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El 23 de octubre de 1665, la condena de Charles Hunter y su tripulación por los cargos de piratería y hurto fue sumariamente revocada por Lewisham, juez del Almirantazgo, reunido en sesión a puerta cerrada con sir James Almont, que había recuperado el cargo de gobernador de la colonia de Jamaica.

En la misma sesión, el comandante Edwin Scott, oficial jefe de la guarnición de Fort Charles, fue condenado por alta traición y sentenciado a morir en la horca al día siguiente. Con la promesa de conmutarle la sentencia, se obtuvo una confesión de su puño y letra. Cuando terminó de escribir el documento, un oficial desconocido mató a Scott en su celda de Fort Charles. El oficial nunca fue arrestado.

Para el capitán Hunter, ahora protagonista de todos los brindis de la ciudad, quedaba un problema por resolver: André Sanson. El francés estaba ilocalizable, y se decía que había huido a las colinas del interior. Hunter hizo correr la voz de que recompensaría generosamente cualquier información sobre Sanson; a media tarde le llegó una noticia sorprendente.

Hunter, que había establecido su cuartel general en el Jabalí Negro, recibió la visita de una vieja vulgar. Hunter la conocía; era propietaria de un burdel y se llamaba Simmons. Se acercó a él nerviosamente.

– Habla, mujer -dijo, y pidió un vaso de ron para calmar sus miedos.

– Veréis, señor -comentó, bebiendo su ron-, hace una semana, un hombre llamado Carter llegó a Port Royal. Estaba muy enfermo.

– ¿Se trata de John Carter, un marinero?

– En efecto.

– Habla -dijo Hunter.

– Decía que lo había recogido un navio postal inglés de St. Kitts. Avistaron una hoguera en un islote pequeño y deshabitado y pararon a investigar. Encontraron a Carter allí perdido y lo trajeron hasta aquí.

– ¿Dónde está ahora?

– Oh, se marchó. Está aterrorizado ante la idea de encontrarse con Sanson, el villano francés. Ahora está en las colinas, pero me contó su historia.

– ¿Qué historia? -preguntó Hunter.

La vieja vulgar se la contó rápidamente. Carter iba a bordo del balandro Cassandra, cargado con parte del tesoro del galeón, a las órdenes de Sanson. Encontraron un violento huracán, a causa del cual el barco naufragó en el arrecife interior de una isla; la mayoría de la tripulación murió. Sanson reunió a los que habían sobrevivido y les ordenó desembarcar el tesoro y enterrarlo en la isla. A continuación, construyeron una barca con los restos del balandro.

Entonces, según Carter, Sanson los mató a todos, a los doce hombres, y se marchó él solo con la barca. Carter había quedado malherido, pero de alguna manera había logrado sobrevivir y volver a casa para contar su historia. También dijo que no conocía el nombre de la isla, ni la localización exacta del tesoro, pero que Sanson había grabado un mapa en una moneda, que se había colgado al cuello.

Hunter escuchó la historia en silencio, dio las gracias a la mujer y le entregó una moneda por las molestias. Más que nunca deseaba encontrar a Sanson. Se quedó en el Jabalí Negro escuchando pacientemente a todas las personas que llegaron con algún rumor sobre el paradero del francés. Escuchó al menos una docena de versiones distintas: Sanson se había ido a Port Moran; Sanson había huido a Inagua; Sanson se había ocultado en las colinas.

Cuando por fin salió a la luz la verdad, esta fue asombrosa. Enders irrumpió en la taberna.

– ¡Capitán, está a bordo del galeón!

– ¿Qué?

– Sí, señor. Había seis de nuestros hombres de guardia. Ha matado a dos y ha mandado al resto en un bote para contároslo.

– ¿Contarme qué?

– O se le concede el perdón, y renunciáis públicamente a vengaros de él, o hundirá el barco, capitán. Lo hundirá donde está anclado. Debéis comunicarle vuestra decisión antes de medianoche, capitán.

Hunter soltó un juramento. Fue a la ventana de la taberna y miró hacia el puerto. El Trinidad se balanceaba tranquilamente sujeto a su ancla, pero estaba lejos de la costa, en aguas profundas, demasiado profundas para rescatar el tesoro si se hundía.

– Es listo como el demonio -dijo Enders.

– Ya lo creo -coincidió Hunter.

– ¿Responderéis a su petición?

– Ahora no -contestó Hunter. Se apartó de la ventana-. ¿Está solo en el barco?

– Sí, si es que importa…

Sanson valía por una docena de hombres o más en una batalla cuerpo a cuerpo.

El galeón del tesoro no estaba anclado cerca de otros bar- eos en el puerto; casi un cuarto de milla de agua lo rodeaba por todas partes. Se veía espléndido en su impenetrable aislamiento.

– Debo pensar -dijo Hunter, y volvió a sentarse.

Un barco anclado en mar abierto, en aguas tranquilas, era tan seguro como una fortaleza rodeada de un foso. Y lo que hizo Sanson a continuación lo volvió aún más seguro: echó al mar restos y deshechos alrededor del barco para atraer a los tiburones. De todos modos había muchos escualos en el puerto, de modo que llegar nadando a El Trinidad era un suicidio seguro.

Tampoco podía acercársele ningún bote sin ser avistado.

En consecuencia, el acercamiento tenía que ser a cara descubierta y parecer inofensivo. Pero una barca abierta no ofrecía ninguna posibilidad de escondite. Hunter se rascó la cabeza. Paseó arriba y abajo por el Jabalí Negro y entonces, todavía inquieto, salió a la calle.

Allí vio a uno de esos prestidigitadores tan habituales en aquellos tiempos, que escupía chorros de agua de colores por la boca. Era una práctica prohibida en la colonia de Massachu- setts porque se consideraba un vehículo para obras diabólicas; pero ejercían una extraña fascinación sobre Hunter.

Observó con atención al prestidigitador que bebía y escupía diversos tipos de agua. Al poco rato se decidió a abordarlo.

– Quiero conocer vuestros secretos.

– Muchas mujeres de clase alta de la corte del rey Carlos me han pedido lo mismo, ofreciendo más de que lo que me habéis ofrecido vos.

– Os ofrezco -indicó Hunter- vuestra vida. -Y le apuntó con una pistola cargada en la cara.

– No me intimidaréis -dijo el prestidigitador.

– En cambio yo creo que sí.

Poco después, estaban en la tienda del prestidigitador, escuchando los detalles de sus hazañas.

– Las cosas no son lo que parecen -dijo el prestidigitador.

– Mostrádmelo -pidió Hunter.

El prestidigitador contó que, antes de salir en público, se tragaba una pildora compuesta de hiél de vaquilla y harina cocida.

– Para limpiar el estómago.

– Entendido. Seguid.

– A continuación, tomo una mezcla de nueces del Brasil y agua, hervidas hasta que se vuelven de color rojo oscuro. Me lo trago antes de salir a trabajar.

– Seguid.

– Después, lavo los vasos con vinagre blanco.

– Seguid.

– Y algunos vasos no los aclaro demasiado.

– Seguid.

Entonces, explicó el prestidigitador, bebía agua de los vasos limpios, y al regurgitar el contenido del estómago, producía los cálices de «clarete». En otros vasos, que tenían una capa de vinagre, el mismo líquido se volvía «cerveza», de un color marrón oscuro.

Bebiendo y vomitando más agua producía un líquido de un rojo más claro, que él llamaba «jerez».

– Este es el único secreto -concluyó el prestidigitador-. Las cosas no son lo que parecen y se acabó. -Suspiró-. El truco es distraer la atención del público hacia otro lado.

Hunter le dio las gracias y fue a buscar a Enders.

– ¿Conocéis a la mujer que nos ayudó a salir de la prisión de Marshallsea?

– Se llama Anne Sharpe.

– Encontradla -dijo Hunter-. Y conseguid una tripulación para la barca formada por los mejores seis hombres que encontréis.

– ¿Para qué capitán? -Vamos a hacerle una visita a Sanson.

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