5

Anne Sharpe se relajó en el agua tibia de la bañera y escuchó la charla de la enorme negra que se afanaba por la habitación. Anne no lograba entender casi nada de lo que decía la mujer, a pesar de que aparentemente hablaba en inglés; su entonación y su rara pronunciación le sonaban muy extrañas. La negra decía algo sobre la bondad del gobernador Almont. Anne Sharpe no estaba preocupada por la benevolencia del gobernador. Desde muy tierna edad había aprendido a tratar a los hombres.

Cerró los ojos y la cantilena de la negra dio paso en su cabeza al tañido de las campanas de la iglesia. En Londres había acabado odiando aquel sonido incesante y monótono.

Anne era la menor de tres hermanos, la hija de un marinero retirado reconvertido en fabricante de velas en Wapping. Cuando estalló la peste, poco antes de Navidad, sus dos hermanos mayores habían empezado a trabajar de vigilantes. Su misión era montar guardia frente a las puertas de las casas infectadas y procurar que sus habitantes no salieran por ningún motivo. Anne, por su parte, trabajaba de enfermera en casa de varias familias acomodadas.

Con el paso de las semanas, los horrores que había visto empezaron a mezclarse en su memoria. Las campanas tocaban de día y de noche. Todos los cementerios estaban llenos a rebosar; pronto no quedaron tumbas individuales, así que los cadáveres se echaban por docenas en zanjas profundas y se cubrían apresuradamente con cal y con tierra. Los carros funerarios, completamente cargados de cadáveres, recorrían las calles; los sacristanes se paraban frente a todas las casas gritando: «Sacad a vuestros muertos». El olor del aire pútrido era omnipresente.

Como el miedo. Anne recordaba haber visto a un hombre caer muerto en plena calle, con una bolsa repleta al lado, llena de monedas tintineantes. La gente pasó junto al cadáver, pero nadie se atrevió a recoger la bolsa. Más tarde se llevaron el cuerpo, pero la bolsa siguió allí, intacta.

En todos los mercados, los tenderos y los carniceros tenían cuencos de vinagre junto a sus artículos. Los vendedores echaban las monedas en el vinagre; las monedas no pasaban de mano en mano. Todos procuraban pagar con el importe exacto.

Amuletos, baratijas, pociones y hechizos eran los artículos más solicitados. Anne se compró un medallón que contenía una hierba pestilente, de la que se decía que repelía la peste. Lo llevaba siempre puesto.

Aun así la gente seguía muriendo. Su hermano mayor cayó víctima de la peste. Un día, ella lo vio en la calle; tenía el cuello hinchado con grandes bultos y le sangraban las encías. No volvió a verlo.

Su otro hermano sufrió una suerte bastante común entre los vigilantes. Una noche, mientras custodiaba una casa, los habitantes encerrados en ella se volvieron locos por la demencia de la enfermedad. Consiguieron salir y mataron a su hermano de un disparo durante su evasión. A ella se lo contaron, porque nunca volvió a verlo.

Finalmente, Anne también quedó encerrada en una casa perteneciente a la familia de un tal señor Sewell. Estaba cuidando a la anciana señora Sewell, madre del dueño de la casa, cuando al señor Sewell se le manifestaron los bultos. La casa fue puesta en cuarentena. Anne cuidó a los enfermos lo mejor que pudo. Uno tras otro, todos los miembros de la familia murieron. Los cadáveres se fueron yendo en los carros funerarios. Al final se quedó sola en la casa y, milagrosamente, con buena salud.

Fue entonces cuando robó algunos objetos de oro y las pocas monedas que encontró; aquella noche escapó por una ventana del segundo piso y huyó saltando por los tejados de Londres. Un agente de policía la detuvo al día siguiente y le preguntó de dónde había sacado tanto oro una muchacha tan joven como ella. Le quitó el oro y la encerró en la prisión de Bridewell.

Allí languideció durante semanas hasta que lord Ambrit- ton, un caballero animado por un espíritu cívico, fue de visita a la prisión y se fijó en ella. Anne sabía desde hacía tiempo que los hombres encontraban agradable su aspecto. Lord Ambrit- ton no fue una excepción. Halló la forma de llevársela en su carruaje y tras algunos escarceos amorosos, que ella complació, prometió mandarla al Nuevo Mundo.

Al cabo de poco tiempo, Anne se encontró en Plymouth, y después a bordo del Godspeed. Durante la travesía, el capitán Morton, un hombre joven y vigoroso, se encaprichó de ella, y como en la intimidad de su camarote la invitaba a carne fresca y a otras exquisiteces, ella se alegró de conocerle y de renovar su amistad prácticamente cada noche.

Por fin llegó a aquel lugar nuevo, donde todo le pareció raro y desconocido. Sin embargo, no sintió miedo porque estaba segura de que gustaría al gobernador, al igual que había gustado a los otros hombres que habían cuidado de ella.

Terminado el baño, la vistieron con un traje de lana teñida y una blusa de algodón. Era la ropa más refinada que se ponía en más de tres meses, y le produjo un momento de placer sentir la tela sobre la piel. La negra abrió la puerta y le hizo una seña para que la siguiera.

– ¿Adonde vamos?

– A ver al gobernador.

La acompañó por un largo y ancho pasillo. El suelo era de madera, pero irregular. A Anne le pareció extraño que un hombre tan importante como el gobernador viviera en una casa tan tosca. Muchos hombres corrientes de Londres tenían viviendas mejor construidas que aquella.

La negra llamó a una puerta y un escocés de expresión maliciosa la abrió. Anne vio un dormitorio y al gobernador de pie junto a la cama, en camisón y bostezando. El escocés indicó a Anne que entrara.

– Ah -dijo el gobernador-. Señorita Sharpe. Debo decir que vuestro aspecto se ha beneficiado en gran manera de las abluciones.

Anne no entendió exactamente qué le decía, pero si él estaba complacido, ella también lo estaba. Hizo una reverencia, como le había enseñado su madre.

– Richards, puedes dejarnos solos.

El escocés asintió y cerró la puerta. Anne se quedó a solas con el gobernador. Lo miró a los ojos.

– No te asustes, querida mía -dijo él en tono amable-. No hay nada que temer. Acércate a la ventana, Anne. Allí hay más luz.

Ella obedeció.

Él la miró en silencio un buen rato y finalmente dijo:

– Sabes que en tu juicio se te acusó de brujería.

– Lo sé, excelencia. Pero no es cierto.

– Estoy seguro de que no lo es, Anne. Pero se dijo que llevabas los estigmas de un pacto con el diablo.

Lo juro, excelencia -rogó ella, sintiéndose nerviosa por primera vez-. No tengo nada que ver con el diablo.

– Te creo, Anne -dijo, sonriéndole-. Pero es mi deber verificar que no tienes estigmas.

– Os lo juro, excelencia.

– Te creo -dijo él-. Pero debes quitarte la ropa.

– ¿Ahora excelencia?

– Sí, ahora.

Ella miró a su alrededor, un poco perpleja.

– Puedes dejar la ropa sobre la cama, Anne.

– Sí, excelencia.

El la miró mientras se desnudaba. Anne percibió el brillo de sus ojos y dejó de tener miedo. El ambiente era caluroso y se sentía a gusto sin la ropa.

– Eres una muchacha preciosa, Anne.

– Gracias, excelencia.

Se quedó quieta, desnuda, y él se acercó. Se detuvo para ponerse los anteojos y después le examinó los hombros.

– Date la vuelta lentamente.

Ella obedeció. El la escrutó detenidamente.

– Levanta los brazos por encima de la cabeza.

La joven lo hizo y él le examinó las axilas.

– Normalmente los estigmas se encuentran en las axilas o en los pechos -dijo él-. O en las partes pudendas. -Le sonrió-. No sabes de qué hablo, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– Échate en la cama, Anne.

Ella se echó en la cama.

– Ahora completaremos el examen -dijo él con seriedad.

Metió los dedos entre el vello púbico y observó la piel de ella con la nariz a dos centímetros de su vagina. Anne temía ofenderlo, pero la situación le parecía grotesca; además le hacía cosquillas, así que empezó a reír.

Él la miró enfadado un momento, pero después también rió y se quitó el camisón. La tomó sin ni siquiera quitarse los anteojos; ella sintió la montura de metal contra su oreja. Le dejó hacer. No duró mucho y después pareció satisfecho, así que ella también se quedó contenta.

Echados en la cama, él le preguntó por su vida y sus experiencias en Londres y por la travesía a Jamaica. La joven le describió cómo se divertían la mayoría de las mujeres entre ellas o con miembros de la tripulación, pero ella dijo que no lo había hecho. No era exactamente cierto, pero, como solo había estado con el capitán Morton, era casi verdad. Después le habló de la tormenta que se había desatado justo cuando habían avistado la tierra de las Indias, y cómo los había zarandeado durante dos días.

Se dio cuenta de que el gobernador Almont no le prestaba mucha atención; sus ojos tenían otra vez aquella expresión grotesca. Aun así, ella siguió hablando. Le contó que, terminada la tormenta el día amaneció despejado y pudieron ver tierra, con un puerto y una fortaleza, y un gran navio español en el puerto. Y que el capitán Morton temía ser atacado por ese navio de guerra español que sin duda había visto al mercante inglés. Pero el navio español, no salió del puerto.

– ¿Qué? -preguntó el gobernador Almont, con voz aguda. Inmediatamente saltó de la cama.

– ¿Qué sucede?

– ¿Un navio español os vio y no os atacó?

– En efecto, excelencia -dijo ella-. Fue un gran alivio.

– ¿Alivio? -gritó Almont. No daba crédito a sus oídos-. ¿Os sentisteis aliviados? ¡Santo cielo! ¿Cuándo sucedió?

Ella se encogió de hombros.

– Hace tres o cuatro días.

– Y era un puerto con una fortaleza, dices.

– Sí.

– ¿En qué lado estaba la fortaleza?

Ella, confundida, sacudió la cabeza.

– No lo sé.

– Veamos -dijo Almont, vistiéndose apresuradamente-, ¿mirando hacia la isla y el puerto desde el mar, la fortaleza se encontraba a la derecha o a la izquierda?

– A este lado -dijo ella, señalando con el brazo derecho.

– ¿Y la isla tenía un pico alto? ¿Era una isla muy verde y muy pequeña?

– Sí, exactamente, excelencia.

– ¡Por la sangre de Cristo! -exclamó Almont-. ¡Richards! ¡Richards! ¡Llama a Hunter!

El gobernador salió corriendo de la estancia, dejándola sola y desnuda en la cama. Convencida de que le había causado algún disgusto, Anne se echó a llorar.

Загрузка...