7

Más tarde, cuando Hunter salía de la casa del gobernador, la señora Hacklett apareció en el vestíbulo y lo abordó.

– Capitán Hunter.

– Sí, señora Hacklett.

– Quería disculparme por el inexcusable comportamiento de mi esposo.

– No son necesarias vuestras disculpas.

– Al contrario, capitán. Creo que son muy necesarias. Se ha comportado como un palurdo y como un villano.

– Señora, su esposo se ha disculpado personalmente como ini caballero, así que doy el asunto por concluido. -La saludó con la cabeza-. Buenas noches.

– Capitán Hunter.

El se detuvo en la puerta y se volvió.

– ¿Sí, señora?

– Es usted un hombre muy atractivo, capitán.

– Señora, me siento halagado. Espero que volvamos a vernos pronto.

– Yo también, capitán.

Hunter se marchó pensando que el señor Hacklett haría bien vigilando a su esposa. El capitán lo había visto en otras ocasiones: una mujer bien educada, crecida en un ambiente rural noble de Inglaterra, que encontraba la forma de divertirse en la corte, como sin duda había encontrado la señora Hacklett, en cuanto su esposo miraba hacia otro lado, como sin duda había hecho el señor Hacklett. Por lo que parecía, al encontrarse en las Indias, lejos de casa y de las restricciones de clase y moral… Hunter lo había visto en otras ocasiones.

Caminó por la calle empedrada alejándose de la mansión y pasó frente a la cocina, todavía iluminada, donde los criados trabajaban. Debido al clima caluroso, todas las casas de Port Royal tenían las cocinas separadas del edificio principal. A través de las ventanas abiertas, vio la silueta de la muchacha rubia que les había servido la cena. La saludó con la mano.

Ella le devolvió el saludo y siguió con su trabajo.

Frente a la posada de la señora Denby, una multitud estaba atormentando a un oso. Hunter miró a los niños que fastidiaban al indefenso animal lanzándole piedras; se reían y gritaban mientras el oso rugía y tiraba de la cadena a la que estaba atado. Un par de prostitutas pinchaban al oso con ramas. Hunter pasó por su lado y entró en la posada.

Trencher estaba en un rincón, bebiendo con su brazo bueno. Hunter lo llamó y se lo llevó aparte.

– ¿Qué pasa, capitán? -preguntó Trencher ansiosamente.

– Quiero que consigas algunos hombres.

– Decidme a quién queréis, capitán.

– A Lazue, al señor Enders, a Sanson. Y al Moro.

Trencher sonrió.

– ¿Los queréis aquí?

– No. Descubre dónde están y yo iré a buscarlos. ¿Dónde está Susurro?

– En la Cabra Azul -contestó Trencher-. En la parte de atrás.

– ¿Y Ojo Negro está en Farrow Street?

– Creo que sí. ¿Queréis también al Judío?

– Confío en tu discreción -dijo Hunter-. Guárdame el secreto por ahora.

– ¿Me llevaréis a mí también, capitán?

– Si haces lo que te ordene.

– Lo juro por las llagas de Cristo, capitán.

– Pues mantente alerta -dijo Hunter, y salió de la posada a la calle embarrada.

El ambiente nocturno era cálido y quieto, como lo había • ido durante el día. Oyó los acordes suaves de una guitarra y, en algún lugar, risotadas de borrachos y un solitario disparo. Entró en Ridge Street para ir a la Cabra Azul.

La ciudad de Port Royal estaba dividida en barrios improvisados y distribuidos alrededor del puerto. Cerca de los muelles se encontraban las tabernas, los burdeles y las casas de juego. Más allá, apartadas de la actividad tumultuosa del litoral, las calles eran más tranquilas. Las abacerías y las panaderías, los artesanos de los muebles y los fabricantes de velas, los herreros y los orfebres estaban allí. Más lejos aún, en el lado sur de la bahía, había un puñado de viviendas privadas y posadas respetables. La Cabra Azul era una de estas últimas.

Hunter entró y saludó a los hombres que bebían en las metas. Reconoció al mejor médico de la isla, el doctor Perkins; a uno de los concejales, el señor Pickering; al alguacil de la prisión de Bridewell, y a algunos otros caballeros respetables.

Normalmente, los corsarios no eran bien recibidos en la Cabra Azul, pero Hunter era una excepción y se le aceptaba de buen grado. Era una forma de reconocer que el comercio del puerto dependía del flujo constante de los botines que conseguían los corsarios. Hunter era un capitán hábil y valiente y, por consiguiente, un importante miembro de la comunidad. El año anterior, sus tres expediciones habían significado más de dos cientos mil pistóles y doblones para Port Royal. Gran parte de ese dinero había ido a parar a los bolsillos de esos caballeros y por eso lo saludaron como se merecía.

La señora Wickham, que regentaba la Cabra Azul, fue menos afable. Era viuda y hacía unos años que se había juntado con Susurro. Al ver llegar a Hunter, supo que había ido a verle. Señaló con el dedo una puerta del fondo.

– Allí, capitán.

– Gracias, señora Wickham.

Hunter se dirigió a la habitación de atrás, llamó y abrió la puerta sin esperar respuesta; sabía que no contestaría nadie. La habitación estaba oscura, iluminada solo por una vela. Hunter pestañeó para adaptarse a la penumbra. Oyó un chirrido rítmico. Finalmente, vio a Susurro, sentado en un rincón, en una mecedora. Susurro empuñaba una pistola cargada y apuntaba a la barriga de Hunter.

– Buenas noches, Susurro.

La respuesta fue un siseo bajo y áspero.

– Buenas noches, capitán Hunter. ¿Venís solo? -Sí.

– Entonces entrad -siseó de nuevo la voz-. ¿Un trago de matalotodo? -Susurro apuntó a un tonel que tenía a su lado y le servía de mesa. Había unos vasos y una pequeña garrafa de ron encima.

– Con gusto, Susurro.

Hunter observó a Susurro mientras servía los dos vasos de líquido oscuro. Sus ojos se adaptaron a la penumbra y pudo ver mejor a su compañero.

Susurro, de quien nadie conocía su nombre auténtico, era un hombre grande y robusto, con unas manos desproporcionadas y pálidas. Antaño había sido un capitán corsario próspero que trabajaba por su cuenta. Pero entonces fue a Matanceros con Edmunds. Susurro fue el único superviviente, después de que Cazalla lo capturara, le cortara la garganta y lo diera por muerto. De algún modo Susurro había logrado sobrevivir, pero había perdido la voz. Esto y la gran cicatriz blanca en forma arqueada bajo el mentón eran un recordatorio de su pasado.

Desde su regreso a Port Royal, Susurro se había escondido en aquel cuarto trasero; todavía era grande y vigoroso pero había perdido el coraje, el temple. Vivía asustado; nunca soltaba la pistola y siempre tenía otra al lado. Hunter vio que brillaba en el suelo, al alcance, junto a la mecedora.

– ¿Qué os trae por aquí, capitán? ¿Matanceros?

Hunter debió de parecer sorprendido porque Susurro se echó a reír. La risa de Susurro era un sonido horripilante, un resuello muy agudo, como una olla hirviendo. Al reír echó hacia atrás la cabeza, mostrando la cicatriz blanca en toda su longitud.

– ¿Os he sobresaltado, capitán? ¿Os sorprende que lo sepa?

– Susurro -dijo Hunter-, ¿lo sabe alguien más?

– Algunos -siseó Susurro-. O lo sospechan. Pero no lo comprenden. Me he enterado de la aventura de Morton durante su travesía. -Ah.

– ¿Vais a ir, capitán?

– Háblame de Matanceros, Susurro.

– ¿Queréis un mapa? -Sí.

– Quince chelines.

– Hecho -dijo Hunter.

Sin embargo, pensaba pagarle veinte, para asegurarse de su amistad y comprar su silencio. Por su parte, Susurro comprendería la obligación que comportaban los cinco chelines adicionales. Y sabría que Hunter le mataría si hablaba con alguien de Matanceros.

Susurro sacó un pedazo de tela encerada y un poco de carbón. Con la tela sobre las rodillas, dibujó un esbozo rápido.

– La isla de Matanceros, que en la lengua del virrey significa literalmente matarife -susurró-. Tiene forma de «U», así. La boca del puerto -golpeó el lado izquierdo de la «U»- es punta Matanceros. Ahí es donde Cazalla ha construido la fortaleza. En esta zona el terreno es bajo. La fortaleza no está a más de cincuenta pasos sobre el nivel del mar.

Hunter asintió y esperó mientras Susurro tragaba un poco de ron.

– La fortaleza es octogonal. Los muros son de piedra, de diez metros de altura. Dentro hay una guarnición del ejército español.

– ¿De cuántos hombres?

– Unos dicen que doscientos. Otros dicen que trescientos. He oído incluso que cuatrocientos, pero no lo creo.

Hunter asintió. Debía contar que fueran trescientos soldados.

– ¿Y la artillería?

– Solo en dos lados de la fortaleza -dijo Susurro con su voz rasposa-. Una batería de cañones apuntando al mar, al este. Y otra batería hacia el otro lado del puerto, al sur.

– ¿De qué cañones se trata?

Susurro soltó su horripilante risa.

– Qué interesante, capitán Hunter. Son culebrinas, cañones de veinticuatro libras, fundidos en bronce.

– ¿Cuántos?

– Diez, tal vez doce.

Era interesante, pensó Hunter. Las culebrinas no eran un armamento muy potente y ya no solían utilizarse a bordo de los barcos. En su lugar, casi todas las flotas de guerra habían adoptado los cañones cortos.

La culebrina era un arma que había quedado anticuada. Las culebrinas pesaban más de dos toneladas, y sus cañones de hasta cinco metros de largo las hacían mortalmente precisas a larga distancia. Podían disparar proyectiles pesados y se cargaban rápidamente. En manos de artilleros bien adiestrados, las culebrinas podían disparar a razón de una vez por minuto.

– Veo que está bien armada -dijo Hunter-. ¿Quién es el encargado de la artillería?

– Bosquet.

– He oído hablar de él -dijo Hunter-. ¿Es el hombre que hundió el Renown?

– El mismo -siseó Susurro.

Así que los artilleros serían hombres expertos. Hunter frunció el ceño.

– Susurro -dijo-, ¿sabes si las culebrinas están fijas en tierra?

El antiguo corsario se meció un buen rato.

– Estáis loco, capitán Hunter.

– ¿Por qué?

– Estáis pensando en atacar por tierra.

Hunter asintió.

– No lo lograréis -dijo Susurro. Golpeó el mapa que tenia sobre las rodillas-. Edmunds ya lo pensó, pero cuando vio la isla, se olvidó de ello. Mirad, si os acercáis por el oeste -señaló la curva de la «U»- hay un pequeño puerto que podéis utilizar. Pero para cruzar hasta el puerto principal de Matanceros por tierra, deberéis escalar el monte Leres, y pasar al otro lado.

Hunter hizo un gesto de impaciencia.

– ¿Es difícil escalar ese monte?

– Es imposible -aseguró Susurro-. Un hombre normal no podría hacerlo. A partir de aquí, de la cala occidental, el terreno asciende suavemente unos ciento cincuenta metros. Pero está cubierto de una selva densa y calurosa, repleta de pantanos. No hay agua potable. Habrá patrullas. Si ellas no os descubren y no morís a causa de las fiebres, llegaréis al pie del peñasco. La ladera occidental de Leres es una pared de roca vertical de unos cien metros. Ni siquiera un pájaro podría posarse en ella. El viento es incesante y tiene la fuerza de un huracán.

– Si lograra escalarla -dijo Hunter-, ¿después qué encontraría?

– La ladera oriental es muy suave y no presenta ninguna dificultad -explicó Susurro-. Pero nunca alcanzaréis la vertiente del este, os lo aseguro.

– Pero si la alcanzara -dijo Hunter- ¿debo temer las baterías de Matanceros?

Susurro se encogió de hombros.

– Apuntan al agua, capitán Hunter. Cazalla no es tonto. Sabe que no puede ser atacado por tierra.

– Siempre hay una forma.

Susurro se meció, en silencio, un largo rato.

– No siempre -dijo finalmente-. No siempre.

Don Diego de Ramano, conocido también como Ojo Negro o simplemente como el Judío, estaba encogido en su banco de trabajo del taller de Farrow Street. Entornaba los ojos a la manera de los miopes mientras miraba la perla que sujetaba entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. Eran los únicos dedos que le quedaban en esa mano.

– Es de una calidad excelente -dijo. Le devolvió la perla a Hunter-. Os recomiendo conservarla.

Ojo Negro pestañeó rápidamente. Tenía la vista débil y los ojos rosados como los de un conejo. Le lagrimeaban casi constantemente; de vez en cuando se los secaba. En el ojo derecho tenía una gran mancha negra cerca de la pupila, de ahí su apodo.

– No me necesitabais para que os dijera esto, Hunter.

– No, don Diego.

El Judío asintió y se levantó del banco. Cruzó el estrecho taller y cerró la puerta de la calle. Después cerró las persianas de la ventana y volvió con Hunter.

– ¿Y bien?

– ¿Cómo estáis de salud, don Diego?

– Mi salud, mi salud -repitió don Diego, hundiendo las manos en las profundidades de los bolsillos de su ancho blusón. Era susceptible con su mano izquierda mutilada-. Mi salud es indiferente, como siempre. Tampoco me necesitabais para que os dijera esto.

– ¿El taller marcha bien? -preguntó Hunter, mirando por la habitación. Sobre las mesas toscas había joyas de oro a la vista. El Judío llevaba casi dos años vendiendo en esa tienda.

Don Diego se sentó. Miró a Hunter, se acarició la barba y se secó los ojos.

– Hunter -dijo-, me estáis poniendo nervioso. Hablad con claridad.

– Me preguntaba si todavía trabajabais con pólvora -aventuró Hunter.

– ¿Pólvora? ¿Pólvora? -El Judío miró por la habitación, frunciendo el ceño como si no entendiera el significado de la palabra-. No -dijo-. No trabajo con pólvora. Después de esto no. -Señaló su ojo ennegrecido-. Y tampoco después de esto. -Levantó la mano izquierda casi sin dedos-. Ya no trabajo con pólvora.

– ¿Creéis que podría haceros cambiar de opinión?

– Jamás.

– Jamás es mucho tiempo.

– Jamás es lo que quiero decir, Hunter.

– ¿Ni siquiera para atacar a Cazalla?

El Judío gruñó.

– Cazalla -repitió en tono grave-. Cazalla está en Matanceros y no se le puede atacar.

– Yo pienso hacerlo -dijo Hunter en voz baja.

– Como el capitán Edmunds, el año pasado. -Don Diego hizo una mueca al recordarlo. Había participado en la financiación de la expedición y había perdido su inversión de cincuenta libras-. Matanceros es invulnerable, Hunter. Que la vanidad no enturbie vuestros sentidos. La fortaleza no puede tomarse. -Se secó las lágrimas de la mejilla-. Además, allí no hay nada.

– En la fortaleza no hay nada -dijo Hunter-. Pero en el puerto sí.

– ¿El puerto? ¿El puerto? -Ojo Negro volvió a mirar al vacío-. ¿Qué hay en el puerto? Ah. Deben de ser las naos del tesoro perdidas en la tormenta de agosto, ¿me equivoco?

– Una de ellas.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Lo sé.

– ¿Una nao? -El Judío pestañeó más rápidamente aún. Se rascó la nariz con el índice de la mano izquierda mutilada, signo inequívoco de que estaba reflexionando-. Seguramente está llena de tabaco y canela -dijo lúgubremente.

– Seguramente está llena de oro y perlas -le rectificó Hunter-. De otro modo habría intentado volver a España aun a riesgo de ser capturada. Si fue a Matanceros fue solo porque el tesoro es demasiado valioso para correr riesgos.

– Tal vez, tal vez…

Hunter observó al Judío cuidadosamente. El comerciante era un gran actor.

– Supongamos que tenéis razón -aceptó finalmente-. A mí no me interesa. Una nao en el puerto de Matanceros está tan segura como si estuviera atracada en Cádiz. Está protegida por la fortaleza y la fortaleza no puede tomarse.

– Es cierto -dijo Hunter-. Pero las baterías de cañones que custodian el puerto pueden destruirse, si vuestra salud es buena y os avenís a trabajar con pólvora otra vez. -Me halagáis.

– Nada más lejos de mi intención.

– ¿Qué tiene que ver mi salud con esto?

– Mi plan -dijo Hunter- tiene sus inconvenientes.

Don Diego frunció el ceño.

– ¿Estáis diciendo que deberé ir con vos?

– Por supuesto. ¿Qué esperabais?

– Creía que queríais dinero. ¿Queréis que vaya?

– Es esencial, don Diego.

El Judío se levantó bruscamente.

– Para atacar a Cazalla -dijo, repentinamente emocionado.

Se puso a caminar arriba y abajo.

– He soñado con su muerte cada noche durante diez años, Hunter. He soñado… -Paró de pasear y miró a Hunter-. Vos también tenéis vuestras razones. -Las tengo -dijo Hunter. -Pero ¿puede hacerse? ¿De verdad? -De verdad, don Diego.

– Entonces estoy deseando oír el plan -dijo el Judío, entusiasmado-. Y estoy deseando saber qué pólvora necesitáis.

– Necesito un invento -dijo Hunter-. Debéis fabricar algo que todavía no existe.

El Judío se secó las lágrimas de los ojos.

– Contadme -dijo-. Contádmelo todo.

El señor Enders, el cirujano barbero y artista del mar, aplicó con delicadeza la sanguijuela al cuello de su paciente. El hombre, echado hacia atrás en la silla, con la cara tapada con un paño, gimió cuando la bestia viscosa le tocó la carne. Inmediatamente, la sanguijuela empezó a hincharse de sangre.

El señor Enders tarareó en voz baja.

– Ya está -dijo-. Solo un momento y os sentiréis mucho mejor. Confiad en mí, respiraréis mejor y las damas también quedarán más contentas. -Dio unos golpecitos a la mejilla tapada con el paño-. Salgo un momento a respirar aire fresco y vuelvo enseguida.

Sin más, el señor Enders salió de la tienda porque había visto a Hunter, que desde fuera le hacía una seña para que se acercara. El señor Enders era un hombre bajo, de movimientos rápidos y delicados; parecía que bailara en vez de caminar. Tenía un modesto negocio en el puerto, porque muchos de sus pacientes sobrevivían a sus cuidados, a diferencia de los de otros cirujanos. Pero su mayor habilidad, y su auténtica pasión, era pilotar naves con las velas desplegadas. Enders, un verdadero artista del mar, era un espécimen raro, un timonero perfecto, un hombre que parecía entrar en comunión con el barco que gobernaba.

– ¿Necesitáis un afeitado, capitán? -preguntó a Hunter.

– Una tripulación.

– Pues ya tenéis a un cirujano -dijo Enders-. ¿Y de qué tipo de viaje se trata?

– Vamos a talar madera -contestó Hunter sonriendo.

– Siempre es agradable talar madera -dijo Enders-. ¿Y de quién es la madera?

– De Cazalla.

Inmediatamente, Enders abandonó su buen humor.

– ¿Cazalla? ¿Pretendéis ir a Matanceros?

– Hablad más bajo -dijo Hunter, mirando hacia la calle.

– Capitán, capitán, el suicidio es una ofensa a Dios.

– Sabéis que os necesito -dijo Hunter.

– Pero la vida es bella, capitán -replicó Enders.

– El oro también.

Enders se calló, enfurruñado. Sabía, como lo sabía el Judío, como lo sabían todos en Port Royal, que no había oro en la fortaleza de Matanceros.

– ¿Podríais explicaros?

– Es mejor que no.

– ¿Cuándo zarpáis?

– Dentro de dos días.

– ¿Y nos enteraremos de las razones en la bahía del Toro?

– Tenéis mi palabra.

Enders extendió silenciosamente la mano y Hunter se la estrechó. Dentro de la tienda, el paciente se retorcía y gruñía.

– ¡Cielos, pobre hombre! -exclamó Enders y entró corriendo. La sanguijuela estaba hinchada de sangre y algunas gotas rojas caían en el suelo de madera. Enders arrancó la sanguijuela y el paciente chilló-. Calma, calma, no os pongáis nervioso, excelencia.

– Eres un maldito pirata y un canalla -escupió sir James Almont, apartando el paño de la cara y taponándose con él el cuello mordido.

Lazue estaba en un llamativo burdel de Lime Road, rodeado de mujeres risueñas. Lazue era francés; el nombre era una contracción de Les Yeux, porque sus ojos de marinero eran graneles, brillantes y legendarios. Podía ver mejor que nadie en la oscuridad de la noche; muchas veces Hunter había logrado maniobrar sus navios entre arrecifes y bancos de arena con la ayuda del francés en el castillo de proa. También era cierto que ese hombre esbelto y felino era un extraordinario tirador.

– Hunter -gruñó Lazue, con un brazo alrededor de una muchacha tetuda-. Hunter, unios a nosotros. Las muchachas rieron, jugando con sus cabellos.

– Hablemos en privado, Lazue.

– Qué aburrido sois -dijo el francés, y besó a todas las muchachas una por una-. Volveré, preciosas -se despidió, y fue con Hunter a un rincón alejado.

Una muchacha les llevó una vasija de barro llena de ron y un vaso para cada uno.

Hunter miró la cara lampiña y los cabellos largos y enmarañados de Lazue.

– ¿Has bebido, Lazue?

– No demasiado, capitán -contestó él, con una risa ronca-. Hablad.

– Salgo en una expedición en dos días.

– ¿Sí? -Lazue recuperó la sobriedad de golpe. Sus grandes ojos vigilantes se concentraron en Hunter-. ¿Una expedición adonde?

– A Matanceros.

Lazue rió, con un gruñido profundo y resonante. Era insólito que un sonido así saliera de un cuerpo tan flaco.

– Matanceros significa matarifes, y, por lo que he oído, decir el nombre le va como anillo al dedo.

– No importa -dijo Hunter.

– Vuestras razones deben de ser muy buenas.

– Lo son.

Lazue asintió, sin esperar a oír más. Un capitán experto no solía revelar demasiado de una expedición hasta que la tripulación estaba en alta mar.

– ¿Las razones son tan buenas como grandes los peligros?

– Lo son.

Lazue escrutó la cara de Hunter.

– ¿Queréis a una mujer en la expedición?

– Por eso estoy aquí.

Lazue rió de nuevo. Se rascó los pequeños pechos distraídamente. Aunque se vestía, se comportaba y luchaba como un hombre, Lazue era una mujer. Pocos conocían su historia, pero Hunter era uno de ellos.

Lazue era la hija de la esposa de un marinero bretón. Su marido estaba en el mar cuando ella descubrió que estaba embarazada y poco después tuvo un hijo. Sin embargo, el esposo no regresó -de hecho no se supo nunca más de él- y unos meses después la mujer quedó embarazada de nuevo. Temiendo el escándalo, se trasladó a otro pueblo de la provincia, donde tuvo a su hija, Lazue.

Al cabo de un año el hijo murió. En ese tiempo, la madre se había quedado sin dinero, así que tuvo que volver a su pueblo natal a vivir con sus padres. Para evitar la deshonra, vistió a su hija de niño; el engaño fue tan completo que en el pueblo nadie, ni siquiera los abuelos de la niña, sospecharon jamás la verdad. Lazue creció como un varón, y a los trece años entró a trabajar de cochero para un noble de la zona; más tarde se alistó en el ejército francés y vivió varios años entre las tropas sin que nadie la descubriera. Finalmente -al menos tal como ella contaba la historia- se enamoró de un joven y guapo oficial de caballería y le reveló su secreto. Vivieron un amor apasionado pero él nunca se casó con ella, y cuando todo acabó, ella decidió emigrar a las Indias Occidentales, donde asumió de nuevo su papel masculino.

Sin embargo, en una ciudad como Port Royal, era imposible mantener un secreto así, de forma que todos sabían que Lazue era una mujer. En cualquier caso, durante las expediciones corsarias, tenía la costumbre de descubrir sus pechos para confundir y aterrar a los enemigos. Sin embargo, en el puerto, todos la trataban como a un hombre y nadie daba más importancia a la cuestión.

Lazue rió.

– Estáis loco, Hunter, si queréis atacar Matanceros.

– ¿Vendrás?

Ella rió otra vez.

– Solo porque no tengo nada mejor que hacer. Y volvió con las risueñas prostitutas a la mesa del otro extremo.

Hunter encontró al Moro de madrugada; estaba jugando una partida de cartas con dos corsarios holandeses en una casa de juegos llamada El Bribón Amarillo.

El Moro, también llamado Bassa, era un hombre corpulento, con una cabeza enorme, unos músculos como piedras en los hombros y el pecho, unos brazos gruesos y unas manos descomunales, que agarraban las cartas de la baraja haciendo que parecieran minúsculas. Le llamaban Moro por razones que se habían olvidado hacía mucho tiempo, y aunque él hubiera deseado dar explicaciones sobre sus orígenes, no habría podido hacerlo, porque el dueño español de una plantación le había cortado la lengua en La Hispaniola. Sin embargo todos estaban de acuerdo en que el Moro no era moro en absoluto sino que procedía de la región africana de Nubia, una tierra desértica junto al Nilo, poblada por negros enormes.

Su otro nombre, Bassa, era el de un puerto de la costa de Guinea, donde a menudo se detenían los barcos negreros, pero todos coincidían en que el Moro no podía proceder de aquella tierra, porque los nativos del lugar eran enfermizos y mucho más claros de piel que él.

El hecho de que el Moro fuera mudo y tuviera que comunicarse con gestos aumentaba la impresión que producía su físico. A veces, los recién llegados al puerto presuponían que Bassa era estúpido además de mudo. Mientras Hunter observaba la partida en marcha, tuvo la impresión de que precisamente esto era lo que sucedía. Se llevó una jarra de vino a una mesita y se sentó a disfrutar del espectáculo.

Los holandeses eran unos caballeros, elegantemente vestidos con medias finas y camisas de seda bordadas, y estaban bebiendo abundantemente. El Moro no bebía; en realidad, no bebía nunca. Se decía que no toleraba el alcohol, y que en una ocasión se emborrachó y mató a cinco hombres con las manos antes de recuperar la sensatez. Tanto si esto era cierto como si no, lo que sí era verdadero era que el Moro había matado al dueño de la plantación que le había cortado la lengua y después había matado a su esposa y a la mitad de los residentes de la casa antes de huir a los puertos piratas del lado occidental de La Hispaniola, y desde allí, a Port Royal.

Hunter observó las apuestas de los holandeses. Jugaban descuidadamente, bromeando y riendo, eufóricos. El Moro estaba impasible, con una pila de monedas de oro frente a él. Era un juego que no permitía apuestas irreflexivas, y por supuesto, mientras Hunter observaba, el Moro sacó tres cartas iguales, las mostró y se llevó el dinero de los holandeses.

Ellos lo miraron en silencio un momento y después gritaron a la vez: «¡Trampa!», en varios idiomas. El Moro sacudió su enorme cabezota con calma y se guardó el dinero en el bolsillo.

Los holandeses insistieron para que jugara otra partida, pero con un gesto el Moro les indicó que no tenían dinero para apostar.

Después de esto, los holandeses se volvieron beligerantes, gritando y señalando al Moro. Bassa continuó impasible, pero mandó a un mozo del local que se acercara y le entregó un doblón de oro.

Los holandeses no sabían que el Moro estaba pagando por adelantado, por cualquier posible daño causado a la casa de juego. El mozo cogió la moneda y se apartó a una distancia prudencial.

Los holandeses estaban de pie, gritando maldiciones al Moro, que seguía sentado a la mesa. La expresión de su cara era mansa, pero sus ojos iban de un hombre al otro. Los holandeses, cada vez más furiosos, gesticulaban y exigían que les devolviera su dinero.

El Moro sacudió la cabeza.

Entonces, uno de los holandeses sacó un puñal del cinto y lo blandió frente al Moro, a pocos centímetros de su nariz. Aun así, el Moro siguió impasible. Permaneció quieto, con las manos entrecruzadas frente a él, sobre la mesa.

Cuando el otro holandés se llevó una mano a la pistola, el Moro pasó a la acción. Levantó bruscamente su gran mano negra, agarró el puñal de la mano del holandés y hundió la hoja casi diez centímetros en la mesa. Después golpeó al segundo holandés en el estómago; el hombre soltó la pistola y se dobló, tosiendo. El Moro le pegó una patada en la cara y lo mandó al otro extremo de la sala. Entonces se volvió hacia el primer holandés, que lo miraba con ojos aterrorizados. El Moro lo levantó, lo sostuvo por encima de su cabeza y lo llevó hasta la puerta, desde donde lo lanzó por los aires a la calle; el hombre cayó de cara contra el barro.

El Moro volvió a entrar, arrancó el puñal de la mesa, se lo guardó en el cinto y cruzó la habitación para sentarse al lado de Hunter. Solo entonces se permitió sonreír.

– Nuevos -dijo Hunter.

El Moro asintió, sonriendo. Después frunció el ceño y señaló a Hunter, con expresión interrogante.

– He venido a verte.

El Moro encogió los hombros.

– Zarpamos en dos días.

El Moro apretó los labios, y dibujó una palabra: Où?

– Matanceros -dijo Hunter.

El Moro hizo una mueca de disgusto.

– ¿No te interesa?

El Moro sonrió y se pasó un dedo por la garganta.

– Te lo aseguro, puede hacerse -dijo Hunter-. ¿Te asustan las alturas?

El Moro hizo un gesto posando una mano sobre la otra y sacudió la cabeza.

– No me refiero a los mástiles de un barco -dijo Hunter-. Me refiero a un acantilado de más de cien metros.

El Moro se rascó la cabeza. Miró al techo, como si intentara imaginarse la altura del acantilado. Por fin, asintió.

– ¿Puedes hacerlo?

Él volvió a asentir.

– ¿Incluso con un viento fuerte? Bien. Entonces vienes con nosotros.

Hunter se puso de pie, pero el Moro lo obligó a sentarse otra vez. El Moro hizo tintinear las monedas en su bolsillo y señaló interrogativamente a Hunter con el dedo.

– No te preocupes -dijo Hunter-. Merece la pena.

El Moro sonrió y Hunter se fue.

Encontró a Sanson en una habitación del segundo piso del Blasón de la Reina. Hunter llamó a la puerta y esperó. Oyó una risa y un suspiro, y volvió a llamar.

Una voz sorprendentemente aguda gritó.

– Vete al infierno y desaparece.

Hunter dudó, pero volvió a llamar.

– ¡Por la sangre de Cristo! ¿Quién diablos es ahora? -preguntó la voz desde dentro.

– Hunter.

– Maldición. Pasa, Hunter.

Hunter abrió la puerta completamente, pero no se acercó al Umbral; un momento después, el orinal y su contenido atravesaron volando la puerta abierta.

Hunter oyó una risita en la habitación.

– Tan cauteloso como siempre, Hunter. Nos sobrevivirás a todos. Pasa.

Hunter entró en la habitación. A la luz de una sola vela, vio a Sanson sentado en la cama, junto a una muchacha rubia.

– Nos has interrumpido, hijo -dijo Sanson-. Espero que tengas una buena razón.

– La tengo -dijo Hunter.

Hubo un momento de silencio incómodo en el que los dos hombres se miraron. Sanson se rascó la poblada barba negra.

– ¿Debo adivinar la razón de tu visita?

– No -dijo Hunter, mirando a la muchacha.

– Ah -dijo Sanson. Se dirigió a ella-. Mi delicado melocotón… -Le besó las puntas de los dedos y señaló con la mano el pasillo.

La muchacha saltó inmediatamente de la cama, desnuda, recogió apresuradamente su ropa y salió de la habitación.

– Una delicia de muchacha -comentó Sanson.

Hunter cerró la puerta.

– Es francesa -dijo Sanson-. Las francesas son las mejores amantes, ¿no te parece?

– Sin duda son las mejores prostitutas.

Sanson se rió. Era un hombre corpulento y alto, que provocaba una sensación tenebrosa y amenazadora: cabellos oscuros, cejas oscuras que se unían sobre la nariz, barba oscura, piel oscura. Pero su voz era sorprendentemente aguda, sobre todo cuando se reía.

– ¿No puedo convencerte de que las francesas son superiores a las inglesas?

– Solo en su capacidad para transmitir enfermedades.

Sanson se rió con ganas.

– Hunter, tu sentido del humor es único. ¿Tomarás un vaso de vino conmigo?

– Con placer.

Sanson le sirvió de la botella de la mesita. Hunter cogió el vaso y lo levantó para brindar.

– A tu salud.

– A la tuya -dijo Sanson, y ambos bebieron.

Ninguno de los dos apartó la mirada del otro.

Por su parte, Hunter no confiaba en absoluto en Sanson. En realidad, no deseaba llevarse a Sanson a la expedición, pero el francés era necesario para el éxito de la empresa. Porque San- son, a pesar de su orgullo, su vanidad y sus fanfarronerías, era el asesino más despiadado del Caribe; procedía de una familia de verdugos franceses.

Incluso su nombre -Sanson, que significa «sin sonido»- era una definición satírica de la manera silenciosa en la que solían acabar sus víctimas. Era conocido y temido en todas partes. Se decía que su padre, Charles Sanson, era el verdugo del rey en Dieppe. Se rumoreaba que el propio Sanson había sido sacerdote en Lieja durante un tiempo breve, hasta que sus indiscreciones con las monjas de un convento cercano hicieron más conveniente que abandonara el país.

Pero Port Royal no era una ciudad donde se prestara mucha atención a las historias del pasado. Allí Sanson era conocido por su habilidad con el sable, la pistola y su arma favorita, la ballesta.

Sanson volvió a reír.

– Bien, hijo. Cuéntame qué te preocupa.

– Zarpo dentro de dos días. Hacia Matanceros.

Sanson no rió.

– ¿Quieres que vaya contigo a Matanceros?

– Sí.

Sanson sirvió más vino.

– No quiero ir allí -dijo-. Ningún hombre cuerdo quiere ir a Matanceros. ¿Por qué quieres ir?

Hunter no dijo nada.

Con el ceño fruncido, Sanson se miró los pies sobre la cama. Meneó los dedos de los pies, todavía con el ceño fruncido.

– Tiene que ser por los galeones -dijo finalmente-. Los galeones perdidos durante la tormenta se han refugiado en Matanceros, ¿verdad?

Hunter se encogió de hombros.

– Cauto, cauto -bromeó Sanson-. Muy bien, ¿y qué condiciones propones para esta expedición de locos?

– Te daré cuatro partes sobre cien.

– ¿Cuatro partes? Eres un hombre avaro, capitán Hunter. Has herido mi orgullo, si crees que solo valgo cuatro partes…

– Cinco partes -dijo Hunter, con la expresión de un hombre que se rinde.

– ¿Cinco? Pongamos ocho y cerramos el trato.

– Pongamos cinco y cerramos el trato.

– Hunter. Es tarde y no tengo paciencia. ¿Quedamos en siete?

– Seis.

– Por la sangre de Cristo, qué avaro eres.

– Seis -repitió Hunter.

– Siete. Toma otro vaso de vino.

Hunter le miró y decidió que no merecía la pena seguir discutiendo. Sanson sería más fácil de controlar si creía que había negociado bien; en cambio, estaría intratable y de mal humor si consideraba que el acuerdo era injusto.

– Está bien, siete -aceptó Hunter.

– Amigo mío, eres una persona sensata. -Sanson alargó la mano-. Cuéntame cómo piensas atacar.

Sanson escuchó el plan sin decir una sola palabra. Finalmente, cuando Hunter terminó, se dio una palmada en el muslo.

– Es cierto eso que dicen de que el español es perezoso, el francés elegante y el inglés ingenioso.

– Creo que funcionará -dijo Hunter.

– No tengo la menor duda -dijo Sanson.

Cuando Hunter salió de la pequeña habitación, el día estaba rompiendo sobre las calles de Port Royal.

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