Hunter despertó de un sueño inquieto con la extraña sensación de que algo andaba mal. Se sentó en la cama y se dio cuenta de que todo estaba más tranquilo; el movimiento del galeón era menos frenético y el viento se había reducido a un susurro.
Se apresuró a subir a cubierta, donde caía una ligera lluvia. Vio que el mar se había calmado y la visibilidad había mejorado. Enders, todavía al timón, parecía extenuado, pero sonreía.
– Lo hemos logrado, capitán -dijo-. El barco está maltrecho, pero ha resistido.
Enders apuntó a estribor. Había tierra a la vista; el bajo y gris perfil de una isla.
– ¿Qué es? -preguntó Hunter.
– No lo sé -contestó Enders-. Pero pronto lo sabremos.
El galeón había ido de aquí para allá durante dos días y dos noches, y no tenían ni idea de cuál era su posición. Se acercaron a la isla, que era plana, estaba cubierta de arbustos y no parecía demasiado acogedora. Incluso desde lejos se distinguían los cactus que cubrían la costa.
– Me da la sensación de que estamos al sur del archipiélago de Barlovento -dijo Enders, entornando los ojos pensativamente-. Probablemente cerca de la Boca del Dragón, y son aguas peligrosas. -Suspiró-. Si al menos viéramos el sol, podríamos determinar nuestra posición.
La Boca del Dragón era la franja de agua entre las islas caribeñas de Barlovento y la costa de Sudamérica, un estrecho cuyas aguas eran famosas y temidas, aunque en aquel momento estuvieran muy tranquilas.
A pesar del mar en calma, El Trinidad seguía oscilando y balanceándose como un borracho. Aun así, y con las velas destrozadas, lograron rodear el extremo meridional de la isla y encontrar una cala que les protegiera en la costa occidental. Tenía un fondo arenoso que les sería útil para las tareas de reparación. Hunter aseguró el navio y su exhausta tripulación bajó a tierra a descansar.
No se divisaba a Sanson ni al Cassandra por ninguna parte; que hubieran sobrevivido o no al huracán no parecía importar mucho a los hombres de Hunter, absolutamente agotados. Los hombres se echaron con sus ropas mojadas en la playa y durmieron con la cara apoyada en la arena y los cuerpos abandonados como cadáveres. El sol apareció brevemente detrás de unas nubes que se disipaban. Hunter sintió que el cansancio se apoderaba de él y se durmió con los demás.
Los tres días siguientes fueron agradables. La tripulación trabajó sin descanso reparando el galeón, arreglando los daños causados debajo de la línea de flotación y las vergas de la superestructura maltrecha. Tras un registro del barco no se encontró madera a bordo. Normalmente, un galeón del tamaño de El Trinidad transportaba vergas y mástiles adicionales en la bodega, pero los españoles los habían descargado para poder llevar más carga. Los hombres de Hunter tuvieron que arreglárselas con lo que tenían.
Enders observó el sol con su astrolabio y calculó la latitud. No estaban lejos de los fuertes españoles de Cartagena y Maracaibo, o de la costa sudamericana. Pero aparte de esto, no sabían nada de la isla en la que se encontraban, a la que bautizaron como cayo Sin Nombre.
Como capitán, Hunter se sentía vulnerable con El Trinidad inclinado a un lado, incapaz de navegar. Si los atacaban, tendrían dificultades para defenderse. De todos modos no tenía motivos para temer nada; parecía evidente que la isla estaba deshabitada, al igual que los dos islotes más cercanos por el sur.
Sin embargo, había algo hostil e inquietante en el cayo Sin Nombre. La tierra era árida y estaba repleta de cactus, que en algunos puntos tenían la densidad de un bosque. Pájaros de vivos colores gritaban en lo alto de la vegetación, y sus chillidos se propagaban con el viento. Un viento que no cesaba nunca; era cálido, desquiciante, y soplaba a casi diez nudos, de día y de noche, con una sola y breve tregua al amanecer. Los hombres se acostumbraron a trabajar y dormir con el rugido del viento en los oídos.
Había algo en aquel lugar que hizo que Hunter apostara algunos guardias alrededor del barco y de las hogueras encendidas por la tripulación. Se dijo que era por la necesidad de restablecer la disciplina entre sus hombres, pero en realidad era una especie de presagio. La cuarta noche, a la hora de cenar, asignó los turnos de guardia. Enders se encargaría del primero; él se ocuparía de la guardia de medianoche, y le relevaría Bellows. Mandó a un hombre a notificarlo a Enders y a Bellows. El hombre volvió una hora más tarde.
– Lo siento, capitán -dijo-. No encuentro a Bellows.
– ¿Cómo que no lo encuentras?
– No está en ninguna parte, capitán.
Hunter escrutó la baja vegetación de la costa.
– Se habrá dormido por ahí -dijo-. Encuéntralo y tráemelo. Me va a oír.
– Sí, capitán -acató el hombre.
A pesar de registrar la cala, no descubrieron ningún rastro de Bellows. En la creciente oscuridad, Hunter suspendió la búsqueda y reunió a sus hombres alrededor de las hogueras. Contó treinta y cuatro, incluidos a los prisioneros españoles y lady Sarah. Les ordenó que se quédaran cerca de las hogueras y asignó a otro hombre el turno de Bellows.
La noche transcurrió sin incidentes.
Por la mañana, Hunter organizó una partida para recoger madera. No encontraron troncos en Sin Nombre, así que acompañó a diez hombres armados a la isla más cercana por el sur. Aquella isla, al menos en la distancia, era muy parecida a la suya, así que Hunter no tenía muchas esperanzas de encontrar madera.
Pero se sentía obligado a intentarlo.
Atracó el bote en la costa oriental de la isla y se adentró con el grupo entre densas matas de cactus que se les enganchaban en la ropa y la desgarraban. Llegaron al punto más alto de la isla a mediodía. Desde aquella posición, hicieron dos descubrimientos.
Primero, pudieron ver con claridad la siguiente isla del archipiélago hacia el sur. Unas columnas de humo gris se elevaban de una media docena de hogueras, por lo tanto, la isla estaba habitada.
Pero lo más sorprendente fue ver los tejados de un poblado, a lo largo de la costa occidental de la isla. Desde su posición, las construcciones tenían la tosca apariencia de un puesto avanzado español.
Hunter guió a sus hombres cautelosamente hacia el poblado. Con los mosquetes a punto, se deslizaron de un grupo de cactus a otro. Cuando estaban muy cerca, uno de los hombres de Hunter descargó prematuramente su mosquete; el sonido de la descarga resonó, transportado por el viento. Hunter blasfemó y observó el poblado, pero no percibió ninguna reacción.
No había actividad, ninguna señal de vida.
Tras una breve espera, entró con sus hombres en el poblado. Casi inmediatamente, se dio cuenta de que el lugar estaba desierto. Las casas estaban vacías; Hunter entró en la primera pero únicamente encontró una Biblia, en español, y un par de mantas apolilladas sobre unas camas rudimentarias y rotas. Algunas tarántulas corrieron a esconderse en la oscuridad.
Salió a la calle. Sus hombres registraron cautelosamente una construcción tras otra, pero regresaron con las manos vacías, negando con la cabeza.
– Quizá los advirtieron de nuestra llegada -aventuró un marinero.
Hunter sacudió la cabeza.
– Mirad la bahía.
Había cuatro pequeños botes, anclados en aguas poco profundas, meciéndose suavemente con las olas. De haber huido, los habitantes habrían usado los botes.
No tenía sentido abandonarlos.
– Mirad -dijo un marinero desde la playa.
Hunter se acercó a él. Vio cinco largos surcos en la arena; parecían las marcas de unos botes estrechos, quizá algún tipo de canoa, que hubieran arrastrado por la playa. Había numerosas huellas de pies desnudos. Y algunas manchas rojizas.
– ¿Es sangre?
– No lo sé.
En el extremo norte del poblado incluso había una iglesia, construida de forma tan rudimentaria como las casas. Hunter y sus hombres entraron. El interior estaba en ruinas, y todas las paredes estaban cubiertas de sangre. Allí había tenido lugar una matanza, aunque no recientemente. Al menos debía de hacer varios días. El hedor a sangre seca era nauseabundo.
– ¿Qué es esto?
Hunter se acercó a un marinero que estaba observando una piel en el suelo. Parecía cuero con escamas.
– Parece un cocodrilo.
– Sí, pero ¿de dónde?
– De aquí no -dijo Hunter-. Aquí no hay cocodrilos.
La recogió. El animal debía de haber sido grande, al menos de un metro y medio de largo. Pocos cocodrilos caribeños tenían ese tamaño; los que vivían en los pantanos de Jamaica medían un metro aproximadamente.
– Hace tiempo que lo desollaron -dijo Hunter.
Lo examinó cuidadosamente. Había unos agujeros en la cabeza, y por ellos habían pasado una tira de cuero como si quisieran hacer una capa.
– Maldición, mirad, capitán.
Hunter miró hacia la siguiente isla al sur. Las hogueras, que antes eran visibles, habían desaparecido. Fue entonces cuando oyeron el débil eco de algunos tambores.
– Será mejor que volvamos al bote -dijo Hunter y sus hombres se movieron rápidamente a la luz vespertina.
Tardaron casi una hora en volver al bote, anclado en la costa oriental. Cuando llegaron, encontraron otro de los misteriosos surcos en la arena.
Y algo más.
Cerca del bote, una zona de arena había sido aplanada y delimitada por medio de piedras pequeñas. En el centro, los cinco dedos de una mano apuntaban al cielo.
– Es una mano enterrada -dijo uno de los marineros. Se agachó y tiró de ella por un dedo.
El dedo se desprendió. El hombre se sobresaltó tanto que lo dejó caer y retrocedió.
– ¡Por la sangre de Cristo!
Hunter sintió que se le aceleraba el corazón. Miró a los marineros, que estaban aterrorizados.
– Vamos a ver -dijo.
Se agachó y tiró de los dedos, uno por uno. Todos se desprendieron fácilmente. Los sostuvo sobre la mano, mientras los marineros los miraban horrorizados.
– ¿Qué significa esto, capitán?
Hunter no tenía ni idea. Se los guardó en el bolsillo.
– Volvamos al galeón y ya veremos -dijo.
Aquella noche, sentado a la luz de una hoguera, Hunter observaba aquellos dedos. Fue Lazue quien proporcionó la respuesta que todos buscaban.
– Mirad los extremos -dijo, señalando la rudeza con la que los dedos habían sido cortados de la mano-. Esto es obra de nativos, no hay ninguna duda.
– Los caribe -susurró Hunter estupefacto.
Los indios caribe, antaño unos temidos guerreros en muchas islas del Caribe, eran prácticamente un mito, un pueblo perdido en el pasado. En los primeros cien años de su dominación, los españoles habían exterminado a todos los indios del Caribe. Unos pocos arawak pacíficos, que vivían en la pobreza y la miseria, subsistían en las regiones del interior de algunas islas remotas. Pero los sanguinarios caribe habían desaparecido hacía mucho tiempo.
O al menos eso se decía.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Hunter.
– Por los extremos -repitió Lazue-. No hay metal en esos cortes. Se hicieron con piedras afiladas.
El cerebro de Hunter intentaba asimilar aquella nueva información.
– Tiene que ser un truco de los españoles, para asustarnos -dijo.
Pero no se mostraba muy convencido. Todo parecía conducir a una sola conclusión: los surcos de las canoas, la piel de cocodrilo con la tira de cuero metida en los agujeros.
– Los caribe son caníbales -prosiguió Lazue monótonamente-. Pero dejan los dedos, a modo de advertencia. Es su forma de actuar.
En aquel momento llegó Enders.
– Disculpad, pero lady Almont no ha regresado.
– ¿Qué?
– No ha regresado, capitán.
– ¿De dónde?
– Le permití que se adentrara un poco -dijo Enders con pesar, señalando los oscuros cactus, lejos de la luz de las hogueras que rodeaban el barco-. Quería recoger fruta y bayas, dice que es vegetariana…
– ¿Cuándo ocurrió?
– Esta tarde, capitán.
– ¿Y todavía no ha vuelto?
– La mandé con dos marineros -dijo Enders-. No pensé que…
Se interrumpió.
En la oscuridad llegó el eco distante de tambores indios.