Tras pasar tantos días apretujados a bordo del Cassandra, el galeón les pareció enorme. El puente principal era tan grande que parecía una llanura que se abriera delante de ellos. La tripulación de Hunter, reunida por los soldados en torno al palo mayor, la misma tripulación que llenaba el balandro hasta los topes, parecía enclenque e insignificante. Hunter observó los rostros de sus hombres; ellos esquivaban su mirada y fijaban los ojos en el suelo; sus expresiones eran de rabia, frustración y decepción.
Muy por encima de ellos, las enormes velas vibraban al viento con tal estruendo que el moreno oficial español tuvo que gritar para dirigirse a Hunter.
– ¿Sois el capitán? -preguntó.
Hunter asintió.
– ¿Cómo os llamáis?
– Hunter -contestó también a gritos.
– ¿Inglés?
– Sí.
– Debéis presentaros al capitán -dijo el hombre, y dos soldados armados empujaron a Hunter abajo.
Por lo visto lo llevaban ante la presencia del capitán del navío de guerra. Hunter miró por encima del hombro, y tuvo una última visión de sus hombres rendida alrededor del mástil. Ya les estaban atando las manos a la espalda. La tripulación de aquel navio de guerra era eficiente.
Hunter bajó a trompicones por una estrecha escalera hasta el puente de artillería. Vio fugazmente la larga fila de cañones, con los soldados en posición de firmes, antes de que le empujaran hacia popa. Al pasar por los portillos abiertos, pudo entrever su pequeño velero, atado al lado del barco de guerra. Estaba lleno de soldados españoles, y de marineros españoles que examinaban su equipamiento y sus jarcias, preparándose para gobernarla.
No le permitieron demorarse; un mosquete clavado en su espalda lo obligó a avanzar. Llegaron a una puerta en la que dos hombres, fuertemente armados y de aspecto malévolo, montaban guardia. Hunter se fijó en que no llevaban uniforme y ostentaban un aire de extraña superioridad; le miraron con compasivo desdén. Uno de ellos llamó a la puerta y dijo unas pocas palabras en español; le respondió un gruñido, y después abrieron la puerta por completo y empujaron dentro a Hunter. Uno de los guardias también entró y cerró la puerta.
El camarote del capitán, insólitamente grande y amueblado con esmero, era espacioso y lujoso. Vio una mesa con un mantel de hilo fino y platos dorados dispuesta para una cena a la luz de las velas. Había una cama cómoda con una colcha de brocado con hilos de oro. En un rincón, sobre un cañón que salía por un ojo de buey abierto, un cuadro al óleo de colores vivos representaba a Cristo en la cruz. En otro rincón, un farol proyectaba una agradable luz dorada en todo el camarote.
Había otra mesa, al fondo del camarote, llena de mapas. Detrás, en un sillón suntuoso de terciopelo rojo estaba sentado el capitán.
Daba la espalda a Hunter mientras se servía vino de un decantador de cristal tallado. Hunter solo podía ver que era un hombre muy corpulento y que su espalda era ancha como el lomo de un toro.
– Bien -dijo el capitán en un excelente inglés-, ¿puedo invitaros a beber conmigo un vaso de este excelente Burdeos?
Antes de que Hunter contestara, el capitán se volvió. Hunter se encontró frente a dos ojos ardientes, una cara de rasgos marcados y pesados, con una nariz fuerte y una barba negra como la tinta. Contra su voluntad, Hunter exclamó:
– ¡Cazalla!
El español soltó una carcajada.
– ¿Acaso esperabais al rey Carlos?
Hunter estaba sin habla. Era vagamente consciente de que movía los labios, pero no emitía ningún sonido. Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Por qué Cazalla estaba allí y no en Matanceros? ¿Significaba eso que el galeón había partido? ¿O había dejado la fortaleza al mando de algún lugarteniente?
O tal vez lo había reclamado alguna autoridad superior. En ese caso era posible que el barco se dirigiera a La Habana.
Al mismo tiempo que estas preguntas se acumulaban en su mente, sintió un gélido miedo. Apenas podía dominarse para no temblar mientras miraba a Cazalla.
– Inglés -dijo Cazalla-, vuestra inquietud me halaga. Me avergüenzo de no conocer vuestro nombre. Sentaos, poneos cómodo.
Hunter no se movió. El soldado le empujó bruscamente contra un sillón frente al de Cazalla.
– Mucho mejor así -dijo Cazalla-. ¿Tomaréis ahora el vino? -Alargó el vaso a Hunter.
Con un enorme esfuerzo de voluntad, Hunter logró que no le temblaran las manos mientras cogía el vaso que le ofrecía. Pero no bebió; lo dejó inmediatamente sobre la mesa. Cazalla sonrió.
– A vuestra salud, inglés -dijo y bebió-. Beberé a vuestra salud mientras sea posible. ¿No me acompañáis? ¿No? Vamos, inglés. Ni siquiera su excelencia el comandante de la guarnición de La Habana tiene un Burdeos tan exquisito. Se llama Haut-Brion. Bebed. -Hizo una pausa-. Bebed.
Hunter cogió el vaso y tomó un sorbo. Estaba como hipnotizado, casi en trance. Pero el sabor del vino rompió el hechizo del momento: el gesto ordinario de llevarse el vaso a los labios y tragar lo devolvió a la realidad. Superado el primer impacto, empezó a fijarse en infinidad de detalles insignificantes. Oyó la respiración del soldado detrás de él; probablemente a dos pasos de distancia, pensó. Vio las irregularidades en la barba de Cazalla y supuso que el hombre llevaba varios días en el mar. Olió el ajo del aliento de este cuando se inclinó y le dijo:
– Veamos, inglés. Decidme, ¿cómo os llamáis?
– Charles Hunter -contestó, con una voz que sonó más fuerte y segura de lo que habría osado esperar.
– ¿Sí? Entonces he oído hablar de vos. ¿Sois el mismo Hunter que se apoderó del Conception la estación pasada?
– El mismo -dijo Hunter.
– ¿El mismo Hunter que dirigió el asalto a Monte Cristo en La Hispaniola y pidió un rescate por Ramona, el dueño de la plantación?
– El mismo.
– Ramona es un cerdo, ¿no os parece? -Cazalla rió-. ¿Y sois el mismo Hunter que capturó el barco negrero de De Ruyters mientras estaba anclado en Guadalupe, y escapó con toda su carga?
– El mismo.
– Entonces me complace en gran manera conoceros, inglés. ¿Tenéis idea de cuánto valéis? ¿No? Bueno, ha ido subiendo cada año, y tal vez haya vuelto a subir. Lo último que sé es que el rey Felipe ofrecía a quien lograra capturaros doscientos doblones de oro por vos y ochocientos más por vuestra tripulación. Puede que ahora sean más. Los decretos cambian, se añaden detalles. Antiguamente mandábamos a los piratas a Sevilla, donde la Inquisición intentaba que os arrepintierais de vuestros pecados y de vuestra herejía. Pero es tan aburrido… Ahora solo mandamos las cabezas y reservamos el espacio de carga para mercancías más valiosas.
Hunter no dijo nada.
– Tal vez estéis pensando -continuó Cazalla- que doscientos doblones son una suma demasiado modesta. Como podéis imaginar, en este momento estoy de acuerdo con vos. Pero gozáis de la distinción de ser el pirata más valioso de estas aguas. ¿Os agrada esto?
– Lo acepto en lo que vale -replicó Hunter.
Cazalla sonrió.
– Veo que sois un caballero -dijo-. Y os garantizo que seréis ahorcado con la dignidad de un caballero. Tenéis mi palabra.
Hunter hizo una pequeña reverencia en su sillón. Observó cómo Cazalla se acercaba al escritorio y cogía un pequeño cuenco de cristal herméticamente cerrado. En su interior había unas grandes hojas verdes. Cazalla sacó una y la masticó reflexivamente.
– Parecéis desconcertado, inglés. ¿No conocéis esta práctica? Los indios de Nueva España llaman coca a esta hoja. Crece en las alturas. Masticarla aporta energía y fortaleza. A las mujeres les provoca un gran ardor -añadió con una risita-. ¿Os gustaría probarla? ¿No? Veo que sois reticente a aceptar mi hospitalidad, inglés.
Siguió masticando en silencio y mirando a Hunter. Por fin, dijo:
– ¿No nos habíamos visto antes?
– No.
– Vuestra cara me resulta extrañamente familiar. Tal vez en el pasado, cuando erais más joven.
El corazón de Hunter latía acelerado.
– No lo creo.
– Seguramente tenéis razón -dijo Cazalla. Contempló pensativamente el cuadro de la pared del fondo-. Todos los ingleses me parecen iguales. No distingo unos de otros. -Volvió a mirar a Hunter-. Sin embargo, vos me habéis reconocido. ¿Cómo es posible?
– Vuestro rostro y vuestros modales son muy conocidos en las colonias inglesas.
Cazalla masticó un pedazo de lima junto con las hojas. Sonrió y soltó una risita.
– No lo dudo -dijo-. No lo dudo.
De repente, se giró bruscamente y golpeó la mesa con la mano.
– ¡Es suficiente! Debemos hablar de negocios. ¿Cómo se llama vuestro barco?
– Cassandra -contestó Hunter.
– ¿Y quién es el dueño?
– Soy el dueño y el capitán.
– ¿De dónde zarpasteis?
– De Port Roy al.
– ¿Por qué razón emprendisteis este viaje?
Hunter pensó unos instantes. Si hubiera encontrado una explicación plausible, habría contestado inmediatamente. Pero no era fácil explicar la presencia de su barco en aquellas aguas. Por fin, dijo:
– Nos informaron de que había un barco negrero de Guinea en estas aguas.
Cazalla hizo una especie de cloqueo y sacudió la cabeza.
– Inglés, inglés.
Hunter intentó fingir reticencia y luego dijo:
– Nos dirigíamos a Augustine. -Era la ciudad principal de la colonia española en Florida. No encontrarían grandes riquezas en ella, pero al menos era concebible que los corsarios ingleses pretendieran atacarla.
– Elegisteis un rumbo algo extraño. Y lento. -Cazalla tamborileó con los dedos sobre la mesa-. ¿Por qué no os dirigisteis hacia el oeste, para rodear Cuba y navegar por el estrecho de las Bahamas?
Hunter se encogió de hombros.
– Teníamos razones para creer que habría navios españoles de guerra en el estrecho.
– ¿Y aquí no?
– Creíamos que aquí el riesgo era menor.
Cazalla se quedó pensativo un buen rato. Masticaba ruidosamente y bebía vino.
– En Augustine no hay más que pantanos y serpientes -dijo-. No hay nada que compense el riesgo de aventurarse por el Paso de los Vientos. Y en estos parajes… -se encogió de hombros- solo hay asentamientos fuertemente protegidos, demasiado protegidos para vuestro pequeño barco y vuestra miserable tripulación. -Frunció el ceño-. Inglés, ¿por qué estáis aquí?
– Os he dicho la verdad -dijo Hunter-. Nos dirigíamos a Augustine.
– Esta verdad no me satisface -dijo Cazalla.
En aquel momento llamaron a la puerta y un marinero asomó la cabeza en el camarote. Habló rápidamente en español. Hunter no sabía español, pero sí algo de francés, y prestando.itención pudo deducir que el marinero estaba diciendo a Cazalla que la nueva tripulación había asumido el gobierno del balandro y que ya estaba a punto para navegar. Cazalla asintió y se levantó.
– En marcha -dijo-. Venid a cubierta. Tal vez haya miembros de vuestra tripulación menos reticentes a hablar.