hacer más difícil la escalada. Pero esas habilidades de construcción no serían suficientes para echar abajo su plan; Hunter estaba seguro de que sus garfios encontrarían los puntos de apoyo que necesitaban.

Cuando alcanzaron la pared norte del fuerte, la más alejada el mar, se detuvieron. Diez minutos después, pasó una patrulla; el ruido metálico de sus armaduras y armas resonó en el sosiego nocturno. Esperaron hasta que los soldados se perdieron de vista.

Entonces Hunter corrió y lanzó el garfio por encima del muro. Oyó un débil chasquido metálico cuando cayó en el interior. Tiró de la cuerda y el hierro volvió a caer en el suelo a su lado. Maldijo y esperó, escuchando.

Todo estaba en silencio; no había ningún indicio de que alguien lo hubiera oído. Lanzó el garfio por segunda vez, y lo vio volar por encima del muro. Volvió a tirar. Y tuvo que apartarse cuando el hierro cayó de nuevo al suelo.

Lo lanzó por tercera vez y esta vez el garfio se agarró a algo, pero casi inmediatamente oyó el ruido de otra patrulla. Rápidamente, Hunter trepó por la pared, jadeando y empujado por las voces cada vez más cercanas de los soldados provistos de armaduras. Alcanzó el parapeto, se agachó y recuperó la cuerda. Don Diego se había ocultado en la maleza.

La patrulla pasó bajo los ojos de Hunter.

Hunter soltó la cuerda y don Diego trepó, murmurando y blasfemando en español. Don Diego no era fuerte, así que su ascenso se hizo interminable. De todos modos, por fin llegó arriba y Hunter lo izó y recogió la cuerda. Los dos hombres, agachados sobre la piedra fría, miraron alrededor.

Matanceros estaba en silencio en la oscuridad; las hileras de tiendas debían de estar ocupadas por cientos de hombres dormidos. Era emocionante estar tan cerca de tantos enemigos.

– ¿Guardias? -susurró el Judío.

– No veo ninguno -dijo Hunter-, excepto allí.

En el lado opuesto de la fortaleza había dos figuras armadas de pie. Pero estaban vigilando el mar, escrutando el horizonte en busca de naves que se acercaran.

Don Diego asintió.

– Habrá un guardia en el polvorín.

– Probablemente.

Los dos hombres estaban casi justo encima del cobertizo de madera que Lazue creía que podía ser el polvorín. Desde donde estaban agachados no podían ver la puerta de la barraca.

– Primero deberíamos ir allí -dijo el Judío.

No llevaban explosivos, solo mechas. Pretendían coger los explosivos del polvorín de la fortaleza.

En silencio, rodeados por la oscuridad, Hunter saltó al suelo y don Diego lo siguió, parpadeando para adaptarse a la penumbra. Dieron la vuelta a la barraca buscando la puerta.

No vieron a ningún guardia.

– ¿Dentro? -susurró el Judío.

Hunter se encogió de hombros, se dirigió hacia la puerta, escuchó un momento, se quitó las botas y empujó suavemente la puerta. Miró hacia atrás y vio que don Diego también se estaba descalzando. Hunter entró.

El interior del polvorín estaba revestido de cobre por todos los lados y unas pocas velas cuidadosamente protegidas iluminaban la habitación con un brillo cálido y rojizo. Era sorprendentemente acogedor, a pesar de las hileras de barriles de pólvora y los saquitos ya preparados para introducir en los cañones, todos marcados con pintura roja. Hunter se movió silenciosamente por el suelo de cobre. No veía a nadie, pero oía a un hombre que roncaba en algún lugar del polvorín. Avanzando oculto por los barriles, buscó al hombre; finalmente encontró a un soldado dormido, apoyado en un barril de pólvora. Hunter pegó un fuerte golpe al hombre en la cabeza; el soldado gimió y cayó desplomado.

El Judío entró, echó un vistazo a la habitación y susurró:

– Excelente.

Inmediatamente se puso manos a la obra.

Si la fortaleza estaba silenciosa y dormida, el pueblo de barracas improvisadas que alojaba a la tripulación del galeón, en cambio, estaba en plena ebullición. Sanson, el Moro y Lazue atravesaron discretamente el pueblo, pasando junto a ventanas por las que vieron a soldados bebiendo y jugando a la luz amarilla de los faroles. Un soldado borracho salió dando tumbos, tropezó con Sanson, se disculpó y fue a vomitar contra la pared. Los tres siguieron caminando hacia la barca atracada a la orilla del río.

Aunque de día el pequeño muelle no estaba vigilado, en aquel momento tres soldados estaban apostados allí, charlando y bebiendo en la oscuridad. Estaban sentados en un extremo del muelle, con los pies colgando sobre el agua, y el suave sonido de sus voces se fundía con el chapoteo del agua contra las estacas de madera. Daban la espalda a los corsarios, pero los tablones de madera con los que estaba construido el muelle hacían imposible acercarse en silencio.

– Lo haré yo -dijo Lazue, quitándose el blusón. Desnuda hasta la cintura, con el puñal escondido a la espalda, empezó a silbar una melodía mientras echaba a caminar por el muelle.

Uno de los soldados se volvió.

– ¿Qué pasa ahí? -preguntó y levantó el farol. Abrió los ojos, estupefacto, al ver lo que debió de parecerle una aparición: una mujer con los pechos al aire caminando tranquilamente hacia él-. ¡Madre de Dios! -exclamó.

La mujer le sonrió.

El correspondió a la sonrisa en el mismo instante en el que el puñal atravesaba sus costillas hasta el corazón.

Los demás soldados miraron a la mujer con el puñal goteando sangre. Estaban tan atónitos que apenas opusieron resistencia cuando ella les mató; el pecho desnudo de Lazue quedó manchado de sangre.

Sanson y el Moro corrieron, saltando sobre los cadáveres de los tres hombres. Lazue se puso de nuevo el blusón. Sanson subió a uno de los botes e inmediatamente se dirigió a la proa del galeón. El Moro soltó los demás botes y los empujó hacia el puerto, donde flotaron a la deriva. Después, el Moro subió a un bote con Lazue y se dirigieron hacia la popa del galeón. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.

Lazue se apretó el blusón contra el cuerpo. La sangre de los soldados le empapó la tela y sintió un escalofrío. Se puso de pie en el bote y miró hacia el galeón mientras el Moro remaba con movimientos fuertes y rápidos.

El galeón era grande, de poco menos de cincuenta metros, pero estaba casi todo a oscuras, con solo unas antorchas que destacaban el perfil. Lazue miró a la derecha, donde vio a San- son remando en la otra dirección, hacia la proa del galeón. Su cuerpo se recortaba contra el fondo iluminado del animado pueblo de chabolas. La mujer se volvió y miró a la izquierda, a la línea gris de los muros de la fortaleza. Se preguntó si Hunter y el Judío estarían ya dentro.

Hunter observaba mientras el Judío llenaba delicadamente las entrañas de la zarigüeya de pólvora. Parecía un proceso interminable, pero el Judío se negaba a apresurarse. Estaba en cuclillas en el centro del polvorín, con un saco de pólvora abierto a un lado, y canturreaba una melodía mientras trabajaba.

– ¿Cuánto falta? -preguntó Hunter.

– No mucho, no mucho -contestó el Judío, imperturbable-. Será estupendo -dijo-. Ya lo veréis. Algo digno de ver.

Una vez llenas las entrañas, las cortó en varios fragmentos y se las guardó en el bolsillo.

– Bien -dijo-. Ya podemos empezar.

Poco después, los dos hombres salieron del polvorín, encorvados por el peso de las cargas de pólvora que llevaban encima. Cruzaron el patio principal de la fortaleza a hurtadillas y se pararon bajo el macizo parapeto de piedra sobre el que descansaban los cañones. Los dos vigías seguían allí.

Mientras el Judío esperaba con la pólvora, Hunter trepó por el parapeto y mató a los vigías. El primero murió en absoluto silencio y el otro únicamente soltó un pequeño gemido al caer al suelo.

– ¡Diego! -siseó Hunter.

El Judío apareció en el parapeto y miró los cañones. Metió una baqueta en una de las culatas.

– Qué maravilla -susurró-. Ya están cargados de pólvora. Juguemos un poco. Tomad, ayudadme.

El Judío empujó otro saco de pólvora en el interior de la boca de uno de los cañones.

– Ahora la bala -dijo.

Hunter frunció el ceño.

– Pero ellos introducirán otra bala antes de disparar.

– Por supuesto. Dos cargas, dos balas, estos cañones les explotarán en la cara.

Rápidamente, pasaron de una culebrina a otra. El Judío añadía una carga de pólvora y Hunter introducía la bala. Cada bala emitió un sonido sordo y retumbante al resbalar dentro de la culata del cañón, pero no había nadie cerca para oírlo.

Al terminar, el Judío dijo:

– Ahora tengo cosas que hacer. Vos debéis meter arena en todos los tubos.

Hunter bajó del parapeto. Recogió un poco de tierra del suelo de la fortaleza y echó un puñado dentro de cada boca de las culebrinas. El Judío era listo: aunque los cañones llegaran a disparar, la arena de las culatas impediría que apuntaran bien, y dañaría tan gravemente el interior que nunca más volverían a ser precisos.

Cuando terminó, vio que el Judío estaba agachado sobre una cureña de cañón, trabajando debajo de la culata. Por fin, se incorporó.

– Este ha sido el último.

– ¿Qué habéis hecho?

– He metido una mecha bajo la culata. La acumulación de

calor cuando intenten disparar incendiará estas mechas. -Hunter lo vio sonreír en la penumbra-. Será prodigioso.

El viento roló y la popa del galeón viró hacia Sanson. El francés ató el cabo al espejo de popa dorado y empezó a escalar por el mamparo posterior hacia el camarote del capitán. Oyó el vago eco de una canción española. Escuchó las palabras obscenas, pero no llegó a distinguir de dónde procedía la voz; parecía flotar a la deriva, esquiva y débil.

Se introdujo en el camarote del capitán a través del portillo de un cañón. Estaba vacío. Salió al puente de artillería y bajó la escalerilla que llevaba a la zona donde dormían los marineros. Tampoco encontró a nadie allí. Contempló las hamacas vacías, meciéndose suavemente con el movimiento del barco. Docenas de hamacas y ni rastro de marineros.

A Sanson aquello no le gustó nada: un barco sin guardias significaba un barco sin tesoro. Temió lo que todos habían temido pero nadie se había atrevido a pronunciar: que habían descargado el tesoro y lo habían guardado en otra parte, quizá en la fortaleza. Si era así, sus planes serían inútiles.

Por lo menos, Sanson esperaba encontrar una mínima tripulación y algunos guardias. Fue a la cocina de popa y se animó un poco. La cocina estaba vacía, pero había pruebas de que se había cocinado recientemente: un estofado de buey en una gran caldera, algunas verduras, un limón cortado rodando arriba y abajo sobre la superficie de madera.

Salió de la cocina y siguió avanzando. A lo lejos oyó los gritos del centinela en la cubierta saludando la llegada de Lazue y el Moro.

Estos ataron el bote junto a la escalerilla que colgaba en el centro del galeón. El centinela del puente se asomó y saludó.

– ¿Qué queréis? -gritó.

– Traemos ron -respondió Lazue en voz baja-. De parte del capitán.

– ¿Del capitán?

– Es su cumpleaños.

– Bravo, bravo.

Sonriendo, el centinela se apartó para permitir que Lazue subiera a bordo. La miró y, durante un momento, pareció horrorizado al ver la sangre en su blusón y en sus cabellos. En un abrir y cerrar de ojos el cuchillo centelleó y se hundió en el pecho del hombre. El centinela agarró el mango, sorprendido. Parecía que fuera a decir algo pero cayó hacia delante sobre cubierta.

El Moro subió a bordo y avanzó furtivamente hacia un grupo de cuatro soldados que jugaban a cartas. Lazue no se quedó a mirar lo que hacía; bajó a la cubierta inferior. Encontró a diez soldados durmiendo en un compartimiento de proa; en silencio, cerró la puerta y la atrancó por fuera.

Había cinco soldados más cantando y bebiendo en un camarote contiguo. Se asomó y vio que iban armados. Ella llevaba las pistolas metidas en el cinto; no dispararía a menos que fuera absolutamente necesario. Esperó fuera.

Poco después, el Moro llegó a su lado.

Ella señaló la habitación. El sacudió la cabeza. Se quedaron los dos junto a la puerta.

Al poco rato, uno de los soldados anunció que su vejiga estaba a punto de estallar y salió de la habitación. En cuanto apareció, el Moro le pegó un golpe en la cabeza con un pedazo de madera; el hombre cayó al suelo con un ruido sordo, a pocos pasos de la puerta.

Los que seguían dentro miraron hacia el origen del ruido. Veían los pies del hombre a la luz de la habitación.

– ¿Juan?

El hombre caído no se movió.

– Ha bebido demasiado -dijo alguien y siguieron jugando a cartas.

Pero, al cabo de un rato, uno de los hombres empezó a preocuparse por Juan y salió a investigar. Lazue le cortó la garganta y el Moro entró en la habitación, blandiendo el madero en amplios arcos. Los hombres cayeron al suelo silenciosamente.

En la parte de popa del barco, Sanson salió de la cocina y siguió avanzando hasta que tropezó de cara con un soldado español. El hombre, que estaba borracho y llevaba una jarra de ron en una mano, se rió al ver a Sanson en la oscuridad.

– Qué susto me has dado -dijo el soldado en español-. No esperaba encontrar a nadie.

Pero al acercarse vio la cara lúgubre de Sanson y no la reconoció. Durante un instante se quedó estupefacto antes de que los dedos de Sanson se cerraran sobre su garganta.

Sanson bajó por otra escalerilla, más abajo del puente de camarotes. Llegó a los almacenes de popa y los encontró todos cerrados con candados. Había sellos en los candados; se agachó y los examinó en la oscuridad. No había duda, en la cera amarilla reconoció el sello de la Corona y el ancla de la ceca de Lima. Allí dentro había plata de Nueva España; su corazón se aceleró.

Volvió a la cubierta superior y se dirigió al castillo de popa, cerca del timón. Volvió a oír ecos de una canción. Seguía sin poder localizar el origen del sonido. Se paró para escuchar; de repente, la canción se interrumpió y una voz preocupada preguntó:

– ¿Qué sucede? ¿Quién sois?

Sanson miró. ¡Claro! Encaramado entre las vergas del palo mayor, había un hombre mirándolo desde arriba.

– ¿Quién va? -preguntó.

Sanson sabía que el hombre no podía verle bien. Se refugió en la sombra.

– ¿Quién…? -dijo el hombre, confundido.

En la oscuridad, Sanson desenvainó la ballesta, tensó la cuerda, colocó la flecha y se la acercó a la cara. Miró al español que bajaba por el aparejo, blasfemando con irritación.

Sanson disparó.

El impacto de la flecha hizo que el hombre soltara las cuerdas; su cuerpo voló una docena de metros en la penumbra y cayó al agua con un chapoteo suave. No se oyó ningún otro sonido.

Sanson recorrió el puente de popa desierto y, cuando tuvo la seguridad de que estaba solo, cogió el timón. Un momento después vio que Lazue y el Moro salían a cubierta por la proa del barco. Le miraron y le saludaron con la mano; sonreían.

El barco era suyo.

Hunter y don Diego habían vuelto al polvorín y estaban colocando una larga mecha en los barriles de pólvora. Trabajaban con prisas porque, cuando habían terminado con los cañones, el cielo ya empezaba a clarear.

Don Diego dispuso los barriles en pequeños grupos por toda la estancia.

– Tiene que hacerse así -susurró-. De otro modo solo habría una explosión, y no es lo que deseamos.

Rompió dos barriles y esparció la pólvora sobre el suelo. Satisfecho por fin, encendió la mecha.

En aquel momento se oyó un grito en el interior del patio de la fortaleza y después otro.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Diego.

Hunter frunció el ceño.

– Puede que hayan encontrado al centinela muerto -dijo.

Poco después se oyeron más gritos en el patio, y el sonido de pasos apresurados. Luego, una palabra repetida una y otra vez.

– ¡Piratas! ¡Piratas!

– Habrá llegado el Cassandra -dijo Hunter. Miró hacia la mecha, que chisporroteaba y siseaba en un rincón de la estancia.

– ¿La apago? -preguntó Diego.

– No. Dejadla.

– No podemos quedarnos aquí.

– Dentro de unos minutos habrá una gran confusión en el patio. Entonces podremos escapar.

– Esperemos que sean solo unos minutos -deseó Diego.

Los gritos en el patio eran cada vez más fuertes. Oyeron cientos de pies que corrían, lo que significaba que habían movilizado a toda la guarnición.

– Vendrán a echar un vistazo al polvorín -dijo Diego, muy nervioso.

– Es posible -aceptó Hunter.

En aquel momento se abrió la puerta de golpe y Cazalla entró en la estancia con una espada en la mano. Inmediatamente los vio.

Hunter cogió una espada de las muchas que colgaban de las paredes.

– Marchaos, Diego -susurró.

Diego se escabulló por la puerta mientras Cazalla golpeaba la espada de Hunter. Los dos espadachines se movieron en círculos por la estancia.

Hunter estaba retrocediendo.

– Inglés -dijo Cazalla, riendo-. Os haré pedazos y los daré a mis perros para comer.

Hunter no contestó. Sopesó la espada, intentando familiarizarse con su peso, probando la flexibilidad de la hoja.

– Y mi amante -dijo Cazalla- se comerá tus testículos para cenar.

Giraron cautelosamente por la estancia. Hunter dirigía a

Cazalla fuera del polvorín, lejos de la mecha chisporroteante, que el español no parecía haber visto.

– ¿Tenéis miedo, inglés?

Hunter retrocedió y casi llegó a la puerta. Cazalla intentó atacar, pero Hunter lo repelió, sin dejar de retroceder. Cazalla embistió de nuevo. El movimiento lo hizo salir al patio.

– Sois un cobarde apestoso, inglés.

Ya estaban los dos en el patio y Hunter se lanzó al ataque. Cazalla rió encantado. Combatieron un momento en silencio, pero Hunter seguía maniobrando para alejarse del polvorín.

A su alrededor, los hombres de la guarnición corrían y gritaban. Cualquiera de ellos podía matar a Hunter cuando quisiera. El peligro que corría el capitán era enorme; de repente, Cazalla adivinó por qué lo hacía. Se detuvo, dio un paso atrás y miró hacia el polvorín.

– Sois un bastardo inglés, hijo de…

Cazalla corrió hacia el polvorín, justo cuando la primera explosión lo envolvía en una llamarada blanca y un calor abrasador.

La tripulación a bordo del Cassandra, que estaba entrando en el estrecho canal, vio explotar el polvorín y gritó entusiasmada. Pero Enders, al timón, tenía el ceño fruncido. Los cañones de Matanceros seguían allí; distinguía los largos tubos sobresaliendo de los portillos en la pared de piedra. A la luz rojiza del incendio del polvorín, podía ver claramente a los artilleros preparándose para disparar los cañones.

– Que Dios nos ayude -dijo Enders. El Cassandra estaba completamente a tiro de las baterías-. ¡Todos preparados! -gritó-. ¡Vamos a probar a qué saben las balas de un cañón español!

Lazue y el Moro, en el puente de proa del galeón, también vieron la explosión. Contemplaron cómo el Cassandra pasaba velozmente frente a la fortaleza.

– Madre de Dios -dijo Lazue-. No han llegado a los cañones. No han desarmado los cañones.

Diego estaba en el exterior de la fortaleza y corría hacia el agua. No se paró cuando el polvorín explotó con un rugido aterrador; ni se preguntó si Hunter seguía vivo; no pensó en nada. Corrió a toda velocidad, con los pulmones a punto de explotar, hacia el mar.

Hunter estaba atrapado en la fortaleza. Las patrullas españolas apostadas fuera estaban entrando por la puerta occidental; no podía escapar por ahí. No veía a Cazalla por ninguna parte, pero corrió hacia el este, alejándose del polvorín, hacia una construcción baja de piedra, con la intención de subir al tejado y, desde allí, saltar sobre el muro.

Cuando llegó al edificio, cuatro soldados lo interceptaron, lo hicieron retroceder, apuntándole hacia la puerta con la espada y él se encerró dentro. La puerta era de madera gruesa y ellos la empujaron sin éxito.

Echó una ojeada a la habitación. Eran los aposentos de Cazalla, lujosamente amueblados. Una muchacha de cabellos oscuros estaba en la cama. Lo miró aterrorizada, con las sábanas hasta la barbilla, mientras Hunter cruzaba la habitación hasta las ventanas traseras. Estaba a punto de salir por ellas cuando oyó que ella preguntó, en inglés:

– ¿Quién sois?

Hunter se detuvo, estupefacto. Su acento era refinado y aristocrático.

– ¿Y quién diablos sois vos?

– Soy lady Sarah Almont, de Londres -dijo-. Me tienen prisionera.

Hunter se quedó boquiabierto.

– Entonces vestios, señora -dijo.

En aquel momento se hizo pedazos otra ventana y Cazalla penetró en la habitación, blandiendo la espada. Estaba gris y cubierto de hollín por la explosión de pólvora. La muchacha gritó.

– Vestios, señora -dijo Hunter, mientras se enzarzaba en un combate con Cazalla. Vio que la mujer se apresuraba a ponerse un complicado vestido blanco.

Cazalla jadeaba. Combatía con la desesperación de la furia y de algo más, tal vez miedo.

– Inglés -siseó, atacando de nuevo.

En ese momento, Hunter lanzó la espada como si fuera un cuchillo. La hoja atravesó la garganta de Cazalla. El hombre tosió y cayó hacia atrás; quedó sentado en la silla de su mesa ricamente adornada. Se echó hacia delante, tirando de la hoja. En esa postura parecía que estuviera estudiando los mapas desplegados sobre la mesa. La sangre goteaba sobre las cartas. Cazalla emitió una especie de gorgoteo y cayó al suelo.

– Vamos -apremió a la mujer.

Hunter la ayudó a cruzar la ventana, para salir de la habitación. No se volvió a mirar el cadáver de Cazalla.

Se dirigió con la mujer hacia la pared norte del parapeto. El suelo estaba a diez metros de altura y la tierra era dura, con algunos matorrales. Lady Sarah se agarró a él.

– Está muy alto -dijo.

– No tenemos elección -replicó él, y la empujó.

Con un chillido, ella cayó. Hunter miró hacia atrás y vio que el Cassandra entraba en la bahía, pasando bajo la batería principal de cañones de la fortaleza. Los artilleros estaban a punto para disparar. Hunter también saltó. La muchacha todavía estaba en el suelo, agarrándose un tobillo.

– ¿Os habéis hecho daño?

– No demasiado, creo.

La ayudó a ponerse de pie y le pasó un brazo por el hombro. Sosteniéndola, corrieron hacia el agua. Oyeron que los primeros cañones abrían fuego contra el Cassandra.

Los cañones de Matanceros dispararon uno tras otro, con un segundo de diferencia. Pero cada uno de ellos salió despedido hacia atrás con la misma frecuencia, escupiendo pólvora y fragmentos de bronce. Los artilleros huyeron para ponerse a cubierto. Uno tras otro, los grandes cañones retrocedieron y enmudecieron.

Poco a poco los artilleros se levantaron y, perplejos, se acercaron a los cañones. Examinaron los oídos que habían explotado y hablaron con voces alteradas.

Entonces, una por una, las cargas colocadas bajo las cureñas estallaron, haciendo saltar astillas, y los cañones se desplomaron en el suelo. El último cañón rodó por el parapeto aterrorizando a los soldados, que corrían intentando esquivarlo.

A menos de quinientos metros de la costa, el Cassandra entró intacto en el puerto.

Don Diego, braceando en el agua, gritó a pleno pulmón al Cassandra, que se echaba encima de él. Horrorizado pensó que nadie le vería ni le oiría, pero repentinamente la proa del barco viró hacia babor y unas manos fuertes se asomaron por la borda y lo izaron, chorreando, a cubierta. Le pusieron en la mano un frasco de ron; le dieron una palmadita en la espalda y hubo algunas risas.

Diego paseó la mirada por cubierta.

– ¿Dónde está Hunter? -preguntó.

A la luz de la aurora, Hunter corría con la muchacha hacia la orilla del extremo septentrional de Matanceros. Estaban pasando bajo los muros por los que sobresalían, torcidos, los cañones ahora inutilizados.

Se pararon junto al agua para recuperar el aliento.

– ¿Sabéis nadar? -preguntó Hunter.

La muchacha negó con la cabeza.

– ¿Nada de nada?

– No, lo juro.

Hunter miró la proa del Cassandra que surcaba la bahía dirigiéndose hacia el galeón.

– Vamos -dijo, y volvieron a correr hacia el puerto.

Enders, el artista del mar, maniobró delicadamente el Cassandra para abordar al galeón. Inmediatamente, casi toda la tripulación saltó a bordo del navio más grande. Incluso Enders pasó al barco español, donde vio a Lazue y al Moro asomados por la borda. Sanson estaba al timón.

– Todo vuestro, señor -dijo este con una reverencia, entregando el timón a Enders.

– Con tu permiso, amigo mío -repuso Enders. Inmediatamente miró hacia lo alto, donde los marineros se afanaban con las jarcias-. ¡Izad la vela mayor! ¡Más rápido con ese foque! -Se desplegaron las velas, y el gran barco empezó a moverse.

A su lado, la reducida tripulación que quedaba en el Cassandra ató la proa de este último a la popa del galeón. El balandro giró sobre sí mismo, con las velas agitándose.

Enders no prestaba atención al pequeño velero.

Su atención se concentraba en el galeón. En cuanto empezó a moverse, y la tripulación se puso a trabajar con el cabrestante para subir el ancla, sacudió la cabeza.

– Menuda vieja carraca -se lamentó-. Se mueve como una vaca.

– Pero navegará -dijo Sanson.

– Oh, sí, navegará, por decirlo de algún modo.

El galeón se movía hacia el este, en dirección a la boca del puerto. Enders miró hacia la costa, buscando a Hunter.

– ¡Ahí está! -gritó Lazue.

Y en efecto, ahí estaba, de pie en la costa con una mujer.

– ¿Puedes parar? -preguntó Lazue.

Enders sacudió la cabeza.

– Embarrancaríamos -contestó-. Lanzadle un cabo.

El Moro ya lo había hecho. La cuerda llegó a la costa y Hunter se agarró a ella con la muchacha; inmediatamente tiraron de ellos y los hicieron caer al agua.

– Será mejor que los icéis rápidamente, antes de que se ahoguen -dijo Enders, pero sonreía.

La muchacha estuvo a punto de ahogarse, y después se pasó horas tosiendo. Pero Hunter estaba de excelente humor cuando tomó el mando de la nao del tesoro y puso rumbo, con el Cassandra a remolque, hacia mar abierto.

A las ocho de la mañana, las ruinas humeantes de Matanceros quedaban lejos por popa. Hunter, bebiendo copiosamente, pensó que tenía el honor de haber coronado con éxito la expedición corsaria más extraordinaria del siglo desde que Drake atacara Panamá.

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