30

Al amanecer, Hunter recorría la cubierta, arriba y abajo, vigilando los preparativos de la tripulación para la batalla. Habían dispuesto el doble de cuerdas y sujeciones, para que si alguna resultaba dañada hubiera otra preparada para seguir navegando. Se ataron sábanas y mantas empapadas de agua a las bordas y las particiones, como protección contra las astillas que salieran volando. Mojaron el barco repetidas veces, empapando la madera seca para reducir el riesgo de incendio.

En plenos preparativos, apareció Enders.

– Capitán, los vigías acaban de informar de que el navio de guerra se ha ido.

Hunter se quedó atónito.

– ¿Se ha ido?

– Sí, capitán. Se ha ido durante la noche.

– ¿No se le ve por ninguna parte?

– Por ninguna, capitán.

– Es imposible que se haya rendido -dijo Hunter.

Consideró las posibilidades de que tal cosa hubiera sucedido. Tal vez el barco había ido al norte o al sur de la isla para esperar al acecho. Tal vez Bosquet tenía algún otro plan o, tal vez, los proyectiles del cañón le habían causado más daños de lo que habían creído los corsarios.

– De acuerdo, zarpamos de todos modos -dijo Hunter.

La desaparición del barco de guerra era una ventaja y Hunter lo sabía. Significaba que podría salir con tranquilidad de la bahía del Mono con su patoso barco.

Cruzar aquel paso le había provocado una gran inquietud.

Al otro lado de la bahía vio a Sanson dirigiendo los preparativos a bordo del Cassandra. El balandro estaba más hundido en el agua; durante la noche, Hunter había trasladado la mitad del tesoro de sus bodegas a la del Cassandra. Había muchas probabilidades de que uno de los dos barcos se hundiera, y quería que al menos se salvara parte del tesoro.

Sanson lo saludó con la mano. Hunter le devolvió el saludo, pensando que ese día no envidiaba en absoluto a Sanson. Según sus planes, en caso de ataque, el barco más pequeño huiría hacia el puerto seguro más cercano, mientras Hunter entablaba una batalla con el navio de guerra. Pero no sería tarea fácil para Sanson, que podría tener dificultades para escapar intacto. Si los españoles decidían atacar primero a Sanson, el barco de Hunter no podría responder. Los cañones de El Trinidad estaban preparados solo para dos salvas defensivas.

Pero si Sanson temía esta posibilidad, no daba señales de ello; su saludo fue más bien alegre. Unos minutos después, los dos barcos levaron anclas y, con pocas velas, salieron hacia mar abierto.

El mar estaba agitado. Una vez pasados los arrecifes de coral y el agua poco profunda, había un viento de cuarenta nudos y olas de cuatro metros de altura. En aquellas aguas, el Cassandra se balanceaba y rebotaba, pero el galeón de Hunter se retorcía y se arrastraba como un animal herido.

Enders se quejó con amargura y pidió a Hunter que se hiciera cargo del timón un momento. Hunter observó cómo el artista del mar iba hacia proa hasta que todas las velas quedaron detrás de él.

Enders dio la espalda al viento y extendió los dos brazos. Permaneció así un momento y después se volvió ligeramente, todavía con los brazos extendidos.

Hunter reconoció el viejo truco de lobo de mar para localizar el ojo de un huracán. Si te situabas de pie con los brazos abiertos y de espaldas al viento, se suponía que el ojo de la tormenta se encontraba aproximadamente dos grados más adelante respecto a la dirección indicada por la mano izquierda.

Enders volvió al timón, rezongando y blasfemando.

– Viene del sur sudoeste -dijo-, y ¡que me aspen si no lo tenemos encima antes del anochecer!

En efecto, el cielo se estaba volviendo de un gris cada vez más plomizo, y los vientos parecían cobrar fuerza a cada minuto que pasaba. El Trinidad escoraba patosamente a medida que se alejaba de la isla del Gato y resentía en toda su estructura las severas condiciones del mar abierto.

– Maldición -dijo Enders-. No me fío de todos esos cañones, capitán. ¿No podríamos mover un par a estribor?

– No -negó Hunter.

– Navegaríamos mejor -dijo Enders-. Os gustaría, capitán.

– También a Bosquet -replicó Hunter.

– Mostradme dónde está Bosquet -dijo Enders- y podréis dejar los cañones donde están y no oiréis que diga una sola palabra más.

– Está allí -dijo Hunter, señalando hacia popa.

Enders miró y vio claramente al navio español en la costa norte de la isla del Gato, dispuesto a perseguir al galeón.

– Pegado a nuestro culo -dijo Enders-. Por los huesos de Cristo, está bien situado.

La embarcación apuntaba hacia la parte más vulnerable del galeón: el puente de popa. En general, todos los navios eran débiles por la popa; por esta razón, el tesoro siempre se almacenaba a proa, y por esta razón los camarotes más espaciosos estaban siempre a popa. Un capitán de barco podía tener un gran compartimiento, pero en el momento de la batalla se daba por supuesto que no se encontraría en él.

Hunter no tenía ningún arma a popa; todos los cañones estaban colocados a babor. El desastroso escoramiento privaba a Enders de la tradicional defensa contra un ataque por detrás: una navegación serpenteante y errática para ofrecer un blanco más difícil. Enders tenía que procurar mantener el rumbo adecuado para evitar que el barco se llenara de agua, y esto no lo hacía feliz.

– Seguid así -dijo Hunter-, y mantened la tierra a estribor.

Se dirigió a proa, donde don Diego estaba realizando observaciones con un extraño instrumento que había construido él mismo. Consistía en un pedazo de madera de casi un metro de largo, montado en el palo mayor. En cada extremo había una pequeña estructura de madera, en forma de aspa, formando una «X».

– Es bastante sencillo -dijo el Judío-. Hay que mirar por aquí -dijo colocándose en un extremo-, y cuando las dos cruces coinciden, la mira es correcta. La parte del blanco que acertaréis será la que se encuentra en la intersección de las dos cruces superpuestas.

– ¿Y el alcance?

– Para eso necesitáis a Lazue.

Hunter asintió. Lazue, con su aguda vista era capaz de calcular las distancias con notable precisión.

– El alcance no es el problema -dijo el Judío-. La cuestión es calcular bien las fases de las olas. Mirad, por aquí.

Hunter se colocó en posición detrás de las cruces.

Cerró un ojo y miró hasta que las dos X quedaron superpuestas. Entonces se dio cuenta de cómo se inclinaba y balanceaba el barco.

Tan pronto las cruces apuntaban al cielo vacío como apuntaban al mar agitado.

Mentalmente, imaginó que disparaba una andanada. Hunter sabía que entre las órdenes que gritaba el capitán y su ejecución por parte de los artilleros pasaba cierto intervalo. Debía determinar cuál era. Además, el proyectil se movía con lentitud; pasaría otro medio segundo antes de que diera en el blanco. Tras sumarlo todo, supo que pasaría más de un segundo entre la orden de disparar y el impacto.

En ese segundo, el galeón se balancearía y rebotaría des- controladamente en el océano. Sintió una punzada de pánico. Su desesperado plan era imposible en un mar agitado. Nunca lograrían disparar dos salvas con precisión.

– Cuando el tiempo es de suma importancia -intervino el Judío-, puede ser útil el ejemplo de un duelo.

– Bien -dijo Hunter. Era un buen recurso-. Advertid a los artilleros que antes de disparar deben esperar que yo diga: Preparados, uno, dos, tres, fuego. ¿De acuerdo?

– Se lo comunicaré -dijo el Judío-. Pero en el fragor de la batalla…

Hunter asintió. El Judío estaba demostrando una gran sensatez, y que pensaba con más claridad que el propio Hunter. En cuanto empezaran los disparos, las señales verbales se perderían, o se malinterpretarían.

– Yo gritaré las órdenes. Vos estaréis a mi lado y las repetiréis gesticulando.

El Judío asintió y fue a comunicarlo a la tripulación. Hunter llamó a Lazue y le explicó la importancia de ser preciso en el cálculo del alcance. El disparo estaba preparado para quinientos metros; debería calcularlo con precisión. Ella le aseguró que podía hacerlo.

Hunter volvió junto a Enders, que estaba soltando un rosario de imprecaciones.

– Pronto cataremos las balas de esos bastardos -dijo-. Casi puedo sentir el calor.

Justo en aquel momento, el barco español abrió fuego con sus cañones de proa. Un pequeño proyectil pasó silbando en el aire.

– Caliente como un joven lleno de ardor -dijo Enders, sacudiendo el puño en el aire.

Una segunda salva astilló la madera del castillo de popa, sin causar graves daños.

– Mantened el rumbo -ordenó Hunter-. Dejad que gane terreno.

– Dejad que gane terreno. ¿Qué más podría hacer, si puede saberse?

– No perdáis la calma -dijo Hunter.

– No es mi calma lo que corre peligro -farfulló Enders-, sino mi amado culo.

Un tercer proyectil pasó entre los dos barcos sin causar daño, silbando en el aire. Era lo que estaba esperando Hunter.

– ¡Botes de humo! -gritó el capitán.

La tripulación se apresuró a encender los botes de brea y azufre preparados sobre cubierta. En el aire se elevaron hinchadas volutas de humo, que se dirigían hacia popa. Hunter sabía que con esto haría creer a su enemigo que había causado graves daños al barco. Sabía perfectamente qué aspecto debía de tener El Trinidad: una embarcación que se balanceaba peligrosamente y que ahora, por añadidura, eructaba columnas de humo negro.

– Se está desviando hacia el este -informó Enders-. Para lanzarse sobre la presa.

– Bien -dijo Hunter.

– Bien -repitió Enders, sacudiendo la cabeza-. ¡Por el fantasma de Judas! Nuestro capitán dice que esto es bueno.

Hunter observó cómo el barco español se movía hacia el lado de babor del galeón. Bosquet había iniciado la batalla de la forma clásica, y parecía querer proseguir de la misma manera. Se estaba moviendo para situarse en paralelo al barco enemigo, justo fuera del alcance de sus cañones.

En cuanto estuviera alineado con el galeón, el navio de guerra comenzaría a acercarse. Cuando estuviera a tiro, a partir de dos mil metros, Bosquet abriría fuego, y seguiría disparando mientras se acercaba más y más. Este sería el momento más difícil para Hunter y su tripulación. Tendrían que soportar aquellas andanadas hasta que el barco español estuviera a su alcance.

Hunter observó mientras el barco enemigo se colocaba en paralelo con el rumbo de El Trinidad, a poco más de una milla a babor.

– Seguid así -dijo Hunter y posó una mano en el hombro de Enders.

– Podéis hacer de mí lo que queráis -gruñó Enders-, lo mismo que ese bruto español.

Hunter fue a ver a Lazue.

– Está a poco menos de dos mil metros -dijo Lazue, mirando el perfil del enemigo con ojos entornados.

– ¿A qué velocidad se acerca?

– Veloz. Está ansioso.

– Mejor para nosotros -repuso Hunter.

– Ahora está a mil ochocientos metros -indicó Lazue.

– Preparaos para recibir el fuego enemigo -dijo Hunter.

Momentos después, la primera andanada explotó, salió del navio enemigo y cayó en el agua a babor de El Trinidad.

El Judío empezó a contar.

– Uno Madonna, dos Madonna, tres Madonna, cuatro Madonna…

– Menos de mil setecientos -informó Lazue.

El Judío había contado hasta setenta y cinco cuando salió la segunda andanada. Las balas de hierro silbaron en el aire, pero no alcanzaron el barco.

Inmediatamente, el Judío empezó a contar otra vez.

– Uno Madonna, dos Madonna, tres Madonna…

– No son particularmente rápidos -dijo Hunter-. Deberían poder hacerlo en sesenta segundos.

– Mil quinientos metros -murmuró Lazue.

Pasó otro minuto, y entonces se disparó la tercera andanada. Esta vez con una puntería impresionante; de repente, Hunter se vio envuelto en un mundo de absoluta confusión: hombres que gritaban, astillas que volaban por los aires, vergas y aparejos que caían sobre el puente.

– ¡Daños! -gritó-. ¡Informe de daños!

Miró entre el humo hacia el barco enemigo, que seguía acercándose. Ni siquiera vio al marinero que, a sus pies, se retorcía y gritaba de dolor, tapándose la cara con las manos, con sangre resbalando entre los dedos.

El Judío miró hacia abajo y vio que una astilla enorme había traspasado la mejilla del marinero y le salía por el paladar. Enseguida, Lazue se inclinó con calma y disparó al hombre en la cabeza con su pistola. Una sustancia grumosa y rosácea se esparció sobre la madera del puente. Con frío desapego, el Judío se dio cuenta de que era el cerebro del hombre. Volvió a mirar a Hunter, que tenía los ojos fijos en el enemigo.

– ¡Informe de daños! -gritó Hunter cuando llegó la siguiente salva del navio de guerra.

– ¡Bauprés destruido!

– ¡Vela de trinquete destruida!

– ¡Cañón número dos inutilizado!

– ¡Cañón número seis inutilizado!

– ¡Alto del palo de mesana destruido!

– ¡Los de abajo, apartaos! -llegó un grito, mientras la parte superior de la mesana caía a trozos sobre la cubierta, entre una lluvia de madera pesada y cuerdas.

Hunter se agachó para protegerse de los fragmentos que caían a su alrededor. Una vela lo cubrió, pero consiguió ponerse de pie con un gran esfuerzo. A pocos centímetros de su cara, un cuchillo cortó la vela. La apartó y vio la luz; Lazue lo estaba liberando.

– Casi me cortas la nariz -murmuró.

– No la echaríais de menos -bromeó Lazue.

Otra andanada del barco español silbó sobre sus cabezas.

– ¡Tienen la mira alta! -gritó Enders, con una alegría absurda-. ¡Por la gracia de Dios, tiran alto!

Hunter miró hacia delante justo cuando un proyectil cayó sobre los artilleros del cañón número cinco. El cañón de bronce salió despedido por los aires, y volaron pesadas astillas en todas direcciones. A uno de los hombres un fragmento de madera afilado como una hoja de afeitar le traspasó el cuello. Se lo agarró y cayó al suelo, retorciéndose de dolor.

Cerca, otro marinero recibió de lleno una bala. Le partió el cuerpo por la mitad y las piernas cayeron literalmente debajo de él. El torso gritó y rodó sobre la cubierta unos instantes hasta que murió.

– ¡Informe de daños! -gritó Hunter.

Un hombre que estaba de pie a su lado recibió un golpe en la cabeza de un fragmento de madera que le hizo añicos el cráneo; se derrumbó sobre un charco de sangre, roja y pegajosa.

La verga del palo de proa cayó sobre dos marineros en cubierta, aplastándoles las piernas; aullaron y gritaron desgarradoramente.

Mientras tanto, las andanadas del barco español seguían cayendo.

Permanecer lúcido en medio de tanta muerte y destrucción y mantener la calma era casi imposible; sin embargo, era lo que Hunter intentaba, mientras caía una andanada tras otra sobre su barco. Habían pasado veinte minutos desde que el navio de guerra había abierto fuego. La cubierta estaba sembrada de aparejos, vergas y fragmentos de madera; los gritos de los heridos se mezclaban con los silbidos de las balas de cañón que cruzaban el aire sin cesar. Para Hunter, la destrucción y el caos que lo rodeaba se habían fundido hacía rato en un fondo uniforme y tan constante que ya no le prestaba atención. Sabía que su barco estaba siendo destruido lenta e inexorablemente, pero permanecía con la mirada fija en el barco enemigo, que se acercaba más a cada segundo.

Las bajas eran considerables: siete hombres muertos, y doce heridos; dos puestos de artillería inservibles. Había perdido el bauprés y todas las velas; había perdido la cima del palo de mesana y el aparejo de la vela mayor en el lado de sotavento; había recibido el impacto de dos proyectiles bajo la línea de flotación, y empezaba a entrar agua en El Trinidad. Podía sentir que se movía más bajo entre las olas, menos ágilmente, si ello era posible; los movimientos eran pesados y torpes.

No podía intentar reparar los daños. La reducida tripulación estaba ocupada manteniendo el barco en un rumbo aceptable. Solo era cuestión de tiempo que fuera imposible controlarlo o se hundiera irremisiblemente.

Miró el barco español entre el humo y la niebla. Empezaba a ser difícil distinguirlo. A pesar del fuerte viento, los dos barcos estaban rodeados de un humo acre.

Se acercaba velozmente.

– Setecientos metros -informó Lazue monótonamente.

También ella estaba herida; un fragmento de madera partido le había lacerado el antebrazo en la quinta andanada. Se había aplicado rápidamente un torniquete cerca del hombro y seguía avistando, sin hacer caso de la sangre que goteaba sobre la cubierta, a sus pies.

Otra andanada les cayó encima estruendosamente, sacudiendo la embarcación con múltiples impactos.

– Seiscientos metros.

– ¡Preparados para disparar! -gritó Hunter, inclinándose para mirar las cruces a través de la mira.

La posición era la adecuada para dar en el centro del barco enemigo, pero mientras lo observaba, se movió ligeramente hacia delante. Con el instrumento óptico, Hunter encuadraba ahora el castillo de popa.

Que sea lo que Dios quiera, pensó, mientras calculaba el balanceo de El Trinidad mediante las cruces, e intentaba determinar la secuencia de las olas, arriba y abajo, arriba y abajo; veía el cielo despejado, después solo agua, y luego de nuevo el barco de guerra. Finalmente, otra vez el cielo despejado mientras El Trinidad seguía su balanceo ascendente.

Contó para sus adentros, una y otra vez, moviendo silenciosamente los labios.

– Quinientos metros -dijo Lazue.

Hunter miró un momento más. Contó.

– ¡Uno! -gritó, mientras las cruces apuntaban al cielo.

Entonces el arco descendió y vio pasar rápidamente el perfil del navio de guerra.

– ¡Dos! -gritó, mientras las cruces apuntaban al mar agitado.

Hubo una breve vacilación en el movimiento. Esperó. -¡Tres! -aulló, mientras empezaba de nuevo el movimiento ascendente. Y finalmente:

– ¡Fuego!

El galeón se sacudió peligrosamente y escoró con brusquedad cuando los treinta cañones explotaron en una salva. Hunter cayó hacia atrás contra el palo mayor con una fuerza que le dejó sin aliento. Pero apenas lo notó; estaba observando el movimiento descendente, para ver qué le había ocurrido al enemigo.

– Le habéis dado -dijo Lazue.

Sin duda le habían dado. El impacto había desplazado el navio español lateralmente sobre el agua, y ahora se encontraba con la popa hacia mar abierto. El perfil del castillo de popa se había reducido a una línea recortada, y el palo de mesana estaba cayendo al agua con un movimiento extrañamente lento, con las velas y todo.

Pero, en el mismo momento, Hunter vio que había apuntado demasiado cerca de la proa y no había alcanzado ni al timón ni al timonel. El barco español seguía bajo control.

– ¡Volved a cargar y sacad los cañones! -gritó.

Había una gran confusión a bordo del navio español. Hunter sabía que había ganado tiempo. Aunque no podía determinar con certeza si había ganado los diez minutos que necesitaba para preparar la segunda salva.

A popa del navio de guerra, los marineros se afanaban para abatir definitivamente el palo de mesana y quitarlo de en medio. Por un momento pareció que, cuando cayera al agua con el aparejo, podría llevarse por delante el timón, pero no sucedió.

Hunter oía el fragor en las cubiertas inferiores donde, uno tras otro, estaban cargando los cañones y colocándolos nuevamente en los portillos.

El navio de guerra español ya estaba más cerca, a menos de cuatrocientos metros a babor, pero estaba mal situado para soltar una andanada.

Pasó un minuto; luego otro.

El barco español se recuperó de la confusión, mientras el palo de mesana con sus velas se alejaba a la deriva en su estela.

La proa del barco cambió de rumbo. Los españoles estaban virando para acercarse por el indefenso lado de estribor de Hunter.

– ¡Maldición! -dijo Enders-. ¡Sabía que ese bastardo era astuto!

El navio español se alineó para soltar una andanada, y un momento después la carga llegó. A tan poca distancia, fue terriblemente efectiva. Más vergas y aparejos cayeron alrededor de Hunter.

– No podremos aguantar mucho más -dijo Lazue en voz baja.

Hunter estaba pensando lo mismo.

– ¿Cuántos cañones están dispuestos? -gritó.

Abajo, don Diego hizo un rápido cálculo.

– ¡Dieciséis!

– Abriremos fuego con ellos -dijo Hunter.

Otra andanada del navio español los golpeó con un efecto devastador. El barco de Hunter se estaba haciendo pedazos.

– ¡Señor Enders! -aulló Hunter-. ¡Preparados para virar!

Enders miró a Hunter con incredulidad. Un cambio de ruta, en aquel momento, pondría a El Trinidad frente a la proa del navio de guerra… y mucho más cerca de él.

– ¡Preparados para virar! -repitió Hunter a gritos.

– ¡Preparados para virar! -gritó Enders.

Los marineros corrieron aturdidos a sus puestos, trabajando frenéticamente para desenredar las cuerdas.

El navio de guerra estaba cada vez más cerca.

– Trescientos cincuenta metros -informó Lazue.

Hunter apenas la oía. Ya no le preocupaba el alcance. Fijó la vista en la mira hacia el perfil humeante del navio de guerra. Le escocían los ojos y veía borroso. Parpadeó y se centró en un punto imaginario del perfil del barco español. Bajo y justo por debajo de la línea de flotación.

– ¡Preparados! ¡Timón a sotavento! -aulló Enders.

– ¡Preparados para abrir fuego! -gritó Hunter.

Enders estaba estupefacto. Hunter lo sabía, incluso sin mirar a la cara al artista del mar. No dejaba de observar las cruces.

Hunter iba a disparar mientras el barco todavía maniobraba. Era algo inaudito, una auténtica locura.

– ¡Uno! -gritó Hunter.

En la mira vio al barco balanceándose en el viento, apuntando hacia el navio español…

– ¡Dos!

Su barco se movía lentamente, y veía cómo las cruces se acercaban poco a poco al perfil brumoso del navio de guerra. Pasó por los portillos de los cañones y después distinguió la madera…

– ¡Tres!

La mira seguía moviéndose hacia el blanco, pero estaba demasiado alto. Esperó a que su barco se hundiera, sabiendo que en el mismo momento el navio de guerra ascendería ligeramente y estaría más expuesto.

Esperó, sin atreverse a respirar, sin atreverse a tener esperanza. El navio de guerra se levantó un poco y entonces…

– ¡Fuego!

De nuevo el galeón se sacudió con el impacto de los cañonazos. Fue una salva un tanto irregular; Hunter la oyó y la sintió, pero no podía ver nada. Esperó a que el humo se despejara y el barco recuperara el equilibrio. Miró.

– ¡Madre de Dios! -exclamó Lazue.

No se apreciaba ningún cambio en el barco español. Hunter había errado el disparo.

– ¡Que el demonio me lleve! -se desesperó Hunter, pensando que nunca habían sido tan ciertas aquellas palabras. A todos se los llevaría el demonio; la siguiente andanada de los españoles acabaría con ellos.

– Ha sido un noble intento -dijo don Diego-. Un noble y valeroso intento.

Lazue meneó la cabeza y le besó en la mejilla.

– Los santos nos ayudarán -afirmó ella, con lágrimas en los ojos.

Hunter era presa de la desesperación. Habían perdido la última oportunidad; les había fallado a todos. Únicamente podían izar la bandera blanca y rendirse.

– Señor Enders -gritó-, izad la bandera blanca…

De repente se calló. Enders estaba bailando frente al timón, golpeándose los muslos y riendo como un poseso.

Después oyó gritos de júbilo en las cubiertas inferiores. Los artilleros estaban vitoreando.

¿Se habían vuelto locos?

A su lado, Lazue soltó un chillido de alegría y se puso a reír tan fuerte como Enders. Hunter se volvió y miró el navio de guerra español. Vio que la proa se alzaba del agua y que aparecía un enorme agujero en el casco, de casi tres metros de largo, bajo la línea de flotación. Inmediatamente la proa volvió a sumergirse escondiendo el daño bajo el agua.

Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que aquello representaba cuando columnas de humo surgieron del castillo de proa del navio enemigo, hinchándose con sorprendente rapidez. Un momento después, una explosión retumbó sobre la superficie del mar.

El navio español desapareció en una gigantesca esfera de llamaradas, entre explosiones que se sucedían a medida que la pólvora almacenada en la bodega ardía. Se oyó una nueva detonación, tan potente que incluso El Trinidad se resintió de las olas que levantó. Después otra, y otra más; en poco tiempo el navio de Bosquet fue engullido por el mar. Hunter solo alcanzó a ver imágenes fragmentadas de destrucción: los mástiles cayendo; cañones empujados por manos invisibles; toda la estructura del navio hundiéndose hacia dentro, y finalmente explotando hacia fuera.

Algo chocó contra el palo mayor sobre la cabeza de Hunter, cayó sobre sus cabellos, le resbaló por los hombros y aterrizó en el puente. Pensó que sería un pájaro, pero, al mirar, vio que era una mano humana, seccionada por la muñeca. Llevaba un anillo en un dedo.

– Santo Dios -susurró. Cuando volvió a mirar hacia el navio de guerra, se quedó petrificado.

El navío de guerra había desaparecido.

Literalmente, había desaparecido: hacía un minuto estaba allí, consumido por el fuego y las ardientes nubes de las explosiones, pero estaba allí. Ahora ya no. Solo fragmentos, velas en llamas, vergas que flotaban sobre el agua. Entre ellos flotaban los cadáveres de los marineros, y oyó los gritos y alaridos de los supervivientes. El navio de guerra ya no existía.

Alrededor de él, su tripulación reía y pegaba saltos en una frenética celebración. Hunter no podía apartar los ojos del lugar donde poco antes estaba el navio enemigo. Entre los restos todavía en llamas, su mirada se posó sobre un cadáver que flotaba boca abajo en el agua. Era el cuerpo de un oficial español; Hunter lo dedujo por la espalda del uniforme azul del hombre. Los pantalones se habían hecho pedazos con la explosión, y sus nalgas desnudas estaban a la vista. Hunter miró la carne al descubierto, fascinado de que la espalda estuviera intacta y en cambio la ropa de la parte de abajo del cuerpo estuviera hecha trizas. Había algo obsceno en las circunstancias y el azar de aquella muerte. Después, cuando el cuerpo rebotó con las olas, Hunter vio que no tenía cabeza.

A bordo de su barco, se dio cuenta vagamente de que la tripulación ya no estaba de celebración. Todos se habían quedado en silencio y se habían vuelto, para mirarlo. El capitán observó sus caras, cansadas, sucias, sangrantes, los ojos apáticos e inexpresivos de fatiga, y al mismo tiempo extrañamente expectantes.

Lo miraban a él y esperaban que hiciera algo. Por un instante, no logró imaginar qué esperaban de él. Entonces sintió algo en la mejilla.

Lluvia.

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