SEXTA PARTE. Port Royal
34

En las primeras horas de la tarde del 20 de octubre de 1665, el galeón español El Trinidad llegó al canal oriental de Port Royal, frente al islote cubierto de maleza de South Cay, y el capitán Hunter dio la orden de echar el ancla.

A una distancia de un par de millas de Port Royal, Hunter y su tripulación contemplaban la ciudad desde la borda del barco. El puerto estaba tranquilo; nadie había avistado el barco todavía, pero sabían que en pocos momentos oirían disparos y el habitual frenesí de celebración que acompañaba la llegada de un navio sustraído al enemigo. También sabían que, a menudo, la celebración duraba dos días o más.

Sin embargo, transcurrieron las horas y la celebración no empezaba. Por el contrario, la ciudad parecía más tranquila a cada minuto que pasaba. No había disparos, ni hogueras, ni gritos de festejos al otro extremo de las aguas en calma.

Enders frunció el ceño.

– ¿Habrán atacado los españoles?

Hunter negó con la cabeza.

– Imposible.

Port Royal era el asentamiento inglés mejor fortificado del Nuevo Mundo. Tal vez los españoles pudieran atacar St. Kitts, o cualquier otro puesto avanzado, pero no Port Royal.

– Está claro que algo anda mal.

– Pronto lo sabremos -dijo Hunter.

Mientras observaban, una barca se estaba alejando de la costa frente a Fort Charles, bajo cuyos cañones estaba anclado El Trinidad.

La barca se acercó al galeón y un capitán de la milicia del rey subió a bordo. Hunter lo conocía; era Emerson, un joven oficial con una carrera ascendente. Se le veía tenso cuando, hablando demasiado alto, preguntó:

– ¿Quién es el capitán a cargo de este navio?

– Soy yo -contestó Hunter, adelantándose. Sonrió-. ¿Cómo estás, Peter?

Emerson se mantuvo impertérrito, sin dar muestras de reconocerlo.

– Identificaos, señor, os lo ruego.

– Peter, sabes perfectamente quién soy. ¿Qué significa…?

– Identificaos, señor, bajo pena de sanción.

Hunter frunció el ceño.

– ¿A qué viene esta charada?

Emerson, siempre en posición de firmes, dijo:

– ¿Sois Charles Hunter, ciudadano de la Colonia de la Bahía de Massachusetts, y posteriormente trasladado a la colonia de Jamaica de Su Majestad?

– En efecto -dijo Hunter. Se fijó en que Emerson estaba sudando a pesar del frescor de la noche.

– Identificad vuestro navio, por favor.

– Es el galeón español conocido como El Trinidad.

– ¿Un navio español?

Hunter empezaba a impacientarse.

– Es evidente, ¿no?

– En ese caso -dijo Enders, respirando hondo-, es mi deber, Charles Hunter, poneros bajo arresto por piratería…

– ¡Piratería!

– … junto con toda vuestra tripulación. Os ruego que me acompañéis a bordo de la barca.

Hunter estaba estupefacto.

– ¿Por orden de quién?

– Por orden del señor Robert Hacklett, gobernador en funciones de Jamaica.

– Pero sir James…

– Sir James está agonizando -prosiguió Emerson-. Por favor, acompañadme.

Aturdido, moviéndose como en trance, Hunter pasó por encima de la borda y subió a la barca. Los soldados remaron hacia la costa. Hunter miró atrás, hacia la silueta cada vez más lejana del galeón. Era consciente de que su tripulación estaba tan atónita como él.

Se volvió para hablar con Emerson.

– ¿Qué diablos ha sucedido?

Ahora que estaban en la barca, Emerson parecía más relajado.

– Ha habido muchos cambios -dijo-. Hace quince días, sir James contrajo una fiebre…

– ¿Qué fiebre?

– Os diré lo que sé -contestó Emerson-. Ha estado confinado en cama, en la mansión del gobernador, todos estos días. En su ausencia, el señor Hacklett ha asumido el gobierno de la colonia. Con la ayuda del comandante Scott.

– ¿Ah, sí?

Hunter se daba cuenta de que le estaba costando reaccionar. No podía creer que tras las numerosas aventuras vividas aquellas últimas seis semanas, lo encerraran en prisión y, sin duda, lo colgaran en la horca como a un vulgar pirata.

– Sí-dijo Emerson-. El señor Hacklett está gobernando la ciudad con severidad. Muchos ya están en prisión o han muerto en la horca. Pitts fue colgado la semana pasada…

– ¡Pitts!

– … y Morley ayer mismo. Y han puesto una recompensa por vuestro arresto.

En la mente de Hunter surgieron mil objeciones y mil preguntas. Pero no dijo nada. Emerson era un funcionario, un hombre que cumplía las órdenes de su comandante, el excesivamente refinado Scott. Emerson cumpliría con su deber.

– ¿A qué prisión me mandan?

– A Marshallsea.

Hunter rió ante aquella absurda decisión.

– Conozco al carcelero de Marshallsea.

– No, ya no. Lo han sustituido por un hombre de Hacklett.

– Ya.

Hunter no dijo nada más. Escuchó el golpeteo de los remos en el agua y miró cómo se acercaba el perfil de Fort Charles.

Una vez en el fuerte, Hunter se quedó impresionado con la vigilancia y la dedicación de los soldados. Anteriormente, no era raro encontrar una docena de guardias borrachos en las almenas de Fort Charles cantando canciones obscenas. Aquella noche no había ninguno, y los hombres lucían el uniforme completo y limpio.

Una compañía de soldados armados y vigilantes escoltó a Hunter hasta la ciudad, por una Lime Street insólitamente tranquila y después por York Street; pasaron frente a tabernas oscuras, que normalmente estaban muy animadas a aquella hora. El silencio en la ciudad y la soledad de las calles embarradas era impresionante.

Marshallsea, la prisión de hombres, estaba situada en el extremo de York Street. Era un gran edificio de piedra con cincuenta celdas distribuidas en dos plantas. El interior hedía a orina y heces; las ratas se escurrían por las grietas del suelo; los hombres encerrados miraron a Hunter con ojos vacíos mientras lo acompañaban a la luz de las antorchas a una celda y lo encerraban en ella.

Hunter estudió la celda. No había nada; ni cama, ni catre, solo paja en el suelo y una ventana alta con barrotes. A través de la ventana pudo ver una nube que pasaba delante de la luna menguante.

Cuando la puerta de hierro se cerró, Hunter se volvió.

– ¿Cuándo me juzgarán por piratería?

– Mañana -dijo Emerson. Y se marchó.

El proceso a Charles Hunter tuvo lugar el 21 de octubre de 1665, un sábado. Normalmente, el tribunal de justicia no se reunía los sábados, pero a Hunter lo juzgaron aquel día. El edificio, gravemente dañado por un terremoto, estaba prácticamente desierto cuando hicieron comparecer a Hunter, solo, sin su tripulación, ante un tribunal de siete hombres sentados a una mesa de madera. El tribunal lo presidía Robert Hacklett en persona, como gobernador en funciones de la colonia de Jamaica.

Mientras leían los cargos presentados contra él, le hicieron ponerse de pie.

– Levantad la mano derecha.

Hunter obedeció.

– Vos, Charles Hunter, con todos los hombres de vuestra tripulación, en nombre de nuestro señor soberano, Carlos, rey de Inglaterra, sois acusados de los cargos siguientes.

Hubo una pausa. Hunter escrutó las caras: Hacklett lo miraba con expresión ceñuda desde arriba, con un ligero indicio de sonrisa presuntuosa; Lewisham, juez del Almirantazgo, se sentía evidentemente incómodo; el comandante Scott se hurgaba los dientes con un palillo de oro; los mercaderes Foster y Poorman evitaban mirar a Hunter a la cara; el teniente Dod- son, un rico oficial de la milicia, daba tirones a su uniforme, y finalmente James Phips, un capitán de la marina mercante. Hunter, que los conocía a todos, se daba cuenta de lo mal que lo estaban pasando.

– Con absoluto desdén por las leyes de vuestro país y de la soberana alianza de vuestro rey, os habéis asociado con fines malvados, habéis urdido ataques por mar y por tierra, provocando daños a sujetos y bienes del rey cristianísimo, Su Majestad Felipe de España, además de asaltar, siguiendo las intenciones más perversas y maliciosas, el asentamiento español de la isla de Matanceros, con el propósito de saquear, incendiar y apoderaros de todos los navios y barcos que encontrarais en vuestra expedición.

»Además, se os acusa del criminal asalto a una nave española en el estrecho al sur de Matanceros, terminado con el hundimiento del mencionado navio y la pérdida de todas las vidas humanas y de todos los bienes en ella embarcados.

»Y, finalmente, de haber conspirado deliberadamente, para el cumplimiento de tales gestas perversas, con vuestros asociados, individualmente y en su conjunto, con el fin de conseguir todos los medios para provocar daños y agredir a los mencionados navios y dominios españoles y causar la muerte a subditos españoles. ¿Cómo os declaráis, Charles Hunter?

Hubo una breve pausa.

– Inocente -dijo Hunter.

Para Hunter, aquel juicio era una farsa. La Ley del Parlamento de 1612 especificaba que el tribunal debía estar compuesto por hombres que no tuvieran interés, ni directa ni indirectamente, en los detalles del caso que se estaba juzgando. En aquel caso, todos los componentes del tribunal sacarían algún beneficio de la condena de Hunter y de la confiscación de su navio y del tesoro que transportaba.

Sin embargo, lo que le dejó más perplejo fue la minuciosidad del acta de acusación. Nadie podía saber lo que había ocurrido durante la expedición a Matanceros excepto él y sus hombres. Aun así, en el acta de acusación se incluía su defensa victoriosa contra el navio de guerra español. ¿De dónde había obtenido el tribunal esa información? Solo podía suponer que algún miembro de la tripulación había hablado, probablemente bajo tortura, la noche anterior.

El tribunal aceptó su declaración de inocencia sin la menor reacción. Hacklett se echó hacia delante.

– Señor Hunter -dijo, con voz calmada-, este tribunal reconoce el prestigio del que gozáis en la colonia de Jamaica. No queremos de ninguna manera que este proceso se fundamente en rituales vacíos que pudieran prestar un mal servicio a la justicia. ¿Deseáis, pues, explicaros en defensa de vuestra declaración de inocencia?

Aquello fue una sorpresa. Hunter pensó un momento antes de contestar. Hacklett estaba rompiendo las reglas del procedimiento judicial. Si lo hacía, tenía que ser en su beneficio. De todos modos, la oportunidad era demasiado buena para desaprovecharla.

– Si me lo permiten los distinguidos miembros de este justo tribunal -dijo Hunter, sin atisbo de ironía-, lo intentaré.

Los jueces del tribunal asintieron pensativa, cuidadosa y razonablemente.

Hunter los miró a la cara uno por uno, antes de empezar a hablar.

– Caballeros, ninguna de vuestras señorías está más informada que yo del sagrado tratado firmado entre Su Majestad el rey Carlos y la Corona española. Jamás osaría infringir los pactos que acaban de suscribir las dos naciones, sin mediar provocación. Sin embargo, esta provocación se produjo, y en más de una ocasión. Mi velero, el Cassandra, fue atacado por un navio español de guerra, y todos mis hombres fueron capturados sin justificación. Más tarde, dos de ellos fueron asesinados por el capitán del barco, un tal Cazalla. Por fin, el mismo Cazalla interceptó un barco mercante inglés que transportaba, junto con otras cargas desconocidas para mí, a lady Sarah Almont, sobrina del gobernador de esta colonia.

»Ese español, Cazalla, oficial del rey Felipe, destruyó el barco mercante inglés, el Entrepid, y mató a todos los que estaban a bordo en un acto de despiadada violencia. Entre los asesinados se contaba uno de los favoritos de Su Majestad Carlos, un tal capitán Warner. Estoy seguro de que Su Majestad sufre en gran medida por la pérdida de ese caballero.

Hunter se calló unos instantes. El tribunal no conocía esta información y era evidente que no les complacía oírla.

El rey Carlos tenía una visión muy personal de la vida; su habitual buen temperamento podía cambiar rápidamente si uno de sus amigos resultaba herido o incluso tan solo insultado. Así que por un amigo muerto, era del todo inimaginable lo que podría hacer.

– Debido a estas diversas provocaciones -prosiguió Hunter-, y como represalia, atacamos la fortaleza española de Matanceros, pusimos en libertad a lady Almont y nos llevamos a modo de simbólica reparación una cantidad razonable y proporcionada de riquezas. Caballeros, no se trató de un acto de piratería. Se trató de una venganza justificada por unas atroces fechorías cometidas en el mar. Esta es la esencia y la auténtica naturaleza de mi conducta.

Se calló y miró las caras del tribunal. Ellos le devolvieron la mirada, impasibles e impenetrables. Era evidente que todos conocían la verdad.

– Lady Sarah Almont puede dar fe de mi testimonio, como todos los hombres a bordo de mi barco, si puede llamarse así. No hay ninguna verdad en la acusación que se me imputa, porque no puede haber piratería si media una provocación, y sin duda hubo la más grave de las provocaciones -concluyó, mirándolos a la cara.

Los miembros del tribunal seguían inexpresivos e impenetrables. Hunter sintió un frío gélido.

Hacklett se apoyó en la mesa.

– ¿Tenéis algo más que decir en respuesta a la acusación, señor Charles Hunter?

– Nada más -contestó Hunter-. He dicho todo lo que quería decir.

– Y con gran elocuencia, debo reconocer -comentó Hacklett. Los demás acogieron aquellas palabras con asentimientos y murmullos-. Pero la verdad de vuestro discurso es otra cuestión, y es la que ahora debemos considerar. Tened la bondad de informar a este tribunal de la intención con la que zarpó vuestro velero.

– Para talar madera -dijo Hunter.

– ¿Tenía patente de corso?

– La tenía, expedida por el propio sir James Almont.

– ¿Y dónde están esos documentos?

– Se perdieron con el Cassandra -contestó Hunter-, pero no tengo ninguna duda de que sir James confirmará su existencia.

– Sir James -dijo Hacklett- está muy enfermo y no puede ni confirmar ni negar nada ante este tribunal. Sin embargo, creo que podemos fiarnos de vuestra palabra y aceptar que tales documentos fueron emitidos.

Hunter hizo una ligera reverencia.

– Veamos -prosiguió Hacklett-. ¿Dónde fuisteis capturados por el navio de guerra español? ¿En qué aguas?

Instantáneamente, Hunter presintió el problema al que se enfrentaba y vaciló antes de responder, aunque era consciente de que esa vacilación dañaría su credibilidad. Decidió decir la verdad… o casi.

– En el Paso de los Vientos, al norte de Puerto Rico.

– ¿Al norte de Puerto Rico? -repitió Hacklett con una expresión de elaborada sorpresa-. ¿Acaso hay madera en esos lares?

– No -reconoció Hunter-, pero una poderosa tormenta nos arrastró durante dos días, así que nos desviamos mucho de nuestro rumbo inicial.

– Sin duda debió de ser así, porque Puerto Rico está al norte y al este, mientras que la madera se encuentra al sur y al oeste de Jamaica.

– No puede considerárseme responsable de las tormentas -objetó Hunter.

– ¿En qué fechas se produjo esa tormenta?

– El doce y el trece de septiembre.

– Es extraño -dijo Hacklett-, porque el tiempo fue apacible en Jamaica en esas fechas.

– El tiempo en el mar no siempre es similar al de tierra -comentó Hunter-, como sabe todo el mundo.

– El tribunal os da las gracias, señor Hunter, por vuestra lección de artes náuticas -dijo Hacklett-. Aunque no creo que tengáis mucho que enseñar a los caballeros aquí presentes, ¿verdad? -Soltó una risita-. Veamos, señor Hunter, disculpadme si no me dirijo a vos como capitán Hunter, ¿aseguráis, por consiguiente, que ni vuestro barco ni vuestra tripulación tuvo nunca la intención de atacar un asentamiento o dominio español?

– Lo aseguro.

– ¿Nunca concebísteis siquiera el propósito de urdir una agresión criminal?

– No. -Hunter habló con toda la firmeza de la que era capaz, ya que sabía que su tripulación no osaría contradecirle en ese punto. Reconocer el episodio de la votación en la bahía del Toro equivalía a declararse culpable de piratería.

– Sobre vuestra alma inmortal, ¿estáis dispuesto a jurar que jamás, en ningún lugar, hablasteis con miembros de vuestra tripulación de tal posibilidad?

– Sí, lo juro.

Hacklett hizo una pausa antes de seguir hablando.

– Permitidme recapitular, para estar seguro de haberos comprendido. Zarpasteis con la única intención de recoger madera y por pura desventura fuisteis empujados mucho más al norte de vuestro destino por una tormenta que ni siquiera rozó estos territorios. A continuación, fuisteis capturados por un navio español sin que mediara ninguna provocación por parte vuestra. ¿Es así? -Sí.

– Y después os enterasteis de que el mismo navio de guerra había atacado a un barco mercante inglés y había tomado como rehén a lady Sarah Almont, lo cual os brindó una causa para tomar represalias. ¿Es así? -Sí.

Hacklett volvió a callar.

– ¿Cómo os enterasteis de que el navio de guerra había capturado a lady Sarah Almont?

– Estaba a bordo del navio de guerra en el momento de nuestra captura -dijo Hunter-. Me enteré a través de un soldado español que se fue de la lengua.

– Qué oportuno.

– Sí, pero es la pura verdad. Cuando por fin logramos escapar, lo que espero que no constituya un crimen para este tribunal, perseguimos al navio hasta Matanceros y vimos cómo desembarcaban a lady Sarah y la conducían a la fortaleza.

– Así que, ¿atacasteis con el único propósito de preservar la virtud de una mujer inglesa? -La voz de Hacklett rebosaba sarcasmo.

Hunter miró las caras de los jueces una tras otra.

– Caballeros -dijo-, tengo entendido que la función de este tribunal no es determinar si soy o no un santo -se oyeron algunas risas-, sino únicamente si soy un pirata. Evidentemente estaba al corriente de que un galeón estaba anclado en el puerto de Matanceros. Era un botín muy valioso. Sin embargo, ruego al tribunal que tenga presente que existió una provocación que justificó tomar represalias, como nosotros hicimos; en realidad, hubo todo tipo de provocaciones que no admiten eruditas disquisiciones ni detalles legales.

Miró al secretario del tribunal cuya misión era tomar nota del proceso. Hunter se quedó asombrado al ver que el hombre estaba sentado tan tranquilo y no apuntaba nada.

– Decidnos -intervino Hacklett-, ¿cómo lograsteis escapar del navio de guerra español, una vez capturados?

– Fue gracias a los esfuerzos del francés Sanson, que demostró tener un enorme valor.

– ¿Tenéis una buena opinión de ese tal Sanson?

– Por supuesto, le debo la vida.

– Bien -dijo Hacklett. Se volvió en la silla-. ¡Que pase el primer testigo de la acusación, el señor André Sanson!

– ¡André Sanson!

Hunter se volvió y miró hacia la puerta. Asombrado, vio que Sanson entraba en la sala. El francés caminó rápidamente, con zancadas largas y desenvueltas, y se sentó en el banco de los testigos. Levantó la mano derecha.

– André Sanson, ¿prometéis y juráis solemnemente sobre los Santos Evangelios decir la verdad y ser un testigo leal entre el rey y el preso con relación al acto o los actos de piratería y rapiña de los que está acusado el señor Hunter aquí presente?

– Lo juro.

Sanson bajó la mano derecha y miró directamente a Hunter. Su mirada era plácida y vagamente compasiva; la sostuvo varios segundos, hasta que Hacklett habló.

– Señor Sanson.

– Señor.

– Señor Sanson, el señor Hunter nos ha ofrecido su versión de los hechos de su último viaje. Desearíamos oír su relato de la historia, como testigo cuyo valor ha sido alabado por el acusado. ¿Queréis hacer el favor de exponer cuál fue el propósito del viaje del Cassandra… tal como se os dio a entender en primera instancia?

– La tala de madera.

– ¿Os enterasteis de algo distinto en algún momento? -Sí.

– Explicaos ante el tribunal, por favor.

– Tras zarpar el nueve de septiembre -dijo Sanson-, el señor Hunter puso rumbo a la bahía del Toro. Allí comunicó a la tripulación que su destino era Matanceros, para capturar los tesoros españoles que allí se encontraban.

– ¿Y cuál fue su reacción?

– Me sorprendió mucho -dijo Sanson-. Le recordé al señor Hunter que tales ataques constituían piratería y se castigaban con la muerte.

– ¿Y cuál fue su respuesta?

– Juramentos y blasfemias -respondió Sanson-, y la advertencia de que si no participaba plenamente me mataría como a un perro y daría de comer mis pedazos a los tiburones.

– ¿Así que participó en todo lo que ocurrió a continuación bajo coacción y no voluntariamente?

– Así es.

Hunter miró a Sanson. El francés estaba tranquilo y sereno mientras hablaba. No se detectaba ninguna falsedad en sus palabras. Miraba a Hunter de vez en cuando, provocativamente, desafiándolo a contradecir la versión que estaba contando con tanta seguridad.

– ¿Y qué sucedió a partir de entonces?

– Pusimos rumbo a Matanceros, donde esperábamos lanzar un ataque por sorpresa.

– Disculpadme, ¿os referís a un ataque sin mediar provocación? -Sí.

– Continuad, os lo ruego.

– Mientras nos dirigíamos a Matanceros, encontramos un navio de guerra español. Cuando vieron que estábamos en inferioridad numérica, los españoles nos capturaron como piratas.

– ¿Y qué hicisteis?

– No tenía ningún deseo de morir en La Habana como pirata -dijo Sanson-, sobre todo teniendo en cuenta que hasta entonces me había visto obligado a seguir las órdenes del señor Hunter. Así que me escondí, y más tarde logré facilitar la huida de mis compañeros, confiando en que después decidirían volver a Port Royal.

– ¿Y no lo hicieron?

– Ni mucho menos. En cuanto el señor Hunter volvió a asumir el mando de su barco, nos obligó a poner rumbo a Matanceros como había sido su intención original.

Hunter no pudo contenerse más.

– ¿Que os obligué? ¿Cómo pude obligar a sesenta hombres?

– ¡Silencio! -aulló Hacklett-. El prisionero permanecerá en silencio o se le obligará a salir de la sala. -Hacklett volvió a mirar a Sanson-. ¿Cómo fue a partir de entonces vuestra relación con el prisionero?

– Mala -dijo Sanson-. Me puso los grilletes el resto del viaje.

– A continuación, ¿atacaron Matanceros y capturaron el galeón?

– Sí, caballeros -contestó Sanson-. Así fue como me encontré en el Cassandra: el señor Hunter subió a bordo del barco y decidió que el balandro no podía seguir navegando, tras el ataque a Matanceros. Me cedió el mando de aquella ruina de barco, lo cual era como abandonarme en una isla desierta, porque no se esperaba que sobreviviera en mar abierto. Me dejó una exigua tripulación de hombres que pensaban como yo. Nos dirigíamos hacia Port Royal cuando un huracán nos golpeó de improviso. Nuestro barco quedó destrozado y perdí a todos los hombres de la tripulación. Yo, en una chalupa, conseguí llegar a Tortuga y, desde allí, a Port Royal.

– ¿Qué sabéis de lady Sarah Almont?

– Nada.

– ¿Nada en absoluto?

– Nada hasta este momento -dijo Sanson-. ¿Existe esa persona?

– Parece que sí -contestó Hacklett, con una rápida mirada a Hunter-. El señor Hunter asegura haberla rescatado de Matanceros y haberla traído hasta aquí sana y salva.

– No estaba con él cuando se marchó de Matanceros -dijo Sanson-. Si esperáis que formule una hipótesis, diría que el señor Hunter atacó un barco mercante inglés y se llevó a la pasajera como botín y para justificar sus fechorías.

– Un suceso de lo más conveniente -comentó Hacklett-. ¿Por qué no se ha sabido nada de aquel barco mercante?

– Probablemente mató a todos los hombres que iban a bordo y lo hundió -especuló Sanson-. En su viaje de regreso de Matanceros.

– Una última pregunta -dijo Hacklett-. ¿Recordáis una tormenta en el mar los días doce y trece de septiembre?

– ¿Una tormenta? No, caballeros. No hubo ninguna tormenta.

Hacklett asintió.

– Gracias, señor Sanson. Podéis bajar.

– Como desee el tribunal -dijo Sanson. Y salió de la sala.

Hubo una larga pausa después de que la puerta se cerrara con un golpe seco. Los miembros del tribunal miraron a Hunter, que estaba pálido y temblando de rabia, pero intentó recuperar la compostura.

– Señor Hunter -dijo Hacklett-, ¿podríais atribuir a vuestra mala memoria las discrepancias existentes entre vuestra versión de los hechos y la que nos ha dado el señor Sanson, de quien vos mismo habéis hablado en términos tan elogiosos?

– Es un mentiroso. Un vil y miserable mentiroso.

– El tribunal está dispuesto a tomar en consideración esta acusación, si sois tan amable de ofrecer algún detalle útil que avale vuestra tesis.

– Solo cuento con mi palabra -dijo Hunter-, pero podéis obtener todas las pruebas que deseéis de la propia lady Sarah Almont, que contradecirá la versión del francés punto por punto.

– Sin duda escucharemos su testimonio -afirmó Hacklett-. Pero antes de llamarla, desearíamos formular una pregunta que nos tiene perplejos. El ataque a Matanceros, justificado o no, se produjo el veintiuno de septiembre. Pero habéis regresado a Port Royal el veinte de octubre. Entre piratas, es de esperar que esta demora se explique únicamente por la decisión de fondear en una isla secreta para descargar el tesoro sustraído y, de ese modo, privar al rey de lo que le corresponde. ¿Cuál es vuestra explicación?

– Nos vimos mezclados en una batalla naval -dijo Hunter-. Después tuvimos que enfrentarnos con un huracán durante tres días. Estuvimos reparando el galeón durante cuatro días en una isla cercana a la Boca del Dragón. A continuación, zarpamos pero nos atacó un kraken…

– Disculpad. ¿Os referís a un monstruo de las profundidades?

– Sí.

– ¡Qué divertido! -Hacklett rió y los otros miembros del tribunal lo secundaron-. Vuestra imaginación para explicar el mes de retraso acumulado merece al menos nuestra admiración, si no nuestra credulidad. -Hacklett se volvió en su silla-. Convocad a lady Sarah Almont al banco de los testigos.

– ¡Lady Sarah Almont!

Un momento después, pálida y demacrada, lady Sarah entró en la sala, prestó juramento y esperó a ser interrogada. Hacklett, con modales solícitos, la miraba desde lo alto.

– Lady Sarah, antes que nada deseo daros la bienvenida a la colonia de Jamaica y disculparme por este indigno asunto que constituye con toda probabilidad vuestro primer contacto con la sociedad de esta región.

– Gracias, señor Hacklett -dijo ella, con una ligera reverencia. No miró a Hunter ni una sola vez, lo cual empezó a preocuparle.

– Lady Sarah -prosiguió Hacklett-, es de crucial importancia para este tribunal aclarar si fue capturada por los españoles y posteriormente liberada por el capitán Hunter, o si fue capturada en primer lugar por el capitán Hunter. ¿Puede iluminarnos sobre el particular? -Sí.

– Hablad libremente.

– Iba a bordo del mercante Entrepid -comenzó ella-, en viaje de Bristol a Port Royal cuando…

Se le quebró la voz. Hubo un largo silencio. Miró a Hunter. Él la miró a los ojos, que parecían más asustados que nunca.

– Adelante, os lo ruego.

– … cuando avistamos un navio español en lontananza. Abrió fuego contra nosotros y fuimos capturados. Me sorprendió descubrir que el capitán del navio español era un inglés.

– ¿Se refiere a Charles Hunter, el prisionero que tenéis ahora delante?

– Sí.

– Continuad, por favor.

Hunter apenas oyó el resto de su testimonio. Contó que él la había subido a bordo del galeón y después había exterminado a la tripulación inglesa, prendiendo fuego al mercante; luego, para justificar el ataque contra Matanceros, le había pedido que mintiera y declarara que él la había salvado de los españoles. Habló con voz aguda y tensa, muy apresuradamente, como si no viera el momento de acabar con aquel asunto.

– Gracias, lady Sarah. Podéis retiraros.

Ella salió de la sala.

Los miembros del tribunal miraron a Hunter, siete hombres con caras impasibles y frías, como si ya estuvieran ante un muerto. Hubo un largo silencio.

– La testigo no nos ha contado nada acerca de vuestra pintoresca aventura en la Boca del Dragón, o del encuentro con el monstruo marino. ¿Tenéis alguna prueba de ello? -preguntó Hacklett suavemente.

– Solo esto -dijo Hunter, y rápidamente se desnudó hasta la cintura.

En el pecho se apreciaban las escoriaciones y las cicatrices causadas por las gigantescas ventosas, grandes como platos: una visión aterradora. Los miembros del tribunal se sobresaltaron y murmuraron entre ellos.

Hacklett golpeó con el martillo para restablecer el orden.

– Un interesante entretenimiento, señor Hunter, pero en absoluto convincente a los ojos de los caballeros presentes. No es difícil imaginar los medios que habéis empleado, en vuestra desesperada situación, para simular el encuentro con el monstruo. El tribunal no está convencido.

Hunter miró las caras de los siete hombres y vio que sí estaban convencidos. Pero el martillo de Hacklett volvió a golpear.

– Charles Hunter -dictaminó Hacklett-, este tribunal os declara culpable del crimen de piratería y rapiña en el mar, según el acta de acusación. ¿Podéis aportar alguna razón para que esta sentencia no se cumpla?

Hunter esperó. Se le ocurrieron mil juramentos e insultos, pero ninguno que sirviera para nada.

– No -dijo en voz baja.

– No os he oído, señor Hunter.

– He dicho que no.

– En ese caso, Charles Hunter, se ordena que vos y todos los hombres de vuestra tripulación seáis devueltos a la prisión, y que el lunes próximo seáis conducidos al lugar de ejecución, en la plaza de High Street de la ciudad de Port Royal, donde seréis colgado de la horca hasta morir. Después, vuestros cadáveres serán descolgados y colgados de las vergas de vuestro barco. Que Dios se apiade de vuestras almas. Guardia, devolvedlo a la celda.

Hunter fue conducido fuera de la sala de justicia. Al cruzar la puerta, oyó la risa de Hacklett: su cacareo peculiar y estridente. La puerta se cerró y lo acompañaron a la cárcel.

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