Hunter se despertó con la convicción de que algo iba mal. Oía voces españolas, pero esta vez estaban cerca, demasiado cerca. También escuchaba pasos, y el crujido del follaje. Se sentó, estremeciéndose de dolor; el cuerpo le dolía incluso más que el día anterior.
Echó una ojeada a su reducido grupo. Sanson ya estaba de pie, espiando entre las frondas de las palmeras en la dirección de donde llegaban las voces. El Moro se estaba levantando en silencio, con el cuerpo en tensión y movimientos perfectamente controlados. Don Diego estaba apoyado sobre un codo, con los ojos muy abiertos.
Solo Lazue seguía echada boca arriba. Y estaba completamente inmóvil. Hunter le hizo un gesto con el pulgar hacia arriba para que se levantara. Ella movió la cabeza casi imperceptiblemente y dibujó un «no» con los labios. No se movía en absoluto. Su cara estaba cubierta por una fina capa de sudor. Hunter hizo un movimiento hacia ella.
– ¡Cuidado! -susurró ella, con voz tensa.
El se detuvo y la miró. Lazue estaba boca arriba con las piernas ligeramente separadas. Sus extremidades estaban extrañamente rígidas. Entonces, el capitán vio una cola con rayas rojas, negras y amarillas que desparecía por una de las perneras de Lazue.
Era una serpiente de coral; el calor del cuerpo de la joven debía de haberla atraído. Hunter la miró a la cara. Estaba rígida, como si estuviera soportando un terrible dolor.
Por detrás, Hunter oyó las voces españolas cada vez más fuertes. Varios hombres pisaban y apartaban la maleza. Hizo un gesto a Lazue para que esperara y se acercó a Sanson.
– Son seis -susurró Sanson.
Hunter vio a un grupo de seis soldados españoles, cargados con mantas, comida y armados con mosquetes, que subían la ladera hacia ellos. Los soldados eran jóvenes y por lo visto se tomaban la expedición como una diversión; se reían y bromeaban.
– No es una patrulla -susurró Sanson.
– Dejemos que pasen -dijo Hunter.
Sanson lo miró severamente. Hunter señaló a Lazue, que seguía rígida en el suelo. Sanson comprendió inmediatamente. Esperaron a que los soldados españoles pasaran de largo y siguieran subiendo. Después fueron junto a Lazue.
– ¿Dónde está? -preguntó Hunter.
– Rodilla -dijo ella en voz baja.
– ¿Subiendo? -Sí.
Don Diego interrumpió.
– Árboles altos -dijo, mirando alrededor-. Tenemos que encontrar árboles altos. Allí. -Dio una palmada al Moro-. Ven conmigo.
Los dos hombres se metieron entre la maleza hacia un grupo de guayacos situados a pocos metros de distancia. Hunter miró a Lazue y después a los soldados españoles. Todavía estaban a la vista, cien metros más arriba. Si cualquiera de ellos decidía volverse, los descubriría.
– La temporada de apareamiento ha pasado -dijo Sanson. Miró a Lazue frunciendo el ceño-. Pero quizá tengamos suerte y encontremos algún polluelo. -Se volvió a mirar al Moro, que estaba trepando a un árbol, mientras Diego lo observaba desde abajo.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó Hunter.
– Más arriba de la rodilla.
– Intenta relajarte.
Ella puso cara de exasperación.
– Malditos vosotros y vuestra expedición -dijo-. Os maldigo, a todos.
Hunter miró la amplia pernera del bombacho. Bajo la tela, veía el ligero movimiento ascendente de la serpiente.
– Madre de Dios -dijo Lazue y cerró los ojos.
Sanson susurró a Hunter.
– Si el Moro no encuentra un polluelo, podemos levantarla y sacudirla.
– La serpiente la morderá.
Ambos sabían lo que esto significaba.
Los corsarios eran hombres duros y curtidos; consideraban la mordedura venenosa de un escorpión, una viuda negra o un mocasín acuático poco más que un pequeño inconveniente. De hecho, una de sus diversiones preferidas consistía en esconder escorpiones en la bota de un compañero. Pero había dos animales venenosos que infundían respeto y temor a todos ellos. El fer-de-lance no era cosa de risa, pero la pequeña serpiente coral era lo peor de todo. Nadie sobrevivía a su tímida picadura. Hunter podía imaginar el terror de Lazue mientras esperaba en la pierna la diminuta picadura fatal. Todos sabían lo que ocurriría inevitablemente: primero sudores, después temblores, a continuación un entumecimiento gradual que se extendería por todo su cuerpo. La muerte llegaría antes de la puesta de sol.
– ¿Y ahora?
– Arriba, muy arriba. -Su voz era extraordinariamente baja; apenas audible.
Hunter volvió a mirar y vio una ligera ondulación de la tela en la entrepierna.
– Dios santo -gimió Lazue.
De repente se oyó un chillido bajo, casi un gorjeo. Se volvió y vio a Diego y al Moro, que regresaban. Ambos sonreían. El Moro llevaba algo entre las manos. Hunter vio que era un polluelo de aguzanieves que gorjeaba y agitaba el blando y plumoso cuerpecito.
– Rápido, un trozo de cuerda -dijo el Judío.
Hunter buscó un pedazo de cáñamo que ataron a las piernas del polluelo. Colocaron al polluelo en la abertura de los bombachos de Lazue y lo ataron al suelo, donde gorjeó y se agitó inútilmente.
Esperaron.
– ¿Sientes algo? -preguntó Hunter.
– No.
Miraron al polluelo de aguzanieves. El animalito se resistía con desesperación, pero empezaba a estar agotado.
Hunter miró a Lazue.
– Nada -dijo ella. De repente, abrió los ojos.
– Se está enroscando…
Todos le miraron las perneras. Había movimiento. Bajo la tela se formó lentamente una curva que luego desapareció.
– Está bajando -dijo Lazue.
Esperaron. Súbitamente, el polluelo se agitó aún más y chilló con más fuerza que antes. Había olido a la serpiente de coral.
El Judío sacó su pistola, quitó la bala y el cebo y la agarró por el cañón, con intención de usar la culata como martillo.
Esperaron. Veían cómo avanzaba la serpiente, que ya había sobrepasado la rodilla y bajaba por la pantorrilla, centímetro a centímetro. Les pareció interminable.
De repente, la cabeza apareció bruscamente fuera de la pernera con la lengua extendida. El polluelo chilló en un paroxismo de terror. La serpiente de coral avanzó. En ese momento, don Diego saltó y le aplastó la cabeza contra el suelo con la culata de la pistola; simultáneamente, Lazue se puso de pie y saltó hacia atrás gritando.
Don Diego golpeó varias veces a la serpiente aplastando su cuerpo en la tierra blanda. Lazue se volvió y vomitó espasmó- dicamente. Sin embargo, Hunter no le prestó atención. Después de que ella gritara, se había vuelto inmediatamente hacia la ladera de la montaña, hacia los soldados españoles.
Sanson y el Moro habían hecho lo mismo.
– ¿Lo han oído? -preguntó Hunter.
– No podemos arriesgarnos -contestó Sanson. Hubo un largo silencio, interrumpido solo por las arcadas de Lazue-. Ya has visto que llevaban víveres y mantas.
Hunter asintió. El significado estaba claro. Cazalla los había mandado para que buscaran a los piratas en tierra, y para que vigilaran si el Cassandra se acercaba por el horizonte. Un solo disparo de mosquete del grupo alertaría a los del fuerte. Desde su posición elevada, verían el Cassandra a millas de distancia.
– Yo me encargo -dijo Sanson, sonriendo ligeramente.
– Llévate al Moro -ordenó Hunter.
Los dos hombres se marcharon furtivamente tras los pasos de los soldados españoles. Hunter se volvió y miró a Lazue, que estaba pálida y se secaba la boca.
– Estoy a punto para la marcha -dijo.
Hunter, don Diego y Lazue cargaron el material a la espalda y empezaron a descender.
Ahora seguían el río que desembocaba en el puerto. Cuando lo habían encontrado, el río era tan solo un hilo de agua que se podía salvar sin dificultad. Pero enseguida se había ensanchado, y la selva que crecía en las orillas era más densa e intrincada.
Encontraron la primera patrulla española a última hora de la tarde: ocho españoles, todos armados, remontaban el río silenciosamente en una barca. Estaban serios y lúgubres. Eran hombres preparados para la batalla. Al caer la noche, los altos árboles junto al río adquirieron tonos azul verdosos, y la superficie del río se volvió negra, agitada solo de vez en cuando por el paso de un cocodrilo. Pero había patrullas por todas partes, que se movían a paso de marcha a la luz de las antorchas. Tres largas canoas transportaban soldados río arriba, y sus antorchas proyectaban largas y temblorosas estelas de luz.
– Cazalla no es tonto -dijo Sanson-. Nos están esperando.
Se encontraban a tan solo unos cientos de metros de la fortaleza de Matanceros. Los imponentes muros de piedra se alzaban sobre ellos. Había mucha actividad, dentro y fuera del fuerte. Pelotones de veinte soldados armados patrullaban la zona.
– Tanto si nos esperan como si no -dijo Hunter-, debemos ceñirnos al plan. Atacaremos esta noche.