TERCERA PARTE . Matanceros
20

Por la tarde, el cielo estaba estriado de nubes que se volvieron oscuras y grises al caer el sol. El aire era húmedo y tempestuoso. Fue entonces cuando Lazue avistó el primer madero.

El Cassandra navegó entre docenas de ejes rotos de madera y restos de un naufragio. Los marineros lanzaron cuerdas y subieron algunos fragmentos a bordo.

– Parece inglés -dijo Sanson, cuando izaron a cubierta una pieza del espejo de popa pintado de rojo y azul.

Hunter asintió. El navio que se había hundido era de proporciones considerables.

– No hace mucho -dijo. Escrutó el horizonte buscando signos de supervivientes, pero no halló ninguno-. Nuestros amigos españoles han salido de caza.

Durante los siguientes quince minutos las piezas de madera no dejaron de golpear el casco del barco. La tripulación estaba inquieta; a los marineros no les gustaba ser testigos de tanta destrucción. Rescataron otro travesaño y a partir de él Enders dedujo que el barco era un mercante, probablemente un bergantín o una fragata, de al menos cincuenta metros.

Sin embargo no encontraron ni rastro de la tripulación.

Al caer la noche, el aire se volvió más tenebroso y se levantó un viento de borrasca. En la oscuridad, gotas calientes de lluvia empezaron a golpear la madera de la cubierta del Cassandra. Los hombres pasaron la noche empapados e incómodos. Sin embargo, el día amaneció despejado, y con la luz vieron su lugar de destino en el horizonte.

En la lontananza, la cara occidental de la isla de Matanceros parecía muy inhóspita. Su contorno volcánico era áspero y dentado, y exceptuando la vegetación baja de la costa, la isla parecía árida, marrón y yerma, con retazos de formaciones rocosas de un gris rojizo aquí y allá. Solía llover poco en la isla y por su situación en la parte más oriental del Caribe, los vientos del Atlántico azotaban su única cima incesantemente.

La tripulación del Cassandra asistía sin el menor entusiasmo a su aproximación a Matanceros. Enders, al timón, frunció el ceño.

– Estamos en septiembre -dijo-. En esta época, la isla está todo lo verde y hospitalaria que puede llegar a ser.

– Sí -coincidió Hunter-. No es un paraíso. Pero hay un bosque en la costa oriental y agua en abundancia.

– Y mosquetes papistas en abundancia -dijo Enders.

– Pero también oro papista en abundancia -añadió Hunter-. ¿Cuánto falta para atracar, según vuestros cálculos?

– Con viento favorable a mediodía como muy tarde, os lo garantizo.

– Dirigios a la cala -ordenó Hunter, señalando con la mano.

Ya podían ver la única entrada de la costa occidental, una estrecha ensenada llamada cala del Ciego.

Hunter empezó a reunir los suministros que se llevaría la pequeña partida de marineros que desembarcaría. Encontró a don Diego, el Judío, trasladando el material a cubierta. El Judío miró a Hunter con sus ojos apagados.

– Un detalle por parte de los españoles -dijo-. Registraron, pero no se llevaron nada.

– Excepto las ratas.

– Nos las arreglaremos con cualquier otro animal pequeño, Hunter. Zarigüeyas o algo por el estilo.

– Qué remedio -dijo Hunter.

Sanson estaba de pie a proa, contemplando la cresta del monte Leres. Desde lejos, parecía muy escarpado, un semicírculo curvo de roca rojiza y yerma.

– ¿No se puede rodear? -preguntó Sanson.

– Los únicos pasos que la rodean estarán vigilados -respondió Hunter-. Debemos escalarlo.

Sanson esbozó una sonrisa; Hunter fue a popa a hablar con Enders. Dio órdenes para que el grupo de hombres bajara a tierra y el Cassandra se dirigiera a la siguiente isla al sur, Ramonas. Allí había una pequeña cala con agua potable, y el balandro estaría a salvo de posibles ataques.

– ¿Conocéis el lugar?

– Sí -dijo Enders-. Lo conozco. Estuve oculto en aquella cala una semana hace años con el capitán Lewishan, el que solo tiene un ojo. Es un buen lugar. ¿Cuánto tiempo esperaremos allí?

– Cuatro días. La tarde del cuarto día, salid de la cala y anclad en mar abierto. A medianoche zarparéis y os dirigiréis a Matanceros justo antes del amanecer del quinto día.

– ¿Y entonces?

– Entraréis en el puerto al amanecer y abordaréis el galeón español con los hombres que queden en el barco.

– ¿Pasando por delante de los cañones del fuerte?

– Para entonces no os darán problemas.

– No soy un hombre religioso -dijo Enders-. Pero rezaré.

Hunter le dio una palmada en el hombro.

– No hay nada que temer.

Enders miró hacia la isla con semblante serio.

A mediodía, con un calor sofocante, Hunter, Sanson, Lazue, el Moro y don Diego ya estaban en tierra, en una estrecha franja de arena blanca y observaban cómo se alejaba el Cassandra. A sus pies tenían sesenta kilos de material diverso: cuerdas, garfios de escalada, arneses de tela, mosquetes, barriletes de agua.

Permanecieron un momento en silencio, respirando bocanadas de aire ardiente, hasta que Hunter se volvió.

– Pongámonos en marcha -dijo.

Se alejaron de la costa hacia el interior.

Al borde de la playa, la hilera de palmeras y la maraña de manglares parecían tan impenetrables como una muralla de roca. Sabían por experiencia que no podían abrirse paso a través de aquella barrera; eso supondría avanzar apenas unos pocos cientos de metros en todo un día de agotador esfuerzo físico. El método habitual para penetrar en el interior de una isla era encontrar un curso de agua y avanzar por él.

Estaban seguros de que había uno, porque la existencia de la cala así lo demostraba. En parte, las calas se formaban por una fractura en las barreras coralinas exteriores, y esa fractura facilitaba que el agua dulce saliera de la tierra hacia el mar. Caminaron por la playa, y una hora después localizaron un pequeño hilo de agua que abría un sendero fangoso a través del follaje que bordeaba la costa. El lecho del torrente era tan estrecho que las plantas casi lo habían invadido convirtiéndolo en un túnel caluroso y angosto. El avance no resultaba fácil en absoluto.

– ¿Buscamos otro mejor? -preguntó Sanson.

El Judío sacudió la cabeza.

– Aquí casi no llueve. Dudo que haya uno mejor.

Todos estuvieron de acuerdo, así que se pusieron en marcha; ascendieron por el arroyo, alejándose del mar. Casi inmediatamente, el calor se hizo insoportable; el aire era ardiente y rancio. Era como respirar por un trapo, dijo Lazue.

Después de los primeros minutos, caminaron en silencio, para no malgastar energía. El único sonido era el de los machetes que apartaban la vegetación y la charla de los pájaros y los animales en el dosel que formaban los árboles sobre sus cabezas. Avanzaban con enorme lentitud. Al final del día, cuando miraron por encima del hombro, el océano que quedaba más abajo parecía desalentadoramente cercano.

Siguieron avanzando; pararon solo para conseguir algo de comida. Sanson, que era muy hábil con la ballesta, logró matar varios pájaros. Se animaron al ver los excrementos de un jabalí cerca del lecho del arroyo. Y Lazue recogió plantas comestibles.

La noche los sorprendió a medio camino entre el mar y la roca del monte Leres. Aunque el aire refrescó un poco, estaban atrapados entre la vegetación, que seguía siendo asfixiante. Además habían empezado a salir los mosquitos.

Los insectos eran un serio enemigo, ya que se acercaban en enjambres tan densos que casi podían palparse, y oscurecían la visión hasta el punto de que no podían verse los unos a los otros. Zumbaban y silbaban alrededor de ellos, se les pegaban por todo el cuerpo y se metían en los oídos, la nariz y la boca. Se untaron abundantemente con barro y agua, pero era inútil. No se atrevieron a encender una hoguera, así que comieron la carne cruda y durmieron poco, apoyados en los troncos de los árboles, rodeados por el ensordecedor zumbido de los mosquitos en sus oídos.

Por la mañana, al despertar, cuando el barro seco se desprendió de sus cuerpos, se miraron y rieron. Todos estaban desfigurados, con la cara roja, hinchada y llena de picaduras de mosquito. Hunter comprobó las reservas de agua; habían gastado una cuarta parte. Concluyó que deberían consumir menos. Se pusieron en marcha, esperando encontrarse con algún jabalí, porque estaban hambrientos. No vieron ninguno. Los monos que gritaban en la vegetación parecían burlarse de ellos. Oían animales, pero Sanson no los tenía en ningún momento a tiro.

A última hora del segundo día, empezaron a percibir el sonido del viento. Al principio era débil, un gemido sordo y lejano. Pero al acercarse al límite de la selva, donde los árboles no estaban tan juntos y podían avanzar con más facilidad, el viento aumentó de intensidad. Pronto lo sintieron en sus rostros y, aunque agradecieron el frescor, se miraron con ansiedad. Sabían que la fuerza del viento aumentaría al acercarse a la cara del precipicio del monte Leres.

A última hora de la tarde llegaron a la base de la pared de roca. El viento aullaba como un demonio, tiraba de su ropa y la azotaba contra sus cuerpos, les quemaba la cara y les rompía los tímpanos. Tenían que gritar para oírse.

Hunter miró la pared de roca. Era tan escarpada como le había parecido desde lejos, incluso más alta de lo que creían: ciento veinte metros de roca desnuda batida por un viento tan fuerte que caían constantemente lascas y fragmentos de roca.

Hizo una seña al Moro, que se acercó.

– Bassa -gritó Hunter, inclinándose hacia el hombretón-. ¿El viento aflojará por la noche?

Bassa se encogió de hombros e hizo un gesto uniendo dos dedos, para indicarle que un poco.

– ¿Se puede escalar de noche?

El hombre sacudió la cabeza: no. Después unió las manos como un cojín y apoyó la cabeza en ellas, como si durmiera.

– ¿Quieres que escalemos por la mañana?

Bassa asintió.

– Tiene razón -dijo Sanson-. Deberíamos esperar a la mañana, cuando estemos descansados.

– No sé si podremos esperar -dijo Hunter.

Miró al norte. A algunas millas de distancia, sobre un mar plácido, vio una ancha línea gris formada por nubes negras y amenazadoras. Era una tormenta, de varios kilómetros de amplitud, que se dirigía lentamente hacia ellos.

– Con más razón todavía -gritó Sanson a Hunter-. Es mejor esperar a que amaine.

Hunter se volvió. Desde su posición al pie de la pared, se encontraban a poco menos de doscientos metros sobre el nivel del mar. Volviendo los ojos hacia el sur, podía ver Ramonas a unas treinta millas de distancia. El Cassandra no estaba a la vista; había tenido tiempo suficiente para refugiarse en la cala.

Hunter miró hacia la tormenta. Pasarían la noche allí y quizá por la mañana la tormenta habría pasado. Pero si era muy fuerte e iba despacio, podían perder todo un día y no conseguirían cumplir con el horario que se habían marcado. Dentro de tres días el Cassandra entraría en Matanceros conduciendo a cincuenta hombres a una muerte segura.

– Subiremos ahora -decidió Hunter.

Miró al Moro, que asintió y fue a recoger las cuerdas.

Era una sensación extraordinaria, pensó Hunter: sostener la cuerda entre las manos y, de vez en cuando, sentir un tirón y una oscilación mientras el Moro ascendía por la pared. La cuerda que Hunter sujetaba entre los dedos era de cinco centímetros de diámetro, pero a medida que subía se afinaba hasta parecer un hilo, y el corpachón del Moro era una mota que apenas se discernía en la luz menguante.

Sanson se acercó a Hunter y le gritó al oído:

– Estás loco. No sobreviviremos.

– ¿Tienes miedo? -gritó Hunter.

– Yo no tengo miedo de nada -aseguró Sanson, golpeándose el pecho-. Pero mira a los demás.

Hunter los miró. Lazue temblaba. Don Diego estaba muy pálido.

– No podrán hacerlo -gritó Sanson-. ¿Cómo te las arreglarás sin ellos?

– Lo conseguirán -dijo Hunter-. Tienen que hacerlo.

Miró en dirección a la tormenta, que ya estaba muy cerca, apenas a dos o tres kilómetros de la isla. Podían sentir la humedad en el viento. Notó un tirón repentino en la cuerda que tenía en las manos y después otro, muy rápido.

– Lo ha conseguido -dijo Hunter. Miró hacia arriba pero no veía al Moro.

Un momento después cayó otra cuerda del cielo.

– Rápido -advirtió Hunter-. Las provisiones.

Ataron los sacos de tela a la cuerda y dieron el tirón acordado. Los sacos iniciaron su ascenso oscilante y a trompicones por la cara de piedra. Un par de veces, la fuerza del viento los alejó un par de metros de la roca.

– ¡Por la sangre de Cristo! -exclamó Sanson, al verlo.

Hunter miró a Lazue. Tenía una expresión tensa. Se acercó a ella y le ajustó el arnés de tela alrededor del hombro, y el otro a la cadera.

– Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios -dijo Lazue, con un ritmo monótono.

– Escúchame -gritó Hunter, mientras caía otra vez la cuerda-. Mantén la cuerda larga y deja que Bassa tire de ti. Mira únicamente la roca; no mires abajo.

– Madre de Dios, madre de Dios…

– ¿Me has oído? -preguntó Hunter-. ¡No mires abajo!

Ella asintió, sin dejar de murmurar. Poco después, empezó a ascender y a alejarse del suelo atada al arnés. Al principio estaba tensa y se retorcía y se agarraba a la otra cuerda. Después recuperó la calma y concluyó la ascensión sin incidentes.

El Judío era el siguiente. Miró a Hunter con ojos vacíos mientras este le daba instrucciones. No parecía oírle; era como un sonámbulo mientras se colocaba el arnés y se dejaba izar.

Cayeron las primeras gotas de lluvia; la tormenta estaba muy cerca.

– Tú serás el próximo -gritó Sanson.

– No -dijo Hunter-. Yo iré el último.

Ya llovía con cierta intensidad y el viento había aumentado. Cuando el arnés volvió a bajar, la tela estaba empapada. Sanson se lo colocó y dio un tirón a la cuerda; la señal de que estaba preparado. Al empezar a subir, gritó:

– Si mueres, me quedo con tu parte.

Después se rió y sus risotadas se perdieron en el viento.

Con la llegada de la tormenta, una niebla gris había envuelto la cima y Sanson desapareció en ella. Hunter esperó. Pasó un buen rato hasta que oyó que el arnés mojado golpeaba contra el suelo. Se acercó y se lo colocó. La lluvia y el viento le azotaban la cara y el cuerpo mientras tiraba de la cuerda para dar la señal y empezaba a subir.

Recordaría aquella ascensión el resto de su vida. No tenía ningún punto de referencia porque estaba inmerso en una oscuridad gris. Lo único que veía era la pared de piedra a pocos centímetros. El viento tiraba de él; de vez en cuando lo alejaba del precipicio y después lo golpeaba contra la roca. Las cuerdas, la roca, todo estaba mojado y resbaloso. Sujetaba la cuerda con las manos e intentaba no dejar de mirar la pared. Perdió pie varias veces y giró, golpeándose la espalda y los hombros contra la roca.

Le pareció que el ascenso duraba una eternidad. No tenía ni idea de dónde estaba; si había llegado a la mitad del trayecto, si solo había recorrido unos metros o si ya estaba a punto de llegar. Se esforzó por oír las voces de sus compañeros en la cima, pero únicamente oía el gemido enloquecedor del viento y el ruido de la lluvia.

Sentía la vibración de la cuerda mientras le izaban con un ritmo constante y regular. Subía un tramo; después una pausa; después un tramo más. Otra pausa; otro breve ascenso.

De repente, la pauta se alteró. La ascensión se interrumpió. La vibración de la cuerda cambió; podía sentirla en su cuerpo a través del arnés de tela. Al principio creyó que sus sentidos le engañaban, pero después se dio cuenta de qué sucedía: el cáñamo, tras soportar cinco ascensiones contra la roca áspera, se estaba deshilachando y empezaba a afinarse lenta y angustiosamente.

En su mente vio cómo se deshacía; en ese momento se agarró a la cuerda guía instintivamente. En el mismo instante la cuerda del arnés se rompió y cayó retorciéndose y serpenteando sobre su cabeza y sus hombros, pesada y mojada.

Sintió que la cuerda le resbalaba entre las manos y descendió un tramo, aunque no estaba seguro de cuánto. Intentó analizar la situación. Estaba de cara a la pared de roca, con el arnés mojado alrededor de las piernas tirando de él como un peso muerto y tensando sus brazos ya bastante cansados. Agitó las piernas, intentando deshacerse del arnés, pero no lo logró. Era horrible; estaba atrapado. No podía utilizar los pies para apoyarse en la roca; se quedaría allí colgando hasta que por fin la fatiga lo obligara a soltar la cuerda, y entonces se precipitaría al vacío. Las muñecas y los dedos le ardían de dolor. Sintió un ligero tirón en la cuerda guía. Pero no lo estaban subiendo.

Volvió a agitar los pies, con desesperación; de repente una ráfaga de viento lo alejó del precipicio. El maldito arnés hacía de vela: cogía viento y lo alejaba cada vez más. Vio que la pared de roca desaparecía en la niebla mientras él se alejaba varios metros de la roca.

Volvió a agitar los pies y de repente se sintió más ligero; por fin se había deshecho del arnés. Su cuerpo empezó arquearse mientras volvía a la roca. Aunque se preparó para el impacto, cuando se golpeó se quedó sin aliento. Gritó involuntariamente y se quedó colgando, intentando acompasar la respiración.

Y entonces, con un último gran esfuerzo, trepó hasta que las manos agarradas a la cuerda estuvieron a la altura de su pecho. Enroscó los pies alrededor de la cuerda un momento, para descansar los brazos. Recuperó el aliento. Situó bien los pies sobre la superficie rocosa y trepó por la cuerda con la fuerza de los brazos. Perdió pie; sus rodillas golpearon contra la roca. Pero había logrado subir un buen tramo.

Lo hizo otra vez.

Y otra vez.

Y otra vez.

Su mente dejó de funcionar; el cuerpo trabajaba automáticamente, por voluntad propia. El mundo quedó en silencio a su alrededor; ni sonido de lluvia, ni aullidos del viento, nada de nada, ni siquiera el jadeo de su respiración. El mundo se había vuelto gris y él estaba perdido en la niebla.

Ni siquiera fue consciente de que unas manos fuertes lo agarraban por los hombros, tiraban de él y lo dejaban boca abajo sobre una superficie plana. No oía voces. No veía nada. Más tarde le dijeron que incluso después de dejarlo en el suelo, su cuerpo seguía trepando, encogiéndose y estirándose, encogiéndose y estirándose, con la cara sangrando y apretada contra la roca, hasta que lo inmovilizaron por la fuerza. Pero por el momento, no sabía nada de nada. Ni siquiera sabía que había sobrevivido.

Hunter se despertó con el canto de los pájaros, abrió los ojos y vio las verdes hojas iluminadas por el sol. Se quedó muy quieto, moviendo solo los ojos. Vio una pared de roca. Estaba en una cueva, cerca de la entrada de una cueva. Olía a comida cociéndose, un olor indescriptiblemente delicioso, e intentó sentarse.

Violentas punzadas de dolor se propagaron por todo su cuerpo. Con un jadeo, volvió a caer de espaldas.

– Poco a poco, amigo mío -dijo una voz. Sanson llegó por detrás de él-. Poco a poco. -Se agachó y ayudó a Hunter a sentarse.

Lo primero que vio Hunter fue su ropa. Sus calzas estaban tan hechas trizas que eran casi irreconocibles; a través de los agujeros, vio que su piel estaba en las mismas condiciones. El aspecto de sus brazos y su pecho no era mucho mejor. Observó su cuerpo como si examinara un objeto desconocido y extraño.

– Tu cara tampoco está muy bien, francamente -dijo San- son, riendo-. ¿Crees que podrás comer algo?

Hunter intentó hablar. Sentía la piel de la cara tensa; como si llevara una máscara. Se tocó la mejilla y palpó una gruesa costra de sangre. Sacudió la cabeza.

– ¿Nada de comida? Entonces agua. -Sanson buscó un barrilete y ayudó a Hunter a beber. Le alivió ver que no le costaba tragar, pero observó que su boca estaba entumecida-. No demasiada -dijo Sanson-. No demasiada.

Los demás se acercaron.

El Judío sonreía contento.

– Deberíais contemplar la vista.

Hunter sintió una sacudida de euforia. Quería ver el panorama. Levantó un brazo dolorido hacia Sanson, que le ayudó a ponerse de pie. El primer momento fue agónico. Se sentía mareado y el dolor le recorría las piernas y la espalda en forma de sacudidas. Después mejoró. Apoyándose en Sanson, dio un paso, todavía estremeciéndose. De repente pensó en el gobernador Almont. Recordó la velada que había pasado negociando con él para realizar esta expedición a Matanceros. Entonces estaba tan seguro de sí mismo, tan relajado, que se había comportado como un intrépido aventurero. Sonrió tristemente con el recuerdo. La sonrisa le dolió.

Pero en ese instante vio el panorama e inmediatamente se olvidó de Almont, de sus males y del cuerpo dolorido.

Estaban en la entrada de una pequeña cueva, en la vertiente oriental de la cresta del monte Leres. Debajo de ellos las verdes laderas del volcán descendían suavemente más de trescientos metros, hasta donde comenzaba una espesa selva tropical. En el fondo se veía un ancho río, que corría hacia el puerto, y la fortaleza de Punta Matanceros. El sol resplandecía sobre las aguas quietas del puerto, centelleando alrededor del galeón del tesoro, que estaba anclado al amparo de la fortaleza. Todo estaba frente a él y Hunter pensó que era el panorama más hermoso del mundo.

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