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– Con el debido respeto, sir James, debo confesar que nada habría podido prepararme para el impacto de mi llegada a este puerto.

El señor Robert Hacklett, delgado, joven y nervioso, paseaba arriba y abajo mientras hablaba. Su esposa, una mujer joven de aspecto extranjero, esbelta y morena, estaba sentada rígidamente en una silla mirando fijamente al gobernador.

Sir James se había acomodado detrás de su escritorio, con el pie malo, hinchado y dolorido, apoyado en un cojín. Intentaba mostrarse paciente.

– Francamente, en la capital de la Colonia de Jamaica de Su Majestad en el Nuevo Mundo -continuó Hacklett- esperaba encontrar alguna apariencia de orden cristiano y legalidad en el comportamiento de sus gentes. Como poco, alguna prueba de represión contra los vagabundos y esos canallas salvajes que actúan a su antojo donde y como les place. Por Dios, mientras recorríamos en un carruaje abierto las calles de Port Royal, si a eso se le pueden llamar calles, un individuo vulgar y borracho ha insultado a mi mujer, asustándola enormemente.

– Ya -dijo Almont, suspirando.

Emily Hacklett asintió silenciosamente. A su manera era una mujer bonita, con el tipo de físico que solía atraer al rey Carlos. Sir James podía imaginar cómo el señor Hacklett había llegado a ser el favorito de la corte hasta el punto de que le nombraran para el puesto potencialmente lucrativo de secretario del gobernador de Jamaica. Sin duda Emily Hacklett había sentido la presión del abdomen real más de una vez.

Sir James suspiró.

– Además -continuó Hacklett-, hemos tenido que soportar, por todas partes, la visión de mujeres procaces y medio desnudas en la calle y gritando desde las ventanas, hombres borrachos y vomitando en la calle, ladrones y piratas peleando y alborotando en las esquinas, y…

– ¿Piratas? -preguntó Almont bruscamente.

– Pues sí, piratas. Al menos así es como llamaría yo a esos marineros asesinos.

– En Port Royal no hay piratas -afirmó Almont. Su voz era dura. Miró enfadado a su nuevo secretario y maldijo las bajas pasiones del Alegre Monarca, por culpa de las cuales él tendría que soportar a aquel idiota pedante como secretario. Estaba claro que Hacklett no le sería de ninguna utilidad-. No hay piratas en esta colonia -repitió Almont-. Y si hallara pruebas de que alguno de los hombres es un pirata, se le juzgaría como es debido y se le ahorcaría. Así lo dicta la ley de la Corona y aquí se observa con absoluto rigor.

Hacklett le miró con incredulidad.

– Sir James -dijo-, discutís por un detalle de terminología cuando la verdad del asunto está a la vista en todas las calles y todas las casas de la ciudad.

– La verdad del asunto está a la vista en el patíbulo de High Street -replicó Almont-, donde en este momento puede verse a un pirata balanceándose con la brisa. De haber desembarcado antes, lo habríais presenciado vos mismo. -Suspiró de nuevo-. Sentaos -dijo-, y callaos antes de que me confirméis la impresión de que sois un idiota aún mayor de lo que parecéis.

El señor Hacklett palideció. Sin duda no estaba acostumbrado a ser tratado con tanta rudeza. Se sentó rápidamente en una silla junto a su esposa. Ella le tocó la mano para tranquilizarlo, un gesto sincero, de parte de una de las amantes del rey.

Sir James Almont se levantó, haciendo una mueca por el dolor que le subía del pie. Se inclinó sobre la mesa.

– Señor Hacklett -dijo-. La Corona me ha encargado expandir la colonia de Jamaica y mantener su prosperidad. Permitid que os explique algunos hechos pertinentes relacionados con el desempeño de vuestra tarea. Somos un puesto avanzado pequeño y débil de Inglaterra en medio de territorio español. Soy consciente -prosiguió pesadamente- de que en la corte se finge que Su Majestad está bien asentada en el Nuevo Mundo. Pero la verdad es muy distinta. Los dominios de la Corona se limitan a tres colonias diminutas: St. Kitts, Barbados y Jamaica. El resto pertenece al rey Felipe de España. Este sigue siendo territorio español. No hay barcos ingleses en estas aguas. No hay guarniciones inglesas en estas tierras. Hay una docena de navios españoles bien equipados y varios miles de soldados españoles repartidos por más de quince asentamientos impor- t antes. El rey Carlos, en su sabiduría, desea conservar las colonias pero no desea tener que defenderlas de una invasión.

Hacklett le miraba, cada vez más pálido.

– Soy responsable de proteger esta colonia. ¿Cómo debo hacerlo? Sin duda, proveyéndome de hombres para el combate. Los aventureros y los corsarios son los únicos a los que tengo acceso, y me ocupo de que sean bien recibidos aquí. Tal vez a vos os parezcan poco agradables, pero Jamaica estaría indefensa y sería vulnerable sin ellos.

– Sir James…

– Callaos -le interrumpió Almont-. También tengo la responsabilidad de expandir la colonia de Jamaica. En la corte es habitual proponer que incentivemos el establecimiento de granjas y explotaciones en esta zona. Sin embargo no han mandado a ningún campesino desde hace dos años. La tierra es pantanosa y poco productiva. Los nativos son hostiles. ¿Cómo puedo expandir la colonia y aumentar su población y su riqueza? Con el comercio. El oro y los bienes necesarios para establecer un mercado floreciente nos llegan gracias a los asaltos de los corsarios a los navios y a los asentamientos españoles. Lo cual enriquece las arcas del rey, y según tengo entendido, esta situación no desagrada del todo a Su Majestad.

– Sir James…

– Y finalmente -prosiguió Almont-, tengo el deber, tácitamente, de privar a la corte de Felipe IV de tanta riqueza como sea posible. Sin duda su majestad considera, aunque en privado, que este es también un objetivo digno de esfuerzo. Sobre todo teniendo en cuenta que gran parte del oro que no llega a Cádiz acaba en Londres. En consecuencia, las iniciativas corsarias se fomentan abiertamente. Pero no la piratería, señor Hacklett. Y no se trata de una cuestión terminológica.

– Pero, sir James…

– La dura realidad de la colonia no admite un debate -sentenció Almont, sentándose de nuevo y apoyando el pie en el cojín-. Podéis reflexionar a placer sobre cuanto os he dicho, pero comprenderéis, estoy seguro de que lo haréis, que hablo con la sabiduría que se deriva de la experiencia en estos asuntos. Tened la amabilidad de acompañarme esta noche en la cena con el capitán Morton. Mientras tanto, estoy seguro de que tenéis mucho de lo que ocuparos para instalaros en vuestro alojamiento.

La entrevista había llegado claramente a su fin. Hacklett y su esposa se levantaron. El secretario hizo una leve y rígida reverencia.

– Sir James.

– Señor Hacklett. Señora Hacklett.

La pareja salió y el ayudante cerró la puerta. Almont se frotó los ojos.

– Santo cielo -dijo, sacudiendo la cabeza.

– ¿Deseáis descansar un poco, excelencia? -preguntó John.

– Sí -contestó Almont-. Desearía descansar.

Se levantó de detrás de la mesa y salió al pasillo, para dirigirse a sus habitaciones. Al pasar por una estancia, oyó agua salpicando en una bañera de metal y una risita femenina. Miró a John.

– Están bañando a la nueva criada -dijo John.

Almont gruñó.

– ¿Desea examinarla más tarde?

– Sí, más tarde -respondió Almont. Miró a John y sintió cierta diversión.

Estaba claro que John seguía asustado por la acusación de brujería. Los miedos de la gente del pueblo, pensó, cuán necios eran y cuán arraigados estaban.

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