2

Para un hombre que padecía gota, el menor trayecto en carroza por las calles empedradas era una tortura. Únicamente por ese motivo, sir James detestaba tener que asistir a todas las ejecuciones. Otra razón para que le desagradaran esas ceremonias era que le exigían adentrarse en su dominio, que él prefería gozar desde la perspectiva de su ventana.

En 1665, Port Roy al era una ciudad en pleno crecimiento. Durante el decenio transcurrido desde la expedición en la que Cromwell había arrebatado la isla de Jamaica a los españoles, Port Roy al había pasado de ser una miserable y desierta franja de arena infestada de enfermedades a una ciudad miserable y superpoblada de ocho mil habitantes infestada de asesinos.

No podía negarse que Port Royal era una ciudad rica -según algunos la ciudad más rica del mundo-, pero eso no la hacía agradable. Solo algunas calles estaban empedradas, con adoquines importados de Inglaterra como lastre para los barcos. El resto eran callejones angostos y embarrados, que hedían a desperdicios y excrementos de caballo, infestados de moscas y mosquitos. Los edificios adosados unos a otros eran de madera o de ladrillo, de construcción rudimentaria y para un uso vulgar: una interminable sucesión de tabernas, tascas, casas de juego y burdeles. Estos locales atendían a los miles de marineros y otros forasteros que llegaban a la costa continuamente. También había un puñado de tiendas de comerciantes legítimos y una iglesia en el extremo norte de la ciudad, que era, como había expresado tan acertadamente sir William Lytton, «raramente frecuentada».

Por supuesto, sir James y su personal asistían a los servicios todos los domingos, junto con los pocos miembros piadosos de la comunidad. Pero muy a menudo, por la llegada de un marinero borracho, interrumpía el sermón e impedía el desarrollo del servicio con gritos y juramentos blasfemos y, en una ocasión, incluso con disparos. Sir James ordenó que se encerrara quince días a ese hombre en prisión, pero debía ser cauto al impartir los castigos. La autoridad del gobernador de Jamaica era -de nuevo en palabras de sir William- «sutil como un fragmento de pergamino, e igual de frágil».

Después de que el rey lo nombrara gobernador, sir James pasó una velada con sir William, durante la cual este le explicó el funcionamiento de la colonia. Sir James escuchó y creyó entenderlo todo, pero nadie entendía verdaderamente la vida en el Nuevo Mundo hasta que se enfrentaba con la cruda realidad.

Mientras el carruaje avanzaba por las hediondas calles de Port Royal y sir James saludaba con la cabeza a los colonos que se inclinaban respetuosamente, el gobernador se maravilló de la cantidad de cosas que había acabado por encontrar totalmente naturales y ordinarias. Aceptaba el calor, las moscas y los hedores pestilentes; aceptaba los robos y el comercio corrupto; aceptaba los modales groseros de los corsarios borrachos. Había tenido que realizar infinidad de pequeños ajustes; entre ellos, aprender a dormir entre gritos furibundos y disparos, que cada noche se sucedían incesantemente en el puerto.

Sin embargo, muchas cosas seguían irritándolo, y una de las que más le fastidiaban estaba sentado frente a él en la carroza.

En esos momentos, el comandante Scott, jefe de la guarnición de Fort Charles y que se había nombrado a sí mismo guardián de los buenos modales galantes, se sacudió una invisible brizna de polvo del uniforme y dijo:

– Confío, excelencia, que hayáis disfrutado de una noche excelente y por consiguiente os halléis en el estado de ánimo idóneo para cumplir con vuestros compromisos de la mañana.

– He dormido suficientemente bien -respondió con brusquedad sir James.

Por enésima vez pensó para sus adentros en lo peligrosa que podía resultar su vida en Jamaica con un comandante de guarnición que era un frivolo y un inepto en lugar de un militar de verdad.

– Por lo que he podido saber -prosiguió el comandante Scott, llevándose un pañuelo perfumado de encaje a la nariz e inspirando con delicadeza-, el prisionero LeClerc está ya preparado y todo está dispuesto para la ejecución.

– Muy bien -dijo sir James, mirando al comandante Scott i on el ceño fruncido.

– También se ha llamado mi atención sobre el mercante C ¡odspeed, que está amarrando en este momento y que cuenta cutre sus pasajeros al señor Hacklett, vuestro nuevo secretario.

– Esperemos que no sea tan idiota como el último -dijo sir James.

– Por supuesto. Esperémoslo -indicó el comandante Scott, y después, afortunadamente permaneció en silencio.

La carroza entró en la plaza de High Street donde una gran multitud se había congregado para asistir a la ejecución. Mientras sir James y el comandante Scott bajaban de la carroza, se oyeron algunas aclamaciones.

Sir james saludó con la cabeza y el comandante realizó una profunda reverencia.

– Percibo una numerosa asistencia -comentó el comandante-. Siempre me satisface la presencia de tantos jóvenes y niños. Será una buena lección para ellos, ¿no os parece?

– Hum -murmuró sir James.

Se situó frente a la multitud y se detuvo a la sombra del patíbulo. En High Street la horca siempre estaba dispuesta, ya que se utilizaba a menudo: un travesaño sostenido por un montante, del que colgaba a poco más de dos metros del suelo una recia soga.

– ¿Dónde está el preso? -preguntó sir James, irritado.

No se veía al preso por ninguna parte. El gobernador esperó con visible impaciencia, retorciéndose las manos a la espalda. De repente, se oyó el retumbo grave de los tambores que anunciaba la llegada del carro. Momentos después, este pasó entre los gritos y las risas de la gente.

El preso LeClerc estaba de pie, con las manos atadas a la espalda. Llevaba una túnica de tela gris, manchada por los desperdicios lanzados por la gente, pero mantenía la barbilla alta.

El comandante Scott se inclinó hacia el gobernador.

– Sin duda produce una buena impresión, excelencia.

Sir James se limitó a gruñir.

– Tengo buena opinión de un hombre que sabe morir con finesse.

Sir James no dijo nada. El carro llegó al patíbulo y giró de modo que el preso quedara de cara al público. El verdugo, Henry Edmonds, se acercó al gobernador e hizo una prolongada reverencia.

– Buenos días, excelencia, y a vos también, comandante Scott. Tengo el honor de presentar al preso, el francés LeClerc, recientemente condenado por la Audiencia…

– Procede, Henry -dijo sir James.

– Enseguida, excelencia.

Con expresión ofendida, el verdugo hizo otra reverencia y volvió al carro. Subió, se colocó junto al preso y le puso la soga alrededor del cuello. Después fue a la parte delantera del carro y se quedó junto a la muía. Hubo un momento de silencio, que se alargó demasiado.

Finalmente, el verdugo giró sobre sus talones y gritó bruscamente.

– ¡Teddy, maldita sea, presta atención!

Inmediatamente, un chiquillo, el hijo del verdugo, empezó a tocar un rápido redoble de tambor. El verdugo se volvió hacia la multitud. Levantó la fusta y dio un solo golpe a la mula. El carro se alejó ruidosamente y el preso se quedó pataleando y oscilando en el aire.

Sir James observó las convulsiones del condenado. Escuchó el jadeo ronco de LeClerc y vio cómo su rostro se volvía púrpura. El francés pataleó violentamente, balanceándose a medio metro del suelo embarrado. Los ojos parecían salírsele de las órbitas. La lengua asomó entre sus labios. El cuerpo, colgando de la soga, se estremeció con temblores y espasmos.

– Está bien -dijo sir James por fin, y saludó al público.

Inmediatamente, un par de robustos amigos del condenado se adelantaron. Lo agarraron de los pies y tiraron de ellos, intentando romperle el cuello para evitarle sufrimientos. Pero no eran particularmente hábiles, así que el pirata, que era fuerte, ochó a los dos hombres sobre el barro con sus vigorosas patadas. La agonía se prolongó unos instantes más y finalmente, de forma brusca, el cuerpo quedó inerte.

Los hombres se apartaron. Por las piernas de LeClerc comenzó a resbalar un hilo de orina. El cuerpo se balanceaba exánime, oscilando en el extremo de la soga.

– Una ejecución excelente -dijo el comandante Scott con una amplia sonrisa. Lanzó una moneda de oro al verdugo.

Sir James subió a la carroza; de repente, tenía un hambre canina. Para acuciar aún más su apetito, así como para disimular los malos olores de la ciudad, se permitió un pellizco de rapé.

El comandante Scott propuso pasar por el puerto para ver si el nuevo secretario ya había desembarcado. El carruaje paró en los muelles, lo más cerca posible del amarre del barco; el cochero sabía que el gobernador solía caminar lo estrictamente necesario. El portero abrió la puerta y sir James bajó, haciendo una mueca ante el fétido aire matutino.

Se encontró frente a un joven de poco más de treinta años, quien, al igual que el gobernador, estaba sudando bajo su pesado jubón. El joven hizo una reverencia y dijo:

– Excelencia.

– ¿Con quién tengo el placer de hablar? -preguntó Almont, con una ligera inclinación. Ya no podía hacer reverencias profundas debido al dolor de la pierna; además, le desagradaba tanta pompa y formalidad.

– Charles Morton, excelencia, capitán del mercante Godspeed, zarpado de Bristol. -Presentó sus documentos.

Almont ni siquiera los miró.

– ¿Qué cargamento transportáis?

– Tejidos de la región occidental, excelencia, cristal de Stourbridge y artículos de hierro. Su excelencia tiene el manifiesto en las manos.

– ¿Lleváis pasaje? -Abrió el manifiesto y vio que había olvidado las gafas; la lista era un borrón oscuro. Examinó el documento con impaciencia y lo cerró de nuevo.

– Llevo al señor Robert Hacklett, el nuevo secretario de su excelencia, y a su esposa -dijo Morton-. Además nos acompañan ocho ciudadanos libres, que trabajarán de comerciantes en la colonia, y treinta y siete mujeres, condenadas por la justicia y enviadas aquí por lord Ambritton, de Londres, para que sean entregadas como esposas a los colonos.

– Cuánta amabilidad por parte de lord Ambritton -ironizó Almont. De vez en cuando, algún funcionario de las grandes ciudades de Inglaterra disponía que algunas mujeres condenadas fueran enviadas a Jamaica, una simple treta para ahorrarse los gastos de mantenerlas en prisión en su tierra. Sir James no se hacía ilusiones sobre cómo sería este nuevo grupo de mujeres-. ¿Dónde está el señor Hacklett?

– A bordo, recogiendo sus pertenencias con la señora Hacklett, excelencia. -El capitán Morton se movió nerviosamente-. Ella no ha tenido una travesía muy agradable, excelencia.

– No me cabe duda -dijo Almont. Le irritaba que su nuevo secretario no estuviera en tierra esperándolo-. ¿El señor Hacklett trae algún mensaje para mí?

– Es posible, excelencia -dijo Morton.

– Tened la bondad de decirle que se reúna conmigo en la mansión del gobernador en cuanto le sea posible.

– Así lo haré, excelencia.

– Esperaréis la llegada del sobrecargo y del señor Gower, el inspector de aduanas, que verificará vuestro manifiesto y supervisará la operación de descarga. ¿Tenéis muchas muertes de las que informar?

– Solo dos, excelencia, simples marineros. Uno cayó por la borda y el otro murió de hidropesía. De otro modo, jamás habría entrado en el puerto.

Almont vaciló.

– ¿A qué se refiere con que no habría entrado en el puerto?

– Me refiero a si alguien hubiera muerto de peste, excelencia.

Almont frunció el ceño bajo el intenso calor.

– ¿La peste?

– ¿Su excelencia no está al corriente de la peste que recientemente ha atacado Londres y algunas otras ciudades inglesas?

– No sabía absolutamente nada -dijo Almont-. ¿Hay peste en Londres?

– Así, es excelencia, ya hace meses que se extiende, entre la confusión general e innumerables muertes. Se dice que llegó de Amsterdam.

Almont suspiró. Eso explicaba por qué no habían llegado barcos de Inglaterra en las últimas semanas, ni despachos de la corte. Recordó la peste de Londres de hacía diez años, y esperó que su hermana y su sobrina hubieran tenido la presencia de ánimo suficiente para refugiarse en la casa de campo. Pero la noticia no lo perturbó demasiado. El gobernador Almont aceptaba la desgracia con estoicidad. Él mismo convivía cotidianamente con el riesgo de la disentería y de las fiebres convulsivas que cada semana mataban a varios habitantes de Port Royal.

– Me gustaría saber más -dijo-. Os ruego que cenéis en mi casa esta noche.

– Será un placer -aceptó Morton, haciendo otra reverencia-. Será un honor, excelencia.

– Esperad a opinar cuando veáis la mesa que esta mísera colonia puede ofrecer -dijo Almont-. Una última cosa, capitán. Necesito criadas para la mansión. El último grupo de negras estaban enfermas y murieron. Os estaría infinitamente agradecido si pudierais mandarme a las mujeres convictas a la mansión lo antes posible. Yo me encargaré de los documentos.

– Excelencia.

Almont saludó con la cabeza y subió con dificultad al carruaje. Con un suspiro de alivio, se arrellanó en el asiento y ordenó volver a la mansión.

– Un día maloliente y penoso -comentó el comandante Scott.

Y en efecto, durante un buen rato, el hedor de la ciudad se mantuvo en la nariz del gobernador y no se disipó hasta que esnifó otro pellizco de rapé.

Загрузка...