26

Cuatro días después avistaron al monstruo.

Habían navegado sin incidentes por el archipiélago de las Antillas Menores. El viento era favorable y el mar estaba en calma; Hunter sabía que se encontraban a un centenar de millas al sur de Matanceros, y cada hora que pasaba respiraba más aliviado.

La tripulación estaba ocupada manteniendo el galeón en condiciones. Los marineros españoles había dejado El Trinidad en un estado lamentable. Las jarcias estaban deshilachadas; las velas eran finas en ciertos puntos, y estaban desgarradas en otros; los puentes estaban sucios y las bodegas hedían a causa de los deshechos. Había mucho que hacer mientras navegaban frente a Guadalupe y San Marino.

A mediodía del cuarto día, Enders, siempre atento, percibió un cambio en el mar. Indicó un punto a estribor.

– Mirad allí -dijo a Hunter.

Hunter se volvió. El agua se veía plácida, con solo un ligero oleaje que apenas interrumpía la superficie transparente. Pero a unos cien metros se distinguía una mayor agitación entre las olas: un objeto largo se dirigía hacia ellos a una velocidad increíble.

– ¿A qué velocidad navegamos? -preguntó.

– A diez nudos -dijo Enders-. Dios santo…

– Si nosotros vamos a diez, esa cosa debe de ir a veinte -dijo Hunter.

– Como mínimo -corroboró Enders. Echó un vistazo a los marineros. Ninguno de ellos se había percatado.

– Poned rumbo a tierra -dijo Hunter-. Vayamos a aguas menos profundas.

– A los krakens no les gustan las aguas poco profundas -añadió Enders.

– Esperemos que no.

La forma sumergida se acercó y pasó junto al barco a unos cincuenta metros de distancia. Hunter entrevio una masa de luz de color blanco grisáceo y le pareció que estaba dotada de tentáculos, pero desapareció enseguida. Se alejó, pero luego dio la vuelta y volvió.

Enders se abofeteó la mejilla.

– Estoy soñando -dijo-. Tengo que estar soñando. Decidme que no es verdad.

– Es verdad -respondió Hunter.

Desde la cofa del palo mayor, Lazue, la vigía, llamó la atención de Hunter con un silbido. Lo había visto. Hunter la miró y sacudió la cabeza para que no diera la alarma.

– Gracias a Dios que no ha gritado -dijo Enders-, solo nos faltaría eso.

– Aguas menos profundas -dijo Hunter lúgubremente-. Y a toda velocidad.

Contempló las aguas agitadas que se acercaban una vez más.

En lo alto del palo mayor, Lazue estaba a la suficiente altura respecto a la superficie del mar para poder ver claramente al monstruo que avanzaba hacia ellos. Tenía el corazón en un puño; el kraken era una bestia legendaria, el protagonista de canciones de marineros y cuentos para los hijos de los hombres del mar. Pero pocos habían visto a esa criatura y Lazue no se alegraba de ser uno de ellos. Le pareció que su corazón se detenía mientras miraba cómo se acercaba aquella cosa otra vez, a una velocidad espeluznante, surcando la superficie del mar hacia El Trinidad.

Cuando estuvo muy cerca, vio al animal claramente en toda su dimensión. La piel era de un gris apagado. Tenía un hocico puntiagudo, un cuerpo bulboso que medía seis o siete metros y en la parte trasera una maraña de largos tentáculos, como la cabeza de Medusa. Pasó por debajo del barco, sin tocar el casco, pero las olas que levantó hicieron que el galeón se balanceara. Luego vieron que emergía por el otro lado y volvió a sumergirse en las profundidades azules del océano. Lazue se secó la frente sudorosa.

Lady Sarah Almont subió a cubierta y vio a Hunter mirando atentamente por la borda.

– Buenos días, capitán -dijo.

Él se volvió y le hizo una pequeña reverencia.

– Señora.

– Capitán, estáis muy pálido. ¿Os encontráis bien?

Sin responder, Hunter corrió al otro lado del puente de popa y siguió escrutando las olas, muy concentrado.

Enders, desde el timón, preguntó:

– ¿Lo veis?

– ¿Ver qué? -inquirió lady Sarah.

– No -contestó Hunter-. Se ha sumergido.

– Aquí el mar debe de tener una profundidad de cincuenta metros -dijo Enders-, pero para esa cosa es poco profundo.

– ¿Qué cosa? -preguntó lady Sarah, con un mohín encantador.

Hunter volvió a su lado.

– Podría regresar -dijo Enders.

– Sí -coincidió Hunter.

Ella miró a Hunter y luego a Enders. Ambos estaban empapados de sudor, y muy pálidos.

– Capitán, no soy marinero. ¿Qué significa esto?

Enders, a punto de estallar, dijo:

– Por la sangre de Cristo, señora, acabamos de ver…

– … un presagio -concluyó Hunter rápidamente, lanzando una mirada de advertencia a Enders-. Un presagio, señora.

– ¿Un presagio? ¿Sois supersticioso, capitán?

– Sí, es muy supersticioso, sí -interrumpió Enders, mirando hacia el horizonte.

– Es evidente -dijo lady Sarah, golpeando el suelo con el pie- que no vais a contarme qué sucede.

– Así es -dijo Hunter sonriendo.

A pesar de estar pálido, su sonrisa era encantadora.

Podía llegar a ser realmente exasperante, pensó ella.

– Sé que soy una mujer -empezó-, pero debo insistir…

En ese momento, Lazue gritó:

– ¡Barco a la vista!

Con el catalejo, y forzando la vista, Hunter vio unas velas cuadradas a popa, que apenas asomaban por encima de la línea del horizonte. Miró a Enders, pero el artista del mar estaba gritando órdenes para desplegar todas las velas de El Trinidad. Se desplegaron los juanetes, así como la vela de cruz, y el galeón ganó velocidad.

Una salva de advertencia pasó cerca del Cassandra, a un cuarto de milla delante de ellos. Enseguida, el pequeño balandro también soltó todas las velas.

Hunter volvió a mirar por el catalejo. Las velas en el horizonte no parecían haber aumentado de tamaño, pero tampoco habían disminuido.

– Maldición, de un monstruo a otro -renegó Enders-. ¿Qué tal vamos?

– Nos mantenemos -contestó Hunter.

– Debemos cambiar de rumbo cuanto antes -dijo Enders.

Hunter asintió. El Trinidad navegaba con viento del este a favor, pero aquel rumbo los acercaría demasiado a un archipiélago que se encontraba a su derecha. Pronto el agua sería demasiado poco profunda; tendrían que cambiar de dirección. Para cualquier embarcación, un cambio de rumbo representaba, cuanto menos, perder velocidad temporalmente. Pero en el caso del galeón, con tan pocos brazos, iría demasiado lento.

– ¿Podemos virar a popa? -preguntó Hunter.

Enders sacudió la cabeza.

– No me atrevo, capitán. Somos demasiado pocos.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó lady Sarah.

– Silencio -dijo Hunter-. Volved abajo.

– No pienso…

– ¡Bajad! -gritó el capitán.

Ella retrocedió, pero no se fue. Desde cierta distancia, observó lo que le pareció un extraño espectáculo. Lazue bajaba del aparejo con agilidad felina, casi con movimientos femeninos. Lady Sarah se quedó estupefacta cuando, bajo la camisa que el viento le adhería al cuerpo, distinguió la forma de un pecho. ¡Así que aquel hombre tan agradable era en realidad una mujer! Sin embargo, lady Sarah no tuvo tiempo para pensar en ello, porque Hunter, Enders y Lazue estaban enzarzados en una animada discusión. Hunter le mostraba a ella el barco perseguidor y el archipiélago a la derecha. Señaló el cielo despejado y el sol, ya en la parte descendente de su parábola. Lazue fruncía el ceño.

– ¿A qué isla querríais dirigiros? -preguntó.

– A la del Gato -contestó Enders, señalando una isla grande del archipiélago.

– ¿A la bahía del Mono? -preguntó ella.

– Sí -respondió Enders-. A la bahía del Mono.

– ¿La conoces? -dijo Hunter.

– Sí, pero de eso hace muchos años. Es un puerto a barlovento. ¿En qué fase está la luna?

– Cuarto menguante -dijo Hunter.

– Y no hay nubes -confirmó Lazue-. Qué lástima.

Tras ese comentario, todos asintieron y sacudieron la cabeza lúgubremente. Entonces, Lazue dijo:

– ¿Sois jugador?

– Sabes que sí -contestó Hunter.

– Entonces intentad cambiar de rumbo y despegaros de los perseguidores. Si lo lográis, perfecto. Si no, ya nos las arreglaremos.

– Me fío de tus ojos -dijo Hunter.

– Podéis fiaros -aseguró Lazue, y trepó por el aparejo hasta su puesto de vigilancia.

Lady Sarah no había entendido la conversación, aunque había reconocido claramente la tensión y la preocupación. Permaneció junto a la borda, mirando al horizonte, donde las velas del navio perseguidor ya se distinguían a simple vista, hasta que Hunter se acercó a ella. Una vez conocía la situación, parecía más relajado.

– No he entendido ni una palabra -dijo ella.

– Es bastante sencillo -aclaró Hunter-. ¿Veis ese navio que nos sigue? -Sí.

– ¿Y veis aquella isla a barlovento, la isla del Gato?

– La veo.

– Allí hay un puerto, llamado bahía del Mono. Será nuestro refugio, si conseguimos llegar a él.

Ella miró primero el navio perseguidor y luego la isla.

– Estamos muy cerca de la isla, no parece que tenga que haber problemas.

– ¿Veis el sol? -Sí…

– El sol se está poniendo por el oeste. Dentro de una hora se reflejará en el agua y su brillo nos deslumbrará. No podremos ver los obstáculos de abajo, cuando entremos en la bahía. En estas aguas, un barco no puede navegar hacia el sol sin peligro de que el fondo de coral agujeree el casco.

– Pero Lazue ya ha entrado en el puerto otras veces.

– Sí, pero como todo puerto situado a barlovento está expuesto a las tormentas y a las fuertes corrientes del océano abierto, eso hace que cambien. Un banco de arena puede variar en unos días, en unas semanas. La bahía del Mono podría no ser ahora como Lazue la recuerda.

– Oh. -La mujer se calló un momento-. Entonces, ¿por qué entramos en ese puerto? No os habéis detenido en las últimas tres noches. Seguid navegando de noche y perdeos en la oscuridad. -Parecía encantada con su solución.

– Hay luna -objetó Hunter tristemente-. Cuarto menguante. No saldrá hasta medianoche, pero será suficiente para que un barco pueda perseguirnos. Solo tendremos cuatro horas de absoluta oscuridad. No podremos huir de él en un tiempo tan breve.

– Entonces, ¿qué haremos?

Hunter recogió el catalejo y escrutó el horizonte. El navio perseguidor estaba ganando terreno lentamente.

– Iremos a la bahía del Mono. Hacia el sol.

– ¡Todos a sus puestos! -gritó Enders, y el barco puso proa al viento, poco a poco, cambiando pesadamente de rumbo.

Tardó un cuarto de hora antes de volver a surcar el agua, y durante ese tiempo, las velas de la embarcación perseguidora se habían vuelto más grandes.

Mientras Hunter miraba al otro barco por el catalejo, tuvo la sensación de que algo en aquellas velas le resultaba tristemente familiar.

– No puede ser…

– ¿Qué, señor?

– ¡Lazue! -Hunter gritó y señaló el horizonte.

En lo alto, Lazue se llevó el catalejo al ojo.

– ¿Quién te parece que es?

– ¡Nuestro viejo amigo! -gritó ella.

Enders gimió.

– ¿El barco de guerra de Cazalla? ¿El navio negro?

– El mismo.

– ¿Quién está al mando ahora? -preguntó Enders.

– Bosquet, el franchute -contestó Hunter, recordando al hombre esbelto y compuesto que había visto a bordo del barco en Matanceros.

– Lo conozco -dijo Enders-. Es un marinero con nervios de acero y muy competente, conoce su oficio. -Suspiró-. Qué lástima que no haya un español al timón. Tendríamos más posibilidades. -Los españoles eran famosos por ser malos marineros.

– ¿Cuánto falta para llegar a tierra?

– Una hora larga -dijo Enders-, incluso más. Si el pasaje es estrecho, tendremos que recoger algunas velas.

Esto reduciría aún más su velocidad, pero no se podía hacer nada por evitarlo. Si querían mantener el control del barco en aguas plácidas tendrían que recoger velas.

Hunter miró hacia el navio de guerra que les perseguía. Estaba cambiando de rumbo, con las velas inclinadas mientras viraba a barlovento. Perdió terreno un momento, pero pronto volvió a avanzar a toda velocidad.

– Si llegamos, será por los pelos -dijo Hunter.

– Sí -reconoció Enders.

En lo alto del palo, Lazue estiró el brazo izquierdo. Enders cambió de rumbo, observando hasta que ella dejó caer el brazo. A partir de entonces siguió en línea recta. Poco después, el brazo derecho se adelantó, medio doblado.

Enders corrigió el rumbo de nuevo, virando ligeramente a estribor.

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