6

Llamaron a la puerta. Hunter se volvió en la cama; vio la ventana abierta y el sol que entraba a raudales.

– Largo -murmuró.

La muchacha que estaba a su lado cambió de posición, pero no se despertó.

Llamaron de nuevo.

– ¡Largo, maldita sea!

La puerta se abrió y la señora Denby asomó la cabeza.

– Disculpe, capitán Hunter, pero ha llegado un mensajero de la mansión del gobernador. El gobernador requiere vuestra presencia esta noche para cenar, capitán Hunter. ¿Qué debo decirle?

Hunter se frotó los ojos. Parpadeó, deslumhrado.

– ¿Qué hora es?

– Las cinco, capitán.

– Decidle al gobernador que allí estaré.

– Sí, capitán Hunter. Ah, capitán…

– ¿Qué sucede?

– El francés de la cicatriz está abajo y pregunta por vos.

Hunter gruñó.

– Entendido, señora Denby.

La puerta se cerró y Hunter saltó de la cama. La muchacha seguía durmiendo, roncando ruidosamente. El capitán miró alrededor de la estancia, pequeña y atestada; había una cama, un baúl de marinero con sus pertenencias en un rincón, una bacinilla bajo la cama, una jofaina de agua. Tosió y empezó a vestirse, pero se paró para orinar por la ventana, a la calle. Le llegó una maldición. Hunter sonrió y siguió vistiéndose, tras elegir el único jubón bueno del baúl y el último par de mallas sin demasiados rotos. Finalmente se ciñó el cinturón de oro con la daga corta, y después, en una decisión de última hora, cogió una pistola, la cargó, colocó la bala con una baqueta para que no se moviera dentro del cañón y se la metió también en el cinto.

Este es el ritual de cada tarde del capitán Charles Hunter, cuando se despertaba a la puesta de sol. Solo tardaba cinco minutos, porque Hunter no era un hombre quisquilloso. Tampoco era un puritano, se dijo; volvió a mirar a la muchacha dormida, cerró la puerta y bajó la escalera de madera, estrecha y que crujía bajo sus pies, hacia el salón de la posada de la señora Denby.

El salón era un espacio ancho y de techo bajo, con el suelo sucio y varias mesas de madera gruesa dispuestas en hileras. Hunter se detuvo. Como había dicho la señora Denby, Levas- seur estaba allí, sentado en un rincón, con una jarra de ponche delante.

Hunter fue hacia la puerta.

– ¡Hunter! -gritó Levasseur, con voz de borracho.

Hunter se volvió, fingiendo sorpresa.

– Vaya, Levasseur. No te había visto.

– Hunter, eres el hijo de una perra inglesa.

– Levasseur -contestó él, apartándose de la luz-, tú eres el hijo de un campesino francés con su oveja favorita, ¿qué te trae por aquí?

Levasseur se levantó. Había elegido un rincón oscuro y Hunter no podía verle bien. Pero los dos hombres estaban a una distancia de unos diez metros, demasiado para un disparo de pistola.

– Hunter, quiero mi dinero.

– No te debo ningún dinero -replicó Hunter.

Y era cierto. Entre los corsarios de Port Royal, las deudas se pagaban por completo y con prontitud. No había nada peor para la reputación que no pagar las deudas o no dividir el botín de forma equitativa. Un corsario que durante una expedición pretendiera ocultar parte de los beneficios acababa muerto. El mismo Hunter había disparado una bala en el corazón a más de un marinero ladrón y había lanzado su cadáver por la borda sin ningún reparo.

– Hiciste trampas en las cartas -dijo Levasseur.

– Estabas demasiado borracho para darte cuenta.

– Hiciste trampas. Me robaste cincuenta libras. Quiero que me las devuelvas.

Hunter echó un vistazo a la sala. No había testigos, por desgracia para él. No quería matar a Levasseur sin testigos. Tenía demasiados enemigos.

– ¿Cómo hice trampas? -preguntó. Mientras hablaba, se acercó un poco a Levasseur.

– ¿Cómo? ¿Qué más da cómo? Por la sangre de Cristo, hiciste trampas. -Levasseur se llevó la jarra a los labios.

Hunter aprovechó el momento para atacar. Golpeó con la palma de la mano abierta el fondo de la jarra, que chocó violentamente contra la cara de Levasseur y lo estampó contra la pared. Levasseur se atragantó y cayó, con la sangre resbalán- dole por la boca. Hunter cogió la jarra y la estrelló contra el cráneo de Levasseur. El francés perdió el conocimiento.

Hunter se sacudió el vino de los dedos, se volvió y salió de la posada de la señora Denby. Se hundió hasta el tobillo en el fango de la calle, pero no le prestó atención. Estaba pensando en la borrachera de Levasseur. Había que ser estúpido para emborracharse cuando estabas esperando a alguien.

Ya era hora de emprender una nueva expedición, pensó Hunter. Se estaban volviendo blandos. Él había pasado ya demasiadas noches bebiendo o con las mujeres del puerto. Debían salir al mar otra vez.

Hunter caminó por el barro, sonriendo y saludando a las prostitutas que le gritaban desde las ventanas altas, y se dirigió hacia la mansión del gobernador.

– Todos hablaban del cometa avistado en los cielos de Londres poco antes de que estallara la peste -dijo el capitán Morton, y bebió un sorbo de vino-. También se vio un cometa antes de la peste de 1656.

– Es verdad -coincidió Almont-. Pero ¿qué relevancia tiene? También pasó un cometa en el cincuenta y nueve y no hubo peste, que yo recuerde.

– Ese año hubo una epidemia de viruela en Irlanda -dijo el señor Hacklett.

– En Irlanda siempre hay epidemia de viruela -bromeó Almont-. Todos los años.

Hunter no dijo nada. De hecho, habló poco durante la cena, que le pareció tan aburrida como todas las demás a las que había asistido en casa del gobernador. Durante un rato, había sentido curiosidad por las caras nuevas: Morton, el capitán del Godspeed, y Hacklett, el nuevo secretario, un idiota pedante con una expresión inamovible de severidad. Y la señora Hacklett, que parecía tener sangre francesa, con sus rasgos morenos y esbeltos, y cierta lascivia animal.

Para Hunter, lo más interesante de la velada fue descubrir a una nueva criada, una niña rubia y deliciosamente pálida que iba y venía de la cocina. Intentó captar su mirada. Hacklett se dio cuenta y le miró con desaprobación. No era la primera que había tenido que dirigir a Hunter esa noche.

Mientras la muchacha daba la vuelta a la mesa llenando las copas, Hacklett preguntó:

– ¿Siente usted alguna predilección por las criadas, capitán Hunter?

– Cuando son bonitas -contestó Hunter con calma-. ¿Por qué sentís predilección vos?

– El cordero es excelente -comentó Hacklett, ruborizándose y mirando su plato.

Con un gruñido, Almont desvió la conversación hacia la travesía por el Atlántico que habían realizado sus invitados. Siguió una descripción de la tormenta tropical, que ofreció Morton con emoción y todo lujo de detalles, como si fuera la primera persona en la historia de. la humanidad que se había enfrentado con algunas olas. Hacklett añadió algunos detalles aterradores y la señora Hacklett informó de que se había mareado terriblemente.

Hunter, cada vez más aburrido, apuró su copa de vino.

– En fin -continuó Morton-, tras dos días de tormenta, el tiempo mejoró, y el tercer día amaneció totalmente despeja-, do y con un cielo magnífico. Se podía ver a millas de distancia y el viento del norte nos era favorable. Pero no conocíamos nuestra posición, porque habíamos ido a la deriva durante cuarenta y ocho horas. Avistamos tierra a babor y pusimos rumbo hacia aquella dirección.

Un error, pensó Hunter. Era evidente que Morton carecía tle experiencia. En las aguas españolas, un navio inglés nunca ponía rumbo a tierra sin saber exactamente a quién pertenecía aquel territorio. Lo más probable era que fuera del virrey.

– Nos acercamos a la isla y, ante nuestra sorpresa, vimos un navio de guerra anclado en el puerto. Era una isla pequeña, pero había un navio de guerra español, no teníamos ninguna duda. Estábamos convencidos de que se lanzaría en nuestra persecución.

– ¿Y qué sucedió? -preguntó Hunter, no demasiado interesado.

– Permaneció en el puerto -dijo Morton, y se rió-. Hubiera preferido una conclusión más emocionante para el relato, pero la verdad es que no salió detrás de nosotros. El navio de guerra permaneció en el puerto.

– Pero los soldados del virrey os vieron, ¿verdad? -dijo Hunter, empezando a interesarse.

– En efecto, deberían habernos visto. Navegábamos con todas las velas desplegadas.

– ¿A qué distancia estaban?

– A no más de dos o tres millas de la costa. La isla no figuraba en los mapas. Supongo que porque es demasiado pequeña. Tiene un único puerto con una fortaleza a un lado. Debo decir que todos tuvimos la sensación de que habíamos escapado por los pelos.

Hunter se volvió lentamente y miró a Almont, que le dirigió una ligera sonrisa.

– ¿Os divierte el relato, capitán Hunter?

Hunter se volvió a hablar con Morton.

– Decís que había una fortaleza en el puerto, ¿no es cierto?

– Así es, una fortaleza bastante imponente.

– ¿En la costa norte o sur del puerto?

– Dejad que lo piense… en la costa norte. ¿Por qué?

– ¿Cuántos días hace que visteis esa nave? -preguntó Hunter.

– Hará tres o cuatro días. Pongamos tres. En cuanto nos situamos, pusimos rumbo a Port Royal.

Hunter tamborileó con los dedos sobre la mesa. Frunció el ceño mirando su copa vacía. Hubo un breve silencio.

Almont se aclaró la garganta.

– Capitán Hunter, parece que este relato os ha preocupado.

– Intrigado -dijo Hunter-. Al igual que a vos, gobernador.

– Creo que sería justo decir que los intereses de la Corona están en juego.

Hacklett se irguió rígidamente en su silla.

– Sir James -dijo-, ¿querríais iluminar al resto de comensales sobre la cuestión de la que discutís?

– Esperad un momento -dijo Almont, con un gesto de impaciencia de la mano. Miraba fijamente a Hunter-. ¿Cuáles son vuestras condiciones?

– En primer lugar, a partes iguales -dijo Hunter.

– Mi querido Hunter, las partes iguales no son nada atractivas para la Corona.

– Mi querido gobernador, por menos de esto la expedición no sería nada atractiva para los marineros.

Almont sonrió.

– Por supuesto, reconoceréis que el botín es enorme.

– Lo reconozco. Y también reconozco que la isla es inexpugnable. El año pasado mandasteis a Edmunds con trescientos hombres. Tan solo regresó uno.

– Vos mismo expresasteis la opinión de que Edmunds no era un hombre preparado.

– Pero sin duda Cazalla sí lo es.

– ¡Por supuesto! Y opino que Cazalla es un hombre al que deberíais conocer.

– No a menos que el reparto sea a partes iguales.

– Pero -objetó sir James, sonriendo con despreocupación-, si esperáis que la Corona financie la expedición, ese coste debe devolverse antes de dividir los beneficios. ¿Os parece justo?

– ¡No puedo creerlo! -exclamó Hacklett-. Sir James, ¿estáis negociando con este hombre?

– En absoluto. Estoy cerrando con él un acuerdo entre caballeros.

– ¿Con qué propósito?

– Con el propósito de organizar una expedición corsaria contra el puesto avanzado español de Matanceros.

– ¿Matanceros? -preguntó Morton.

– Así es como se llama la isla por la que pasasteis, capitán Morton. Matanceros. El virrey construyó una fortaleza hace dos años y la dejó al mando de un caballero repugnante llamado Cazalla. Quizá habéis oído hablar de él. ¿No? Bien, goza de una considerable reputación aquí, en las Indias. Se dice que los gritos de sus víctimas agonizantes le parecen relajantes. -Almont miró las caras de sus invitados. La señora Hacklett estaba muy pálida-. Cazalla está al mando de la fortaleza de Matanceros, construida con el único propósito de ser el puesto avanzado más al este del dominio español en la ruta que sigue la flota de Indias para volver a la patria.

Hubo un largo silencio. Los invitados parecían nerviosos.

– Veo que no comprendéis el mecanismo que rige la economía de esta región -dijo Almont-. Cada año, el rey Felipe manda una flota de galeones desde Cádiz. Cruzan hacia Nueva España y atracan un poco más al sur de Jamaica. Allí la flota se dispersa, para viajar a varios puertos -Cartagena, Vera- cruz, Portobello- y recoger los tesoros. La flota se reagrupa en La Habana y de allí vuelve a España. La intención es viajar todas juntas para protegerse de los ataques de los corsarios. ¿Me explico?

Todos asintieron.

– Veamos -siguió Almont-, la flota zarpa a finales de verano, que es cuando empieza la estación de los huracanes. De vez en cuando, alguno de los navios se separaba del convoy al principio del viaje. El virrey quería un puerto fuerte para proteger esas naves, así que construyeron Matanceros con este único objetivo.

– No me parece una razón suficiente -dijo Hacklett-. No puedo imaginar…

– Es una razón más que suficiente -le interrumpió Almont bruscamente-. En fin. La fortuna hizo que dos navios cargados de tesoros se perdieran en la tormenta hace algunas semanas. Lo sabemos porque un navio corsario los avistó y los atacó, aunque sin éxito. Se los vio por última vez huyendo hacia el sur, rumbo a Matanceros. Uno de ellos estaba muy dañado. Lo que vos, capitán Morton, habéis denominado navio de guerra español era obviamente uno de esos galeones del tesoro. De haber sido un auténtico navio de guerra, sin duda os habría dado caza, teniendo en cuenta la poca distancia que os separaba; os habría capturado y ahora estaríais gritando de dolor para diversión de Cazalla. Aquella nave no os persiguió porque no se atrevió a abandonar la protección del puerto.

– ¿Cuánto tiempo permanecerá allí? -preguntó Morton.

– Puede zarpar en cualquier momento. O tal vez espere a que parta la siguiente flota, el año próximo. O quizá espera a que llegue un navio de guerra español para escoltarla a casa.

– ¿Se podría capturar? -preguntó Morton.

– Deseamos pensar que sí. Además, seguramente el cargamento de ese navio tiene un valor de quinientas mil libras.

Los invitados se mantuvieron en un silencio atónito.

– He considerado que esta información podía interesar al capitán Hunter -dijo Almont, divertido.

– ¿Queréis decir que este hombre es un vulgar corsario? -preguntó Hacklett.

– No es vulgar, ni mucho menos -insistió Almont, chasqueando la lengua-. ¿Capitán Hunter?

– No soy vulgar, diría yo.

– ¡Tanta frivolidad es ofensiva!

Cuidad vuestros modales -le amonestó Almont-. El capitán Hunter es el segundo hijo del comandante Edward Hunter de la colonia de la bahía de Massachusetts. De hecho, nació en el Nuevo Mundo y se educó en esa institución que se denomina…

– Harvard -intervino Hunter.

– Así es, Harvard. El capitán Hunter lleva cuatro años con nosotros y, como corsario, ocupa una posición relevante en nuestra comunidad. ¿Os parece un resumen adecuado, capitán Hunter?

– Totalmente adecuado -corroboró Hunter, sonriendo.

– Este hombre es un granuja -dijo Hacklett, pero su esposa estaba mirando a Hunter con interés-. Un vulgar granuja.

– Deberíais medir vuestras palabras -le advirtió Almont con calma-. Los duelos son ilegales en esta isla, pero se producen con monótona regularidad. Temo que es poco lo que puedo hacer para poner fin a esta práctica.

– He oído hablar de este hombre -insistió Hacklett, más agitado si cabe-. No es hijo del comandante Edward Hunter, al menos no un hijo legítimo.

Hunter se rascó la barba.

– ¿De veras?

– He oído decirlo -contestó Hacklett-. Además, se cuenta que es un asesino, un canalla, un putero y un pirata.

Al oír la palabra «pirata», el brazo de Hunter cayó sobre la mesa a una velocidad extraordinaria. Su mano agarró los cabellos de Hacklett y le hundió la cara en el plato de cordero a medio comer. Hunter lo sostuvo en esta posición un buen rato.

– ¡Cielo santo! -exclamó Almont-. Os advertí específicamente sobre esto. Debéis entenderlo, señor Hacklett, ser corsario es una profesión honorable. Los piratas, en cambio, están fuera de la ley. ¿Pretendéis insinuar realmente que el capitán Hunter es un fuera de la ley?

Hacklett emitió un sonido ahogado, con la cara enterrada en la comida.

– No os he oído, señor Hacklett -dijo Almont.

– He dicho que no -insistió Hacklett.

– Entonces, ¿no creéis que como caballero debéis una disculpa al capitán Hunter?

– Mis disculpas, capitán Hunter. No pretendía ofenderos.

Hunter soltó la cabeza del hombre. Hacklett se incorporó y se limpió la salsa de la cara con la servilleta.

– Bien -dijo Almont-. Hemos superado un momento desagradable. ¿Tomamos los postres?

Hunter miró a los invitados. Hacklett todavía se limpiaba la cara. Morton lo observaba totalmente estupefacto. La señora Hacklett miraba a Hunter y, cuando sus ojos se cruzaron, se pasó la lengua por los labios.

Después de cenar, Hunter y Almont se retiraron a la biblioteca para tomar un brandy. Hunter manifestó su conmiseración al gobernador por el nombramiento del nuevo secretario.

– No me hará más fácil la vida -aceptó Almont-, y me temo que será lo mismo para vos.

– ¿Creéis que mandará informes desfavorables a Londres?

– Creo que lo intentará.

– Sin duda el rey sabe lo que sucede en su colonia.

– Yo no estaría tan seguro -dijo Almont, con un gesto.implio-. Pero una cosa es cierta: el apoyo a los corsarios seguirá mientras el rey reciba una compensación generosa.

– Nada menos que un reparto a partes iguales -puntualizó Hunter rápidamente-. Os lo aseguro, no puede ser de otro modo.

– Pero si la Corona equipa vuestros navios, arma a vuestros marineros…

– No -dijo Hunter-. No será necesario.

– ¿No será necesario? Mi querido Hunter, ya conocéis Matanceros. Una guarnición española al completo está estacionada en la fortaleza.

Hunter sacudió la cabeza.

– Un ataque frontal jamás tendría éxito. Lo sabemos desde la expedición de Edmunds.

– Pero ¿qué alternativa tenemos? La fortaleza de Matanceros domina la entrada al puerto. Es imposible escapar con el navio del tesoro sin apoderarse primero de la fortaleza.

– No hay duda.

– Entonces, ¿en qué pensáis?

– Propongo un asalto reducido desde el lado de tierra de la fortaleza.

– ¿Contra una guarnición entera? ¿De al menos trescientos soldados? No lo lograréis.

– Al contrario -dijo Hunter-. Si no lo logramos, Cazalla dirigirá sus cañones contra el galeón del tesoro y lo hundirá en el puerto, donde está anclado.

– No se me había ocurrido -reflexionó Almont. Tomó un poco de brandy-. Contadme algo más de vuestro plan.

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