Aquella noche, con el galeón anclado en la bahía de Constanti- na y resguardado por un islote bajo y cubierto de arbustos, la tripulación eligió a los seis hombres que junto con Hunter y Sanson harían el inventario del tesoro. Se trataba de un asunto serio y solemne. El resto de los hombres aprovecharon la oportunidad para emborracharse con ron español, pero los ocho elegidos permanecieron sobrios a la espera de realizar el recuento.
En el galeón había dos bodegas con tesoros; abrieron la primera y en el interior encontraron cinco cofres. El primero contenía perlas, de calidad diversa pero extremadamente valiosas. El segundo rebosaba de escudos de oro, que relucían a la luz mate del farol. Tuvieron dificultades para contar las monedas, así que volvieron a contarlas antes de guardarlas de nuevo en el cofre. En aquellos días el oro era muy raro -solo un barco español de cada cien lo transportaba- y los corsarios estaban eufóricos. Los otros tres cofres estaban llenos de lingotes de plata de México. Hunter calculó que el valor total de los cinco cofres superaba las diez mil libras.
En un estado de gran agitación, el grupo del inventario forzó la puerta de la segunda bodega del tesoro. Allí encontraron diez cofres; el entusiasmo no decayó hasta que abrieron el primero, que contenía lingotes relucientes de plata con el sello de la Corona y el ancla de Perú. Pero la superficie de las barras era irregular y el color no era uniforme.
– Esto no me gusta nada -dijo Sanson.
Abrieron rápidamente el resto de cofres. Eran todos iguales, estaban llenos de lingotes de plata de diversas tonalidades.
– Avisa al Judío -ordenó Hunter.
Don Diego, entornando los ojos en la tenue luz de las cubiertas inferiores e hipando por el abuso de ron español, miró los lingotes frunciendo el ceño.
– Esto no es bueno -sentenció lentamente.
Pidió un juego de pesas y un barrilete de agua, además de un lingote de plata de la primera bodega del tesoro.
Cuando todo estuvo dispuesto, el grupo del inventario observó cómo el Judío ponía un lingote de plata mexicana en un lado de la balanza y probaba con varios lingotes de plata peruana en el otro hasta que encontró uno que pesaba exactamente lo mismo.
– Este servirá -dijo, y colocó todos los lingotes del mismo peso a un lado.
Cuando terminó, se acercó al barrilete de agua y sumergió en primer lugar el lingote de plata mexicana. El nivel del agua subió. El Judío señaló el nuevo nivel con la hoja de su puñal, haciendo una incisión en la madera.
Sacó el lingote mexicano y sumergió la plata peruana. El nivel del agua subió por encima de la marca.
– ¿Qué significa esto, don Diego? ¿Es plata?
– En parte -dijo el Judío-. Pero no completamente. Hay algunas impurezas, de otro metal, más pesado que la plata pero del mismo color.
– ¿ Es plumbum?
– Quizá. Pero el plomo es mate en la superficie y este no. Diría que esta plata está mezclada con platinum.
La noticia fue recibida con gemidos. El platino era un metal sin valor.
– ¿Qué proporción de cada lingote es platino, don Diego?
– No puedo asegurarlo. Para saberlo con exactitud necesito realizar más pruebas. Pero yo diría que la mitad.
– Malditos españoles -gruñó Sanson-. No solo roban a los indios, sino que se roban entre ellos. Felipe debe de ser un rey muy necio si se deja engañar así.
– A todos los reyes los engañan -dijo Hunter-. Forma parte del papel de rey. Pero estos lingotes siguen teniendo algún valor, al menos diez mil libras. Seguimos teniendo un tesoro fabuloso.
– Sí -aceptó Sanson-. Pero piensa en lo que podría haber sido.
Había otro tesoro que añadir al inventario. Las bodegas del barco contenían objetos de uso doméstico: telas, madera, tabaco y especias como chile y clavo. Todo ello podía subastarse en Port Royal, y alcanzaría la considerable suma de unas dos mil libras en total.
El recuento les llevó toda la noche; cuando terminaron, el grupo se reunió con los demás para beber y cantar. Sin embargo, Hunter y Sanson no participaron, sino que se reunieron en el camarote del capitán.
Sanson fue directamente al grano.
– ¿Cómo está la mujer?
– Irritable -dijo Hunter-. Y no deja de llorar.
– Pero ¿está ilesa?
– Está viva.
– Inclúyela en la décima del rey -propuso Sanson-. O en la del gobernador.
– Sir James no lo permitirá.
– Seguro que puedes convencerlo.
– Lo dudo.
– Has rescatado a su única sobrina.
– Sir James tiene un sentido de los negocios muy particular. Sus dedos necesitan tocar oro.
– Creo que debes intentarlo; por la tripulación -dijo Sanson-. Debes hacerle entrar en razón.
Hunter se encogió de hombros. En realidad ya había pensado en ello, y no excluía plantear la cuestión al gobernador.
Pero no tenía intención de hacer ninguna promesa a Sanson.
El francés se sirvió vino.
– Bien -dijo entusiasmado-. Hemos realizado grandes cosas, amigo mío. ¿Qué planes tienes para el regreso?
Hunter le contó su intención de viajar hacia el sur, para permanecer en mar abierto hasta que pudieran llegar por el norte a Port Royal.
– ¿No crees -dijo Sanson- que sería más seguro dividir el tesoro entre los dos barcos, separarnos ahora y regresar por dos rutas distintas?
– Creo que es mejor que permanezcamos juntos. Dos barcos parecen un obstáculo mayor, vistos desde lejos. Solos, podrían atacarnos.
– Sí -admitió Sanson-. Pero hay una docena de barcos españoles de guerra patrullando estas aguas. Si nos separamos, es muy improbable que ambos tropecemos con uno.
– No debemos temer a los barcos españoles. Somos mercaderes españoles legítimos. Solo los franceses o los ingleses podrían atacarnos.
Sanson sonrió.
– No te fías de mí.
– Por supuesto que no -respondió Hunter, sonriendo a su vez-. Te quiero cerca, y quiero tener el tesoro bajo mis pies.
– Como gustes -dijo Sanson, pero sus ojos tenían una mirada torva que Hunter se prometió a sí mismo no olvidar.